UN PASTICHE DEL PRESENTE Hace un tiempo escribía sobre la Juventud Contenidista, un espectador joven pero solemne aun cuando lo suyo puede ser el cine de género o las expresiones populares (la apoteosis de esto sería el fan de la soporífera Matrix, por ejemplo…). Para el espectador contenidista, herencia natural de la generación de “la novela es mejor que la película” o “el cine arte”, importa cada vez menos cómo se dice lo que se dice, mientras se lo diga, incluso mientras se lo remarque hasta la exasperación. Lo que importa es el tema, la sordidez, el cinismo, la pedantería, la necesidad del marco conceptual que justifique la presencia ante la pantalla (vean ustedes cómo se enojan los fans de Marvel con las adaptaciones que apelan al humor). Por eso el regreso de Robert Rodríguez a las grandes ligas con Battle Angel: la última guerrera es una noticia más que positiva: basada en la novela gráfica de Yukito Kishiro, es una historia que habilita una serie de reflexiones filosóficas que en las manos equivocadas se hubiera convertido en otro pretencioso desfile de lugares comunes trascendentales. Pero Rodríguez, hijo de la Clase B y el entretenimiento plebeyo, entiende que la historia se cocinaba a partir de la potencia de sus grandes secuencias de acción, su imaginativa inventiva visual y unos personajes rotos que se definen por medio de las acciones. Battle Angel: la última guerrera es un proyecto que durante muchos años estuvo a punto de ser dirigido por James Cameron. Sin embargo, el gran director de Avatar, Terminator, Titanic, Mentiras verdaderas… (ufff maldito genio) terminó oficiando como productor y coguionista, y prestándole toda su parafernalia técnica a Rodríguez. La fusión generaba cierta expectativa, ya que el cine del director de El mariachi funciona mejor cuando más alejado de cierto rigor tecnológico se encuentra, como si en la perfección su imaginación se viera limitada o contenida. Y lo de Cameron es -claro que sí- la perfección y el rigor obsesivo: vean cualquiera de sus películas hoy y noten cómo ninguna ha avejentado demasiado. Pero por suerte Battle Angel: la última guerrera es una combinación feliz, donde las pretensiones de ambos avanzan por la buena senda. Con ecos de Pinocho, la de Alita (la cyborg con cerebro humano pura de CGI al que la actriz Rosa Salazar le presta su cuerpo) es una historia de vínculos rotos entre padres e hijos, y también una historia de autodeterminación y supervivencia entre personajes que terminarán construyendo su propio destino a pesar de las pérdidas que eso conlleve. Lo llamativo de Battle Angel: la última guerrera es su primera parte, donde Rodríguez cede a la ansiedad del espectador actual y se preocupa más por la construcción de personajes que por el impacto audiovisual: eso llegará luego y será arrollador. Ahí se cocina el vínculo entre la cyborg Alita y su “padre”, el científico Ido (un Christoph Waltz más amable de lo habitual), pero también con Hugo, un joven rebelde que se dedica a vender piezas de robots que roba con un grupo de amigos. Alita y Hugo tendrán uno de esos romances adolescentes algo almibarados, pero potenciado por las decisiones que en algún momento ambos tendrán que tomar, de cierta ética y nobleza. Pasa que el universo de Battle Angel: la última guerrera es bastante político y la promesa de una vida mejor en una ciudad que está en los cielos hace que el interés de muchos se movilice por la mera especulación económica, y temas como la inmigración, las castas y el racismo en tiempos de Trump se filtra por ahí. Claro que hay algo remarcado en todo eso, poco sutil podríamos decir, pero la falta de sutileza y el tono grueso es una de las superficies donde Rodríguez ha sabido manejarse siempre. Por eso no sólo que no molesta, sino que se integra con absoluta fidelidad al relato. Pero Battle Angel: la última guerrera tiene sus problemas, como personajes que se desdibujan en la última parte (especialmente el científico Ido) y una resolución que busca forzadamente construir franquicia a costa de restarle importancia al relato presente. Sin embargo, para entonces, Rodríguez ya nos convenció con una serie de secuencias de acción inventivas y fabulosas, enérgicas y violentas, especialmente en las competiciones de Motor Ball (cualquier parecido con el rollerball no es pura coincidencia) o en peleas en bares polvorientos o alcantarillas mugrosas. Western, acción, ciencia ficción, romance adolescente, una sensible reflexión sobre la paternidad y una protagonista carismática y corajuda dueña de frases para hacerse remeras: “I do not standby in the presence of evil!”. Rodríguez con Battle Angel: la última guerrera nos trae de nuevo la vieja y pelea entre un Bien y un Mal clásicos, atravesado por una serie de disquisiciones éticas y morales. Mientras veía la secuencia final de motor ball pensaba en Spielberg y en Ready Player One, y en cómo el director de Jurassic Park parece haber perdido la mano para entretener a la generación actual. Rodríguez abreva tanto en el cine clásico como en la relectura de ese cine que se hizo en los 80’s (y que Spielberg producía o dirigía). Y con Cameron construyen con Battle Angel: la última guerrera un pastiche para los tiempos de hoy.
UNA CANCHEREADA EN LA CORTE El griego Yorgos Lanthimos es uno de los tantos nombres ilustres que han aparecido en el panorama del cine contemporáneo de las últimas décadas, agotados (parece) los nobles recursos del cine clásico para buena parte de la crítica y el público. Mucho de lo hecho por los hermanos Coen, el cine de Lars von Trier, Michael Haneke o Alejandro González Iñárritu son ejemplos de eso que Lanthimos cumple a la perfección como última incorporación al panteón de los cínicos (también podríamos incluir al Cuarón de Roma): una mirada distanciada y superior sobre personajes y situaciones, apuesta por lo feo sin remedio, criaturas abominables que no exhiben ni un grado de humanidad, un miserabilismo celebratorio y una pretensión estética que acaricia el academicismo como un regreso a la vieja etiqueta del “cine arte”. La favorita, por tanto, es otro ejemplo de ese cine, aunque construido con disimulo por un Lanthimos que pareciera querer divertirse sin lograrlo, entre otras apuestas que terminan abrumando. La favorita es una historia sobre el poder, tanto político como sexual, que en ocasiones -dice la película- son la misma cosa: el objeto deseado, en definitiva, es el cuerpo. Y que el cuerpo sea femenino y el poder se dispute entre tres mujeres tampoco es ingenuo, menos en tiempos históricos de debates de género (lo fálico está, como todo, remarcado). En ese sentido, Lanthimos no se priva de nada, y en el estético, tampoco. La favorita es una suerte de bazar abigarrado de objetos que la dirección de arte pone en primer plano, como a los múltiples vómitos que las protagonistas sufren por tal o cual motivo (agradezcamos que el cine con olor no prosperó, porque esta película tendría un olor a podrido insoportable). La favorita es una casa de muñecas barroca registrada con grandes angulares y ojos de pez, que parecen querer decir algo, pero lo hacen con tanta reiteración que terminan perdiendo ante la prepotencia de la obviedad: como el último y sostenido plano, al que le sobran varios segundos. En todo caso el problema no es el miriñaque, el peinado y la ambientación, porque tal vez el único gesto positivo de Lanthimos sea el de querer divertirse y romper con ciertos esquemas del cine qualité: hay algo pretendidamente moderno en la operación, que en ocasiones se pasa a la canchereada. Y ahí es donde falla (es como una de Sofia Coppola con chistes verdes). El problema es que Lanthimos no es -a su pesar- alguien sutil y lo que tiene para decir es apenas una provocación banal que termina por reforzar nada más que el gesto, la apariencia. La favorita, en resumen, se deshace en la superficie. Debajo de eso, no hay nada. En esta vorágine estética que propone el director griego hay ecos del Kubrick de Barry Lyndon, personajes salidos de La malvada, diálogos filosos como en una comedia de los 30’s y un universo que parece el de Relaciones peligrosas pero pasado de rosca. No hay que negarle a Lanthimos cierto talento para hacer de algo que parece un museo una película que llama la atención del público actual, aunque lo haga a los gritos y de manera desesperada, como la destacada sobreactuación de Olivia Colman. Pero así como la dirección de arte, los guiños y las referencias se acumulan sin mayor cohesión. Y la película avanza (o eso simula, porque en verdad es puro tiempo muerto disfrazado) entre ideas ruidosas y miserias varias. Lo único que le da un poco de vida es el personaje de Emma Stone, que al menos tiene un arco dramático distinguible y a su alrededor se van moviendo el resto de las piezas. Por lo demás, uno puede salvar La favorita un poco porque entiende que Lanthimos busca divertirse en tono farsesco, aunque su sentido del humor sea una verdadera incógnita, como la aceptación crítica de esta mediocridad refinada.
EL ÚLTIMO VUELO Dentro de la escudería Dreamworks, lo de Cómo entrenar a tu dragón fue siempre una verdadera rareza. Si la compañía hizo del humor lunático y la intertextualidad a todo volumen una marca de origen, esta saga dirigida por Dean DeBlois siguió un camino personalísimo, claramente más sensible y reposado, y que mucho tiene que ver con la obra del propio director: DeBlois dirigió también Lilo & Stitch, y no hay que mirar muy profundo para notar los vínculos entre ese film de Disney y esta trilogía, empezando por lo morfológico de los personajes y siguiendo con unas criaturas solitarias, que buscan comunicarse con los demás para formar grupos de lo más heterogéneos. Dos detalles más que hablan de la nobleza de esta saga: la distancia entre películas deja en claro que no hay apuro y que cada una es pensada sólidamente. El otro detalle es que cuando el negocio podría haber continuado, sus creadores deciden cerrar la historia con una tercera entrega que concluye sabiamente el arco dramático construido en las dos primeras partes. Y si aquellas están no sólo entre lo mejor de Dreamworks, sino también entre lo mejor que ha brindado la animación digital en su historia, hay que decir que Cómo entrenar a tu dragón 3 es una conclusión decorosa pero que no está a la altura de sus antecesoras. El gran tema aquí es el amor, el que encuentra el dragón Chimuelo pero también el del propio Hipo con Astrid, aunque en verdad es una suerte de McGuffin: porque lo que a la película le interesa es el nivel de dependencia que generan los vínculos y la necesidad de soltar y dejar al otro en libertad. Necesidad que se profundiza cuando la aparición de un villano cazador de dragones deja en evidencia la fragilidad de la comunión que han logrado entre las especies: porque siempre va a haber cazadores dispuestos a quebrar la lógica de esa utopía que es la isla de Berk. El camino de Hipo y Chimuelo hasta aquí estuvo sembrado de tragedias, pérdidas y muerte. Cómo lidiar con ello es la amena moraleja que el cuento encuentra, dentro de una historia que se ha expresado con un nivel de honestidad y madurez poco habitual en este tipo de relatos. Por eso lo primero que llama la atención en Cómo entrenar a tu dragón 3 es la liviandad de algunas resoluciones, como si sus creadores hubieran decidido que ya estaba bien de pesares y la emoción tenía que surgir de formas menos oscuras. Entonces donde la película de DeBlois crece es tanto en lo visual como en la aventura. En primera instancia el amor romántico que surge entre Chimuelo y una furia luminosa (así se llama esa especie similar a los furia nocturna pero totalmente blanca) se expresa en algunos pasos de comedia simpáticos, pero fundamentalmente en vuelos en cielos tormentosos y expresivos, con un uso del color y el movimiento que acercan la película más a lo experimental que a lo narrativo. Allí Cómo entrenar a tu dragón 3 alcanza momentos de una belleza visual subyugante. La película le da paso, también, a la aventura: el grupo de niños de aquella primera parte se ha convertido en una suerte de piratas que atacan los mares, para liberar a los dragones de sus captores. La acción y la comedia, juntas, funcionan porque la animación encuentra el punto justo en donde el humor se vuelve algo físico y absolutamente slaspstick. Y cuando esa acción tiene un objetivo claro, que es la búsqueda final que hacen los protagonistas, el film le adosa a esa perfecta combinación de tonos un crescendo dramático que la vuelve muy épica y emocionante. Porque Cómo entrenar a tu dragón 3 es esa clase de película que crece a medida que avanzan los minutos. La película tiene que cerrar no sólo su propio desarrollo, sino además el arco dramático de toda la saga. Y el epílogo tiene la carga dramática esperada, con los personajes asimilando lecciones que les permiten crecer. De hecho, uno de los detalles de esta franquicia es la manera en que demuestra que sus criaturas han crecido, cómo pasan de ser niños a adultos que buscan autodefinirse. En esos últimos minutos tal vez haya exceso de información y se atan demasiados cabos, pero DeBlois es uno de los grandes creadores del cine animado contemporáneo, y algunas imágenes devuelven la grandeza expresiva de las mejores obras del género. Sin dudas, Hipo y Chimuelo son dos personajes enormes y los despedimos con unas lágrimas incontenibles mientras se imprime la leyenda.
PALABRAS QUE SOBRAN En Un continente incendiándose, de Miguel Zeballos, aparecen imágenes que se retroalimentan: por un lado las que conforman el relato principal, las de Mercedes Muñoz en el campo árido de Neuquén trabajando con el ganado y realizando diversas tareas. Esas imágenes exhiben la soledad, el vacío existencial de la experiencia humana en un lugar que parece sólo vacío. Son imágenes potentes, bellas, excelentemente encuadradas y fotografiadas. Casi sin diálogos, apelando al vínculo entre esta mujer y la naturaleza, el documental logra fascinar desde el primer momento, desde esa niebla que se va despejando y nos deja en la pequeña casita que habita Mercedes. Pero allí aparecen otras imágenes, las que muestran el detrás de escena y rompen con la idea de soledad: ahí Un continente incendiándose se muestra no sólo autoconsciente, sino además deconstruido. ¿Cuánto de lo que vemos está manipulado para la mano del realizador? ¿Qué es lo falso y qué lo real? ¿Cuáles son los límites de la ficción? ¿Cuál es la implicancia del cine en cómo asimilamos todo lo demás? Está claro que el film de Zeballos más que un documental es un ensayo, y sobre ese territorio experimental es que avanzará durante algo más de 60 minutos. Mercedes trabaja en el campo, cuida el ganado, pasea con sus perros, despluma una gallina, se encuentra y juega con su nieta. Son todas actividades que lleva adelante ante la intrusión de una cámara que se pone en la distancia justa. Zeballos sabe mirar y en aquellos pasajes donde el rodaje se hace evidente, demuestra además una relación con la protagonista -su objeto de análisis- por demás cordial y cercano. Mercedes, además, es cantora, y su presencia en un festival está registrada con un nivel de tensión increíble: ¿qué piensa Mercedes al momento de salir al escenario? ¿Cómo una mujer tan callada lleva adelante una actividad donde la voz es fundamental? ¿Cuál es la relación entre su actividad y lo que canta? Parte del misterio de la experiencia humana que la película escruta con sutileza. Pero hay un tercer elemento que se involucra en la construcción que hace Zeballos y que es la que hace tambalear la estructura: la voz en off. No sólo porque la voz en off es un recurso particular, que hay que saber manejar, sino porque además se trata de una voz en off que viene a explicitar aquello que las imágenes apenas querían sugerir. El director dice directamente que quiere hacer una película sobre el vacío, el paso del tiempo, la muerte. Y no sólo suena pretencioso, sino además innecesario en esa verbalización: porque ¿cómo hacer cuando las imágenes no llegan a representar aquello que desde lo verbal se asegura que se busca? Entonces una película que reflexionaba sobre el límite de las imágenes y de un género como el documental, termina evidenciando el límite de las palabras. Claro que de manera inconsciente eleva aún más la figura de su protagonista, que desde el silencio y las mínimas palabras dice mucho más que esa invasiva voz en off.
UNA TAZA ARRIBA DE UN PLATITO, ARRIBA DE UNA TAZA… Adam McKay es, seguramente, el mejor director de comedias que ha dado el cine norteamericano en el nuevo siglo. Su seguidilla de obras maestras en sociedad con Will Ferrell, que incluye El reportero, Talladega Nights, Hermanastros, Policías de repuesto y El reportero 2 (incluso Wake up, Ron Burgundy: the lost movie, película hecha con escenas que quedaron afuera del montaje de El reportero) habla a las claras de un tipo con una visión particular, que llevó mucho más allá el estilo televisivo y de sketches de la Nueva Comedia Americana. Claro, la comedia puede dar cierta popularidad, pero no da prestigio. Así que como muchos, McKay emprendió el viaje hacia un cine “serio”, que aborde temas comprometidos y, en lo posible, se incluya en la temporada de premios. Mal no le ha ido: tanto La gran apuesta como esta, El vicepresidente, han llamado la atención y lo han instalado en un sitial destacado dentro de la industria del cine norteamericano. La buena noticia es que McKay nunca dejó de ser McKay, que su mirada absurda y delirante sobre el mundo se posó sobre episodios más delirantes y absurdos aún que su mirada, y sus películas, aún fallidas y confusas como La gran apuesta, tienen una personalidad que el 90% del cine de Hollywood no tiene. Pero en el caso de El vicepresidente, su particular biografía de Dick Cheney, estamos ante una formidable sátira sobre el poder, sus usos y abusos, especialmente cuando lo detenta un tipo gris y peligroso como Cheney. La pasión con que McKay busca convertirse en una suerte de analista de la realidad norteamericana de las últimas décadas, tanto en lo político como en lo económico, puede parecer un poco forzada y oportunista. Pero nada más lejos de la realidad. Ya en Policías de repuesto el mal estaba representado por gente de negocios que aprovechaba los huecos del sistema y muchas películas de la productora Gary Sánchez (la compañía que el director fundó junto a Ferrell) ofrecen una mirada atenta al vínculo de la sociedad estadounidense con el dinero y el éxito, como la divertidísima The House por ejemplo. Por tanto, películas como La gran apuesta o El vicepresidente no son más que otras formas que encuentra McKay para seguir satirizando a una sociedad que parece condenada a repetir ciclos autodestructivos. Si bien aquí el centro es la figura de Cheney, su ascenso dentro del poder político norteamericano hasta convertirse en el vicepresidente más influyente de la historia, está claro que McKay le habla al espectador: porque ¿qué otra es Cheney que el tipo que se mete en el barro para que todos vivan su sueño americano en paz? El vicepresidente comienza en los 60’s, cuando Cheney era un borracho sin futuro (un Christian Bale en su mejor forma), y progresivamente va avanzando entre décadas y entre los pasillos de la Casa Blanca. Lo interesante, lo jodidamente interesante, es el retrato de Cheney que hace el director y guionista: se trata de un tipo sin virtudes aparentes, un ser opaco y sin el mayor carisma, pero que sabe ver la oportunidad en el momento justo. Y eso en política -dice la película- es una cantimplora con agua en el medio del desierto. Detalle no menor: aunque por momentos la película es un poco canchera y hace algunas de más, McKay nunca pierde de vista que la política es una actividad fascinante. Cada decisión que toma su personaje es una construcción lúdica sobre el hecho político, desde lo público a lo privado. Ahí vemos el vínculo con su hija lesbiana. McKay es un director del contenido y de la forma. Y El vicepresidente es precisamente una película sobre lo que se dice, pero también sobre cómo se dice -¿acaso no es eso, también, la política?-. Ahí aparece el humor, en todas sus formas. La película hace uso de incontable cantidad de recursos: rotura de la cuarta pared, saltos temporales, una voz en off autoconsciente, subrepticios diálogos shakespereanos, analogías y metáforas visuales, todo para desacralizar aquello que vemos pero también para confirmar que el absurdo del poder es insuperable. McKay, astro de la comedia, invoca el espíritu del Saturdar Night Live (donde trabajó) en el memorable falso final que le toma el pelo a los biopics de Hollywood, pero también a los Monty Python en una escena con Alfred Molina oficiando de mozo y desnudando con sarcasmo la impunidad de un grupo de personajes despreciables. La manera en que McKay aborda la biografía es irreverente, tanto en su mirada sobre el personaje como en los modos que Hollywood tiene de trabajar el biopic, ese subgénero maldito. En determinado momento de El vicepresidente, McKay usa la figura de tazas apiladas arriba de platitos, arriba de otras tazas, arriba de otros platitos. Y así. Una torre frágil, que representa el camino del poder, uno que en algún momento, de manera indefectible, se caerá a pedazos. Esa torre de tazas no hace más que recordar a un castillo de naipes, o a una “house of cards”, esa serie demasiado estúpida para ser tomada en serio (de hecho el diálogo shakespereano parece una ironía sobre la serie con Kevin Spacey). Precisamente en las más de dos horas que dura su película, la acumulación de datos y episodios (de tazas y platitos) en los que Cheney es protagonista resulta agobiante, pero el montaje es clave para justificar esa sucesión de imágenes que desfilan ante nuestros ojos: en verdad El vicepresidente es sobre gente que toma decisiones que impactan en otras personas, pero casi nunca vemos las consecuencias (la guerra está representada por flashes, imágenes esporádicas y veloces que nos impiden ver el horror) y sí nos demoramos en las decisiones. Lo que le importa a McKay antes que juzgar es, efectivamente, ese sinsentido, ese adormecimiento que la sociedad confunde con bienestar. Por eso el final, por eso la honestidad de dejarle las últimas palabras a Cheney que hace como que se hace cargo, cuando en verdad le está diciendo a todos que él no es más que el brazo armado del amable ciudadano.
LA BELLEZA DE LO SIMPLE Hay belleza en lo simple; claro que sí. El documental Aníbal, justo una muerte, dirigido por Meko Pura, hace hincapié precisamente en eso: en la simpleza de las formas para abordar una vida simple, la de Aníbal Disanti, un ex boxeador que vivió épocas de gloria al pelear contra un ídolo como José María Gatica, pero también el ostracismo al retirarse luego de una pelea en la que su contrincante terminó muriendo. Entre el anecdotario de un Disanti anciano, su magnetismo como personaje central y la exploración de un tiempo donde el boxeo era algo más artesanal, este documental de apenas 60 minutos logra capturar la esencia de sus materiales, y sin caer en sordideces se hace cargo del costado trágico que envuelve a su protagonista. Disanti, como muchos, llegó a la Capital proveniente del “interior”, en su caso un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Trabajó en un restaurante mientras dedicaba su tiempo libre a la práctica del boxeo, hasta que le llegó la oportunidad del profesionalismo y de pelear en el mítico Luna Park: su pelea más célebre, la citada contra Gatica. “Yo era un peleador, daba espectáculo”, cuenta Disanti como quien muestra una cédula de identidad. Esa especificación, esa autodefinición da cuenta de una forma de ser, arriba y abajo del ring. También de un tiempo que ya no existe. Su forma de abordar el boxeo da cuenta de un tiempo donde el deporte era otra cosa; también su obsesión con la honradez, algo que le había marcado a fuego su madre. La infancia de Disanti fue dolorosa, pero también es cierto que había posibilidades de salir adelante por medio un oficio, un aprendizaje, una actividad. Ese tiempo es el que se expresa en el documental, sin mayores remarcaciones. Aunque claro, la muerte de Mario Storti sentenció su carrera como boxeador: en una pelea con Disanti, sufrió una contusión cerebral de la que no se pudo recuperar. A partir de allí, Aníbal ya no quiso saber nada con la disciplina, ni siquiera con entrenar a otros boxeadores. Y comenzó otra vida, lejos del ring, cerca del barrio y la familia. De manera atractiva, Meko Pura conecta esa anécdota luctuosa con los últimos minutos de su documental, con aquellos tramos donde aparece un Disanti mucho más anciano. No falta la emoción al ver ese rostro compungido y atravesado por una tragedia, aunque siempre con una anécdota bajo la lengua: la más divertida -y metalingüística- es la que tiene al propio Disanti protestando en el cine porque Gatica, el Mono de Leonardo Favio falsea algún dato histórico. Aníbal, justo una muerte encuentra el personaje y las formas, y sin caer en virtuosismos -más allá de ciertas dramatizaciones un poco innecesarias- avanza sobre un amplio muestrario de sentimientos. Una película simple y bella como la vida del propio Disanti.
UNA LECCIÓN DE HISTORIA Desde que Sylvester Stallone se decidió a reflotar su saga de Rocky, cada una de las películas -de Rocky Balboa a Creed II: defendiendo el legado– es una suerte de mapa surcado por la experiencia de las películas anteriores (usted dirá que esto es obvio, pero no sucede en todas las sagas y menos de la manera en que Stallone construye cada paso). Es como si Rocky fuera una suerte de biblioteca del saber universal a donde tenemos que dirigirnos para conocer cuál es el origen de los traumas de cada personaje. Pero en Creed II: defendiendo el legado esa sensación se multiplica en subtramas y en capas que se adosan a los protagonistas: porque la historia personal de Balboa sigue fantasmagórica, pero Adonis Creed suma lo suyo al enfrentar al hijo del boxeador que mató a su padre, a la vez que los Drago cargan con sus culpas y miserias, todo resumido en rastros que podemos indagar en las primeras cinco Rocky. Si cada escena tiene su rebote en el pasado, los personajes miran viejas peleas que no son más que viejas escenas de las otras películas, y los relatores de cada combate instalan constantemente links a escenas, momentos, recuerdos. Sin duda el mayor logro de esta saga, y algo de lo que se hace cargo en especial esta secuela, es dejar en claro que Rocky Balboa trascendió la pantalla de cine y se convirtió en algo real: Balboa existió, su épica deportiva (y humana) es contrastable en los libros de historia, su banda sonora se convirtió en la banda sonora de un deporte. También digamos que Creed II: defendiendo el legado es una película imperfecta, menos virtuosa cinematográficamente que su antecesora y muy despareja en la complejidad con que se construye a los personajes. Está claro que Ryan Coogler es un director con más recursos que Steven Caple Jr., aunque este recupera (de la mano del enorme -en términos de volumen- Florian Munteanu) la animalidad del boxeo y del combate cuerpo a cuerpo. Sin embargo, cuando Balboa sale de escena (cómo ingresa en pantalla es sencillamente maravilloso) todo se apaga un poco y se vuelve más vulgar. Por ejemplo en el vínculo que tienen los Drago, padre e hijo, hay una superficie áspera que merecía mayor desarrollo o profundidad, hay algo que queda en el camino y se resuelve medio a las apuradas. E incluso la villanía sin matices de Iván Drago (un Dolph Lundgren al que la vejez le sienta bien) busca rememorar aquella fantochada ochentosa de las viejas Rocky pero no encaja -y hace ruido- en la atmósfera mucho más solemne y concentrada de esta nueva saga. Por su parte, Adonis (un Michael B. Jordan que sigue incapaz de generar carisma) es parte de los límites de esta revival de Rocky: si su origen aristocrático contrasta con los orígenes plebeyos de Balboa, la necesaria conversión a un underdog (algo indispensable en la épica deportiva) necesita forzarse demasiado; y así y todo, la empatía no termina por llegar. Con todo esto, lo que volvemos a tener en Creed II: defendiendo el legado es un Balboa soberbio e imponente, al que Stallone ya no compone sino que simplemente habita con un nivel de nobleza que emociona. Así como su corazón volvía desparejas aquellas peleas, porque nos poníamos irremediablemente de su lado y odiábamos a los contrincantes, su corazón y su sabiduría desbalancean un poco a la película y hacen demasiado evidente su ausencia en aquellas escenas en las que no está. Es que ya no precisa estar moribundo para que su sombra se imponga de manera magnética; un consejo suyo, una palabra, es suficiente. Balboa es la prueba del tipo que es buenísimo para los demás, pero pésimo para resolver sus problemas. La inteligencia de Stallone está en hacer de ese tipo irresoluto y torpe con las emociones algo verosímil, sin aspavientos. Algo decididamente popular, donde la sabiduría brota desde las acciones. Tal vez el mayor aprendizaje de Balboa (y del mismo Stallone dentro de la industria) es aceptar el lugar que va ocupando. Hay un plano increíble en ese sentido: la pelea entre Adonis y Drago terminó, y la cámara se queda con Balboa, que se acomoda el sombrero, que mira todo a la distancia justa, especialmente la gloria de los otros. No he visto cosa más hermosa en mucho tiempo. Por lo que fue, por lo que fuimos y por lo que invariablemente somos. Creed II: defendiendo el legado es una amable lección de historia.
UN PASAJE HASTA AHÍ El juego de la silla, Los Marziano, Mi amiga del parque, como se ve a Ana Katz la comedia le sienta bien, aún cuando sus películas no sean comedias típicas y estén más cerca de cierta tragedia. La tragedia, en todo caso y en su cine, es la de ser humanos y tener que entrar en fricción con otros seres humanos: por eso, además, que el objeto de estudio de la directora sea la familia, esa célula que sintetiza su universo cinematográfico. En Sueño Florianópolis nuevamente una familia toma el centro, aunque progresivamente descubriremos cómo está compuesto ese núcleo en apariencia sólido de padre, madre, hija e hijo. Entonces ¿qué mejor que enfrentar a la familia al mayor generador de crisis? Las vacaciones… Estamos en los 90’s y el beneficio cambiario (remarcado por los personajes) permite este descanso argento en tierras brasileñas. A partir de la construcción de los vínculos familiares, el cine de Katz está plagado de lazos que se resisten a romperse por el bien de las apariencias y las tradiciones, aunque su mirada es principalmente cómica y puntualmente sardónica. Al menos es lo que intenta nuevamente en Sueño Florianópolis, donde la mayor falla es precisamente que esa mixtura de humor y drama que siempre funciona aquí luce decididamente desangelada: en el humor la película recurre muchísimas veces (tal vez demasiadas, al borde del único recurso) a la típica canchereada argenta del uso de un portuñol amañado: algo que en un comienzo puede leerse como una crítica a cierta clase social, pero que se vuelve absolutamente repetitivo. Si Katz trabaja, a partir del matrimonio que integran Mercedes Morán y Gustavo Garzón, la crisis de personajes que se encuentran a la deriva, el mayor error es sumar lo narrativo a esa deriva. La película, entonces, parece ir para ningún lado de la misma manera en que lo hacen sus protagonistas. Otro aspecto cuidado del cine de Ana Katz son las actuaciones, y en ese sentido hay que decir que Morán y Garzón están perfectos, sosteniendo una química impecable (aún en personajes que por momentos carecen de química entre ellos), y construyendo ese choque con lo otro desde una experiencia absolutamente física: esas caminatas playeras, esa búsqueda de confort en una naturaleza extraña. De hecho, esto desemboca en la mejor escena de la película, una secuencia onírica donde el regreso a lo primitivo parece ser la salvación de las tradiciones y ese lugar donde los personajes terminan encajando. Pero esa secuencia, además, sobresale por el nivel de extrañeza que genera, por romper con cierto esquematismo narrativo de una película que va perdiendo la gracia a medida que avanza. Si muchas veces el cine de Katz explora premisas que no logra sostener del todo, Sueño Florianópolis no va mucho más allá de lo que en un comienzo podíamos pensar de ella. El borrador de una gran historia o, apenas, una película menor dentro de una filmografía de lo más gratificante.
A MEDIA MÁQUINA La trilogía de El señor de los anillos hizo que la carrera de Peter Jackson diera un giro de 180 grados, y de aquel joven realizador indie de cine de fantástico (Mal gusto, Meet the Feebles) sólo quedan ciertos temas y texturas en películas gigantes, intentos por simular y sostener un espacio perdido dentro del imaginario del gran público. El diseño de megatanque que aquellas películas ayudaron a construir (sobre su base se repitieron incontable cantidad de sagas y épicas) es sobre el que Jackon pretende dar cada nuevo paso, incluso cuando quiere contar un drama más intimista como el de la fallida Desde mi cielo. El punto más bajo de la experiencia es su agotadora trilogía de El hobbit, donde se repetía pero ya sin la gracia ni la frescura de su primera adaptación de Tolkien. Y si bien Máquinas mortales en verdad está dirigida por su habitual colaborador Christian Rivers, es un producto ciento por ciento Jackson (guiona y produce), un nuevo ejemplo de relato gigantesco que intenta imponerse por la prepotencia de su diseño de producción. No lo logra. Máquinas mortales está basada en la serie de libros de Philip Reeve, una fantasía con elementos de steampunk que imagina una distopía en la que el mundo se dirige a su extinción y las grandes ciudades avanzan sobre el planeta como veloces e infernales vehículos. Gran idea de los libros, que habilita la imaginación y que permite elaborar un concepto visual arrollador como el de esta película, que toma bastante de la saga Mad Max para desarrollar un espacio polvoriento en el que los poderosos cazan a los más pobres. Esa idea se pone en práctica en la notable secuencia de arranque, que no de gusto era la que los tráilers nos anticipaban para engancharnos. Allí Rivers demuestra tener el talento narrativo para que vayamos descubriendo el funcionamiento de un universo a puro movimiento, pero además un ojo atento para el gran espectáculo. Mientras las máquinas avanzan, se persiguen o intentan escapar, y los personajes se definen por sus acciones, Máquinas mortales funciona. Claro, la ilusión dura apenas unos minutos. Una vez que Londres (la gran urbe sobre ruedas de la película) engulle a su presa y que los vínculos entre los personajes comienzan a hacerse explícitos, el film de Rivers empieza a perder fuerza. En primera instancia porque la alegoría sobre el mundo es lo suficientemente gruesa como para resultar demasiado obvia, pero además porque los personajes se convierten en meras herramientas del guión para explicar situaciones que no parecen poder explicarse por medio de la imagen o la acción. Así, Máquinas mortales queda a merced de sus secuencias de acción, que se tornan cada vez más ruidosas y menos fascinantes. Tal vez la excelente secuencia de arranque deja al desnudo que el valor de la película era meramente gráfico: descubrir ciudades gigantescas con ruedas avanzando sobre el desierto, la caza de pequeños poblados movilizados en maquinarias más rudimentarias, un aire putrefacto y un clima tenso. Todo eso, que es verdaderamente estimulante, lo vemos en diez minutos. Y sin la presencia de personajes carismáticos, la película se diluye porque todo lo interesante estuvo resumido y sintetizado en esa sola escena. Lo que resta no es mucho más que un culebrón medio berreta con venganzas familiares y villanos que quieren un poder absoluto. Claro que hay otras cosas atractivas en este relato de más de dos horas basado en una extensa saga literaria. Por ejemplo, el personaje de Shrike, una suerte de zombie robótico que sintetiza los dos extremos de la película: por un lado la gran imaginería visual que despliega en ocasiones, pero también lo maniqueo de un guión que parece querer abordar todo sin saber muy bien cómo contenerlo. El desarrollo de este personaje, que da la impresión de ser un relato dentro de otro relato, es una demostración de la confusión general por la que anda Peter Jackson: su historia se extingue exigiendo del espectador una emoción que nunca se construye en la pantalla. Y del guión lo podemos culpar a él, autor de un chiste muy divertido que incluye a los minions pero que no tiene correlato con el tono del resto de la historia. Otro antojo de don Jackson, que viene dilapidando la fortuna (monetaria y artística) que supo edificar con nobles recursos. Máquinas mortales es una película que carece del nivel del locura que sus ideas principales, aquellas que aparecían en el papel, elucubraban.
EL MELODRAMA TAN TEMIDO Esta semana miraba en la tele Como si fuera la primera vez, aquella gran comedia romántica protagonizada por Adam Sandler y Drew Barrymore que reflexionaba de manera muy sensible sobre el amor y el compromiso afectivo, y además sobre la memoria, los recuerdos y aquello que nos constituye como seres. Y además de todo eso era muy graciosa. El director de aquella película era Peter Segal, el mismo de esta Jefa por accidente pero también de La pistola desnuda 33 1/3, o de la fallidísima reversión de El superagente 86, o de la comedia geriátrica Ajuste de cuentas (con De Niro y Stallone), o de un par más de Sandler, o de Tommy Boy. Es decir, el bueno de Segal viene haciéndose un lugar en la comedia por más que su firma sea totalmente invisible. Y ahí precisamente radica, aunque encontremos alguna que otra buena película en su filmografía (se me ocurre también Locos de ira), parte de su virtud: la de ponerse al servicio de la estrella o del proyecto, anulando cualquier rasgo estilístico para copiar la caligrafía de lo que le ponen delante. Así sea la comedia sandleriana o la de gags visuales al estilo ZAZ. Y Jefa por accidente, por lo tanto, es una comedia al servicio de Jennifer López, una de esas actrices que llegó tarde al reparto de buenas comedias (lo hizo en los 2000’s, luego del buen revival de la comedia romántica de los 90’s) y que ha venido construyendo un camino, dentro del género, sostenido en la idea de la pobre chica que termina ganándole al sistema y obteniendo fama y reconocimiento. Más o menos como en la tradición del culebrón latinoamericano, pero sin la gracia ni la coherencia. Claro que en Jefa por accidente busca hacerse cargo de su edad (este año cumplirá 50) y componer a una mujer en busca de segundas oportunidades en lo laboral y en la vida. Inmersa en una pareja que le exige formar una familia y en un trabajo donde no es reconocida a pesar de sus evidentes buenas ideas, Maya (López) termina siendo contratada como consultora en una importante firma de cosméticos mediante una mentira: su sobrino le fabrica un currículum absolutamente falso. A partir de ahí, la película de Segal explotará todo lo que pueda el recurso de la mentira que se estira hasta lo insostenible, tan propio de la comedia. Eso funciona, levemente, por un rato, entre chistes de medio tono y algunos buenos personajes secundarios. Aunque claro, en tiempos de empoderamiento femenino hay que ir un poco más allá y, giros mediante, el conflicto se moverá hacia otros lados y pondrán a Maya en el lugar incómodo de tener que tomar decisiones. Tan incómodo, como el melodrama que aparece de manera subrepticia y sin que nadie lo llame. Este tipo de comedias femeninas centradas en el mundo ejecutivo tuvieron en los últimos años un ejemplo mayor en El diablo viste a la moda. De aquella, Jefa por accidente toma mucho, especialmente la idea de que ya estamos grandes y es momento de hacernos cargo de que muchas cosas (nos) suceden por nuestras decisiones. Claro que la película de Segal es mucho menos compleja y virtuosa que aquella, y todo aparece como una suerte de copio y pego. Sin embargo, esa línea argumental le otorga algo de honestidad a esta comedia neoyorquina un poco artificial: Maya se sincera respecto de sí misma pero también toma algunas decisiones que van a contramano de lo que las comedias románticas exigían de una mujer hace algunos años. Honestidad que, por otro lado, no termina de definirse en un desenlace excesivamente optimista, aunque en la senda del cuento de hadas que en el fondo es. En todo caso el peor pecado de Jefa por accidente es no haber sido demasiado cómica cuando lo tenía que ser para terminar abrazando el melodrama de auto-sanación (con voz en off sentenciosa incluida) con el fin de colgarse de una seriedad innecesaria.