LOS PROFESIONALES De un tiempo a esta parte el cine policial se convirtió en la única forma posible del cine argentino para lograr un éxito de taquilla. Tal vez haya que viajar hasta Nueve reinas para encontrar el origen de todo esto, más allá de que la cinematografía vernácula tenga grandes exponentes del género en su período clásico (y otros más vergonzantes en el regreso democrático de los 80’s). Pero el éxito en las últimas dos décadas, esa película que logre superar largamente el millón de espectadores, pertenece casi en exclusividad a películas que abordan directamente lo policial o lo incorporan a su trama. El secreto de sus ojos, Relatos salvajes, El clan, El Angel, La odisea de los giles, son formas del policial que en algún sentido (y otra necesidad de la cinematografía nacional que apunta al gran público) construyen discursos con los que intentan hablar de “lo argentino”. Parece innecesario hablar de la posibilidad o no del éxito comercial de una película dentro de una crítica, pero para entender la construcción de un film como El robo del siglo (incluso su recepción) hay que pensar primero en qué contexto se produce: y ahí es donde ingresa la lógica de mercado, la forma en que una industria se piensa a sí misma y cómo son aquellos proyectos que terminan teniendo luz verde. Porque El robo del siglo es un policial y está basado en hechos reales (como algunos de los citados), tiene un actor convocante cuando está en su especialidad (Guillermo Francella), un director como Ariel Winograd que no sólo está detrás de varios de los éxitos recientes sino que conoce los mecanismos del cine de entretenimiento masivo y, último pero no menos importante, ofrece la posibilidad de pensar “cómo somos los argentinos” a través de su cuento moral sobre el vínculo de la sociedad con el delito. El robo del siglo fusiona todos estos elementos y en el contexto de una industria que suele ser bastante previsible respecto de sus éxitos y fracasos, parece tener todo para ganar. Lo que resta es saber si avanza más allá de su propia lógica de mercado. La película está basada en un famoso robo ocurrido en Acassuso en enero de 2006, en una sucursal del Banco Río: se llevaron una cantidad de dinero no especificada, en un golpe que ha trascendido las fronteras y se ubica entre los más impactantes del mundo. Allí, de manera bastante ingeniosa, un grupo de asaltantes ingresó al banco y montó una puesta en escena para confundir a las fuerzas de seguridad y terminar escapando por el lugar menos pensado. En la historia se suman elementos sobre el poder creativo del delito, cierto romanticismo justiciero en tener a una entidad bancaria como víctima y el profesionalismo como única forma posible del robo a gran escala. Es decir, una suerte de heist movie en la vida real, algo que el cine debía representar en algún momento. El robo del siglo (como sus protagonistas reales) vio la oportunidad: ahí está la conformación del grupo humano, la planificación del robo, un plan que parece casi imposible y la ejecución del mismo. Winograd, que ya había jugado con el género en la más lúdica y divertida Vino para robar, tiene un gran acierto: por propia identidad, piensa a la historia como una comedia de robos antes que como un drama moral, aunque en el epílogo (donde toda caper movie, luego de la tensión de lo policial, termina definiéndose) quiere jugar un poco con la cuestión ética y resuelve todo de manera un poco simplista. El acierto de Winograd es no pensar la comedia como un sucedáneo de Los desconocidos de siempre (aunque hay un gag que estaba en el tráiler y que amagaba con llevar todo para ese lado), una cita cinéfila algo agotada y que es utilizada, en ocasiones, como seguro contra la mala ejecución del thriller. A Winograd le importa verse profesional en la ejecución, y que su película luzca como tal, igual que a los personajes le sucede con el robo: disfrutan más cumplir con un atraco casi imposible y confundir a la policía, que de la guita en sí misma. Pero ese disfrute de la pericia técnica esconde una trampa: una película es algo más que una sumatoria de piezas bien encastradas. El robo del siglo es un film bien narrado, que tiene sus citas y lazos con otros films de robos, que demuestra conocimiento cinéfilo y que incluso está bien actuado para una cinematografía donde la comedia mainstream es siempre un problema (Francella, tal vez por contar por primera vez con un director que entiende el género, está bien y luce creíble). Pero, otra vez, nos enfrentamos al problema de tener que valorar una película no por sus propios logros, sino por lo que le falta a todas las demás. Es como que en esa eterna comparación, el cine argentino pensado para el alto consumo no termina de atravesar cierta etapa embrionaria. Y si seguimos pensando en comparar es porque en definitiva a El robo del siglo le falta algo. Hay sí corrección en sus rubros técnicos, pero no termina de ser lo suficientemente graciosa en la comedia, lo suficientemente tensa en lo policial, ni tiene una mirada compleja sobre los temas que aborda, aun cuando lo intenta. Es un film apenas correcto, que en el contexto de una industria realmente desarrollada (como se quiere suponer por estas tierras) sería la norma y no una excepción.
UNA PELÍCULA INCOMPRENSIBLE En Unbreakable Kimmy Schmidt, la comedia de Netflix escrita y producida por Tina Fey, el personaje de Titus Andromedon (un hilarante y desaforado Tituss Burgess) cumple finalmente su sueño de actuar en una obra de Broadway. Sin embargo, el deseo quiebra en desilusión: es que su participación en una puesta del clásico musical Cats le permite descubrir que la obra es en verdad una gran estafa. Y que el elenco es condenado a vivir, como aquella pandilla de gatos, en una suerte de penuria constante: cualquiera puede actuar en la obra, subir al escenario y tirar alguna frase más o menos incongruente, y permanecer en el staff como si se tratara de una prisión. Desde mi absoluto desconocimiento sobre la comedia musical de Broadway, y a partir del estreno de esta adaptación dirigida por Tom Hooper, me puse a indagar un poco en el asunto y llegué a la misma conclusión: son muy pocos los que se explican el éxito de Cats, una barroca adaptación del icónico Andrew Lloyd Webber de una serie de poemas infantiles de T. S. Eliot. A esa incomprensión se suma, ahora, esta película. El primer inconveniente de esta Cats fílmica (se ha dicho por todos lados) tiene que ver con lo antropomórfico: la decisión de no apelar a actores disfrazados y cambiarlos por rostros “pegados” a cuerpos digitales es un experimento similar al que realizó en su momento Robert Zemeckis con El Expreso Polar con los mismos resultados, algo insostenible para el ojo. De ahí surgen dos preguntas que uno se hace como espectador: primero, si era posible una versión de acción real de Cats, más allá de la pulsión por trasladar todo Broadway a Hollywood: ¿no suponía un riesgo que, al menos, deberían haber puesto en la balanza? Segundo, ¿cómo es que nadie se dio cuenta en el proceso creativo que esta experiencia era realmente insostenible? ¿Recién se enteraron que estaba todo mal cuando salió el primer tráiler y el público lo tomó para la risa? En definitiva, que lo tecnológico es la primera frontera y una película es mucho más que eso, pero Cats no funciona ni siquiera en otros terrenos. El exasperante montaje por el que apuesta Hooper impide ver las coreografías (en el que caso que las hubiera), aunque los planos generales desnudan el “cualquierismo” de la puesta (la presentación del personaje de Rebel Wilson da vergüenza ajena); las canciones no conllevan ningún acierto ya que son las mismas del musical original, aunque alguna interpretación como la de Taylor Swift en Macavity: The Mystery Cat aporta un tono algo más juguetón (también el número musical está un poco más pensado); la puesta misma es de lo más teatral, y en eso sumamos unos escenarios kitsch y repetitivos en su funcionalidad; y la narración se suplanta por una sucesión de números musicales que no difieren demasiado entre sí ni permiten construir una historia de fondo. Además suma un problema que excede a la película: el subtítulo elige seguir rimando en vez de traducir las canciones, por lo que se termina inventando palabras y frases que no tienen nada que ver con lo que se dice. En definitiva, vamos a lo que importa: ¿qué cuenta Cats, sobre qué trata, qué es lo que está pasando? Nada se entiende, todo es confuso. Cats es definitivamente una película incomprensible, desde lo que pasa en la pantalla hasta la decisión de los directivos que aprobaron este proyecto. Finalmente Cats se convirtió en el chiste de la temporada de premios y uno pensaba que podía haber algo camp ahí para disfrutar. Pero no, porque Hooper es un director incapaz de descubrir otro nivel y porque es de los que hace el esfuerzo porque lo suyo parezca serio. Desde ese profesionalismo mal utilizado, es que la película termina mereciéndose todas las críticas negativas, aunque uno sabe que ya estaba todo mal en Los miserables o en El discurso del rey o en La chica danesa, películas celebradas por los premios y que eran demasiado serias como para señalarlas con el dedo. A estos gatitos todos les dan sin culpa, en conclusión, porque es fácil pegarles.
LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA Richard Jewell quería ser policía porque creía en eso de cuidar y servir al otro. Su sistema de creencias tenía a la ley por sobre todas las cosas, el Bien y el Mal diferenciados como solamente la gente repleta de certezas puede hacerlo. Richard quería pertenecer, pero lamentablemente su físico que se prestaba para las bromas y su aparente falta de luces, entre otras cuestiones vinculadas con un perfil psicológico poco recomendable, lo volvieron un paria, pero uno amable, uno de esos que forman parte de la maquinaria de manera invisible y muy a gusto. Pero claro, el destino -que es un pillo- lo terminó poniendo en el centro de la escena: primero como héroe, luego como villano. Richard encontró una mochila cargada de explosivos mientras era guardia de seguridad en el Centennial Olympic Park, durante los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996. La bomba explotó, por ese hecho murieron dos personas y más de cien fueron heridas, y Richard fue elevado a la figura de héroe público por los medios, que destacaron cómo su atención permitió impedir una tragedia mayor. Claro, los mismos medios que a las pocas horas comenzaron a mostrarlo como el principal sospechoso del atentado cuando el FBI lo cercó con una furibunda investigación. El caso de Richard Jewell, la nueva maravilla filmada y firmada por Clint Eastwood, muestra ese episodio con un nivel de detalle increíble, pero se toma las libertadas necesarias para que la película no sea la ilustración de una página de Wikipedia. No importa si Richard era tal cual se lo representa aquí, lo que todo artista enorme sabe (e Eastwood es uno de ellos, tal vez uno de los pocos), es que lo verídico es un vehículo sobre el cual la ficción avanza para que el autor ofrezca una mirada sobre el mundo y nos invite a reflexionar. El caso de Richard Jewell lo hace. De las bondades de Eastwood como narrador ya hemos hablado hasta el hartazgo. Alcanza aquí con ver la manera en que va presentando a los personajes, el clima hitchcockneano que construye alrededor de una bomba que (sabemos) va a explotar y cómo va disponiendo las piezas en función de lo que realmente importa en la película y lo que nos quiere contar. En una película que cruza sentencias sobre los medios, las fuerzas de seguridad, los sectores conservadores de la sociedad, la Justicia, el armamentismo y demás instituciones, además de la ética profesional, lo que en definitiva le parece central a Eastwood es el camino que emprende el protagonista, esa epifanía melancólica en la que termina descubriendo que todo aquello en lo que creía era finalmente una mentira. El Richard que presenta el director (y que construye Paul Walter Hauser en una actuación consagratoria) es un ser ingenuo, casi infantil en su conducta, aunque con una violencia subterránea que no es más que la exposición de una herencia cultural que brega por la extrema seguridad y militarización (como el Seth Rogen de Observe and report pero en un tono menos zumbón). La película juega constantemente y de manera para nada ingenua con el prejuicio alrededor de la figura de Richard: por eso el momento en que hace clic y acepta su lugar en esta parodia social es sumamente doloroso; Eastwood trabaja sobre una cuerda que se balancea entre la conmiseración y el patetismo con una habilidad notable. En otra dirección, este Richard es hermano del “tecnócrata” Sully de Hazaña en el Hudson: ambos creen en la honestidad y rectitud de un sistema que termina siendo su propio victimario. Lo que sobresale aquí, entonces, a la par del Eastwood narrador es el Eastwood reflexivo, el que piensa los materiales que tiene entre manos, el que mira la historia universal pero también la personal, porque si hay algo interesante en la última etapa del director es la capacidad que tiene para asumir su propio personaje y deconstruirse en pantalla sin caer en discursos pedantes. A los 88 años le alcanza y sobra con su sabiduría narrativa y su honestidad intelectual. Habría que pensar entonces que hace casi 30 años Eastwood miró el western, el género que lo convirtió en emblema cinematográfico, y lo definió por completo con la conclusiva Los imperdonables, y que hace ya 12 con Gran Torino agarró su propia iconografía y le puso una lápida. El caso de Richard Jewell, pues, es un nuevo viaje autorreflexivo por el mundo del director, pero uno que indaga en un imaginario (el de Richard, ¿el de Clint?) que pudo estar equivocado durante mucho tiempo, y lo clausura con el aprendizaje del cine clásico, sin una palabra ni un gesto de más. Incluso desde la aparente contradicción, estamos ante una película que sabe dónde está el mal y dónde el bien (o al menos cuáles son los buenos), pero que es valiente al reconocer que tanto el Mal como el Bien son conceptos maleables, imperfectos. Lejos de los aparentes progresistas que le señalan con el dedo acusador su conservadurismo y su republicanismo (aunque como el Bien y el Mal, ¿quiénes son los conservadores de hoy, no?), Eastwood se anima a dudar no de los otros sino de sí mismo. Y ese es un gesto de valentía y grandeza que desde su inimputable ancianidad vale más que mil espíritus bienpensantes. Porque ya no sabemos bien cuántas muestras más tendrá que dar el bueno de Clint para terminar con ese debate estúpido alrededor de su figura. Por suerte tenemos su filmografía y su encomiable energía para entregarnos estos cuentos de un valor humanista imperecedero. El caso de Richard Jewell, desde la enorme humanidad del ingenuo Richard, de la paciencia maternal de Bobi y de la honestidad profesional del abogado Watson, emociona como pocas películas recientes. Y lo hace porque es un retrato preciso sobre los quemados, sobre aquellos ciudadanos comunes apaleados por sistemas e instituciones injustas. Por suerte está Clint, más virulento y corrosivo que nunca, para defenderlos con su cámara que siempre está en el lugar indicado.
APRENDIENDO A SOBREVIVIR SE VA LA VIDA Con ecos de La carretera, aquel film de John Hillcoat basado en la novela de Cormac McCarthy, en La luz del fin del mundo un padre vaga con su hija por el paisaje postapocalíptico de un mundo devastado por una peste que eliminó a casi todas las mujeres. Lo de casi tiene que ver con que en verdad hay algunas mujeres protegidas por ahí y, de hecho, la hija de este hombre lleva el pelo corto y viste como un varón para disimular su presencia femenina en un contexto de hombres salvajes y dispuestos a todo con el fin de sobrevivir. La luz del fin del mundo es el segundo largometraje como director de Casey Affleck, quien además es autor del guión y protagoniza, en un relato que aprovecha el contexto que sugieren la ciencia ficción y el horror para construir un drama paterno-filial, en el que se trabajan nociones como la ética y la moral en un territorio de constante aprendizaje. Papá (el personaje no tiene nombre que lo identifique) y la pequeña Rag viven en carpas y van cómo nómades, de bosque en bosque, escapando de otras presencias humanas. La luz del fin del mundo es casi una road movie, pero a diferencia de otros films del estilo los personajes no tienen un destino prefijado. A Affleck, como director, le interesa seguir ese viaje sin importar hacia dónde lleve: pone en primer lugar la experiencia y, de hecho, filma en largos planos y con pocos cortes, apresando a sus personajes en los márgenes de la imagen y obligándolos a vivir situaciones límites, a convivir, a mantener vivo el momento. La primera larga secuencia es un ejemplo de esto: una charla entre ambos, adentro del espacio reducido de una carpa, que va dejando pistas de los temas que serán fundamentales en el resto del relato. Si La luz del fin del mundo se pretende un film críptico, dejando en un gran espacio off las explicaciones generales sobre el estado del mundo que retrata, sí hay otros asuntos que se ponen en palabras a partir de la presencia curiosa de Rag. Porque más allá del contexto específico y singular sobre el que se mueven los personajes, la película no deja de ser el drama de iniciación de una niña ante los peligros de un mundo agobiante. El conflicto principal para Rag estará dado por la diferenciación entre ética y moral, en aprender a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, aunque por momentos esos límites tiendan a confundirse. Claro está que el arco dramático de la película pondrá a la niña en el lugar de tener que tomar decisiones que pongan en crisis aquello que aprendió anteriormente. La luz del fin del mundo trabaja una tensión bastante diluida, que explota hacia el final en una serie de secuencias de acción física muy bien capturadas por el ojo de Affleck: en vez de apostar por lo espectacular, hay en esos momentos una economía de recursos, una parquedad, que busca poner el ojo en lo que importa, en el dolor y en las consecuencias de esos actos en el cuerpo. El director, al igual que su hermano Ben, demuestra conocer la herramienta cinematográfica, aunque en este caso hay una intencionalidad manifiesta de jugar con los códigos del cine indie y de cierta modernidad discursiva. Tal vez lo positivo en Cassey Affleck antes que en otros narradores contemporáneos que ponen lo estético por sobre lo ético, es que su apuesta formal no se desentiende de las emociones de los personajes. Aunque en los momentos en que la película no lo logra del todo igualmente se nota el esfuerzo por intentarlo, más allá de los resultados. Al igual que el pobre papá de su película, que instruye a su hija en el noble camino de la supervivencia. La luz del fin del mundo captura apenas una porción de viaje, tal vez la que sienta las bases de lo que vendrá.
EL CINE COMO JUEGO Vaya uno a saber si Entre navajas y secretos logra que el querido subgénero del whodunit recupere su vida en la pantalla grande, pero lo cierto es que en su nueva película, Rian Johnson ha sabido construir un juguete muy divertido, capaz de sobrevolar con coherencia la estructura típica del policial de misterio británico, tener amor por las tradiciones y, claro (porque en el fondo es un director con aires autorales), cierto aire renovador. En la película, un famoso escritor de novelas de misterio y multimillonario se ha suicidado. Sin embargo, hay algunas dudas sobre ese episodio: para algunos se trata de un asesinato. Así es como un par de agentes policiales y un detective privado (uno de esos detectives más grandes que la vida) se dedican a entrevistar a hijos, nueras, yernos, nietos y empleadas del muerto en la casona en la que vivía. Como suele ser regla en este subgénero, Johnson utiliza los primeros minutos de película para presentar personajes y delinear sospechosos. Lo hace con un gran trabajo de montaje y siempre con un aire entre juguetón y autoconsciente de lo hiperbólico de todo asunto. Con una filmografía de lo más ecléctica, que se va paseando del indie al mainstream sin problemas, Johnson tiene como mayor defecto, tal vez, el hecho de querer hacerse notar en cada decisión que toma. Entre navajas y secretos no es la excepción, pero es bien cierto que este tipo de películas hacen de cierto exhibicionismo su virtud: como que la mostración del recurso es el combustible que usa el mago para que su truco no sea evidente. Y en el whodunit hay mucho de acto de ilusionista: hay que sembrar múltiples sospechas, tratando de estar siempre unos pasos delante del espectador. Uno de los peligros que corren ciertos géneros y subgéneros tradicionales es la distancia irónica con la que se los suele mirar desde el presente, pero Johnson esquiva esa postura todo lo que puede. En su película hay humor, pero siempre relacionado con los personajes y sus actitudes entre miserables y ridículas. Johnson deja atrás la solemnidad y la trascendencia habitual de su cine, y construye un relato en la mejor senda de los policiales de misterio a lo Agatha Christie o Arthur Conan Doyle. Confeso admirador de este tipo de historias, se lo nota divertido con cada vuelta de tuerca que el guión propone. Otra de las reglas impuestas por el cine para este tipo de relatos es la del elenco kilométrico en estrellas, algo heredado del vodevil (no de gusto la mayoría de estas historias se centran casi en un único espacio). Como no podía ser de otra manera, Johnson se rodea de varias figuras, entre las que encontramos a Chris Evans, Ana de Armas, Jamie Lee Curtis, Toni Collette, Don Johnson, Michael Shannon, Keith Stanfield, Christopher Plummer y Frank Oz, aunque el que sobresale es Daniel Craig como el detective Benoit Blanc. Craig se muestra gracioso como nunca, en un personaje de lo más lúdico y virtuoso, uno de esos sabuesos que siguen cada pista hasta el final y que parecen quebrados hasta segundos antes de descubrir al asesino. Al respecto, Johnson aporta un giro de guión sorprendente en la mitad de la película que quiebra cierta lógica del whodunit y que nos invita a ir mucho más del descubrimiento del asesino. Porque en el fondo, Entre navajas y secretos es una película sobre una familia terrible, horrenda, una sarta de seres materialistas y egoístas capaces de lo peor con tal de quedarse con la fortuna del viejo. Y esa mirada satírica incluye a los más reaccionarios y fascistas herederos como a los más progresistas, aunque incapaces de distinguir si la empleada doméstica latina es brasileña o ecuatoriana. La mirada sobre la inmigración y su vínculo con la alta sociedad termina siendo el gran misterio resuelto de esta divertidísima película.
CUENTO DE NAVIDAD CON TWIST Paul Feig es uno de los mejores directores de cine de comedia del presente: películas como Damas en guerra, Chicas armadas y peligrosas, Spy, una espía despistada, Ghostbusters y, en menor medida, Un pequeño favor lo demuestran. La particularidad de todas estas películas es, claro, que cuentan con mujeres en sus protagónicos y en alguna medida reflexionan sobre los vínculos entre mujeres o entre las mujeres y los espacios de poder dominados por hombres. Lejos del panfleto, a Feig lo mueve principalmente el humor, es un gran constructor de situaciones humorísticas, no tan centrado en el gag puntual (que lo conoce y resulta sumamente efectivo) como en la elaboración de secuencias donde la mirada cómica atraviesa lo trágico. A las protagonistas de Feig les pasan cosas, duras y complejas en ocasiones, pero siempre hay un momento de lucidez por medio del cual salen a flote, preferentemente, con una sonrisa en la boca. Y esa actitud determina el lugar en el que Feig se pone y desde donde mira: al lado del marginado, el desprotegido, permitiéndole una dulce venganza. Por todo esto es que, lamentablemente, no entiendo mucho lo que ha querido hacer en Last Christmas, a la que por ahí le han puesto el poco conveniente subtítulo de Otra oportunidad para amar. Digamos de entrada que, contra lo que uno puede imaginar aquí, un cuentito de Navidad con mensaje esperanzador, la película contiene mucho del cine de Feig. Hay una protagonista algo atormentada, hay un sistema de valores que la enfrentan y le generan conflicto (el bendito espíritu navideño), y hay una suerte de moraleja final en la que el personaje modifica su rumbo a partir de un aprendizaje interior. Todo eso está bien, incluso agregados que no parecen tener mucho que ver con el asunto, como ciertos apuntes sobre la inmigración y un contexto desfavorable en una Europa cada vez más cerrada y conservadora. Kate (Emilia Clarke) es una joven de familia inmigrante, que vaga por Londres, de casa en casa, de amiga en amiga, mientras trata de escapar de las tradiciones de su familia. Cuando su madre, su padre o su hermana le dicen Katarina, ella corregirá inmediatamente: “soy Kate”. Para colmo de males, su trabajo en una tienda que vende artículos navideños todo el año no parece el mejor lugar para enterrar las penas. Como podíamos esperar, Feig no se toma demasiado en serio eso de lo navideño y aporta una mirada divertida sobre lo kitsch que rodea a la celebración, en adornos y demás objetos adorablemente berretas que son importados por Santa, la dueña del local, una Michelle Yeoh infrecuentemente divertida. Hasta ahí todo bien, con algunas situaciones notables como la gran primera secuencia, aunque lejos de los mejores momentos de Feig. Es como si en su intento por querer imponer su estilo a géneros, subgéneros o conceptos preestablecidos, el verdadero placer del director, no le encontrara demasiado la vuelta a las películas sobre la Navidad. Pero los verdaderos problemas de Last Christmas llegan con Tom (Henry Golding), un joven que se le aparece por ahí a Kate y que será una incógnita tanto para ella como para los espectadores: ¿quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué hace? ¿Por qué aparece siempre de manera misteriosa y desaparece sin dejar rastro? No diremos más, aunque uno más o menos se imagina que ahí hay gato encerrado. Lo cierto es que su presencia lleva a la película, primero, por el terreno de la comedia romántica un poco bobalicona, con algunos momentos entre divertidos y honestos, y finalmente a la película con giro, que es donde aparece el verdadero inconveniente de este film ligero y sin demasiadas pretensiones (aunque en definitiva las tiene). En primera instancia ese twist no se sostiene desde lo narrativo y resulta absolutamente inverosímil, y en segunda instancia coloca a la película en el peor camino del film navideño, ese del que parecía renegar un poco. Todo el epílogo se activa en relación a ese giro y termina ensuciando el camino de una película que, en definitiva, se quería asumir como un cuentito bienintencionado sobre reconocerse en el otro. Más allá de todo, al menos en ese pasaje podemos agradecer a Emma Thompson, coguionista y coprotagonista, por estampar “budín lésbico” como uno de los mejores onliners que Last Christmas tiene para ofrecer.
PERDIDOS EN SINTRA Nunca viene mal que un director pegue un volantazo en su carrera, pero lo hecho por Ira Sachs en Frankie demuestra que a veces ese cambio de rumbo merece, al menos, cierta autorreflexión que lo justifique. Lejos de sus historias urbanas con los códigos del indie norteamericano, el director de la enorme Por siempre amigos retoma algunos de sus temas habituales pero lo hace no sólo con un cambio geográfico sino con una apuesta que huele a cine festivalero con elenco internacional (Isabelle Huppert, Brendan Gleeson, Greg Kinnear, Marisa Tomei, Jérémie Rénier, Pascal Greggory): tanto es así que Frankie compitió en la última edición del Festival de Cannes. Pero lo cierto es que en ese pasaje, algo se perdió y algo no se terminó de aprehender, más allá de que el talento del director y sus intérpretes terminen por conformar un producto aceptable. El relato es coral y se mueve alrededor de Frankie, la actriz que interpreta Isabelle Huppert. Es ella quien, con cierto dejo de capricho (luego se conocerá el sentido de esa actitud imperativa de la protagonista), ha convocado a unas vacaciones en el pueblito portugués de Sintra, donde se reúnen el marido, el ex marido, los hijos, el yerno, la nieta y alguna amiga a la que quiere relacionar con su hijo. La película se construye de diálogos y largas charlas, muchas de ellas registradas en virtuosos planos secuencia, que ponen el eje en cuestiones afectivas y sentimentales, pero fundamentalmente en el paso del tiempo y en aquello que pudimos hacer con él. Sachs, desde la puesta en escena, construye una suerte de presente suspendido que le aporta algo diáfano a cada momento. Los personajes, entonces, se cruzan, se relacionan, se vinculan, se descubren, mientras pasean por las calles y los bosques de Sintra. Frankie, como suele ocurrir en buena parte de la filmografía de Sachs, no se construye sobre los grandes giros o los conflictos excesivos, es más bien un tono melancólico el que conduce las acciones. No hay nada malo en eso y es parte de la apuesta del director que uno puede tomar o dejar. El inconveniente en Frankie es que, llegado determinado momento, todo se vuelve repetido y similar. Los diálogos amagan con profundizar en los conflictos, pero se quedan en el amague, siempre atentos a una explosión que termina contenida. Es como si ese pasear turístico de los personajes se transmitiera a una suerte de turismo del espectador por las emociones de los personajes. Y entre referencias evidentes que Sachs parece querer vampirizar con su cámara, algo de Rohmer, algo de Kiarostami (y donde también se queda en el acercamiento turístico), la película termina finalmente condenada al encanto o no de sus interpretaciones. La melancolía corporal y gestual de Gleeson, cierto monólogo de Rénier y los momentos que comparten Huppert y Tomei sobresalen en una película que se pasa de levedad y se vuelve algo insípida. Sachs construye una historia de personajes perdidos y termina perdiendo el rumbo de su narración.
MAFIAPEDIA Volvió Scorsese y lo hizo por la puerta grande. Volvió a sus fetiches (Robert De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel) y volvió a sus temas y obsesiones: la mafia, los códigos entre los hombres, las traiciones, la culpa, la imposibilidad de balancear lo criminal con la familia y la búsqueda de la redención. Volvió Scorsese a un mundo que conoce y conocemos, a un mundo que es ajeno pero también autorreferencia, porque hay historia sobre la Historia pero también sobre su propia historia: a cada rato El Irlandés, la obra maestra que filmó para Netflix, rebota contra Casino, contra Buenos muchachos, contra Calles peligrosas, sus películas relacionadas con pandilleros y mafia de alto diseño. El Irlandés es, por tanto, extensión pero también síntesis de su propio universo cinematográfico, además de una obra de quiebre: Scorsese construyó el que podría ser el film definitivo sobre la mafia. En serio, qué más se puede decir sobre este tema si el director de Taxi Driver lo dice y lo abarca todo aquí, en 210 gloriosos minutos justificados hasta el último segundo. Cuando muchos pensábamos que el regreso de Scorsese a los temas mafiosos era la búsqueda de una zona de confort, la película nos despabila: había mucho más para decir. Y Scorsese lo dice en una película enciclopédica que aborda tanto lo individual como lo público, la historia de personajes laterales y la gran Historia de un país construido a sangre y fuego, como ya lo ha dicho en Pandillas de Nueva York. El Irlandés es un film tan épico como intimista. Es un fresco sobre el accionar de la mafia norteamericana durante varias décadas del siglo pasado, que parte desde lo individual, el ingreso de Frank Sheeran (un impresionante Robert De Niro) al círculo mafioso bajo el ala de Russell Bufalino (Joe Pesci en la actuación de la película), y avanza hacia lo general: la lucha entre los sindicatos y el poder político, con el brazo armado que representan la mafia y sus diversos clanes. La película, claro, tiene varios de los tópicos que han sido habituales en el cine del director pero amontonados y organizados como si de una enciclopedia se tratase. El comienzo es con un bello plano secuencia en un geriátrico, que termina con un Sheeran postrado y donde sobresale un reloj en su muñeca: precisamente ese objeto y su contenido son la clave de la película, el tiempo, muy especialmente en un film de esta duración. Scorsese se toma una hora para narrar el ascenso de Sheeran en la mafia, luego un par de horas para trazar el vínculo entre Sheeran y Jimmy Hoffa (un divertidísimo Al Pacino) y una última media hora para un epílogo tan brutal, como angustiante y emotivo. La forma en que el director articula los tiempos del relato (siempre de la mano de su fiel montajista, la brillante Thelma Schoonmaker) es impecable, más en una película que viaja de aquí para allá entre décadas y con una multiplicidad de personajes increíble. Todo es claro, todo es preciso, no hay escenas que sobren porque cada momento tiene algo para decir, de la historia general o de la intimidad de los personajes. La acción en El Irlandés tiene que ver con el accionar de sus protagonistas, no hay casi tiempos muertos ni momentos donde no se esté filtrando una información clave. La de Scorsese es una película sobre profesionales, más allá de que la profesión de estos tipos sea estafar, engañar, asesinar. La vida privada surge entre los pliegues, pero no hay demasiado tiempo para ello: la acción seca de la película marca el tono de esa seriedad y rigurosidad con la que todo debe ejecutarse. Al margen, como una nota al pie que terminará pendiendo sobre la cabeza de Frank, se va construyendo el vínculo entre él y su hija, quien lo desaprueba en silencio y se vuelve el combustible fundamental de su culpa. Pero en El Irlandés no hay espacio para el criminal llorón a lo Michael Corleone, aquí si hay pena es porque los actos de cada uno son irredimibles pero nadie busca una salida a ese camino. La cita a El padrino no es antojadiza, porque en Scorsese entra todo el cine, el suyo y el de los demás. También hay aquí algo de Los intocables por la forma en que el director articula historia con ficción y gran espectáculo. Se ha hablado muchísimo de los efectos especiales de El Irlandés y el detalle técnico es uno de los pocos aspectos cuestionables del film. No tanto porque no luzcan profesionales ni precisos, sino porque no pueden evitar cierta traición que el físico ejerce sobre lo digital. En Los infiltrados, por ejemplo, Scorsese solucionaba el mostrar a un Nicholson más joven dejándolo en penumbras, pero aquí hay una prepotencia del CGI que parece inevitable en estos tiempos. Si De Niro en esta película luce más joven (aunque no sé si lo joven que exige el relato), lo cierto es que su cuerpo tiene la movilidad de una persona de la tercera edad. Si el movimiento genera una contradicción con la imagen, lo cierto es que inconscientemente se construye una poética que acompaña el tono cansino del resto de la película. Scorsese utiliza recursos audiovisuales vistos en films como Buenos muchachos o Casino, como personajes hablando a cámara o un montaje que corta abruptamente la escena. Sin embargo hay una evidente falta de vértigo en la aplicación de esos recursos que no debe ser entendida con morosidad. El Irlandés reafirma en esos pasajes el asunto del tiempo como tema central de la película, sobre el tiempo como un espacio que se mueve, nos pasa por arriba y nos lleva a la decadencia. Por eso que la comparación con Buenos muchachos y Casino es justa y no lo es tanto. O más bien El Irlandés actúa como un arco dramático coherente en relación a esas películas con el paso del tiempo. Del trío, Buenos muchachos es la película más briosa, más vital, una trompada en la cara que es el presente de tipos viriles que miran desde la cima, mientras caen. Ya en Casino hay una mirada retrospectiva y nostálgica, que en el final se lamenta por los años de gloria que ya no volverán. En ese sentido, El Irlandés es una obra fiel con la edad que Scorsese tiene en este momento. No hay nostalgia en Frank, el protagonista, quien cuenta su historia desde aquel geriátrico y lleva el relato, sino más bien dolor por lo que no pudo hacer y por lo que no puede recuperar. Claro que El Irlandés no sería la obra maestra que es si no fuera por su enorme epílogo. Cuando la excitación de los crímenes y la lucha del poder concluyen, cuando el poder mismo es reducido a un viejo sin dientes chupando un pancito, la película se vuelve trágica, pesarosa, melancólica y muy triste. Es ahí donde aparece el Scorsese reflexivo que no siempre aparece, el que puede parar la pelota de la cinefilia unos minutos y construir personajes con emoción y dimensiones humanas. Digo esto de la cinefilia y el plano final me termina remitiendo tanto a El padrino 1 como a El padrino 3. Otra vez una puerta, otra vez un viejo sentado contemplando su final, salvo que esta vez la puerta no se cierra y nos deja observar la pequeñez (acompañada de miedo y tristeza) en que se termina convirtiendo el poder una vez que el tiempo lo ha horadado para siempre.
OTRO SHOWCITO DE NORTON Los motivos por los que un actor decide ponerse detrás de cámaras y dirigir deben ser innumerables. Y mucho más inescrutables si, como en el caso de Edward Norton, pasan casi dos décadas entre su ópera prima y su segundo film. Ese es el tiempo que transcurrió entre la apenas simpática comedia romántica Divinas tentaciones y esta Huérfanos de Brooklyn, tiempo en el que además Norton pasó de ser un referente de la nueva generación de actores de Hollywood a casi un paria sin demasiados proyectos. Huérfanos de Brooklyn, también un film diametralmente opuesto en su tono a Divinas tentaciones, es una adaptación de la novela del reputado escritor Jonathan Lethem y tiene (tal vez de ahí el interés del actor por volver a la dirección) múltiples elementos que la vuelven una película en busca de prestigio: un elenco y un tema importante, la recreación de un género fundamental como el noir y un personaje con características especiales que habilitan el lucimiento para el actor. En Huérfanos de Brooklyn Norton interpreta a Lionel Essrong, ayudante y protegido de un detective privado que investiga un misterioso caso. Lionel sufre el síndrome de Tourette y esto lo lleve a tener una serie de tics que son utilizados por el actor y director para construir su showcito personal insoportable. Es a partir de la presencia de Lionel que la película genera una distancia insalvable con el espectador, puesto que más que un personaje lo que vemos es a un actor componiendo una criatura algo molesta. De todos modos Norton sigue más o menos fielmente las reglas del film noir y convierte a Essrong en el típico protagonista de los relatos negros, que atraviesan instancias que los superan y caminan siempre por la cornisa mientras se abren múltiples puertas: Huérfanos de Brooklyn es, en última instancia, un film político que piensa los años 50’s como el germen de ese capitalismo prometedor de progreso y causante de la degradación social que tanto se ha afincado en el presente. Hay una buena noticia en la película: Norton no intenta el neo-noir ni mira el género con el cinismo canchero con el que muchos lo han mirado. Simplemente lo recrea, aunque en esa recreación termine preso de demasiados lugares comunes y clichés, desarrollados sin gracia. El problema fundamental de la película, además de la afectada interpretación de Norton, es su falta de brío, una ausencia de tensión que vuelve todo demasiado intrascendente, enredado por demás y moroso sin límites. Cuando Bobby Cannavale, Ethan Suplee o Leslie Mann aportan su costado cómico, la película al menos se ve con una sonrisa. Pero no sucede muy a menudo en un film larguísimo que ni siquiera tiene la valentía de asumirse como una reescritura de Barrio Chino. Sin ánimo de spoilear, hay en sus giros, en la representación del poder como un espacio de inagotable perversión mucho de lo que sucedía en aquel film de Roman Polanski. Huérfarnos de Brooklyn luce entonces como un ensayo, el borrador de la película que nunca fue.
NO ME LLAMES EXTRANJERO El tema de la inmigración, de este y del otro lado del conflicto, es lo que aborda el israelí Nadav Lapid (Policeman, La maestra de jardín) en su nueva película Sinónimos: un israelí en París. El protagonista es Yoav, un joven que escapó de su país (Israel) y se dirigió a Francia con el objetivo de perder su propia identidad cultural y ganar una nueva, basada en los supuestos de igualdad, libertad y fraternidad. Cuánto conseguirá de cada cosa es lo que se verá durante la película, una experiencia bastante peculiar que carece de una estructura dramática convencional y que se vale de pequeñas viñetas que, acumuladas, dan una idea un tanto absurda de los problemas que se dirimen en la Europa actual. En el comienzo Yoav vaga absolutamente desnudo por un edificio vacío. Le han robado la ropa y decide pedir ayuda entre los vecinos. Yoav llega al relato de la misma manera que lo hace la gente del futuro en las películas de Terminator: aparece allí y mejor no preguntarse nada. En su derrotero, el protagonista consigue la asistencia de una pareja burguesa que representa cierto estereotipo de juventud intelectual labrada por la nouvelle vague. Ese será el primer llamado de atención de una película que se aleja del realismo y exige un espectador atento a los estímulos y a la red conceptual que traza Lapid: Sinónimos es mayormente un drama, pero goza de momentos de humor raro, extraño, tanto como la personalidad del insólito Yoav (Tom Mercier, en una actuación desbordante). Es ese humor, siempre sugerido nunca explicitado, el que nos hace dudar acerca de las intenciones del director: ¿es la película una suerte de sátira del cine francés de autor? ¿Hay en esa simulación de cierto código narrativo que hace Lapid una definición sobre la imposibilidad en la apropiación cultural por parte del extranjero? Lo cierto es que Yoav vaga, avanza sobre la ciudad repitiendo sinónimos de un diccionario que se compró, participa de clases de francés, estructura sus comidas para gastar lo menos posible, consigue trabajos que pierde velozmente, se somete a las peculiaridades de un artista que lo usa de modelo. Lapid dice algo sobre el otro (esa París que recibe con falsa amabilidad al extranjero) pero también sobre lo propio (la cultura machista y viril que arrastra Yoav desde su tierra); dice algo sobre las tradiciones y también sobre la pose moderna e iconoclasta del presente. Lo hace con fragmentos, situaciones que se desbordan siempre hacia lo absurdo pero que no guardan ningún tipo de relación con lo visto anteriormente. Por eso la paciencia del espectador no debe estar sólo dirigida hacia la comprensión de los códigos del director, sino también hacia la extrañeza de un relato que parece mayormente disperso. Sinónimos: un israelí en París es un film provocador por momentos, pero por otros totalmente antojadizo, lúcido en algunos pasajes de humor virulento y poco sutil en otros. Eso sí, lejos de ser una gran película tiene la particularidad de invitar al debate, incluso de odiarla. En este presente ascético del cine es una virtud, que Lapid repite de película en película.