CHICO CONOCE CHICO ¿Cómo volver a contar una historia de amor y que parezca algo novedoso? ¿Cómo contar una historia de amor gay sin caer en los lugares comunes que tiene el cine para mostrar la discriminación y la violencia homofóbica? Estas preguntas no resultan explícitas en Los fuertes porque no se trata de una película que haga evidente su proceso ni su artificio. Sin embargo, parecen haber sido planteadas inconscientemente por el director Omar Zúñiga Hidalgo, quien adapta su corto San Cristóbal para contar la relación que nace entre un hombre que va a visitar a su hermana en un pueblo portuario del sur de Chile y el contramaestre de un barco de pesca. Los fuertes presenta algunos conceptos que construyen significado con el fin de jugar con las expectativas del espectador. Por un lado tenemos ese mundo de pescadores y hombres simples y rudos que cumplen un trabajo ancestral; por el otro un pueblo rodeado de edificaciones de tiempos coloniales donde se recrea una batalla histórica como atracción turística. Ambos espacios permiten vislumbrar una relación fuerte del entorno con las tradiciones y es donde uno supone que el director pondrá el peso del relato: en cómo esos hombres deberán ocultar su amor y su deseo, en cómo ese entorno conservador impondrá el peso de su ley. Sin embarco Lucas y Antonio (Samuel González y Antonio Altamirano, ambos excelentes) se irán descubriendo, se buscarán, se seducirán y vivirán su amor. No diremos que ese amor se vive con libertad absoluta, porque hay pequeños gestos y situaciones que dejan entrever la violencia a la que los personajes son sometidos, pero en verdad Lucas y Antonio expresan lo suyo con un sentido mucho menos trágico del que uno esperaría en términos narrativos. Y esa falta de conflicto no suena inverosímil porque el film se construyó sólidamente sobre el crecimiento de esa relación. Claro, uno descubre progresivamente que Los fuertes es una película totalmente diferente a la que la suma de sus partes parecía apuntar. En concreto la película de Omar Zúñiga Hidalgo es antes que un drama sobre la identidad, una historia de amor y una reflexión sobre el amor como algo difícil de acondicionar con la adultez. De manera inteligente, Los fuertes se va posicionando en otro lugar a medida que avanzan sus minutos. Y surgen otros conflictos que no son aquellos que pensábamos, pero que tampoco son menores: ¿qué lugar ocupan los deseos individuales una vez que se construye una pareja? ¿Se debe someter una decisión personal al deseo del otro? Lucas y Antonio tratarán de desentrañar el misterio; uno con su ánimo nómade y el otro aquerenciado al lugar. Posiblemente muchos se pregunten si la singularidad de tener protagonistas homosexuales alcanza para convertir a Los fuertes en un drama romántico por encima de sus propias limitaciones genéricas. Y si la ausencia de conflictos más espesos en relación a la identidad sexual de sus protagonistas no la vuelven un poco leve. Son dudas razonables en un sentido de relato tradicional, pero Los fuertes va más allá y termina resolviendo la ecuación en un sentido inverso: ¿cómo hacer más universal un historia de amor gay si no es mostrándola a partir del placer de dos cuerpos que se encuentran sin culpas? Omar Zúñiga Hidalgo logra una película simple y pequeña, pero de una gran inteligencia.
UN CAMPUSANO JUSTO Barrio, clase obrera, personajes marginales. Estamos nuevamente en el universo de José Celestino Campusano, uno de los pocos realizadores del cine argentino capaz de filmar una o dos películas por año con una regularidad envidiable, pero además alguien que lo hace con una coherencia estética y una persistencia en las formas que muestran a un autor en toda norma. En Bajo mi piel Morena sigue a una mujer trans, su grupo de amigas, sus amores, la relación con su madre, con sus compañeros de trabajo. Un conjunto de viñetas, un film coral que lleva la firma del director en cada plano, con lo bueno y lo malo que eso significa. Si por un lado Campusano filma cada vez mejor, con un dominio notable de la cámara para registrar espacios cerrados en planos largos donde la acción se va volviendo cada vez más tensa, por el otro persiste en la selección de intérpretes no profesionales y de algunos excesos melodramáticos que no ayudan a redondear sus películas. En definitiva los resultados de cada uno de sus films se miden en relación a lo poco o mucho que sus falencias hacen ruido en el conjunto. Podríamos decir que Bajo mi piel Morena es una película sobre lo trans y su relación con el entorno social de clase media y trabajadora, aunque en verdad sería ver una parte del paisaje. Justamente la parte que a Campusano parece no preocuparle tanto. Si bien algunos aspectos de la vida de Morena, Claudia y Myriam -las tres protagonistas trans- y las dificultades que se cruzan en el camino por su condición construyen el relato, para el director la película es una forma de mostrar un estadio superior de la sociedad, uno donde hay discriminación pero donde también surge una protección impensada. Morena trabaja desde los 16 años en una fábrica textil, Claudia comienza a trabajar como docente de historia en un colegio secundario y Myriam, la que más coincide con cierto imaginario que el cine ha explotado, se dedica a la prostitución y tiene contactos con la policía. Pero donde Campusano rompe con la lógica del relato trans es con la aparición de Marcia, una amiga de Morena. Es esa subtrama de padecimiento amoroso donde la película escapa a la necesidad de ser un film de denuncia y se vuelve más un melodrama sobre los sentimientos, los amores perdidos, la búsqueda del amor. En definitiva Bajo mi piel Morena es un film sobre los afectos, sobre la amistad y cómo se construye. A pesar de contar con varios de esos momentos sórdidos típicos de su cine, Campusano logra en algunos pasajes de su película encontrar instancias de humanidad y luminosidad en los que sus personajes disfrutan y se muestran vitales. Morena y Claudia se levantan a dos pibes en un boliche y luego charlan en el baño de la casa de los flacos, mientras mean. El diálogo surge con una naturalidad absoluta y tiene la textura del que sabe de lo que está hablando. Es una escena genial. Son esos pasajes los que se confrontan con otros donde Campusano busca volverse más serie o sensible, y cae en exabruptos verbales, aforismos y frases artificiales que, encima, no ayudan a los intérpretes no profesionales (la madre problemática de un alumno es un personaje imposible). De todos modos no deja de ser la lucha interna del cine del director, que sostiene parte de su identidad en esos elementos que uno debe tomar o dejar. Claro, también es cierto que si uno los toma, termina siendo indulgente con él e injusto con el resto del cine. Sin embargo hay en la puesta en escena de Campusano, en sus formas y en algunas imágenes una verdad que no surge tan comúnmente en el cine nacional; mucho menos un registro tan honesto de las clases medias y bajas como el que hace el realizador. El director trata a sus personajes como pares, nunca los mira desde arriba. Ese ese su gran talento y el que lo vuelve un director popular. El último plano de Bajo mi piel Morena, por ejemplo, es no solo bellísimo sino también un acto de justicia para la protagonista. Y ahí está parte de la clave del cine del director, lo que termina seduciendo: su búsqueda incansable por un mundo justo, pero sin caer en posiciones voluntaristas. Aquí las cosas funcionan mejor que en otras ocasiones porque encontró el personaje que hace visibles sus obsesiones con una amabilidad que vuelve más tolerables las falencias del relato.
LA CULPA DEL SOBREVIVIENTE El de Los versos salvados, dentro de la amplia propuesta de documentales que intentan indagar en los años de la última dictadura argentina, es un caso especial. Como es especial el caso de Celina Amalia Galeano y Fernanda Galeano. Celina fue secuestrada y torturada cuando estaba embarazada y liberada luego de dar a luz. No hubo desaparición ni apropiación del bebé, único caso de estas características según los registros oficiales. En ese marco de singularidad, lo que hace el documental de Gabriel Szollosy es indagar más en el después, en el presente de estos personajes, antes que aquellos hechos y en el pasado, que queda permanentemente en sombras y sin profundizarse demasiado. Esto puede parecer una falla de la película, pero se comprende una vez que se desanda el camino de Celina y su forma de afrontar su propia historia. La protagonista estaba casada con Osvaldo Balbi, autor del libro infantil El elefantito, prohibido por la dictadura. En agosto de 1978 su casa fue allanada y se los llevaron a ambos: “me llevaron por mi compañero”, comenta Celina. De Balbi no se supo nunca más nada y su figura permanece como desaparecida. Ni bien comienza Los versos salvados, Fernanda cuenta un enojo que tuvo con su madre cuando adolescente: le recriminaba que no la quería lo suficiente. Pero fue ahí cuando Celina le contó lo que había pasado en el centro de detención El Vesubio (en La Matanza), cómo la habían torturado a ella y, claro, a su hija que estaba en el vientre. La discusión entre ambas quedó clausurada con una definición de la madre, algo así como para qué revolver el dolor cuando se tiene la vida y hay que seguir con ella, incluso cuando hay que justificarla. La culpa del sobreviviente se impone como una sombra angustiante sobre la figura de Celina. Algo similar hace Szollosy, que deja esa situación en el espacio de las anécdotas y avanza más preocupado en el presente de ambas mujeres: la madre, que sigue dedicada al mundo de las letras, vive en un pueblo en Uruguay, mientras que la hija da clases en la Facultad de Ciencias Veterinarias en General Pico, provincia de La Pampa. En ocasiones, la película le exige a Celina la lectura a cámara de sus propios textos, y ante la emoción de la mujer el director elige cortar las escenas. Hacer evidente este procedimiento es una forma, también, de decir que de nada sirve volver sobre el dolor si sigue causando dolor. No al menos desde un punto de vista exhibicionista. Además de esa discusión del pasado sobre la que no se quiere indagar más, hay un dato que aparece hacia el final del documental, relacionado con la figura del padre, sobre el que tampoco se profundiza. Ahí regresa la idea de que detrás de la historia de Los versos salvados hay muchas otras historias para contar y más pasado para conocer. Pero como deja entrever un episodio que se narra en el prólogo, cuando aquel grupo de tareas invadió el hogar de Celina y Osvaldo se llevaron muchos libros y escritos, aunque unos pocos versos se terminaron salvando de la requisa. Esos versos terminan siendo clave en este relato. Es que de esa manera antojadiza y azarosa se construyen los recuerdos que determinan la Historia. Ese mismo azar por el que Celina no puede explicar su propia liberación. Lo que hace Szollosy pues es sostener ese punto de vista, ser justo y coherente con su protagonista. El suyo no es tanto un documental de denuncia como uno de exposición. Y el pasado y los recuerdos tienen los límites que uno mismo decide imponer.
CAMINAR AL COSTADO DE LA FAMA Daniel Melero es una de esas figuras singulares del rock nacional: estuvo siempre en el centro de la escena, fue parte del despertar del género en la ochentosa post-dictadura, fue precursor del uso de la electrónica con su grupo Los Encargados, participó de discos emblemáticos (Oktubre, Dynamo, Canción animal, por citar algunos) y sin embargo nunca fue una figura famosa, de esas que acribillan con pedidos de autógrafos a la salida de un recital. Como bien dice sobre el final de Retrato incompleto de la canción infinita, el documental de Roly Rauwolf que lo tiene como protagonista, “la fama es algo que te dan los otros, el éxito es algo que lográs vos”. Melero se considera exitoso. Y vaya si lo es. Esta película, entonces, le hace un ligero homenaje a esa carrera extensa y aparentemente marginal que ha desarrollado. Una de las cosas más disfrutables que hay a la hora de escuchar a un artista es cuando tiene la capacidad de observarse, analizarse y pensarse. No tanto desde un sentido poético sino más bien desde una perspectiva profesional, concreta, entendiendo que -en este caso- lo de hacer canciones no es más que un oficio. Y Melero tiene esa capacidad. La película lo acompaña, pues, con atractivas imágenes de archivo en la que se lo puede ver trabajando canciones en la sala de ensayo o con Los Encargados en el programa juvenil Feliz domingo… ¡presentados por Silvio Soldán! Lo demás es el artista y la cámara, recorriendo su historia musical pero también la personal. En ese sentido el documental de Rauwolf cumple tanto el objetivo del hallazgo como el de reconstruir a su personaje. Lo hace el propio Melero cuando explica desde la actitud el rol que ha decidido componer dentro de la historia del rock nacional. En su decir hay ideas claras y un archivo que comprueba la coherencia del camino emprendido. Algo que no parece sencillo en el vanidoso mundo del arte. Es verdad que Retrato incompleto de la canción infinita parece por momentos algo pequeño, casi como un especial televisivo de algún programa sobre rock. Si la idea es sacar a la luz la figura de Melero, la pregunta es si la película tiene la suficiente ambición y si encuentra un destinatario más allá del seguidor del músico. Sin embargo en esa sencillez de la película hay también una cercanía con el pudor que el propio Melero eligió a la hora de llevar adelante su carrera. Incluso el propio título del documental es dueño de una honestidad soberana acerca de aquello que no se puede completar o abarcar. El mundo del artista, su vida, es una suerte de maquinaria en constante movimiento. No está mal que en un presente donde el género documental parece tener más certezas que dudas, alguien deje en suspenso una idea, un concepto. Tal vez la sencillez de la película sea la más cabal representación del arte de Daniel Melero.
LA INCERTIDUMBRE DEL DESPUÉS Un documental sobre Fabricio Oberto, uno de los referentes de la denominada “Generación Dorada”, la camada más exitosa de jugadores que tuvo el básquetbol argentino en su historia, no parecía la mejor invitación para uno, un poco ajeno a los chauvinismos. Imaginaba apología de la nostalgia, celebración irreflexiva del pasado, triunfalismo y un toque de nacionalismo. Sin embargo, Reset: volver a empezar, la película dirigida por Alejandro Hartmann, es algo bien distinto, es un viaje honesto al interior de un deportista que estuvo en la cima y atraviesa el crítico momento del después, del ya no ser el que era y tratar de encontrar un destino. Sorpresivamente y sin caer en la sensiblería, la película emociona porque encuentra en Oberto al personaje ideal. Oberto es el que todavía sufre un poco la despedida, el que no sabe bien qué camino tomar a pesar de tomar muchos caminos: escalar el Aconcagua, recorrer el desierto en moto, dar clínicas de básquet, comentar partidos para la televisión, cantar en una banda de rock. El título, Reset, tiene varias aristas: la más directa, el propio reseteo que sufrió el corazón de Oberto cuando se sometió a tratamientos médicos por una arritmia. Pero ese reset es también el punto en el que el protagonista intenta volver a empezar, como lo indica el subtítulo. Y si bien el documental se centra en Oberto, recorre tímidamente su biografía, es en verdad una suerte de road movie, el viaje del ex jugador (“nunca sos un ex deportista, sos un deportista sin actividad” dice Oberto que alguna vez le dijo el comentarista y ex futbolista Quique Wolff) por Argentina y Estados Unidos para reencontrarse con sus ex compañeros de selección: Alejandro Montecchia, Carlos Delfino, Hugo Sconochini, Pepe Sánchez, Luis Scola, Chapu Nocióni, Manu Ginóbili son algunos de los que van trazando el mapa de la película. Lo interesante es que una vez que comienzan los reencuentros, el reseteo se hace masivo y diverso, y cada uno de los protagonistas confesará que atravesó el retiro de diferentes maneras. Está el que descubrió otro deporte (Sconochini), los que siguen ligados al básquet aunque añoran no jugar más o los que sorpresivamente, como Nocioni (un jugador temperamental), aseguran que no extrañan nada y parecen tener la capacidad de hacer consciente el proceso y tomar distancia de lo que alguna vez fueron. “Se dice que el deporte es salud. El deporte de alta competencia no es salud”, ironiza Nocioni. Y ahí la charla deriva sobre los dolores que mantienen sus cuerpos curtidos, las articulaciones que no dan más. Muestran las heridas, como Mel Gibson y Renné Russo en Arma mortal 3. En cada encuentro de Oberto con sus ex compañeros se observa una gran química, que es indudablemente la base de los grandes equipos, pero también la honestidad de cada uno, incluso la tranquilidad con la que logran mirar por el espejo retrovisor. Para el deportista de élite, sobre todo para el que logró éxitos resonantes, hay un doble proceso que debe ser muy doloroso y que es inimaginable para el que no lo experimentó (ni lo podrá experimentar jamás): el momento del adiós. No solo se dice adiós a la actividad que se eligió como medio de vida, sino también a la gloria de haber estado en la cima. Por eso haber elegido a Oberto para ser eje en este documental fue una gran decisión: lejos de la sanación espiritual banal, Oberto se muestra inquieto, activo pero inseguro, angustiado pero decidido. De alguna manera aquella energía de la máxima competencia se reconvierte en otra cosa. Buscar, indagar, experimentar. Nunca quedarse en el banco mirando el partido desde afuera.
LA AMISTAD EN EL TIEMPO Los tiempos y los modos del mumblecore se filtran por los rincones de la nueva película de Dan Sallitt: se apuesta por la naturalidad de las acciones, los diálogos se trabajan de una manera que se aleja de lo estructural, incluso se cae en algunas derivas narrativas, especialmente en la primera parte del relato. No obstante, esa deriva tiene aquí un significado narrativo: será clave para fortalecer lo que ocurra en la segunda parte. Claro está, todo esto exige cierta paciencia a un espectador no del todo acostumbrado al naturalismo inexpresivo y la morosidad típica de este subgénero del cine independiente norteamericano. Pero Catorce es más, especialmente a partir de un extenso plano fijo ubicado estratégicamente en la mitad de la película que la convierte, a partir de ahí, en un drama mucho más clásico de lo que aparenta. En Catorce seguimos a dos amigas (excelentes, Tallie Medel y Norma Kuhling) que se conocen desde la adolescencia y que funcionan como sostén una de la otra. Mara es la que piensa en cómo construir su vida, mientras Jo es una suerte de espíritu libre bastante autodestructiva. Si en la primera parte del relato (hasta aquel plano fijo que mencionamos anteriormente) la película avanza con una temporalidad más o menos precisa, es a partir de aquel momento que Sallitt aplica una serie de elipsis profundas, que hacen avanzar el tiempo de manera veloz. Esas elipsis son, ni más ni menos, la muestra de cómo Mara y Jo se han distanciado, y cada fragmento que el director elige mostrar tiene que ver con algún encuentro fortuito o con momentos en que una está presente en la otra. Catorce reflexiona sobre la amistad a partir del tiempo, del compartido y del que está en ausencia; básicamente la forma en que se construyen los vínculos, entre lo tangible de la presencia y la abstracto de la distancia; entre lo que creemos que el otro es y lo que suponemos. En esa reflexión sobre la amistad, la película de Sallitt piensa qué cosas somos capaces de dar por el otro, pero también qué nos separa y cómo esos vínculos se vuelven difusos a lo largo del tiempo. Sallitt es un director sutil, preciso, que encuentra en el uso del tiempo una poética singular para narrar eso que quiere contarnos. Y en esa forma, Catorce también encuentra la belleza y la sensibilidad, en un relato que parece estar siempre a punto de quebrarse. Como detalle final, lo interesante de ver una película sobre mujeres en la que los personajes no tengan que cargar el peso de lo simbólico para resultar interesantes o justificar su presencia en la pantalla. Y eso la convierte casi en una película de otro tiempo.
¿AHORA QUÉ? A Martín Perino le piden que haga sonar una canción que signifique algo importante para su presente y pone Ahora que…, tal vez una de las mejores canciones de Joaquín Sabina. Ahora que… es toda una rareza dentro del cancionero de un autor al que le salen más fácil las canciones de ruptura que las de reencuentro (bueno, a quién no). Es el tema de un tipo que ahora vive con alegría aquello que antes era pesar porque, básicamente, encontró el amor. Entonces Martín pone el tema en su celular y se observa una emoción genuina. Pero para Martín, un ex niño prodigio del piano que estuvo internado cuatro años en el hospital psiquiátrico Borda por un caso de esquizofrenia, evidentemente la canción significa otra cosa, tiene otro sentido. Y canta aquello de “ahora que una pensión es un palacio” abriendo los brazos, feliz de haber salido del hospital y vivir en la casa familiar que le quedó como herencia. En un simple acto, convierte la metáfora en algo literal. Y llega el estribillo y lo canta a los gritos, con la efusividad propia del que atravesó un momento complicado y puede volver a sentirse vivo. Pero esa idea de algo que adquiere múltiple sentidos es un juego más que interesante que propone Solo, el documental de Artemio Benki centrado en la figura de Perino y en un par de asuntos complejos como la locura y la disociación que la sobreviene. Solo, acertadamente, evita los comentarios, la opinión médica y mira de frente a su protagonista para encontrar el reverso de esa marginalidad relacionada con las enfermedades psiquiátricas, que en ocasiones vuelven literal lo intangible. Solo sigue a su protagonista desde el momento en que está por salir del Borda y durante el proceso posterior, cuando busca la manera de reinsertarse en la sociedad. No es fácil: Perino tiene una relación obsesiva con la música, él quiere tocar el piano a toda costa. Es lo único que siente que necesita en su vida. Por eso se va con un amigo hasta un festival de bandas metaleras con el fin de que lo dejen subir al escenario aunque sea cinco minutos para tocar el piano. No lo dejan. Las enfermedades psiquiátricas como las que padece el protagonista están relacionadas muchas veces con caracteres obsesivos y un nivel de auto-exigencia que puede resultar nocivo. Tal vez por eso el ámbito musical, el conocimiento de un instrumento y su mecánica, requiere de una repetición sistemática que en ocasiones puede llevar a esa disociación. En Perino es evidente, mientras habla, que sus manos quieren practicar la digitación, se mueven nerviosamente; también fuma -y mucho- nerviosamente. Benki captura eso y lo vuelve forma. Construye un documental de primeros planos o planos cortos sobre el rostro del protagonista, sobre sus manos, también sobre su espalda mientras recorre una ciudad impersonal con la vista perdida, tal vez, en ese piano que persigue como una cantimplora en el desierto. Todo remite a una insatisfacción, a una angustia interior que solo parece mitigar la música. Y esa asimilación de lo obsesivo vuelve tenso al relato, lo hace incómodo. Esa incomodidad que consigue Benki no es solo superficial, es también una forma de aceptar la ausencia de una salida a la encrucijada en la que se encuentra Martín. La falta de un discurso que se superponga a la voz del protagonista, de psicologismos simplistas que adjudiquen los males a conflictos del pasado, es la más honesta aceptación que tiene el documental sobre una condición que acompañará al protagonista por siempre. En la voz de Martín se escuchan algunas ideas sobre su pasado, el vínculo con su madre -también pianista-, pero son pasajes más confesionales, catárticos, que no buscan ser condicionantes. Solo es una película que no recurre al mensaje tranquilizador del enfermo que se cura a través de la música, sino simplemente es la revelación de que un conflicto como el de Martín es puro presente. Porque logró salir del hospital, los problemas parecen haber quedado atrás, pero siempre aparecen situaciones que renuevan la angustia. En ese contexto es que jugando con aquel tema de Sabina y con la capacidad del protagonista por encontrar otro sentido, nos podemos preguntar, mientras lo vemos a Martín caminando y apurando un pucho por la calle, ¿ahora qué?
RECONSTRUCCIÓN DE UNA PERSONA Canela Grandi Mallarini es una mujer trans, es arquitecta y da clases en la universidad. Los primeros minutos de Canela, el documental de Cecilia del Valle, la muestran avanzando sobre una obra en construcción que dirige, uno de esos universos vedados a lo femenino, donde su presencia resignifica el espacio, tanto el físico como el cultural. Sin embargo, la película no se construye sobre la mirada que los demás tienen de Canela, sino sobre la mirada que ella misma tiene de sí, y aborda el tema del deseo desde un lugar novedoso: ya no se trata de asumirse como mujer (eso ya lo hizo hace más de una década, hoy tiene 62 años), si no de dar ese paso posterior, el de someterse a una operación de reasignación de género. Si el documental muchas veces se construye sobre tres posibilidades (el personaje, el tema o la forma; y son contados los casos en los que se da esto todo junto), la película de Cecilia del Valle consigue ser efectiva en todos esos aspectos: encontró el personaje, encontró el tema y encontró la forma de transmitirlo en imágenes. Documental sobre la reconstrucción de una persona, la relación con la arquitectura y la recuperación de una vieja camioneta son símbolos que aparecen por allí y que hablan de formas tradicionales y nuevas posibilidades. Como el documental que se narra como una ficción. Canela es un bienvenido paso más allá del cine que se asume como “militante”, es una aceptación de un cambio social que ya está dado y elude los subrayados simplistas y las voces altas. Estos tacos con los que Canela avanza firmemente en los primeros minutos (después lo hará sobre su vieja camioneta Chevrolet) dan pasos decididos, no le preguntan a nadie si pueden avanzar (al igual que su protagonista, la película irrumpe ante el espectador con un uso del color que hace recordar al primer cine de Pedro Almodóvar). A partir de esa decisión, a la directora le interesa más mirar a Canela y reflexionar sobre qué pasa en su interior, algo que muchas veces se olvida desde la militancia, convirtiendo al sujeto en bandera antes que en un ser humano con sus dudas, certezas y contradicciones. El documental retrata al personaje en su mundo íntimo (con la familia, con amigas) y en el público (chequeando el trabajo de los albañiles, dando clases en la universidad), pero también durante una serie de consultas médicas y psicológicas que realiza mientras analiza los riesgos que pueden llevar la operación y, más allá todavía, cuán importante es dar ese paso. ¿Realmente lo necesita? De manera sutil, Canela se permite también lo didáctico, el detrás de escena burocrático de una decisión humana y política. Si hay algo que siempre resulta poderoso, eso es el humor. Y Canela, el documental y el personaje, lo tienen. Sin escaparle a lo dramático, que se filtra en aquellos pasajes en que se ahonda en la relación de dependencia que tuvo la protagonista hacia su familia (asistir a su tía y a su madre, sostener el camino que trazan sus hijos, la duda que genera saber quién la asistirá a ella durante el posible post-operatorio: hay un almuerzo familiar que se resuelven entre la amabilidad y la tensión), hay una comicidad que atraviesa todo el relato y que es parte inseparable de la forma de ser de Canela. Ese humor aparece tanto al reflexionar acerca del mundo que la rodea, como de verse a ella misma en determinadas situaciones. Y no pocas veces ese humor es una forma de mitigar el dolor, con la risa nerviosa que surge de la protagonista cuando dice algo que tal vez puede resultar incómodo: porque Canela es de esas personas a las que se le escapan algunos pensamientos. La película de Cecilia del Valle concluye sin definiciones explícitas y nos deja al personaje en el momento de tomar aquella decisión. Con sabiduría, termina aceptando aquello que se dice en la película: el cambio al que se enfrenta Canela es interior y no exterior. Al espectador, por lo tanto, no le tiene que interesar si se operó o no se operó. A su perfecta sincronía entre personaje, forma y tono, el documental le agrega la honestidad intelectual y la coherencia.
HISTORIAS DEL GENOCIDIO En el documental Operación Cóndor, los directores Andrea Bello y Emiliano Serra reúnen una serie de testimonios de personas vinculadas a víctimas de las dictaduras sudamericanas, todas relacionadas con la operación de inteligencia del título, que tuvo el aval de la CIA entre mediados de los 70’s y comienzo de los 80’s y destinada a eliminar el ascenso de referentes de los partidos de izquierda. Una movida que junto al secuestro y desaparición de personas tenía relación con la imposición de un sistema económico y social, que marcó las bases para la destrucción del orden productivo y cultural en los países de la región, algo que podemos rastrear hasta el presente, como bien dice uno de los testimonios. En esa intención de unir pasado y presente, la película emite su opinión más potente y su denuncia, la cual tiene el tino de no convertir en panfleto. Y esa es la mayor virtud de Operación Cóndor, la cual se desmorona en la innecesaria secuencia de créditos. Por la cámara de Bello (la directora murió el año pasado) y Serra pasa un interesante collage de voces, que narran episodios ocurridos en Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Los relatos, en ocasiones, son escalofriantes, con la tensión que generan siempre este tipo de historias vinculadas con los crímenes de lesa humanidad perpetrados por gobierno dictatoriales. En ese sentido, estamos ante un documental que antes que descubrir algo, lo que hace es ilustrar y organizar una serie de eventos que, por acumulación, terminan construyendo un sistema y dan una idea de contexto, del mundo que transitaban los padres, hermanos o amigos de aquellos que hablan, víctimas cuya ausencia alcanza cierta corporalidad desde el recuerdo y la memoria. Como se escucha por ahí, es esa ausencia la que se vuelve clave en la causa de los desaparecidos, la que le da fisicidad a la idea del que “ya no está” y la que obliga a perpetuar la búsqueda (de justicia y de lo que no están). Lamentablemente Operación Cóndor no traduce ese manejo de los testimonios a lo formal: tradicional en el sentido del uso del busto parlante, hay sí una idea más moderna de mezclar voces y eventos como para construir un tejido tan heterogéneo como cerrado, pero que no es más que una distracción. La película es muy lineal, incluso en su mirada. El documental no puede disimular que detrás del relato de los protagonistas no hay mucho dato concreto que lo refuerce. Y si bien podría funcionar como recopilación, los cierto es que hay poco novedoso en lo que se escucha. Tampoco se observa una intención de los directores por indagar sobre lo que los protagonistas dicen, de poner su propio relato en tensión o el de la película. Así es como hay temas interesantes que se exponen sin una continuidad discursiva y la película queda relegada al lugar de comprobación de tesis; una para la que no precisábamos ver Operación Cóndor para corroborarla. Lo que pasó fue horrendo y es necesario que no se repita. El documental no va mucho más allá de eso.
ALGUNAS IDEAS EN MEDIO DEL APOCALIPSIS Los primeros minutos de Tóxico, la película de Ariel Martínez Herrera, alcanzan una relación bastante singular con lo real. Una pandemia de insomnio acecha a la humanidad y la gente apuesta por el encierro, por la falta de contacto físico, por el uso de barbijos y por métodos de higiene para no ser infectada. La película, que se filmó antes de que el planeta entero cayera preso de la paranoia ante la pandemia del lamentablemente famoso Covid-19, logra por azar algo que no puede alcanzar por medio del cine: conectar con el espectador. Es decir, el asombro que generan los primeros minutos, con planos de gente con barbijo y miedo ante lo que sucede, moviliza una expectativa que la película se encarga progresivamente de ir desarticulando. La ilusión, por lo tanto, dura un instante y luego nos entregamos a un relato que avanza de manera aletargada, pero sin hacer de esa ralentización una apuesta formal interesante. Tóxico es una suerte de film apocalíptico, con elementos de humor absurdo, pero fundamentalmente el drama de una pareja que viaja para escapar de la pandemia y, tal vez, de su propia disolución. Ella (Jazmín Stuart) parece más relajada ante la situación general, aunque recibió la noticia de que está embarazada y no sabe cómo contárselo a su pareja; él (Agustín Ritanno) es el dueño de una farmacia que ha sido saqueada y que se nota mucho más tenso y obsesivo ante la posible enfermedad. Obviamente, el viaje convierte también a Tóxico en una road-movie, con los protagonistas cruzándose con personajes de lo más extravagantes. Martínez Herrera, con experiencia en muy buenas webseries de humor como Famoso o Periodismo Total, lamentablemente no encuentra nunca el tono de su película. Tóxico cuenta por momentos con algunos encuadres e imágenes potentes (la pareja disfrutando de una puesta de sol, una tortuga cruzando la ruta, un suicida interrumpido por explosiones, unos muchachos con trajes de fumigador tocando rock, un tipo que llora y se termina tirando por la ventana de un consultorio) que dan la impresión de un director con un mundo rico en ideas y conceptos visuales, con una fuerte conexión con el absurdo, pero que no puede hacer de eso algo más que una apostilla, una señal de humo que destaca el cine que ha visto y del que ha aprendido. Esos momentos de lucidez audiovisual, que pertenecen mayormente a escenas de transición y no a las que movilizan la narración, son situaciones aisladas de un relato mínimo que se extiende demasiado, a pesar de durar apenas 80 minutos. Las presencias de Stuart y Ritanno en plan bucólico (¿será por el insomnio?) tampoco ayudan para que conectemos con la experiencia que propone Tóxico.