UNA HISTORIA EXTRAORDINARIA Río Mekong, el documental de Laura Ortego y Leonel D’agostino, cuenta una de esas historias extraordinarias que sabe encontrar el género: la historia de Vanit Ritchanaporn, un ciudadano laosiano que, adolescente, llegó al país en 1979 escapando de los horrores de la guerra en su país, y luego de atravesar a nado el río del título. Vanit terminó habitando un campo de refugiados de Naciones Unidas, para encontrar destino en Argentina, y desde aquel entonces ha recorrido buena parte del mapa tratando de subsistir: actualmente reside en Chascomús, donde encontró su lugar en el mundo junto a la comunidad de laosianos más grande de la provincia de Buenos Aires. Río Mekong es, por tanto, una historia de vida y supervivencia, pero además también una síntesis de la experiencia del inmigrante y la forma en que trata de insertarse en otra cultura. Ortego y D’agostino abordan esta historia con herramientas simples: el documental dura apenas 60 minutos, los testimonios son precisos y el seguimiento a las tareas cotidianas de Vanit no se demora en devaneos formalistas. Río Mekong es un documental moderno, por la forma en que construye su narración, pero a la vez clásico, en la manera en que centraliza la información y se apoya sobre su protagonista. De hecho hay segmentos que fusionan las posibilidades expresivas de la película: Vanit recorre su historia personal aportando fotografías que dan cuenta de las diferentes ciudades en las que vivió, pero también del progresivo crecimiento de su familia. Pero lo definitivo es su asentamiento en Chascomús, la integración con esa comunidad y, fundamentalmente, el sostén de su propia cultura a partir de actividades sociales que acercan un modo de vida exótico para el argentino. No hay demasiado lugar para la lástima o la auto-compasión en Río Mekong, como no lo hay en la experiencia de aquel que escapó de algo terrible y tiene que hacerse un espacio y construir una vida. El optimismo leve con el que Vanit cuenta anécdotas no hace más que representar esa superficie acorazada del inmigrante, del que habita un lugar extraño y busca hacerlo propio. La única figura poética de un documental concreto y sintético es el río, que opera como recuerdo, como memoria líquida de la que obviamente el protagonista no puede deshacerse del todo. Ese caudal del Mekong que trae una y otra vez el recuerdo del pasado, seguramente duro pero también necesario en la reconstrucción personal. Los últimos minutos capturan la experiencia de Vanit en su tierra de origen, en el regreso a casa y en el encuentro emotivo con su madre. En esos pequeños momentos el documental, como género, demuestra su grandeza.
HISTORIAS BREVES Y DEL INTERIOR Desde hace más de dos décadas, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) presenta la antología Historias breves, que surge de un concurso donde egresados de diferentes escuelas de cine tienen la oportunidad de filmar un cortometraje en condiciones técnicas inmejorables. La síntesis, por lo tanto, permite ver a los cineastas del mañana, herederos de una noble tradición que entre las “historias breves” ha presentado nombres tan ilustres como los de Pablo Trapero o Lucrecia Martel, por citar sólo un par. Entonces, en su 16ª edición, conviene estar atento a algunos nombres que pueden ser los próximos autores del cine argentino. Historias breves 16 presenta, de hecho, un par de miradas de lo más atractivas y que conviene seguir a futuro. El corto más llamativo sin dudas es Una cabrita sin cuernos, de Sebastián Dietsch, por arriesgarse a contar un episodio de violencia policial e institucional ocurrido en los 70’s con mucho humor negro y absurdo. Dietsch ya había mostrado su retorcido sentido del humor en el corto Zombies, pero aquí le suma la osadía de hacer comedia con hechos ocurridos en la sádica Argentina de aquellos tiempos, donde un grupo de policías presiona a alumnos y docentes de una escuela primaria para conocer el origen de un libro soviético. Una cabrita sin cuernos tal vez no sea el mejor del programa, pero sin dudas es el que se corre de la comodidad y la construcción de espacios y tonos cinematográficos reconocibles. En este sentido, Media hora, de Sebastián Rodríguez, y Nada de todo esto, de Hernán Alvarado, son casi perfectos: el primero una comedia romántica de gran timing protagonizada por Malena Sánchez y Martín Slipak; el segundo, también una comedia pero más solapada, donde una madre y una hija recorren casas, para ocuparlas sin permiso y corregir cuestiones estéticas. Se trata de estructuras bien pensadas, justas, con miradas atractivas sobre los femenino y lo masculino (Media hora) o el materialismo y su costado más ridículo (Nada de todo esto). En la senda más autoral, La religiosa, de Sofía Torre y Andrea Armentano, propone un vínculo nocivo entre una madre y un hijo que vive una historia homosexual en el marco de un pueblo. Lo más atractivo surge en las primeras imágenes, en un carnaval que permite portar la máscara de aquello que se esconde. Y también en este mismo camino autoral, Niño rana, de Laura Zenobi y Lucas Altmann, trabaja el misterio de un chico que habita una casa y una joven que llega a descansar unos días. Hay algo abstracto en la puesta en escena y tal vez demasiados símbolos remarcados dando vueltas. Cerramos esta reseña con Insilios – Exiliados en el interior, de Luis Camargo, el más insatisfactorio de estas Historias breves 16. Una road movie con pareja despareja (como Mejor solo que mal acompañado) en la que un tipo que va a trabajar al sur tiene de acompañante a un paisano algo básico pero buena gente, como tiene que ser. El corto no sólo tiene una mirada algo simplona sobre la familia, sino también frases que lo subrayan (la del cardumen es de lo más grosera) y personajes dueños de un costumbrismo añejo (especialmente el paisano). Eso sí, el último plano es bellísimo. Si bien en el resumen no hay ningún corto que maraville, Historias breves 16 permite ver algo que el cine nacional viene presentando de manera subterránea: cada vez hay más historias del interior del país, historias de provincia, con otras formas y modos. Eso es algo absolutamente necesario, que estas historias breves vienen a poner en primer plano. Y se agradece. NdR: Historias breves 16 estaba integrado también por el corto 11:40, de Claudia Ruiz, que no pudimos ver por cuestiones técnicas.
CONTAR LA HISTORIA En el documental Chaco, de Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la Orden, referentes de distintas comunidades originarias del Gran Chaco cuentan la historia de sus pueblos, de cómo fueron combatidos y aniquilados, desde los tiempos de la conquista al presente, tanto por el fuego y la fuerza como por recursos administrativos y avivadas varias de los criollos. “El secuestro y la desaparición de personas, el robo de niños, no es algo exclusivo de 1976 a 1983, nuestros pueblos lo han sufrido desde siempre”, relata uno de los referentes comunitarios que buscan hacer conocer la historia trágica que arrastran. Hace unos años se estrenó otro documental, el fundamental Octubre Pilagá, de Valeria Mapelman, que registraba la masacre que el gobierno de Juan Domingo Perón había perpetrado contra aquella tribu en 1947. Chaco repasa aquellos hechos, pero a la vez se extiende como un mosaico que repasa el conflicto indígena en Argentina y suma a las tribus qom y wichí. La síntesis es desesperante: una lejanía cultural que parece distanciarse cada vez más y un camino inexorable de desaparición entre la miseria y el hambre por el Estado argentino somete a los indígenas. El trabajo de Ragone, Fernández Gebauer y De la Orden es simple, porque más allá de unas animaciones que buscan ilustrar de manera artística el conflicto central del documental, se trata de una película que suscribe mayormente al formato de busto parlante, con algunos segmentos donde la observación intenta asimilar la vida de los indígenas y sus costumbres. Los realizadores saben en definitiva que lo que importa es el testimonio, y lo que van a buscar es la palabra, lo que tienen para decir estas personas silenciadas históricamente, más allá del aprovechamiento que han hecho diversos sectores políticos de los conflictos qom y mapuche en la Argentina reciente. Sin mayores virtuosismos, Chaco es directo: hay un conflicto pero también una tesis de solución. Y esta se da con la unión de las tribus, con la posibilidad de alzar la voz para que la causa se conozca. Es que precisamente el valor del documental es el de ofrecer un espacio donde las diferentes tribus difundan su historia, construyan relato, expliquen su posición y presenten a viejos referentes de su comunidad, testimonios invalorables de quienes han protagonizado las tragedias terribles de la historia. Si el valor de Chaco es el de reunir y acopiar datos de esa historia trágica, no deja de ser otra cosa que una transposición de lo que las propias tribus han descubierto: frente a determinada historia oficial, hay que construir la contra-historia. La búsqueda de quienes conozcan la historia, la apelación a la memoria y la concreción en palabra escrita es una forma de pelearle al olvido y tratar de detener el inexorable exterminio al que Occidente ha enfrentado a los indígenas.
VAN SANT EN SU PROPIA ENCRUCIJADA Hay tanta indefinición respecto del cine de Gus Van Sant, que incluso el propio director contribuye con una filmografía entre ecléctica y absolutamente despareja. Porque ¿qué otro realizador contemporáneo se puede dar el lujo de pasar de propuestas absolutamente convencionales como En busca del destino a otras más radicales como Gerry o Elephant? Y esto por citar sólo un par de ejemplos que parecen, a simple vista, dicotómicos. Cuál es el verdadero Van Sant es una pregunta imposible de responder. Lo cierto es que sobre él todavía existe cierto halo de bondad por parte de la crítica y mucho cinéfilo que lo respeta y lo ubica en el panteón de los directores-autores. Sólo así una película como No te preocupes, no irá lejos puede sobrevivir a la crítica en piloto automático y al descarte inmediato. Porque es Van Sant y algo nos habrá querido decir… Y no es que esta suerte de biopic sobre el humorista gráfico John Callahan esté del todo mal, pero es cierto que no está a la altura ya no de un autor cinematográfico, sino al menos de un artesano sabio que pueda darles un plus a las convenciones. Más que una historia de vida, la película elige por sintetizar a su personaje a partir de un momento de quiebre: cuando luego de un accidente automovilístico queda paralítico y debe asistir a grupos de autoayuda para combatir su alcoholismo… entre otras miserias. Un poco como el Danny Boyle de Steve Jobs, Van Sant recurre a un montaje para nada lineal viajando temporalmente a diversos episodios, que van de lo público a lo privado. Si en aquella eran una serie de conferencias, aquí son las reuniones de autoayuda las que sirven de nexo para intercalar cada trayecto. Pero a diferencia de la de Boyle, que ofrecía una mirada agridulce sobre su personaje, hay aquí una cercanía a cierta espiritualidad ramplona que el director busca disimular para no caer en lo abyecto. Es verdad que el Callahan de No te preocupes, no irá lejos es un tipo con sus bemoles, pero también es cierto que progresivamente va encontrando un espacio de sanación. Y no hay nada de malo en eso, salvo que la película absorbe un poco esa cháchara trascendental del gurú que interpreta Jonah Hill (aunque el actor es dueño del único momento realmente honesto y emotivo del film). Si hay indefinición en el cine de Van Sant, No te preocupes, no irá lejos es una película poblada de indefiniciones. Si por un lado quiere ser un biopic que siga el camino de caída y redención, por otro lado hay ciertos temores del director por caer en lo convencional. Y da algunos pasos para demostrar que no va por ese camino, cuando en verdad sí. Como si a Van Sant le diera un poco de vergüenza lo que está contando, pudor que en ocasiones le hace bien a la película cuando evita algunas truculencias que la historia habilitaba. Pero hay también indefiniciones narrativas, toda vez que usa una serie de viñetas del humorista sin demasiada fluidez y para subrayar algunas ideas que ya habían quedado claras. Tal vez ese es el mayor problema de la película: su repetición, el estancamiento narrativo evidente, tal vez una traslación inconsciente de la propia postración del personaje, al que Joaquin Phoenix interpreta un poco con el manual del “loco lindo” cinematográfico. En definitiva a No te preocupes, no irá lejos la presencia de Van Sant le juega en contra y a favor. En contra, porque nos hace depositar demasiada atención en una película que a priori sería descartable, pero a favor porque en ocasiones nos lleva a querer leer un poco por encima de sus propias posibilidades. Es un típico drama con personaje enfermo que logra sobreponerse, al que el director aborda tratando de evitar los desbordes. Eso lo logra, y es el mayor acierto de un film que, por otra parte, no aprovecha del todo el genio de su personaje y la acidez de su arte. Al final termina siendo más efectivo acercarse a las viñetas humorísticas de Callahan. Lo que No te preocupes, no irá lejos nunca logra es definir qué tipo de director es Van Sant. Y tampoco creemos que él lo termine de saber.
HIZO FALTA TANTA AGUA… A esta altura del mundo súper-heroico, las películas de DC exigen ser comparadas entre ellas para que la vara no esté tan alta. Ya ni importa por dónde anda la gente de Marvel, lo que interesa es ver de qué manera pueden enderezar un universo que nació torcido -o que se fue torciendo si pensamos que El Hombre de Acero no estaba mal-. En ese sentido, Aquaman es una película que se disfruta ligeramente, sobre todo porque cuenta lo suyo de manera clásica y sin caer en los esteticismos vacuos que Zack Snyder quiso imprimirle a la franquicia. Es decir, la película de James Wan es una que apela a los recursos habituales, al camino del héroe más o menos visto cientos de veces, pero que por eso mismo se vuelve aceptable. Una película singular, sin demasiado contexto, que se sostiene a sí misma, como puede y por su propia cuenta. De una manera algo atropellada, Aquaman cuenta cómo es que la reina Atlanna y el cuidador del faro Tom Curry se conocen, tienen un hijo mestizo (mitad terrícola, mitad ciudadano de Atlanta), ella es capturada y el pequeño Arthur va descubriendo sus poderes hasta que se convierte en un hombre tironeado por su deber: seguir en la tierra de manera más o menos ignota o convertirse en el rey que su pueblo subacuático reclama. En el medio hay conflictos shakespereanos (si se permite el simplismo), con un hermanastro déspota que quiere el poder a fuego y sangre, y que además quiere terminar con los terrícolas porque, discurso ecologista por medio, vienen contaminando las aguas con sus desechos. Digamos que el hilo dramático es bastante básico y que la película no se mueve ni un centímetro de un camino previsible. ¿Qué la hace mínimamente aceptable? Hay dos elementos indispensables para el disfrute: Wan es un director que sabe trabajar la acción en dos vertientes, por un lado lo físico y por el otro lado lo imaginativo. Lo primero se puede ver en una larga secuencia en un submarino, donde Aquaman hace su aparición y derrota a una banda de piratas a pura piña salvaje (o todo lo salvaje que permite el mainstream). Lo segundo brilla en una larga secuencia en Sicilia, con huidas por los techos a lo Jason Bourne y planos secuencias que llevan la acción de un espacio al otro, eludiendo la obligación del montaje paralelo. Pero decíamos que hay dos elementos. El otro es el aspecto visual, que explota en la segunda parte del relato, cuando los personajes dirimen sus diferencias bajo el agua. Con un uso del color deudor de la Avatar de James Cameron y una imaginativa creación de criaturas marinas, las grandes batallas lucen espectaculares y portadoras de épica, más pictórica que aventurera, es cierto. Entonces Aquaman es una película que se impone en sus mejores pasajes por una conciencia del movimiento y la grandilocuencia, un poco como en los orígenes de este tipo de cine avasallante y prepotente, y antes de que se imponga la apología de lo íntimo, del conflicto psicológico. El Aquaman de Jason Momoa es precisamente eso, una deidad imponente, mastodóntica, preparada para la batalla y para el impacto físico, pero también con la verba del comentario humorístico bastante afilada. Dentro del universo DC, Aquaman funciona en el nivel de Wonder Woman: una película que se impone a partir de sus propias reglas, que deja de lado un poco el carácter episódico y circunstancial de historias que se pegan unas con otras, y que se edifica sobre la presencia de un héroe carismático. A diferencia de aquella, tiene detrás de cámaras un director capacitado para las escenas de acción aunque más débil desde lo dramático, eso está claro. Pero, sin dudas, son películas limitadas que logran sobrevivir gracias al horror de propuestas previas que nunca lograron encontrar el tono. En ese sentido es un éxito mínimamente discreto.
TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A LOS PREMIOS Alfonso Cuarón es uno de los directores del presente que mejor dominio tiene de la herramienta cinematográfica. Esa es una verdad irrefutable: su trabajo con el plano, incluso con el plano secuencia, sus paneos sabiamente organizados y estructurados, además de la utilización del sonido de manera expresiva y como diferenciador de la información dentro del encuadre son algunos de los elementos que distinguen su cine. Pero allí donde podría ser calificado como un realizador puramente técnico, Cuarón le suma una emoción genuina que parte de personajes con un sentido muy preciso de la épica. Eso que en Gravedad sobresalía, pero que en Niños del hombre o incluso en El prisionero de Azkabán también nos permitía conectar con la experiencia de los protagonistas. El caso de Roma, el estreno de Netflix que nos convoca, es uno muy especial. Primero, porque confirma el eclecticismo de su filmografía con una película que apela al intimismo contra la grandilocuencia de sus films anteriores; y segundo, porque se mete con elementos autobiográficos y con sensibilidades que por primera vez demuestran los límites de su cine. Roma está ambientada en los 70’s y narrada en blanco y negro: el título hace mención al barrio de la infancia de Cuarón, allí en el México DF. La historia tiene como eje a la sirvienta de un hogar de clase media-alta, Cleo, quien oficia como observadora de los sucesos tanto privados como públicos que ocurren a su alrededor, y cuyo drama personal es seguido casi en silencio. Roma está construida de viñetas, de pequeños episodios que van trazando un cuadro más general y amplio: la vida en un país convulsionado, donde la tensión constante es de clase y política. Convulsión sintetizada en ese grupo familiar resquebrajado. Entonces la relación entre Cleo y sus patrones es clave no sólo para mostrar la honestidad con la que Cuarón avanza en la primera parte del relato (dejando en claro el desdén hacia la mujer y poniendo en crisis su propio círculo familiar), sino también el miserabilismo infrecuente en su cine que asalta la última media hora. Hay en la película mucha sofisticación visual y mucha belleza, mucho de eso que sabemos vamos a encontrar en un film del director, pero también decisiones que ponen de manifiesto cierta especulación molesta que, descubrimos a posteriori, venía atravesando todo el relato de antemano. La duda que acecha a Roma entonces es si una escena puede arruinar una película. Es un dilema habitual del cine y aquí se vuelve a presentar. Digamos que no y que sí. Que no, si aislando ese segmento la película fluye y se justifica. Lamentablemente no es el caso de Roma. No conviene adelantar nada, pero hay una situación traumática que vive la protagonista con un nivel de deleite y cálculo por exhibir el horror por parte del director que repele bastante. Ahí es cuando ingresan cuestiones éticas y morales respecto de cómo se deben mostrar algunas cosas; y hasta si es necesario mostrarlas (sí, el famoso traveling de Kapo). Cuarón no sólo opta por mostrarlas, sino que esa mostración parece ser el fin de todo el trabajo estético de Roma. Porque Cuarón nos prepara para ese momento y busca el impacto (de hecho, llega luego de una secuencia tan fascinante como fallida donde el andamiaje formal del director hace agua por cierta remarcación innecesaria), no hay nada inocente en su estrategia narrativa. Luego de eso, la película no sólo no puede tomar aire sino que profundiza su miserabilismo en una última secuencia que vuelve a mostrar tanto las cualidades técnicas del director como su falta de ética audiovisual. La forma en que la familia termina “abrazando” a Cleo está más cerca del vínculo entre una persona y una mascota, que del aprecio genuino y respetuoso. La falsedad de esa emoción, que llega luego de otro de sus planificados movimientos de cámara (a esta altura, un tanto molestos), es más banal que el mero acto de invertir “roma” para encontrar “amor”. Lo legítimo del viaje a la infancia del realizador se agota, por lo tanto, en virtuosismos demasiado calculados. Si en sus films anteriores Cuarón lograba tomar distancia de los cineastas de su generación, con Roma se acercó peligrosamente a los manierismos de un cine falsamente complejo que tanto se consume en el presente. Por cierto, un formato exitoso y que seguramente le dará premios, porque el regodeo es otro de los placeres del espectador contemporáneo.
LIBERTAD, LO DEMÁS NO IMPORTA NADA Sin dudas que Colette: liberación y deseo es una película que cae de manera oportuna en este presente de debate de géneros, revalorización de la figura de la mujer en la sociedad y cuestionamiento a las instituciones patriarcales. Colette, la escritora, fue un símbolo allá por comienzos del Siglo XX de cómo la mujer debía optar por la libertad como modo de vida, aunque también operaban cuestiones sexuales debido a una bisexualidad asordinada que prontamente explotó públicamente y generó sus controversias. Por tanto, la película de Wash Westmoreland abarca un amplio abanico de temas contextuales que podrían anclarla en la mediocridad de las circunstancias y volverla absolutamente perecedera. Sin embargo, y más allá de algunas remarcaciones y subrayados, hay algo lúdico en la forma en que el director aborda los temas que convierten a Colette: liberación y deseo en una película mucho más atractiva de lo que sus modos algo apolillados daban a suponer a priori. Colette: liberación y deseo es un film que se mueve cómodamente en ese molde cinematográfico que tiene como etiqueta más cercana al cine de James Ivory: impecabilidad en rubros técnicos para representar una época pasada, una cámara que busca construir cada plano en una pieza de arte, seducción por rituales de alta sociedad y una aproximación a eso que transita por debajo de la superficie. Digamos, eso que el cine británico ha explotado hasta el hartazgo y que le ha ganado el mote de qualité. Lo fundamental en el trabajo de Westmoreland, entonces, es cómo logra sacarse el peso del maquillaje, el vestuario y la dirección de arte, y hace que la película cobre vida a partir de construir un vínculo sumamente atractivo entre sus personajes principales: Colette (Keira Knightley) y su esposo Wally (Dominic West). Hay algo de vodevil en la manera en que esa relación atraviesa diversos estadios, desde la fascinación primigenia de ella hasta un vínculo que se vuelve meramente profesional y hasta liberal en la forma de entender la sexualidad. La película es explícita respecto a cómo sólo la relación de pareja sirve para sintetizar todos sus temas: comienza con la visita de Wally al hogar de Colette, todavía una joven campesina, y culmina cuando la pareja termina por quebrarse. En el medio, hay todo un compendio de emociones que se construyen siempre desde el punto de vista de ella: va de la fascinación ingenua del comienzo, hasta la desilusión por la traición última de un tipo que la ha sometido y hasta esclavizado en post de la buena literatura. La suspensión del punto de vista a partir de la mirada de Colette es clave en la película para observar el crecimiento del personaje (el ficcional y el real): cómo el entorno y especialmente el vividor Wally se van modificando a los ojos de la mujer es una decisión muy inteligente por parte de Westmoreland. La película entonces aborda desde ahí no sólo las obvias cuestiones relacionadas con lo sexual y lo genérico, sino también el arte, el valor de lo falso y lo real, y un interesante juego de dobleces a partir del emblemático personaje de Claudine, aquella heroína literaria creada por Colette pero a la que Wally le ponía la firma. El “Yo soy Claudine” que en determinado momento Colette le espeta a Wally trasciende la mera declaración de autoría para reafirmar una posición del personaje respecto de su vida personal. Y si bien todo esto está más que bien, también es cierto que Westmoreland podría haber expresado lo mismo desde una narrativa anticuada y que busque exclusivamente lo académico. Por el contrario, y hasta asimilando precisamente el universo de sus personajes (que también se vieron seducidos por el vodevil y el cabaret), hay un refinamiento justo que no impide lo juguetón del asunto, incluso una comicidad veloz y amable, especialmente en una notable secuencia que en montaje paralelo muestra cómo Colette y Wally llegaron a compartir una amante. Son esos pasajes los que distancian a Colette: liberación y deseo del cine acartonado al que parece refrendar. La vibración en la que se mueve la pareja, que le otorga cierta fricción al relato, es lo que hace válido este retrato justo y preciso sobre reafirmación femenina. Vibración a la que Knightley le otorga su habitual intensidad moderada y en la que West brilla con la construcción de un personaje entre patético, caricaturesco y villanesco, pero siempre complejo en su manera de manejar sus obsesiones.
EL VACÍO EXISTENCIAL La primera secuencia de El primer hombre en la luna es un plano y contraplano de Neil Armstrong durante una prueba que sale mal: vemos su rostro y lo que él ve. Es un arranque de alto impacto, porque el montaje y el sonido contribuyen a generar esa tensión que el director busca poniendo al espectador en el lugar del personaje, incluso mucho antes de que sepamos qué es lo que estamos viendo. Y es un recurso que Damien Chazelle utilizará reiteradamente en la película, esquivando la grandilocuencia de este tipo de relatos y convirtiendo al film en una experiencia puramente física a la vez que introspectiva y minimalista. Cada tuerca, cada tornillo, cada chapa de esos pequeños espacios que comparten los astronautas sonarán de manera imponente, mientras Chazelle sigue obsesivamente el rostro de sus personajes. En sus mejores pasajes, todos los que tienen que ver con el entrenamiento de los astronautas y su viaje al espacio, el director demuestra una enorme sabiduría a la hora de poner la cámara donde importa y encontrar el componente humano aún en personajes obsesivos como el Armstrong que interpreta Ryan Gosling. Se puede decir que El primer hombre en la luna es una película puramente Chazelle a partir del personaje de Armstrong, primo hermano del Andrew de Whiplash o del Sebastian de La la land. Tipos que no saben de negociaciones, que siguen objetivos hasta las últimas consecuencias, que abrazan lo sacrificial como forma y que hasta pueden renunciar a los afectos. O si no renuncian, al menos tienen vínculos difíciles con las personas que aman. En eso, y en la citada pericia técnica para narrar vuelos, despegues, aterrizajes y alunizajes (con múltiples referencias a la 2001 de Stanley Kubrick), Chazelle logra darle un carácter personal a una película que no deja de ser un biopic mainstream casi por encargo: es la primera vez que el director trabaja un guión ajeno. De hecho, el tironeo entre el film personal y la película industrial se nota y es lo que hace que los resultados estén un poco lejos de lo deseado. El primer hombre en la luna es en lo básico un relato sobre la construcción del héroe americano, al que Chazelle reviste de elementos que permiten cierta distancia. Sin embargo, no deja de notarse incómodo al tener que seguir una suerte de patrón prefijado por el cine clásico norteamericano. En La la land Chazelle recurría a los musicales clásicos, pero se valía de una mirada lúdica para reescribir. Aquí, por las características del personaje y sus conflictos, hay un efecto causa-consecuencia que está jugado con algo de frialdad y sin demasiada convicción, algo que es llamativo para un director cuyo apasionamiento a la hora de narrar suele ser clave. El primer hombre en la luna avanza por dos caminos: todo el proceso que le llevó casi una década a la NASA para poner al hombre en la luna y la vida personal y hogareña de Armstrong (en un registro que hace recordar al cine de Terrence Malick), complicada a partir de la muerte de su pequeña hija, hecho que para el film resulta fundamental. No es que Chazelle carezca de atributos narrativos para construir el vínculo entre el astronauta y su esposa con pequeños gestos (el último plano es perfecto), pero el guión se empecina demasiado en tratar de relacionar la vida privada y la pública de su personaje. A partir de la muerte de la pequeña, cada paso que dé el protagonista será para el film una forma de buscar sentido. De fondo pasarán todos los conflictos políticos, sociales y hasta filosóficos que rodearon la aventura lunar del estado norteamericano, pero a Chazelle no le importará demasiado (de hecho, todo eso aparece a través de la televisión): lo único que importa es Armstrong, su dolor interior y la forma de canalizarlo viajando hacia el vacío existencial representado por la luna. Y eso no está del todo mal, si detrás de cámaras hubiera un director hábil para jugar con esas convenciones, como podía ser un J.J. Abrams en Super 8. Por el contrario, la película busca un tipo de emoción para la que Chazelle no parece estar dispuesto. Y los inconvenientes que encuentra la película en su recorrido se hacen evidentes en la última gran secuencia, que es un ejemplo de las fricciones irresueltas. Durante ese viaje hacia la Luna, hay todo un clima generado desde el montaje y el sonido, creando imágenes poderosas y autosuficientes. Una vez que sucede lo que obvio (no estamos spoileando nada si decimos que Armstrong llega a la Luna), la sola imagen del hombre parado hacia ese vacío tiene una potencia mayúscula, que además revela el absurdo de aquello a lo que los personajes se han sometido tanto como la finitud del hábito explorador del ser humano. Sin embargo, el guión hace una de más y trata de anclar las emociones en un espacio mucho más vulgar: un objeto personal es la referencia clave que vuelve lo abstracto de toda esa última gran secuencia en algo definitivo, indiscutible y lineal. Pero no molesta tanto la búsqueda de emoción, de un porqué y de una épica personal (y ahí se hace evidente la presencia de Steven Spielberg como productor), como -reiteramos- la falta de convicción de Chazelle para llevar la nave hacia ese destino.
TRES PELÍCULAS EN UNA Una escena es clave para entender en qué lugar falla Viudas. En ella, los personajes de Michelle Rodriguez, Elizabeth Debicki y Cynthia Erivo se ríen y bromean mientras preparan el golpe maestro que las ha reunido, pero llega la jefa interpretada por Viola Davis (siempre intensa; y por siempre nos referimos a todas las películas en las que aparece) y les grita que se tomen esto en serio. Entonces, se terminan las risas porque en definitiva lo que ha unido a esas mujeres es la tragedia y no vaya a ser cosa que alguien se anime a divertirse. Y no es que la nueva película de Steve McQueen sea demasiado solemne (o al menos no lo es tanto como sus películas anteriores: el tipo hizo la infamia esa de 12 años de esclavitud), pero se hace muy evidente el tironeo entre un guión que utiliza la vueltas de tuerca con un carácter lúdico y un director que no está dispuesto a vender su estatus de autor para narrar un simple y burdo policial. Obviamente que McQueen no es un negado con la cámara, y eso se puede observar en una potente secuencia de arranque con un robo que sale mal. Pero su tendencia a querer potenciar todo desde un costado dramático arruina los buenos pasajes de este film: ese mismo robo del comienzo es lacerado por un montaje paralelo en el que vemos a cada asaltante despidiéndose de sus respectivas esposas y parejas. Hay un buen uso del sonido que irrumpe violentamente entre escena hogareña y escena hogareña, pero el recurso se hace repetido y pierde efectividad. Entonces la espectacularidad de ese pasaje queda vedada ante la mostración de McQueen de que se trata de un director que está por encima del material que está trabajando. Viudas es la reversión de una vieja serie británica escrita por Lynda La Plante, que aquí cuenta con presencia en el guión de Gillian Flynn, la autora de la novela en la que se basaba Perdida y una escritora que parece divertirse con el uso de giros imprevisibles que rompan con lo verosímil de los relatos. En lo básico, Viudas es ese tipo de propuesta. Un trío de mujeres cuyas parejas acaban de morir en un asalto frustrado, deciden terminar el trabajo de los hombres a partir de la aparición de una libreta en la que se dan indicaciones precisas sobre un próximo golpe maestro. Pero esto que a simple vista parece una reversión oscura de Ocean’s 8: las estafadoras, se retuerce al avanzar por otros caminos, tal vez demasiados. Porque en paralelo, Viudas narra también la lucha entre dos candidatos a ediles de un barrio peligroso de Chicago, Colin Farrell y Brian Tyree Henry, lo que da lugar a disputas familiares, matones psicóticos salidos de una de los Coen, pastores corruptos y un nivel de discusión sobre política que vuelve sutil a House of cards. Claro, McQueen se encarga de decirnos que todo es una mierda, que la lucha es entre corruptos irredimibles y que la política es mala. Una serie de perogrulladas de un tono tan grueso que podrían volverse simpáticas. Pero ni siquiera. En Viudas termina habiendo dos o tres películas, y el resultado final es ese tironeo incómodo entre lo lúdico de la escritura de Flynn y la tendencia a tomarse demasiado en serio de McQueen. Y Viudas es también -claro- un relato que intenta vincularse con este presente de empoderamiento de la mujer. Pero mientras Flynn es alguien capaz de construir personajes femeninos que representen ese cambio social con un alto nivel de osadía y provocación, corriéndose de los lugares comunes, McQueen no hace más que subrayar y subrayar. En todo caso, las buenas actuaciones de Rodriguez y Debicki hacen que todo sea un poco más complejo de lo que finalmente es.
ATANDO CABOS ENTRE HERMANAS Tres hermanas llegan a la casa familiar para repartirse los pocos bienes que quedan y organizar la herencia que quedó tras la muerte de la madre. Serán horas de reencuentros (una de ellas vive desde hace unos años en Canadá) y de pases de facturas, entre intentos de recomposición de estas tres mujeres que responden a diversos prototipos -y estereotipos-: Alejandra (Florencia Carreras), la mayor y la más introspectiva; Laura (Yanina Romanín), embarazada y encerrada en una relación que no parece generarle demasiadas satisfacciones; y Daniela (Florencia Repetto), artista, libre y -obviamente- la rebelde de la familia. En De despojos y costillas, el director Ernesto Aguilar persigue una sensibilidad femenina que no aparece con demasiada lucidez, aunque se agradece el esfuerzo por buscarla y exponerla sin mayores influencias del contexto. El drama será, de manera concreta, las tres mujeres; y habría que sumar una cuarta si agregamos a esa madre ausente que se impone en esencia. De despojos y costillas responde a cierto diseño del cine independiente argentino que indaga en el universo femenino (Abrir puertas y ventanas aparece como el ejemplo más explícito). Y si bien las buenas intenciones son evidentes, la película no puede escapar de ciertos lugares comunes que los personajes representan tanto en diálogos (algunos medio imposibles) como en el simbolismo de sus cuerpos. Hay unas escenas oníricas que no sólo no funcionan como tales (especialmente la grotesca que protagoniza el personaje de Daniela), sino que subrayan demasiado aquello que en un comienzo se quiere mostrar como sugerente. Sin profundizar en determinados objetos que vienen a representar de manera evidente la destrucción y posterior recomposición de ese núcleo familiar. La película de Aguilar falla en pretender un vuelo que no encuentra, ni temática ni formalmente. Y va sumando clichés para forzar un final en el que todos los cabos se terminan atando, en pos de una hermandad que termina siendo más amable de lo que parecía en un comienzo.