MUJERES DEL ROCK Marilina Giménez fue integrante de la banda Yilet, una de las mayores representantes del under musical argentino y también un grupo de quiebre que fortaleció el lugar de las mujeres -escaso aún hoy- en la escena del rock argentino. Pero en 2013 dejó el grupo y decidió tomar la cámara para registrar ese movimiento que progresivamente y con fuerza construyó un discurso coherente y de choque. Con el conocimiento que le aporta haber estado en el centro del movimiento, Giménez edifica entonces con Una banda de chicas un documental vibrante que registra la escena musical de grupos integrados por mujeres, le da voz a bandas como Yilet, Chocolate Remix, Las Kellies o Kumbia Queers, y pasea su cámara por un paisaje urbano y nocturnal que es preeminente en el under. Lo que se impone en la película es una fuerte relación entre fondo y forma, porque ese registro cercano y urgente se emparienta con el discurso de varias de estas mujeres, demostrando el poder que radica en los sectores marginados del arte, fundamentales siempre en la renovación de viejas estructuras. En primera instancia Una banda de chicas hace una suerte de recorrido histórico, a través de testimonios que dan cuenta de cómo la industria cultural invisibiliza a determinados sectores. El mundo del rock argentino, por ejemplo, ha sido siempre patriarcal y machista, en un discurso que se retroalimenta de arriba hacia abajo del escenario. La película de Giménez, por tanto, es un relato casi de guerrilla que no sólo exhibe, sino que además cuestiona. Por eso es que resulta absolutamente lógico el pasaje a la segunda parte del relato, donde la escena musical da paso a los movimientos de mujeres que en el último año militaron fuertemente el derecho al aborto legal, gratuito y seguro, pero también con la proclama anti violencia de género Ni una menos y demás debates relacionados con el feminismo. Sin embargo, y más allá de entender la urgencia militante que exhibe el documental, es cierto que ese protagonismo que toma la movilización callejera y feminista le quita importancia al tema principal de la película, que era la exhibición y registro de aquellas bandas. Es como si a partir de determinado momento ya no importaran tanto las bandas, su arte, e inconscientemente y desde las buenas intenciones la película las relegara. Una pena, porque en el discurso político de las canciones y en el clima incendiario de aquellos recitales había una vibración que era la que definía mejor a estas artistas fundamentales. Lo otro es importante, claro que sí, la puesta en acción del discurso político también le da forma a cada individuo, pero como película tenemos que decir que la vuelve un poco perecedera.
JUVENTUD ACUMULADA Fue sobre fines de los 90’s que Woody Allen comenzó a buscar álter egos, tal vez cuando se cansó de verse a él mismo en la pantalla o cuando se dio cuenta que sus personajes ya no encajaban tanto con su edad. Recuerdo en Celebrity, por ejemplo, a un esforzado Kenneth Branagh ocupando el rol que el director y guionista ocupaba hasta una película antes. Pero fue en 2003 con La vida y todo lo demás que, además de un álter ego, lo que empezó a buscar Woody Allen fue juventud, intérpretes generacionales para refritar sus obsesiones y temas de siempre; como si pudiera vampirizar aquellas hormonas juveniles para tomar nueva vida cinematográfica. Allí fueron Jason Biggs y Christina Ricci los encargados, como más acá en el tiempo Jesse Eisenberg y Kristen Stewart los que recrearon la pareja woodyalleniana, aquella compuesta por un hombre histriónico y obsesivo y una mujer mucho más centrada y liberal. En este contexto, una película en apariencia ligera y menor como Un día lluvioso en Nueva York es que cobra mayor sentido y se vuelve necesaria. Porque Allen encuentra en Timothée Chalamet y Elle Fanning no sólo dos intérpretes que replican estereotipos habituales de su cine, sino que además representan dos fuerzas naturales muy energéticas que le dan verdadero brío e intensidad al relato. Un día lluvioso en Nueva York no presenta ninguna novedad, como no lo presenta ninguna película de Allen desde los años 90’s hasta el presente. Desde entonces que Allen vuelve tras sus pasos una y otra vez, volviéndose tal vez autorreferente de una manera que su cine no lo era antes. Si en sus películas siempre estuvo presente una suerte de caricatura de él mismo, fue en los 90’s y a partir de las disputas y denuncias con Mia Farrow que además de la caricatura de él mismo comenzó a filtrarse una cierta referencia a su vida privada, la cual era traficada con algunos dardos envenenados contra la prensa, contra Hollywood o contra las instituciones, como pudimos ver en Maridos y esposas, Los secretos de Harry o La mirada de los otros. En Un día lluvioso en Nueva York, por ejemplo, cuando un personaje señala retóricamente al oficio más antiguo del mundo, alguien pregunta “¿el periodismo?”. Pero digamos que esta comedia romántica protagonizada por Chalamet y Fanning es tan diáfana y ligera (fotografiada increíblemente por Vittorio Storaro, como Café Society), que esa pequeña maldad que se filtra es algo de lo poco que Allen se permite. En Un día lluvioso en Nueva York los temas y conflictos son los mismos de siempre, los hombres adultos seducidos por mujeres jóvenes, los jóvenes con sus inseguridades y sus frivolidades a cuesta, los sectores intelectuales como espacios de una banalidad y esnobismos supinos, la gente del cine como adultos absolutamente frágiles, la distancia cultural entre la gran ciudad y los que llegan desde el interior norteamericano. Los personajes de Allen podrán usar ahora smartphones, pero el tiempo parece congelado en un imaginario donde la tecnología no ha modificado para nada las relaciones humanas. Y no sólo los temas y los conflictos son los mismos, sino además los resortes y recursos que utiliza Allen para contar su historia son los que hemos visto infinidad de veces, tomando elementos de varias de sus películas y volviéndolas a mezclar. Por ejemplo aquí, en la subtrama que protagoniza Fanning tenemos algo de lo ya visto en la pobre De Roma con amor, y que era a su vez un homenaje a El sheik de Federico Fellini. Tenemos a una pareja de jóvenes, ambos universitarios, que planean unos días en Nueva York: él, en verdad, espera poder escapar de una reunión social organizada por su madre mientras le muestra su ciudad a la chica. Los amantes se separan por medio de esos giros antojadizos de las películas de Allen y lo que sigue será el vagar de ambos por la ciudad, en solitario, mientras se cruzan con diversos personajes y surge el típico relato coral, la comedia de enredos. Nada nuevo bajo el sol… o bajo la lluvia, en este caso. ¿Qué hace especial a esta película, entonces? La clave son Chalamet y Fanning, dos jóvenes talentos que se entregan enteros y divertidos al juego de la representación del universo alleniano, en una suerte de reconocimiento generacional al maestro (lo que hayan dicho después ya es anécdota porque no pertenece al momento de concepción de la película). Es como si por medio de la vitalidad que ellos le aportan al relato (también Selena Gómez) la película y el propio Woody tuvieran una energía que le faltaba al cine del autor en los últimos años. Allen ha tenido buenas y malas películas, pero aquí estamos ante un caso diferente: Un día lluvioso en Nueva York es una de esas del montón que Allen ha intentado filmar en los últimos 20 años y que raramente le salen. No es demasiado esforzada (no es Blue Jasmine, no es Café Society), pero es alegre y amable, con varios onliners perdurables, con algo de aquella chispa perdida, capaz de hacer de cada giro repetido una novedad. En Un día lluvioso en Nueva York, además, se respira esa lluvia, ese olorcito a tardecita de ciudad, esa urbanidad, ese cemento, esa inquietud intelectual que Allen ha estampado como el motor de la juventud y la lápida de la vejez. Es como si el director hubiera recuperado su juventud al rodar nuevamente en su ciudad, y luego de su larga estadía europea (que ahora amenaza con volver). Como dirá algún personaje sobre el final: “Necesito el monóxido de carbono para vivir”.
LOS LÍMITES DE LA TECNOLOGÍA La propia materia sobre la que está construida la genealogía de Terminator invita al loop constante: los viajes en el tiempo y las paradojas temporales, el destino como un lugar del que parece difícil poder escapar, la idea del elegido y su salvación/destrucción. Con tan sólo dos películas, James Cameron construyó un universo único. Y dos películas que si bien tienen lazos comunicantes, no dejan de ser absolutamente diferentes: la primera, un film de acción con elementos de ciencia ficción pero también de terror, de tensión constante, casi un slasher con un robot invencible que perseguía a la mujer que daría a luz al hombre que, en el futuro, protagonizaría la rebelión humana contra las máquinas. La segunda, una película que copiaría casi el diseño pero invertiría algunos roles (Schwarzenegger había pasado, en menos de una década, de austríaco casi ignoto a héroe de acción, entonces ahora era el bueno), pero que refundaría el cine de acción por medio del uso del CGI y lo convertiría en un espectáculo enorme. Cameron es uno de los pocos directores que saben qué hacer con la tecnología en el cine, además de ser alguien que inventa conceptos y desarrolla técnicas. Y en Terminator 2 pondría todo ese talento a disposición para impactar pero, además, para sorprender: cada posibilidad del líquido T-100 era una proeza en todos los sentidos para nuestros ojos un poco vírgenes de aquel entonces. Aquellas fueron dos películas distintas y complementarias, pero a la vez dos películas hechas a la luz de las posibilidades de su tiempo: una casi Clase B, la otra un film mainstream espectacular. Los límites que la tecnología impuso a partir de aquella película, sobre todo a nuestra capacidad de sorprendernos, es tal vez uno de los motivos por los cuales la saga de Terminator no encuentra un sentido en una serie de secuelas impropia de sus orígenes. En verdad miento: Terminator 3, de Jonathan Mostow, fue una digna sucesora, combinando la cosa más chatarrera de los 80’s con un uso muy acertado de la tecnología. Pero claro, Mostow es más que nada un artesano, uno de esos directores que no buscan sobresalir y se aplican al proyecto que les toque en suerte, pero que además conocen las reglas y manejan los resortes del buen cine de género. Terminator 3 tenía un par de secuencias de acción impecables, comenzaba a jugar con la idea de un Schwarzenegger ridículo y ofrecía un final tan coherente como melancólico. Esa era una posibilidad para continuar con la franquicia, que el resto de las secuelas no tuvieron en cuenta, más preocupadas en refundar la saga que en otra cosa. Si hacemos esta larga introducción para hablar de Terminator: destino oculto es porque sinceramente la película de Tim Miller no resulta demasiado estimulante. Y eso que la presencia de James Cameron en la producción nos daba alguna expectativa. Aquello del loop constante se hace palpable nuevamente aquí, en una historia que retoma la lógica de los personajes que vienen del futuro para intentar salvar o eliminar (según sea el caso) a un humano que -imaginamos- será clave en el desarrollo de la historia. Pero además la película juega otra vez con la idea fronteriza de Terminator 2, con los protagonistas ingresando esta vez al territorio norteamericano en vez de intentar salir, diciendo algunas cosas medio banales sobre la inmigración y con los estereotipos étnicos habituales en el cine de Hollywood. Pero lo repetitivo, lo previsible del esquema, no es el problema en Destino oculto: Cameron siempre ha trabajado sobre ideas preexistentes y sobre reglas genéricas determinadas, y tampoco la sutileza ha sido su marca de fábrica a la hora de desarrollar personajes. Lo importante en Cameron es su ojo único para la acción, su presencia casi autoral en el género y la forma en que los personajes se definen por medio del movimiento. La complejidad, en ocasiones, está dada por la forma en que se van dando los vínculos y las asociaciones entre los protagonistas. En ese sentido, Destino oculto termina conformando un cuarteto de criaturas rotas que forman un grupo por necesidad, para ir extendiendo raíces a medida que avanza la trama. Uno de los problemas de la película tal vez haya que buscarlo por el lado de Miller, director de la sobrevalorada Deadpool, que no es precisamente un artesano de las herramientas clásicas como Mostow. Posiblemente esto tenga que ver con la necesidad de imprimir el concepto de Terminator en las nuevas generaciones, algo que decididamente no estaría pasando. Destino oculto, entonces, tenía dos posibilidades para sobresalir: una era la acción despampanante, que funciona sólo por momentos y a partir de algunas imágenes que impactan más por lo gráfico que por el movimiento que imprimen. Y ahí volvemos a lo de los límites de la tecnología: no hay en Destino oculto una sola imagen que podamos recordar, algo para atesorar. El efecto especial es algo tan corriente para nuestro ojo, que pasa a toda velocidad por la pantalla sin que sorprenda como lo hacía aquel T-1000 al derretirse o ser impactado por una bala. Si ya nos acostumbramos a que gracias al CGI cualquier imagen es posible, lo que queda entonces es lo humano. La nueva Terminator tenía algunas cartas bajo la manga para ir por ese lado, y era su otra posibilidad para sobresalir. La principal era Linda Hamilton, que regresaba como Sarah Connor. La otra, su encuentro con el T-800 de Arnold Schwarzenegger. Pero Miller parece inhabilitado, también, para poder hacer algo con esos cuerpos icónicos del cine, para jugar con la emoción. Ese peso de la historia, del paso del tiempo, del reencuentro, no se siente como debiera. Y lo único honesto es la hidalguía de Hamilton para llevar sus años con las arrugas de la experiencia. Tal vez Destino oculto sirva para ir concluyendo con todo esto o, por qué no, para que James Cameron deje de hacerse el zonzo y vuelva a ponerse detrás de cámaras.
CONSTRUCCIÓN DE UNA NACIÓN Este documental de Ernesto Aguilar y Marcela Suppicich se inscribe en la importante corriente de documentales argentinos de los últimos años que miran los 70’s y los movimientos políticos de aquellos tiempos, pero tiene una evidente intención de ser menos un panfleto que la correcta documentación y la puesta en primer plano de una historia sorprendente y no tan difundida. Lo que cuenta Exilio en Africa es la participación activa de un grupo de ciudadanos argentinos que, en los años 70, partieron a Mozambique para formar parte, como médicos y docentes, de la construcción de un estado socialista. Terminada la ocupación portuguesa, este país del sudeste africano comenzaba a pensar una sociedad igualitaria y alejada de los conflictos raciales a la sombra del líder del FRELIMO, Samora Machel. El fracaso de aquella utopía es tal vez el costado melancólico que el documental expone en sus 70 minutos. Aguilar y Suppicich se valen de la lectura de cartas (que, suponemos, fueron escritas en aquellos años) y testimonios a cámara de aquellos exiliados, también de impactantes imágenes de archivo y de algunas tomas del presente en Mozambique. Exilio en Africa no tiene mayores hallazgos visuales o narrativos, pero goza de una honestidad en la exposición que se aleja de la pose maniquea de mucho documental contemporáneo. La simpleza es la clave con la que se siguen los diversos testimonios, que cuentan cronológicamente cómo se fue construyendo el sueño de un Mozambique libre y la manera progresiva en que el sueño terminó. La cuestionable influencia de Sudáfrica en la región, la falta de apoyo económico de Rusia (una vez caído el comunismo) hacia el proyecto socialista, y una discriminación racial que se extiende como fenómeno cultural, fueron fundamentales para que estos exiliados decidieran, en determinado momento, volver a Argentina. Lo particularmente atractivo de Exilio en Africa está vinculado con los diferentes puntos de vista de los protagonistas, lejos de la retórica del convencido. Está el que prefiere no volver a Mozambique porque no quiere ver a sus viejos compañeros andando en 4×4, la que se descubrió también colonizadora a pesar de sus buenas intenciones o quien sospecha que, en definitiva, se trató de un proceso sostenido más en lo utópico que en lo concreto. Todo esto no sugiere el arrepentimiento, sino más bien la objetividad y la melancólica aceptación de lo real a la distancia. Hoy estos protagonistas superan los 60, pero tienen una rica historia para contar: una que, por un momento, pensó en un mundo mejor en el que nada distinga ni separe a los seres humanos. Una historia que viene bien revelar y conocer.
LA COMEDIA, ESE OTRO BARRIO MARGINAL El título Stand-up villero, a primera vista, no ayuda. Parecería ir en el sentido de la corrección política, de indicarnos, con amabilidad, que los villeros o los pobres o los desclazados o los marginados también pueden hacerlo. Pero nada más alejado de las intenciones del director Jorge Croce. En verdad el peso del título no está dado como podríamos pensar inicialmente en “Stand up…”, que sería el ámbito donde se mueven los protagonistas, sino en “…villero”, que es la condición que los protagonistas vienen a refrendar. Y entonces Stand-up villero es antes que nada una declaración de principios y una posición ante el mundo: si el stand-up es una actividad que podemos relacionar con cierta clase media que tiene como tema de conversación para qué lado enrolló el papel higiénico, aquí nos encontramos con un grupo de comediantes que nos dicen que sí, que son villeros, que sí, que su mundo es mucho más complejos, y que sí, que van a hacer chistes con cuestiones complicadas como las adicciones, el desempleo, la pobreza o el aborto. El documental se presenta como el registro de la vida de tres humoristas de sectores marginados que tomaron cierta notoriedad, los sigue en su vida diaria y en lo que mejor saben hacer, estar sobre el escenario y monologar con gracia sobre la tragedia de lo que ellos viven como cotidiano. Hay un grado innegable de provocación en los standaperos Germán Matías, Sebastián Ruiz y Damián Quilici. Ellos saben qué representan y a quién le hablan, también saben que su condición de marginados les otorga un grado de inimputabilidad e incluso disfrutan de tener el público equivocado: incomodar es básicamente la materia fundamental del humor. Y ahí otra de las claves de la película de Croce: convertirse en un objeto de rebelión contra la corrección política y de los bienpensantes, esos seres sensibles que se la pasan censurando, con su fascismo amable, todo aquello que se corre unos centímetros de su sistema de valores. En Stand-up villero hay chistes inconvenientes, pero nunca inconsciencia. Croce entiende las reglas en las que está jugando, se pregunta sobre los límites del humor pero nunca traza límites a sus protagonistas. Que el humor es una herramienta, es indudable, y que está en el centro del debate actual, también: seguramente se trate del género que más censura y autocensura sufre en el presente y sobre el que caen las condenas más veloces y simplistas. Hacer reír es un arte increíble, también un posible delito para la policía ideológica de hoy. Entre monólogo y monólogo, la película introduce el testimonio de Nancy Gay, humorista reconocida en el ambiente del stand-up que además enseña el arte del monólogo. Uno de sus aportes más interesantes es aquel en el que explica que ella enseña a pintar, enseña la técnica, que después cada uno puede pintar con lo que quiera, incluso con mierda. El humor, entonces, es un arte que además nos define: el machismo, la xenofobia, el racismo son cuestiones que suelen traficarse en el humor, y ahí está la inteligencia del comediante para entender las diversas capas de lenguaje que pueden atravesar un chiste. Acompañar el visionado de esta película con Comedians in cars getting coffee, el especial con Jerry Seinfeld, es un buen plan si uno quiere no sólo reírse, sino además pensar sobre qué nos estamos riendo y analizar cómo es que se construye la risa. Si pensamos que lo marginal en la vida de Matías, Ruiz y Quilici es el barrio que habitan, la complejidad de un mundo plagado de inequidades sociales y económicas, tal vez estemos en lo cierto. Pero en verdad Stand-up villero nos dice que hay una marginalidad peor, que es la de ser humorista en un mundo que ha perdido el sentido del humor progresivamente, un mundo de gente que se toma demasiado en serio a sí misma. Por suerte la comedia, la buena comedia, sigue siendo un grano en el culo. Este documental lo demuestra con una energía que le falta al 90 por ciento de las supuestas comedias que se filman en Argentina.
GENEALOGÍA DE UN CRIMEN Este drama alemán basado en hechos reales se instala en el discurso del presente y la representación de la violencia contra la mujer con una fuerza enorme: Sólo una mujer cuenta la trágica historia de Hatun Sürücü, una joven alemana descendiente de turcos que quiere tomar distancia de las tradiciones musulmanas de su familia, y que termina siendo asesinada, luego de un asedio tremendo, por uno de sus hermanos. No estamos anticipando nada, el asesinato es presentado en el arranque de la película y a la manera de Sunset Boulevard, desde la muerte, la protagonista irá narrando los hechos que fueron desembocando en ese final. Lo que sigue, entonces, es el minimalista retrato de ese ambiente familiar violento, y el repaso de usos y costumbres de una cultura machista que la mayoría de las veces funciona en paralelo con un Estado que no atiende estos temas con la atención que debiera. La directora Sherry Hormann narra esta historia valiéndose de algunos recursos del thriller. No por trabajar el misterio en la resolución (aunque sí hay algunos datos que conoceremos recién en el desenlace), sino por la forma en que la información ve siendo decodificada para el espectador. El círculo familiar de Hatun se va revelando de a poco, el entramado de poder dentro de ese hogar de varios hermanos y los detalles que fortalecen el círculo violento que sufre la protagonista: todo nace con un matrimonio arreglado que termina con violencia doméstica, un regreso al hogar paterno conflictivo, con un desprecio manifiesto hacia su decisión de separarse, una huida a través de la asistencia social alemana y una aceptación de los modos de vida occidental que son vistos con desconfianza. Hormann hace un retrato singular de esa familia, pone el foco en miserias varias, pero a la vez ofrece una mirada más general sobre la comunidad musulmana que vive en Alemania, especialmente sobre sus referentes espirituales y las curiosas interpretaciones que hacen de los libros sagrados. Si Hatun logra tomar distancia de su hogar, hay un poder más amplio aún, que la asedia y la espía, y que nunca le impedirá cortar los lazos. Si Hormann demuestra no tener demasiadas concesiones a la hora de mostrar un conflicto y registrar sus diversas aristas, es cierto que hace alguna concesión hacia el melodrama y algunos pasajes son un poco banales y repetitivos. Incluso algunos detalles, que son un poco escabrosos, son expuestos sin que tengan demasiado valor desde lo narrativo más que el de caer en cierto morbo y recargar las tintas innecesariamente. En esos momentos Sólo una mujer cae en el peor pecado del cine basado en hechos reales, que es el de ampararse en lo verídico para justificar algunos recursos discutibles. Pero a favor de la directora hay que reconocer que la historia es lo suficientemente interesante e inquietante como para mantener nuestra atención, que maneja la tensión de la historia con fluidez, y que incluso podemos relacionar a los Sürücü con una de las principales familias de la ficción, los Corleone, y sus códigos de sangre de los que no parece haber escapatoria: incluso para la pobre Hatun, que ingenuamente confía que el amor vencerá el odio y hará recapacitar a sus padres y hermanos. Como detalle principal, Sólo una mujer cuenta con una actuación sobresaliente de Almila Bagriacik como esa víctima de una familia y de su sistema de creencias.
¿DÓNDE ESTÁS, RICHARD? El camino sobre el que avanza el cine de Richard Linklater es tan ecléctico que uno no sabe bien con qué se va a encontrar cuando se enfrenta a unas de sus películas. Ese, que puede ser un atributo positivo, en ocasiones se vuelve en contra porque de tanto correrse uno no sabe ya cuál es el verdadero Linklater. En su cine reconocemos una etapa más experimental (Una mirada a la oscuridad, Despertando a la vida), otra más convencional y amigable con el gran público (Escuela de rock) y otra que imbrica sus juegos formales con superficies tradicionales (Boyhood, Antes del amanecer y sus continuaciones). Todo esto, sin mencionar aquellos films nostálgicos que son odas a la juventud y al paso del tiempo y que tienen vínculo con sus primeras obras (Slackers, Rebeldes y confundidos). Ante este panorama, una película como ¿Dónde estás, Bernadette? parece aplicarse más a ese espacio de cine amigable con un espectador mainstream, pero hay algo en la suma de todas sus fichas que no termina de construir un relato del todo sólido o una historia interesante. O sí la hay, pero a partir de determinado giro que se da bien avanzada la trama la película hace un movimiento que la vuelve demasiado naif, como si hiciera falta un director convencido de lo que está narrando. Bernadette Fox es una reconocida arquitecta (también un personaje ideal para que Cate Blanchett saque a relucir todo su histrionismo) que tras convertirse en ícono de su profesión pasó a algo parecido al ostracismo, y se fue a vivir con su familia a una enorme casona. Bernadette tiene múltiples fobias sociales, con un desprecio singular por la ciudad de Seattle y por su bastante snob vecindario: es uno de esos personajes antisociales que suelen ser divertidos, pero que aquí queda un poco expuesto en su injustificada condición de paria (injustificada porque es ella la que se inflige un poco esa condición). Claramente lo que hay es una insatisfacción, un malestar que se expresa por medio de ese odio a todo lo que la rodea, incluyendo una relación especial con su marido. Tal vez el único elemento que la ancla a este mundo es su hija, con quien tiene un vínculo de mucho afecto y comprensión mutua. Precisamente su hija (Emma Nelson, sorprendente en su debut) será clave en la segunda parte del film, cuando Bernadette decida fugarse y ella junto a su padre salgan en su búsqueda. Esta no deja de ser una curiosidad dentro de la filmografía de Linklater, alguien que mayormente ha abordado lo masculino o, si miró lo femenino lo hizo siempre desde la mirada del hombre. Aquí se impone una relación de mujeres que está construida con profundidad y mucha calidez. Hay en la primera parte de ¿Dónde estás, Bernadette? un tono de comedia irónica bastante acertado, sobre todo porque a Blanchett les sientan bien este tipo de criaturas entre verborrágicas y avasallantes. La actriz se impone con su carisma y nos volvemos cómplices de sus fobias, mientras la vamos descubriendo a través de unos especiales televisivos que se cuelan por Internet. También hay que decir que más allá de algunas señas particulares, nos cuesta encontrar un poco el sello de Linklater, ni qué decir más adelante cuando la fuga de la protagonista convierta a ¿Dónde estás, Bernadette? en un drama familiar sin demasiada intensidad. La búsqueda de la protagonista será personal y tendrá origen en un deseo inconfeso de encontrar un horizonte. Terreno similar en el que entrará la película: ¿Dónde estás, Bernadette… es la comedia cínica del comienzo o el drama familiar impersonal del final? Está claro que ¿Dónde estás, Bernadette? es una película que no molesta en lo más mínimo, es amable y hasta demuestra el oficio de todos los involucrados. Pero para un director como Linklater, que nos acostumbró a ser un poco más sofisticado o complejo, parece poca cosa. Y nos da para pensar si el propio Linklater no se habrá mostrado interesado en este proyecto a partir de una inseguridad propia en el terreno de su presente cinematográfico.
EL VEROSÍMIL PERDIDO Basada libremente en casos de corrupción conocidos durante los primeros años de este siglo en España, la película de Rodrigo Sorogoyen se esfuerza por construir un thriller que en sus mejores momentos es un riguroso muestrario de los entretelones de la política y, en los peores, un film que elude el verosímil para alcanzar cierto impacto. Lo que sí sobresale a lo largo de sus algo extensos 130 minutos es la solidez de Sorogoyen como narrador, con algunas secuencias de un virtuosismo evidente, aunque en ocasiones su talento se imponga de manera un tanto maniquea. Porque ese es el verdadero conflicto de los personajes y de la propia película: ¿en qué momento es suficiente? ¿Cuándo hay que detenerse? El reino de la corrupción puede ser un poco agobiante por momentos. Manuel (un sólido Antonio de la Torre) queda en el centro de las miradas. El partido al que pertenece (no se aclara cuál, es siempre “El Partido” como síntesis de la corrupción estructural) avanza con una operación que se pretende como limpieza de cara y es él quien termina como chivo expiatorio de la maniobra: tráfico de influencia, cobro de dinero mal habido, pedidos de sobornos, son varios los delitos en los que ha incurrido el bueno de Manuel. Ese es el punto de arranque de la película: porque luego de sufrir el impacto y de tratar de descubrir quiénes han sido los “traidores”, el funcionario avanza con una investigación para tratar de salir a flote y embarrar a los que lo han mandado al frente mediáticamente. Un poco como en -la ya olvidada- House of cards, Sorogoyen imagina a la política española como un espacio lúdico, donde las fichas se van intercambiando y lo que importa son las maniobras, las trastadas y las malas artes. Durante casi 90 minutos, la película se ve sólida en cómo se muestran esas tensiones que se dan en los pasillos y el detrás de escena de la política. Este thriller de oficinas logra retorcer su premisa y generar tensión, gracias a un montaje preciso y a un trabajo con la cámara que transmite el nervio necesario. El reino de la corrupción nos lanza desde el minuto uno a la interna política y como espectadores no cuesta un rato acomodarnos, pero una vez que identificamos todas las partes se vuelve un relato más que interesante. Si hasta entonces este retrato de la alta política española resultaba sólido y riguroso en su representación, Sorogoyen toma una serie de decisiones erróneas en la última parte que a punto están de hacer desbarrancar todo el asunto. Tal vez porque El reino de la corrupción entra en un embudo del cual no parece haber una salida narrativa, el director y guionista da el paso hacia el thriller de acción y suspenso, tal vez para buscar cierto efecto o impacto. Y allí aparecen algunos problemas que ponen en crisis la tensión que se da entre la habilidad narrativa de Sorogoyen y el verosímil de lo que se está contando. Esto queda clarísimo en un largo plano secuencia exhibicionista a donde el protagonista va a buscar unos papeles, donde lo que pasa resulta cada vez menos creíble y parece puesto sólo para demostrar el talento del director con la cámara. Ese segmento, clave en la resolución de la película, termina haciendo ruido con todo lo anterior, y desde ahí El reino de la corrupción pierde toda la credibilidad lograda en su primera parte. Una pena, porque en la última secuencia Sorogoyen le da una dimensión interesante a la mirada sobre la corrupción y sobre la honestidad del sistema político en relación a ese tema. Una respuesta queda en suspenso, como así también nuestra incredulidad por ver cómo el director no pudo evitar que su ego se imponga por encima del relato.
EL PENAL Y LAS PENAS Coco Rivera ganó su apodo de “Muralla” cuando era arquero profesional de fútbol y allá por los 90’s tuvo un momento de gloria cuando atajó un penal que, dos décadas después, los hinchas de San José de Oruro todavía recuerdan. Glorias pasadas que parecen pesar sobre el protagonista, devenido en chofer de un minibús y vinculado con el mundo criminal: en su vehículo son trasladadas personas que terminarán involucradas contra su voluntad en el tráfico de drogas o en la trata de mujeres. Muralla, la película de Gory Patiño, toca estos temas lateralmente porque en verdad lo suyo es el thriller, el drama policial con elementos morales: Rivera está juntando dinero para la operación de su hijo enfermo, y por eso no parece tener reparos cuando termina entregando una niña de 13 años. El destino (y la culpa) lo obligarán a desandar sus propios pasos y meterse hasta el fondo del asunto. Como en la paraguaya 7 cajas, en la peruana Magallanes o en este film boliviano, el thriller presta un envase que sirve para que filmografías periféricas y no del todo difundidas encuentren otros mercados y hasta el interés de un público alejado del ámbito festivalero o del cine de autor. Y como en aquellas, Patiño intenta imbricar lo político, lo social, con las reglas del policial: el registro de la ciudad es nocturno, sórdido, alejándose de lo turístico y adentrándose en los márgenes de una sociedad que parece consumida por la pobreza y la necesidad de dinero rápido. Si durante una hora la película funciona centrándose en la intimidad de su protagonista (un ajustadísimo Fernando Arze Echalar), en los dilemas morales que lo van aquejando, la aparición de elementos más vinculados con el cine de género (el villano interpretado por Pablo Echarri) hacen un poco de ruido en el contexto. Muralla apela estéticamente a una luz verdosa y amarronada, a tonos ocres que expongan la tristeza general y, muy especialmente, una miseria exportable. También tiene otros recursos visuales, como una cámara que se coloca en algunos ángulos improbables, que recuerdan más a las series de televisión y específicamente a Breaking bad. De hecho el quiebre ético del protagonista sigue algunos caminos del antihéroe trazado por Vince Gilligan en aquella exitosa producción. Más allá de los reparos apuntados, Muralla se ve con interés y funciona dentro de sus propias reglas: hay elementos sobrenaturales que se incorporan con fluidez y un drama moral que le otorga dimensiones a su personaje. Dimensiones que se extrañan en otros pasajes, como en el final, que resulta abrupto y extemporáneo, precipitándose más como una necesaria comprobación de tesis general que como una progresión coherente de la lógica del relato. El mundo está podrido y no hay salvación alguna.
EL OLOR DEL DINERO Hablaba hace unos días con unos colegas sobre la falta de ambición de determinado cine de la región. Esta falta de ambición no debe ser entendida como falta de calidad, pero sí como una repetición de recursos dramáticos y cinematográficos que dejan a realizadores, público y crítica en una zona de confort. Es una zona de confort que se extiende demasiado en el tiempo, y que ha permitido que muchos directores circulen sin problemas en el circuito de festivales internacionales: hay como un manual implícito que muchos respetan y donde se indica qué se espera, más o menos, de un tipo establecido de cine que se hace por estas tierras. En esa falta de ambición que señalamos está la idea de que determinado estilo es contrario a la calidad, como si apelar a recursos vinculados con el cine de género significara una contravención al buen gusto. El cine clásico fue proverbial en la forma en que los autores lograban insertarse en el sistema y dotaban de gran personalidad a relatos que podían ser convencionales. Cierto prejuicio fue alejando a los autores del mainstream y acercándonos a este presente donde el mainstream es cada vez más lavado e impersonal y donde los autores se refugian en fórmulas funcionales a un sistema periférico de estreno. Sin embargo, y por suerte, cada tanto aparece ese autor que busca romper esquemas y se desprende con una obra distintiva, que se corre de lo que se esperaba de él. Así habló el cambista es ese tipo de película. El uruguayo Federico Veiroj, a partir de obras como La vida útil, El apóstata o Belmonte, es un director que podía ser reconocido por un cine que apelaba a lo intimista y que reproducía lo fantástico en escala pequeña y humana. Instalado en el ámbito festivalero, a Veiroj le quedaba seguir reproduciendo los signos de su cine o motivar un cambio. Por suerte apostó por esto último y con Así habló el cambista construyó uno de esos relatos que apelan a códigos de un cine más amplio, que puede convocar al público por fuera del gueto, pero que no resigna nunca lo personal. Es una historia sobre el dinero, sobre la especulación y sobre la falta de escrúpulos para ascender en la escala social. Y es una historia, además, que apela a recursos del thriller político, que hurga en el diseño del drama familiar ascético a la europea y que bucea, además, en cierta estética del patetismo como lo hacía el cine italiano de post-guerra. Todo esto, revestido de una generosa dirección de arte y de un trabajo fotográfico notable. Es decir, Así habló el cambista es un gran espectáculo edificado en un diseño sofisticado de notables planos y movimientos de cámara. Lo peculiar, lo significativo, ingresa con la mirada del autor, con el extrañamiento que Veiroj le aporte al relato. Hunberto Brause (Daniel Hendler) es un especulador financiero, un tipo que mete y saca plata del país sin importar con quién hace negocios. Y ese “sin importar” se acrecienta por cuanto estamos en tiempos de dictaduras sudamericanas y las valijas con plata que Brause administra tienes dueños misteriosos y demasiados rastros de sangre. Lo primero que sobresale en Así habló el cambista es el aspecto del protagonista: una melena ingobernable, unos pelos duros y alocados, un bigote tupido y unos dientes deliberadamente notorios. Brause tiene el aspecto de un roedor, y de uno que gusta buscar en la basura para sacar su ganancia. Por eso su amor por el queso y la fondue, aunque huela a podrido, como le dice Gudrum, su novia/esposa, hija de Schweinsteiger, primera gran víctima de Brause. O, mejor aún, porque huele a podrido es que lo vale, porque eso es todo lo que tiene sentido en la vida para el antiheroico Humberto. Lo que cuenta Veiroj es el ascenso y caída de este peculiar personaje, un poco en la senda del relato scorsesiano, donde la moral adquiere dobleces singulares y lo familiar es la reserva fundamental. Pero hay en el director una intención puramente satírica, que empieza por el aspecto de Brause y sigue por la serie de decisiones que va tomando para tratar de escapar, siempre hacia delante. Avanzando por los años más trágicos de la historia política sudamericana, en verdad Así habló el cambista toca esa historia de manera lateral ya que, como le pasa a Brause, todo sucede a su alrededor sin que él repare en ese contexto. En definitiva es una fábula sobre el dinero y, muy especialmente, sobre el olor a podrido que emerge cuando es ganado con artes para nada nobles. Por eso el diálogo sobre la fondue de queso, por eso aquella escena escatológica en la que Brause sufre una indisposición al verse acorralado, por eso el aroma como argumento irrefutable de infidelidad. Con su aspecto de roedor y a partir de la rastrera -y perfecta- personificación que hace Hendler, Veiroj hace del cine un espacio que estimula el olfato y nos demuestra que algo huele a podrido en esa sociedad patética, especulativa y material. Pero nada tendría demasiado sentido sin la apuesta de Veiroj, que decidió pegar un volantazo e ir por el gran espectáculo. Habrá que ver qué camino sigue ahora, pero sin dudas que estamos ante una película de quiebre en su carrera.