EL ESPACIO ENTRE NOSOTROS Con un acercamiento a los géneros cinematográficos más propio de la ceremonia de un Stanley Kubrick que de lo lúdico de un Danny Boyle, hay igualmente en el cine de James Gray una personalidad poco habitual en el cine actual (y entendamos por “cine actual” al que tiene la posibilidad de estrenarse en salas). Si bien hay rasgos y ejes temáticos que se comparten entre película y película, la unidad estética es más evidente desde lo formal y narrativo: hay cierta pesadez, un existencialismo trágico en sus personajes expuesto de manera para nada sugerida. Para Gray da lo mismo un policial, que un drama romántico, que una aventura en el espacio. Sus personajes están perdidos, dolidos, y lanzan una última apuesta para tratar de descifrar el misterio que los agobia. En ese viaje, precisamente, está Roy McBride (Brad Pitt), un astronauta al que le encomiendan la misión de ir a buscar a su padre a Neptuno desde donde, supuestamente, se estarían generando unas descargas eléctricas que ponen en riesgo al sistema solar. Sin vueltas (enterate Nolan), Ad Astra: hacia las estrellas es la historia de un hijo y un padre, separados por el tiempo y el espacio, y cómo ese hijo intenta recuperar un vínculo para, en el fondo, encontrarse a sí mismo. Ad Astra arranca con una secuencia impecable: Roy se encuentra bajando de una antena kilométrica cuando, de pronto, una serie de desperfectos genera la pronta huida del protagonista. Es un momento notable porque, en primera instancia, nos deja en claro la manera personal con la que Gray mira lo espectacular del género, y en segunda instancia porque define al personaje en dos movimientos: Roy es un profesional capaz de actuar en medio de un desastre imprevisto: desconecta la energía eléctrica, planifica su caída, se muestra cerebral ante el desastre. Luego nos enteraremos que es imperturbable y que nunca se altera, o no al menos cuando sólo está en juego su integridad física. Es que la película de Gray se inscribe en esa vertiente de la ciencia ficción donde lo que importa es el interior de los personajes, lo existencial y lo filosófico. Visualmente es imponente y hace gran uso de los efectos especiales, pero nunca desde el regodeo y la prepotencia vacía: acompañamos a Roy en ese viaje, entre situaciones imprevisibles y su necesidad de encontrar un horizonte, y la tecnología del cine se pone a disposición de esa aventura. Nunca se pone por delante. Lo que sí se impone en Ad Astra es el personaje y su conflicto. Como decíamos, la ciencia ficción y el espacio en el cine son buenos recipientes tanto para la aventura de acción como para la especulación filosófica y la introspección. A lo primero, Gray lo aborda de manera personal (hay una persecución narrada de manera magistral y una secuencia con un mono que transmite cierta locura), mientras que lo segundo es lo que le da el combustible principal a Ad Astra. Sin embargo, Gray tiene el buen criterio de nunca esconder sus intenciones. A diferencia del Christopher Nolan de Interestelar (por poner un ejemplo contemporáneo de ciencia ficción filosófica), Gray pone en primer plano el conflicto del personaje y nos invita a viajar por sus emociones, sin mayores vueltas ni dilaciones, más allá de cierta parsimonia algo excesiva. El director no teme en ir directo al costado sensible de su personaje, y no entiende eso como una caída en el sentimentalismo. Fundamentalmente en esa última parte del relato donde Roy y su padre Clifford (un estupendo Tommy Lee Jones), dirimen sus diferencias y acercan la distancia desde la mutua comprensión. Y donde la soledad se impone como tema, pero también como decisión de los personajes. Mención de honor para Brad Pitt, que aquí y en Había una vez en… Hollywood demuestra un talento gigantesco para construir personajes muy diferentes pero siempre con una presencia clásica, aportando lo justo que cada escena necesita. Y Ad Astra es precisamente eso: lo justo, una síntesis que condensa lo humano ante un espacio imponente que nos absorbe.
HERMOSAS CRIATURAS Al igual que en otras películas de los estudios Laika, el conflicto central en Sr. Link es el tironeo del protagonista entre dos mundos, entre paraísos personales y deseados, y la autorrevelación que llega al final. Como en Coraline con aquel submundo, como en ParaNorman y los muertos vivientes o en Kubo y las leyendas y fantasías, el deseo de Pie Grande en esta nueva producción es viajar a tierras inhóspitas para conocer a los yetis y abandonar finalmente la soledad que lo abraza en los bosques norteamericanos. En la travesía involucra a Sir Lionel Frost, un aventurero y buscador de criaturas extrañas del mundo que, a su vez, tiene otro deseo que lo obsesiona: ser aceptado en una conservadora asociación de exploradores. El objetivo individual se vuelve colectivo cuando Frost y Pie Grande finalmente se encuentran, y marchan cual buddy movie del Siglo XIX en una aventura que tiene como resultado final el cumplimiento de ambos fines: vivir en comunidad para uno, ser reconocido socialmente para el otro. También, como en otras producciones de Laika, lo primero que se impone en Sr. Link es el diseño visual y el increíble uso de la artesanal técnica del stop-motion. Sr. Link es bellísima, y tiene la cualidad de hacer que sus personajes sean tan fascinantes como sus espacios. Claro que narrativamente la película se encuentra influenciada por la tradición del relato de aventuras, con las historias de Julio Verne como máximo exponente: el viaje, lo maravilloso del descubrimiento, pero también la especulación del ser humano que se debate entre ser un simple observador de lo fantástico y la manipulación de eso para su propia conveniencia. Sr. Link se articula, entonces, a partir de ese viaje y de los personajes que ambos protagonistas se cruzan en el camino, los cuales sirven para darle ese tono de viñeta a cada segmento, también propio del relato clásico serial. Tal vez la mayor novedad del film dirigido por Chris Butler, uno de los nombres propios dentro de Laika, es que hay aquí una apuesta decidida por la comedia como en ninguna producción anterior de la compañía. La película avanza entre chistes pavos y otros sofisticados, entre humor slapstick e ingeniosas piezas de acción pensadas desde la gracia del impacto físico en situaciones inverosímiles (allí brilla una secuencia final en la montaña), y también en hacer de ese Pie Grande un personaje de características imprevisibles. Seguramente menor dentro de la historia de Laika, más por su cercanía con un tipo de relato que elude la ambición y la pretensión reflexiva a favor del movimiento y la gracia de la aventura, estamos sin dudas ante otra gran película que impone su belleza en todos los frentes posibles. Una historia que nunca limita la imaginación y la creatividad y que, sin entrar en detalles, avala la libertad de decisión de sus personajes de una manera para nada convencional. Sr. Link demuestra que se puede ser moderno hoy contando un relato del Siglo XIX.
LAS CONFESIONES DEL SEÑOR RODOLFO Es imposible empezar a escribir sobre El retiro sin hacer mención a la presencia de Luis Brandoni y Nancy Dupláa en los protagónicos, referentes artísticos de las dos fuerzas políticas mayoritarias del país y, también, de esa perogrullada conocida como grieta. También es cierto que, dentro de treinta años, cuando alguien lea esta crítica (qué ambicioso de mi parte), nadie se acordará de esto y será un evento más del pasado que se estudiará en los colegios. Sin embargo, en este presente donde estamos tan invadidos por la coyuntura y nuestro propio ombligo; hoy, al ver la película de Ricardo Díaz Iacoponi, no podemos dejar de pensar en kirchneristas y macristas, en esa grieta, y en esa tensión que se genera en dos formas absolutamente irreconciliables de ver el país. Ese nervio es el que le da un poco de combustible a los primeros momentos de El retiro, película que también discursea sobre diferencias generacionales y de forma de pensar la vida, a partir de la grieta que representan Rodolfo (Brandoni) y su hija Laura (Dupláa). Rodolfo es un obstetra viudo y recientemente jubilado, que atraviesa no sin complicaciones los primeros días de enfrentarse a ese no hacer nada del retiro. Pero una situación fortuita, de esas tan curiosas que sólo un guionista con mucho tiempo libre puede pensar, es la chispa que motoriza los conflictos de esta comedia dramática: su empleada doméstica se va intempestivamente a Santiago del Estero (Rodolfo vive en Capital Federal) y le deja a su cuidado, y sin avisar, a su pequeño hijo. El retiro es una película de fórmula, de recursos narrativos ya vistos y trillados, pero que también representan una novedad para el cine argentino: es una comedia televisiva y sensiblera pero construida sobre un molde sumamente profesional, algo que para nuestra incipiente industria no deja de ser un hallazgo. Porque más allá de sus planos y contraplanos convencionales, de personajes y situaciones anticuadas (el amigo que interpreta el Puma Goity) y de sus giros inverosímiles, El retiro es un tipo de cine multi-target, impersonal y profesional, que en otras filmografías abunda. Pero como decíamos, por estas tierras no es tan habitual y al menos eso, desde las intenciones, es digno de destacar. Precisamente lo mejor que tenemos para decir de la película de Díaz Iacoponi es que técnicamente es irreprochable, aunque se extraña un poco más de riesgo, al menos en la puesta en escena. Por lo demás, es un relato sostenido en un par de buenas actuaciones (Brandoni y Dupláa) y en clichés que hacen sistema en el espectador cuando se activan, y lo devuelven a una zona de confort. La presencia de aquel niño en El retiro no deja de ser una excusa para terminar trabajando el conflicto principal, que es el reencuentro entre Rodolfo y su hija, de acercarlos y fortalecer el vínculo padre-hija: porque ella ve que su padre tiene con ese niño extraño un tipo de relación que ella nunca pudo tener. Aunque el peso del proceso dentro del film está puesto más en Rodolfo que en Laura: es él quien lleva el relato, son sus decisiones las que activan diversas subtramas. Rodolfo emprende un camino parecido al que emprendía el señor Schmidt en aquella comedia agria con Jack Nicholson, uno de autodescubrimiento pero también de revelación de un mundo que lo rodeaba pero que le era ajeno. No hay mayores novedades, las resoluciones no salen del lugar común y la complejidad no es algo que la película se anime a enfrentar. Es eso lo que la hace lucir un tanto avejentada, aunque tampoco moleste demasiado. Eso sí, tiene una última escena muy linda y un plano final que muestra el talento de Brandoni para transmitir emociones sólo con su mirada.
EL CAMINO DE LA REDENCIÓN En su debut en la ficción (antes dirigió los documentales Malka, una chica de la Zwi Migdal y La fidelidad) el director Walter Tejblum hace foco con Shalom Taiwán en una historia que parece apostar a la identificación cultural (un rabino que debe buscar donaciones por el mundo para sostener el templo de su comunidad) pero que progresivamente se vuelve universal. Y es que los temas que aborda la película están vinculados con cuestiones generales como las consecuencias de los propios actos, la tensión entre las obligaciones familiares y las obligaciones laborales, y la necesidad de renovar los objetivos personales cuando el horizonte se vuelve confuso, lo que en verdad vuelve una mera superficie a la liturgia judía que se pone en primer plano. Con guión del propio Tejblum, junto a Sergio Dubcovsky y Santiago Korovsky (también coprotagonista), la película comienza como una comedia pura para convertirse, a medida que avanzan los conflictos (especialmente los familiares), en una suerte de drama moral sobre cómo corregir un camino errático. El rabino Aarón (Fabián Rosenthal) pidió una suma importante de dinero para acondicionar el templo donde se impone como referente de su comunidad, a la que ayuda y asiste en todo lo que necesita. Sin embargo, la crisis y los vaivenes de la economía argentina (lo político y coyuntural se filtra en los pliegues de la película) hacen que la devolución del dinero se vuelva poco menos que imposible y deba salir a buscar donaciones, lo que lo lleva -primero- a Estados Unidos y -posteriormente- a Taiwán, destino este que será fundamental como experiencia, tanto porque el título de alguna manera lo sugiere al darle preponderancia como porque los asiáticos parecen tener una conexión con lo espiritual que lleva a la revelación. El camino de Aarón por Taiwán será precisamente ese, el de aceptar aquello en lo que estaba fallando y tratar de corregirlo hacia el futuro. En ese sentido, Shalom Taiwán es una comedia dramática que no esquiva ninguna convención argumental o narrativa pero que tiene la inteligencia como para encontrar resoluciones que la distinguen. El camino de Aarón no deja de ser previsible, pero también es cierto que luce lógico y coherente con su arco dramático. Tejblum nunca tuerce decisiones y pone a su personaje por encima de la historia. Y funciona porque Aarón es un personaje amable, carismático, aún con sus pliegues y zonas oscuras. En definitiva, un protagonista y una película sumamente humanos. Es cierto que Shalom Taiwán pierde un poco su mirada humorística y hasta puede ser acusada de simplona o conservadora en sus resoluciones (lo que tensa la cuerda mientras vemos a Aarón tratar de cumplir su objetivo es el tironeo familiar y fundamentalmente los reproches de su esposa), pero también es cierto que la película es honesta en relación a cómo su personaje debe hacerse cargo de sus propios errores y reconstruir en consecuencia. Como buen documentalista, Tejblum sabe dónde hacer foco: el último plano se sostiene precisamente en un rosto, una mirada y una sonrisa que, sin palabras, nos deja en claro que el aprendizaje del camino ha sido asimilado.
ELLA CAMINA SOLA Una mujer, con tacos y vestida de fiesta, camina por el desierto, parece extraviada. La imagen con la que arranca La sequía (hagamos caso omiso de la voz en off previa) es potente, y uno adivina que se trata de una de esas imágenes que generan un concepto y permiten desarrollar una idea a partir de ella. Sin embargo, se estira demasiado, tanto que termina perdiendo su poder simbólico hasta convertirse en una mera imitación de un tipo de cine vinculado con lo poético. Y ese estiramiento (y esa imitación) es algo que se extiende a todo el film de Martín Jáuregui, una película que parte de una premisa mínima y que a pesar de no llegar a los 70 minutos nunca puede profundizar en los temas que propone. La protagonista es Emilia Attías, quien interpreta a Fran, una popular actriz evidentemente agobiada por su trabajo y por lo que representa su figura mediática. Por detalles que se van filtrando (La sequía pretende no confiar en las palabras, las cuales se dejan casi exclusivamente a la suerte de un personaje imposible a cargo de Adriana Salonia), Fran estaba de rodaje en la provincia de Catamarca, escapó de una fiesta y se lanzó, con rumbo incierto, a caminar por el desierto de Fiambalá. Precisamente ese viaje espiritual es el que pretende contar Jáuregui, con una protagonista tironeada entre una liberación deseada y las obligaciones laborales. Durante casi media película, Attias no emite palabra a pesar de interactuar con algunos personajes. En esa decisión del guión hay una evidente búsqueda por el lado de los sentidos, de potenciar el relato a través del poder de sus imágenes (el paisaje y la relación con el personaje es lo único interesante de La sequía) y de profundizar en ese aturdimiento del que Fran parece no poder salir. Como decíamos anteriormente, la película pretende no confiar en las palabras entre otras pretensiones estéticas que no logran más que una superficie reluciente. La confianza en el silencio se agota con la aparición de Not (Salonia), personaje que llega al relato para demorar a Fran en su decisión pero también para darnos toda la información que necesitamos: su presencia parece etérea, propia de la imaginación de Fran, y es puramente un elemento funcional a un relato que finalmente no tiene forma de avanzar si no es por medio de las palabras. Not, vestida de negro, opera como el demonio que ronda la conciencia de la angelical Fran. Y desde su verborragia indetenible sólo masifica el tedio general de La sequía. En la película hay una sola idea (el tironeo que siente la protagonista), que se fragmenta y se estira, pero en la que no se ahonda más allá de lo estereotípico. En la película de Jáuregui hay algunas ideas potencialmente interesantes sobre las figuras mediáticas y el vínculo con el resto de la sociedad, incluso algún comentario políticamente incorrecto sobre cómo los famosos se relacionan con sectores marginados. Sin embargo, en esos pasajes, La sequía elige un humor cercano al costumbrismo más antiguo, en pasajes que chirrían con la búsqueda estética general. Hacia el final aparecen chamanes, una espiritualidad publicitaria y una decisión de Fran que podría ser el comienzo de algo pero que, sin embargo, para La sequía es el final de un relato que nunca arrancó.
EL AULA COMO SÍNTESIS DE LA SOCIEDAD El arranque del documental La escuela contra el margen nos hace esperar lo peor: de manera didáctica, una explicación ilustrada nos pone al tanto de lo que ocurrió en 2010 con la toma del Parque Indoamericano, que terminó con la muerte de tres de sus ocupantes durante la represión policial que se dio en aquel momento. Sin embargo, ese prólogo utiliza un recurso que posteriormente será la base del relato: la construcción de una lámina a la manera que los estudiantes ejemplifican diversos temas en el aula. Es que el documental de Lisandro González Ursi y Diego Carabelli se meterá en la intimidad de un curso de un colegio secundario de Villa Lugano donde una docente organiza un taller sobre el barrio y la forma en que los jóvenes se identifican con el lugar donde viven. Que el barrio sea una de las zonas más postergadas de la Capital Federal es sólo uno de los condimentos que alimentan la fluida narración de esta película. En un comienzo La escuela contra el margen trabaja la tensión que se da entre la necesidad del docente por estructurar el trabajo y el deseo de los alumnos por desatender ese orden que se busca implantar. Sin embargo, a medida que avanza el taller los estudiantes se irán involucrando mucho más, sobre todo cuando el taller derive en una posibilidad: participar de un encuentro organizado por el Estado en Chapadmalal sobre jóvenes y memoria. Ese elemento obrará como eje, tanto para la organización del trabajo en el aula como para la propia narración. Lisandro González Ursi y Diego Carabelli ponen la cámara, miran y escuchan con atención, organizando ese coro a veces un poco anárquico en el que se convierte el aula. Si la cámara supone una invasión a cierta privacidad, la ausencia de subrayados y el dejar expresarse sin mayor intervención es uno de los mayores logros del documental. Hay tensión social e ideológica entre los jóvenes, una actitud corporal que en ocasiones cae en la agresión física o verbal, pero también un debate despojado de manipulaciones. O, en todo caso, la transmisión de conceptos atravesados por una realidad personal y comunitaria. Si La escuela contra el margen se construye desde cierto positivismo respecto de la actitud de los jóvenes y su vínculo con la historia y el pasado, esos son elementos que no anulan el disfrute que generan las imágenes. El film se pierde un poco hacia el final en ese viaje a Chapadmalal, pero renace en su último tramo cuando los discursos quedan atrás y lo que se observa es un grupo que parece haber encontrado por fin su vínculo emocional, un grupo con sus niveles de autoridad, pero sintetizando de alguna manera ese entramado social surgió entre cartulinas, papel glasé y fibrones.
COMEDIA DE ALTO VUELO Si la primera película de Angry birds lograba encontrar un concepto en un videjuego básico y sin desarrollo de historia, en esta segunda parte el hallazgo pasa por el desarrollo efectivo de la comedia episódica sobre una trama que no hace más que ofrecer apenas el territorio para explotar personajes que han sido efectivos en el pasado. Sin embargo, allí donde secuelas de éxitos como La vida secreta de tus mascotas o Mi villano favorito fracasan de manera rotunda y se quedan sin ideas velozmente, los pájaros y cerdos de Sony parecen gozar de una gracia incontenible. Tal vez el acierto de los directores Thurop Van Orman y John Rice sea el de no ceñir a los personajes a determinada lógica y permitirse explorar las múltiples posibilidades que ofrece la animación. La amenaza que surge desde una tercera isla obliga a pájaros y cerdos -otrora grandes enemigos- a unirse y defenderse contra ese misterioso ataque exterior. Con esta idea simple (poco esforzada, si se quiere), los personajes se lanzan a la aventura. Si Angry birds 2 arranca un poco perezosa con chistes de lo más convencionales, a medida que vaya acumulando personajes y situaciones el humor se irá afinando y sofisticando, con una utilización magnífica de una banda de sonido repleta de grandes clásicos de los 80’s y 90’s. La estructura del relato no difiere de la que el cine animado mainstream viene explorando hace un tiempo, con una multiplicidad de tramas que en algún punto convergen. Eso es funcional a una idea básica del dibujo animado que remeda a los grandes clásicos y específicamente al cartoon, a las historias cortas atravesadas por el slapstick. Lo que hacen magníficamente Thurop Van Orman y John Rice es nunca poner a la trama por encima de los personajes, sino que mueven a sus criaturas de una manera anárquica que genera un efecto de imprevisibilidad en el relato: si la idea es ir de A hasta B, lo sorprendente será el camino, muy especialmente en una película que se construye sobre la base de la aventura, con personajes que planifican escapadas y salvadas de último momento. Esa velocidad, esa voracidad narrativa (que en la primera alcanzaba mayores niveles de locura) le permite a la película aligerarse de toda carga dramática. La primera lograba esto, ser furiosa y graciosa, pero además tenía un conflicto que se convertía en una amable defensa del diferente. Angry birds 2 intenta decir algunas cosas, pero es lo de menos: lo que sobresale es el humor, la comedia que se vale de la lógica de personajes que responden puramente a la anarquía. Seguramente Angry birds 2 sea, también, una película que se vea y se olvide con la misma velocidad con que atraviesa sus 96 minutos. Es probable, pero también coherente con una forma de entender el entretenimiento popular. No hay una apuesta por la posteridad ni una pretensión desmedida, tampoco una exhibición de pericia técnica. Angry brids 2 es comedia, muy buena e inteligente por momentos (la secuencia del baño es tal vez lo más gracioso que se ha visto en este 2019), pero comedia pura.
UNA DE GÁNGSTERS…Y ALGO MÁS La ópera prima de Andrea Berloff se basa en un cómic de DC y contiene en su título original una ironía mayúscula: esa cocina (The Kitchen) que hace referencia tanto al espacio del hogar donde el hombre relega a la mujer en la cultura machista, pero también al barrio neoyorquino, al Hell’s Kitchen de los 70’s, sangriento y dominado por los clanes mafiosos irlandeses. Es una ironía que se pierde en el título a reglamento que le pusieron por acá –Las reinas del crimen– pero también en los más de 100 minutos que dura la película, ya que la ironía es dejada de lado por una explicitación algo ramplona de obligatorias consignas feministas y una forma algo subrayada de sumarse a un aire de época, algo que a Hollywood le está costando, sobre todo desde lo discursivo. Kathy (Melissa McCarthy) está casada y tiene dos hijos en un matrimonio que parece funcionar; Ruby (Tiffany Haddish) es una afro casada con un irlandés que la desprecia desde diversos lugares (ni qué decir su temible suegra); y Claire (Elisabeth Moss) es la mujer golpeada y violentada psicológicamente por un marido brutal. Este trío es el que sufre en primera instancia la pérdida de la brújula: sus parejas, tres mafiosos, son encerrados luego de un robo que sale mal y estas mujeres se enfrentan a la necesidad de tener que sostener el hogar con las migajas que les pasan los antiguos socios de sus maridos. Claro, hasta que deciden tomar el toro por las astas y hacerse cargo ellas mismas de los trabajos espurios y controlar el barrio. En lo concreto, el film de Berloff es uno de gángsters, que toca los tópicos habituales de estas historias donde el honor, las traiciones, los vínculos familiares y la sangre son la sustancia primordial que motoriza la narración. Pero no se conforma con eso y pretende tener una vuelta de tuerca. Claro, poner en primer plano a personajes femeninos dentro de un subgénero que siempre ha sido masculino y tetosterónico genera un cambio de paradigma, y el mismo debe ser explicado de algún modo (o no, pero la tendencia actual es a la explicación). Y los problemas de la película son precisamente las formas que la directora y guionista encuentra para explicar esos cambios, que son básicamente políticos y culturales, y que en ocasiones son puestos en evidencia con diálogos demasiados subrayados, como aquel “los tiempos están cambiando” que un personaje le dice a otro en un momento crucial. Cuando esos argumentos complican la fluidez del relato y lo hacen chirriar, es cuando Las reinas del crimen licúa la carga de músculo que había edificado en su primera parte y la cambia por sentencias algo obvias. Aunque en Las reinas del crimen hay algo más curioso. Le falta en su superficie esa hipérbole que el cómic habilita, la cual es reemplazada aquí por una concentración dramática que suspende la diversión, especialmente en la última media hora. La película maneja una cuerda cercana al humor negro en algunos pasajes, pero lo hace de manera dispersa y no termina por hacer sistema dentro de la narración. Así las cosas, nos quedan esas reformulaciones positivas al subgénero y algunos conflictos y personajes complejos y con dimensiones: el mejor es el de McCarthy, tironeada entre la fascinación por ese mundo delictivo que ahora controla y la obligación social de mantener su rol de esposa y madre. En las charlas con su padre, en la forma en que le aporta ironía a un personaje que empieza a disfrutar las bondades de la autonomía, y en la manera en que su moral comienza a torcerse aún a su pesar está lo mejor de una película que prometía más, pero parece conformarse con ser apenas una transcripción de consignas. Cuando logra escapar de eso, estamos ante una buena (incluso muy buena) película de gángsters.
BREAKING BAD Qué duda cabe, Dogman es una película terrible, inspirada en un caso real mucho más terrible aún (de ser eso posible). Pero el último film del romano Matteo Garrone aprovecha de lo real una cáscara, una superficie sórdida y putrefacta sobre la que aplica estilizados toques de violencia y una oscuridad que se expresa por medio de herramientas puramente cinematográficas y alejada del sensacionalismo. Lo que cuenta en Dogman es la eterna lucha del débil contra el poderoso, sintetizada aquí en un par de personajes algo patéticos: Marcello, un esmirriado peluquero de perros que se hace la diaria vendiendo algunos gramos de cocaína, y Simoncino, uno de sus clientes -también un amigo-, un mafioso de aspecto bestial que impone temor a partir de lo físico. Esa lucha, desigual, se irá quebrando por el lado de lo psicológico, cuando Simoncino abuse de la confianza de Marcello y éste construya una impactante venganza. Como en Gomorra, Garrone pone su mirada en lo más prosaico del bajo mundo italiano, en lo barrial y en el barro; sobre todo en el barro. Sin embargo, sobrevuela aquí una intención mucho menos realista (o ilustrativa), casi una caricatura -incluso una sátira- de un mundo oscuro y terminal del que no parece haber escapatoria. Es verdad que en Dogman hay una atmósfera sórdida y asfixiante, pero el director se aleja del efectismo de maestros del miserabilismo contemporáneo como Alejandro González Iñárritu o Yorgos Lanthimos para encontrar las razones, los motivos, la huella digital humana que pone la tragedia en movimiento. Lejos del regodeo, Dogman es una película que provoca, que sacude y que intranquiliza durante todo su metraje: como film de género, como thriller, es impecable. Como decíamos, hay un personaje pequeño pequeño que está cansado de perder, pero también de los abusos de su “amigo”; un protagonista que además asimila aquello que lo circunda de una manera inadecuada. El gran conflicto que narra Garrone es el de la modernidad, el de los vínculos destrozados y el de la necesidad de imponerse y conseguir cierto reconocimiento social. Marcello cree que con aquello que va a hacer logrará la aceptación de quienes lo han hecho a un lado. Por cierto que Dogman tiene algunas metáforas algo obvias (especialmente con la omnipresencia de esos perros enjaulados), pero también que Garrone da clase en el uso de la elipsis y la síntesis narrativa. Y si su película merodea algunos trazos gruesos, las presencias de Marcello Fonte (Marcello) y Edoardo Pesce (Simoncino) se encargan de poner todo en su lugar. Fonte construye la ira de su personaje paso a paso, o en todo caso nos revela que esa furia final estaba calma a la espera de la chispa que la encendiera. Con su aspecto, Fonte contribuye a lo bufonesco, a ese subtexto que Garrone edifica durante toda la narración, pero también a lo sórdido en ese giro con el que su personaje estalla interiormente y se quiebra para nunca más volver. Y Pesce aporta lo físico, la potencia de una masa humana que atemoriza con la sola presencia: cada vez que aparece en la película se impone la violencia de una manera decidida. Ese vínculo, la tensión, el ida y vuelta, la confianza y la traición; Fonte y Pesce como artesanos de esa relación que a partir del desprecio se vuelve tóxica; y Garrone con un ojo sabio para contar la historia más terrible ocultando lo necesario y mostrando aquello que resulta indispensable. Todavía hay quienes saben hacer que lo real se vuelva sustancia cinematográfica, y Garrone lo logra en este climático y asfixiante drama.
LA ESPÍA QUE ME DESENAMORÓ Inspirado en la historia real de Melita Norwood, una anciana que en 1999 fue detenida en Inglaterra tras confirmarse que había sido espía para la KGB durante los años 40’s, este thriller de Trevor Nunn avanza sobre múltiples conflictos pero sin nunca encontrar el tono adecuado como film de misterio. Por el contrario, el director opta por centrarse en la historia de amor de Joan Stanley (la Melita que el relato imagina) y en el melodrama como forma genérica, simplificando demasiado una historia por demás apasionante. La espía roja arranca con una Joan anciana (Judi Dench) que es detenida y sometida a una serie de interrogatorios, situación que la lleva inmediatamente a pensar en sus tiempos de estudiante universitaria y en cómo terminó involucrándose con sectores que militaban en el comunismo. Pero que no sólo militaban, sino que además actuaban como espías en pleno territorio británico, llevando a Rusia secretos militares y demás datos fundamentales en tiempos de guerras mundiales. La forma en que velozmente el relato termina recurriendo al flashback hace dudar inmediatamente sobre la calidad de lo que vamos a ver, cuestión que se termina de confirmar a medida que avanza el relato. Como mucho del cine contemporáneo que pretende aferrarse a cierto clasicismo, el melodrama romántico parece ser una superficie prestigiosa y, además, una que es funcional a los vaivenes emocionales de los personajes: Joan queda así tironeada entre dos hombres, que representan intereses e ideales diferentes. Para la película eso solo alcanzaría para explicar por qué motivo la protagonista terminó colaborando con los rusos, algo que resulta excesivamente maniqueo, como la horrible escena en la que ve por televisión cómo la bomba atómica destruye Nagasaki y eso le hace recapacitar sobre aquello que está haciendo en su trabajo. En todo caso no está mal que La espía roja se convierta en un folletín, el problema es que como tal no logra emocionar, o al menos le falta un carácter más prosaico para apelar a sentimientos básicos y perderle el miedo al ridículo. Y tampoco funciona en el territorio del thriller de espías, ya que carece de todo misterio. Así las cosas, el film de Nunn se pretende reflexivo y político, poniendo bajo su lupa cuestiones como el patriotismo, la traición, la ideología y sus contradicciones. Y sin embargo no deja de ser un melodrama apenas prolijo, actuado con solvencia por un grupo de intérpretes con oficio, y narrado con la pericia de un artesano que sabe poner la cámara y no mucho más. Desapasionada y banal, La espía roja pide a gritos alguien que la despeine un poco y le quite el almidón de qualité que la coloca en la estantería de los dramas buscadores de un prestigio que nunca le llegará.