HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO Con las herramientas del cine clásico y una estética que asimila el estilo del cine de los 70’s, el director David Lowery construye un hermoso vehículo para Robert Redford y, según anunció, su despedida de la actuación. Basada en un artículo del New Yorker donde se narra la historia de Forrest Tucker y la serie de asaltos a bancos que cometió cuando septuagenario (además de sus memorables fugas carcelarias, una de ellas de San Quintín), la película utiliza el “basado en hechos reales” como carretera y nunca como destino. Esta sola lección, la de que el cine sigue siendo más grande que la vida y las estrellas de cine son eso, entelequias (cada plano sobre Redford es una suerte de mapa sobre la magia que representaba el cine del pasado), es una de las tantas lecciones de un relato fascinante y sumamente romántico. Un ladrón con estilo, título administrativo y mucho más genérico que el perfecto y poético The old mand and the gun, es un drama con elementos policiales que nunca olvida el buen humor y la amabilidad. Casi como ha sido la presencia de Redford ante las cámaras, un actor menospreciado, cuya aparición se dio en un contexto donde el método exigía otras cosas: piensen en la fricción entre los estilos de Redford y los de Robert DeNiro, Al Pacino o Marlon Brando, modelos de actuación que implicaban otro tipo de entrega, mucho más explícita. En Redford hay persistencia en un tono y en un modo, y la elección de este proyecto para su despedida es de una perfección asombrosa: Un ladrón con estilo sintetiza al actor de una manera que, tal vez, sólo Clint Eastwood había alcanzado con Gran Torino. Redford y Lowery ya habían colaborado en Mi amigo el dragón, otro film hermoso que parecía proceder de otro tiempo. Hay en ambas películas un hecho particular: el director utiliza recursos del cine clásico, que se aplican a la aventura o al policial, recursos que en ocasiones se resumen en gestos de estilo como zooms y un ritmo que desprecia la velocidad como cáscara del vacío. Sin embargo, Lowery logra ir más allá de la superficie y permite que el relato se impregne de un aire clásico, y eso tiene que ver decididamente con la construcción de personajes con una determinación y honorabilidad que no es propia del cinismo contemporáneo. En esto, Lowery le saca una distancia a otros directores que creen que asimilar una época es cuestión de guiños y estética. Otra gran virtud de Un ladrón con estilo es la de desmarcarse olímpicamente de ese subgénero actual de los films geriátricos. No hay en la película actualización de los códigos de la ancianidad para quedar canchera, sino más que nada gente grande haciendo cosas de gente grande, algo que en el cine actual parece una provocación. Cada charla entre Redford y Sissy Spacek resume sabiduría, parece el encuentro de dos amigos que se conocen hace tiempo y se cuentan su vida justo cuando el horizonte comienza a hacerse más finito y todo se tiñe un poco de un fatalismo tenue. Precisamente lo que busca Forrest Tucker es estirar esa línea lo más que pueda, llevarla lejos a pura vitalidad y espíritu libertario. Lowery decide, con inteligencia, no encerrar a su personaje en las paredes del relato moral, aunque la pertinencia o no de sus actos esté en juego, y es lo que marca su vínculo con los personajes que lo rodean: su amante, el policía que lo busca obsesivamente, su hija. No hay juicio en Un ladrón con estilo, sólo el registro de un viejo sabio que al calor del hogar lo siente como prisión y no puede más que seguir huyendo, en autos, a pie, a caballo. Un film de un romanticismo extremo, de un cariño absoluto por sus formas y sus personajes; una película de otro tiempo como hacía tiempo no se veía.
HAY QUE TOCARSE MÁS Ya estoy viejo, así que no traten de explicarme. Pero cuando uno comienza a perderse demasiado con las modas, es que el tiempo ha pasado inexorablemente y uno debe correr a abrazarse con sus recuerdos de tiempos más felices. Que no son los del presente, obvio. Es decir… no sé en qué momento la humanidad dio este giro para que los jóvenes disfruten y se emocionen con historias de amor protagonizadas por enfermos terminales. Me pasaba hace unos años cuando Bajo la misma estrella y me vuelve a pasar ahora con A dos metros de ti. Y, estimo, me seguirá pasando. Digo jóvenes porque está claro que son el target al que este tipo de películas apunta: historias protagonizadas por adolescentes donde, como en este caso, las redes sociales y las nuevas formas de comunicación (las videollamadas y Youtube son herramientas constantes aquí) son tan indispensables que, sin ellos, la película simplemente no podría existir. Pero el problema es la enfermedad terminal. A ver… la enfermedad terminal era algo común en el cine, está el caso histórico de Love Story o también La fuerza del cariño, pero era un recurso del guión que aparecía subrepticio. Uno iba a ver un drama, y se encontraba con el cáncer, ponele. No iba a ver de una cómo dos personas enfermas se enamoraban, y se regodeaba en el morbo del tratamiento médico para reflexionar sobre el amor y lo lindo que es quererse y lo importante que es la muerte para fortalecer sentimientos. En fin, que A dos metros de ti tiene como protagonistas a dos enfermos de fibrosis quística que atraviesan sus tratamientos en un hospital. La distancia que explicita el título es una regla de la enfermedad: quienes padecen este tipo de dolencia no pueden estar a menos de dos metros de otro enfermo, ya que corren peligro de contagiarse algún virus. La película de Justin Baldoni tiene al menos un personaje interesante, que es la Stella de Haley Lu Richardson, una chica controladora a la que el suspenso sobre su propia muerte vuelve, claramente, más obsesiva. El otro enfermo, el Will de Cole Sprouse, es un arquetipo más previsible, el artista torturado, dueño de un fatalismo que la película usa para oscurecer el panorama y volver todo un poco más cool/irónico. Mientras A dos metros de ti es el drama de Stella, su forma de afrontar la muerte, propia y ajena, es un film discreto, donde el uso de la tecnología le aporta ritmo y la impone como un producto actual y generacional. Hay allí algunas ideas interesantes, una forma de registrar los afectos con cierta distancia y la honestidad de un personaje que buscar estabilizar sus emociones y tener todo bajo control. Los problemas, para los protagonistas y para la película, llegan con el amor. A partir de que Stella y Will confirman su romance, la película se vuelve un maratón de cursilería (tal vez lo era ya, pero no tan evidente), que juega malamente al suspenso con la salud de sus personajes y apuesta por lo trágico, sin dejar de lado el mensaje esperanzador y la autoayuda. Con un atenuante: la imposibilidad de los personajes por tocarse abre una mirada subterránea pero nada inocente sobre la virginidad, y pone al sexo en un lugar peligroso. Algo que para nada casualmente se ha instalado en varias historias adolescentes de los últimos tiempos. Pero no vamos a negar que A dos metros de ti presenta un riesgo para el cínico como uno que mira todo con desconfianza: Haley Lu Richardson es una excelente actriz (ya lo habíamos notado en la gran Columbus) y uno le cree todo. Lamentablemente Baldoni no cree que con eso alcance, con una chica y sus miedos, y en la última media hora el relato termina por desbarrancarse en una serie de manipulaciones melodramáticas innecesarias. El final es apoteósico por lo ramplón (che Will, sos un salame, no era el lugar ni el momento para hacer lo que hiciste) y apuesta al llanto a moco tendido como confirmación de calidad. Y uno se queda pensando el sentido de todo este calvario, aunque nunca el sentido de la vida y la existencia.
UN DRAMA MORAL Hay un cine iraní que no es el cine iraní que se ha impuesto estéticamente en círculos festivaleros o circuitos alternativos de estrenos, tal es es el caso de realizadores como Abbas Kiarostami o Jafar Panahi. Son películas que se construyen como dramas convencionales y sobre dilemas morales muy fuertes, partiendo de premisas básicas que se extienden y hacen metástasis como un malestar social que está subterráneo pero emerge ni bien se forma la primera chispa. Un referente de este tipo de propuestas es Asghar Farhadi (al menos en films como La separación), y La decisión de Vahid Jalilvand continúa esa línea que si bien carece de argumentos formales fuertes (algo central en el cine iraní más reconocido) se posiciona a partir de trabajar un arco de personajes interesantes y complejos, cuyos dilemas existenciales alimentan el drama que trasciende la pantalla y nos obliga a los espectadores a jugar con nuestra propia moral. En La decisión, un accidente de tránsito en apariencia menor (un matrimonio y sus hijos que se golpean levemente al caer de una moto embestida por un auto) desata la tragedia: a las pocas horas uno de los niños muere y si bien la autopsia determina que se trató de un caso de botulismo, el médico que los atropelló se ve inmerso en un gran dilema moral al sospechar que el impacto sufrido durante el accidente pudo haber motivado la muerte. Si bien Jalilvand no apuesta del todo a trabajar la psicología de sus personajes a través de los tiempos del relato, hay algo imperceptiblemente rítmico en una narración que avanza lentamente pero manteniendo la atención del espectador. En eso, y con las distancias formales marcadas, La decisión se parece al cine rumano contemporáneo por la forma en que va trabajando lo privado, lo público, y cómo va de lo mínimo a lo general sin subrayados. Hay en los personajes, fundamentalmente en el médico Nariman y en Moosa, el padre del niño muerto, una distancia de clase social que de alguna manera habilita diferentes formas de asimilar la culpa y, obviamente, de ser tratados por las instituciones. También sucede esto en los roles femeninos y en la forma en que ambos protagonistas se relacionan con las mujeres que los rodean. La gran habilidad de Jalilvand pasa, también, por invisibilizar la estructura de un guión que sostiene la narración con módicos giros. En La decisión se imponen los personajes, sus dilemas y la forma de enfrentarse a la culpa: cada uno de los actos y situaciones están vinculados con decisiones, por acción u omisión, y de ahí a las consecuencias. En ese sentido la primera secuencia de la película es clave, porque resume toda la información que se extenderá al resto del relato. Jalilvand es inteligente, incluso, para hacer que algunas decisiones un tanto forzadas luzcan integradas a la historia. O, en todo caso, la falta de respuestas o de seguridades sobre por qué cada uno de los personajes toma las decisiones que toma fortalece la ética del relato. Y eso nos lleva a la última escena y a un corte que resolverá un conflicto sólo en el interior del espectador. Si es que hay respuestas a los dilemas morales que La decisión trabaja con inteligencia.
APENAS UN COMEDIANTE Las buenas intenciones se aprecian, pero no hacen necesariamente a la construcción de una buena película. De hecho, la mayoría de las veces, pasa todo lo contrario. Uno entiende que Mariano Olmedo, director del documental Olmedo, el rey de la risa, pretende hacer una suerte de homenaje a su padre, uno de los máximos referentes de la comedia popular en Argentina, que abarcó tanto teatro, como cine y televisión (sobre todo televisión donde aportó algunas ideas interesantes acerca de cómo desestructurar el formato). Lo entiende y lo acepta, incluso si en la apuesta fusiona diversas texturas demostrando un interesante nivel de ambición. El problema con la película es cuando los resultados están lejos de las pretensiones, cuando el relato se adivina como una serie de retazos que no terminan por conformar una estructura sólida. Y cuando la forma falla, lo que termina pasando es que la mirada se desvía hacia el tratamiento que se hace del personaje. Y Olmedo, el rey de la risa resulta demasiado blando y lavado, temeroso de meterse en las zonas grises de un personaje con sus luces y sombras. La película de Olmedo se construye a partir de una entrevista que el propio director le da a una periodista. El objetivo es hablar de su padre y será la oportunidad para que el relato haga el primer quiebre, en forma de docu-ficción de la infancia y adolescencia del comediante en su Rosario natal. El otro quiebre vendrá luego, cuando la docu-ficción dé paso al documental más convencional, con testimonios a cámara y un repaso puntuado por los grandes hitos del personaje. Si aquella entrevista luce demasiado guionada y pobremente actuada, la dramatización de la vida de Olmedo no pasa de la mera ilustración con una ambientación aceptable. Ya en el terreno de los testimonios y los archivos, la película encuentra sus mejores momentos cuando las imágenes del pasado repasan varias de las virtudes del Olmedo: su impronta, su capacidad para improvisar, su apelación a un humor autoconsciente que rompía con el verosímil de la televisión, destapando aquello que pasaba en el detrás de escena. Si el comediante está relacionado -especialmente por lo hecho en el cine- con un humor excesivamente conservador, el documental permite ver que había en sus formas algo mucho más interesante. Por ejemplo en un viejo sketch donde Olmedo se hacía entrevistar y confesaba que el teatro de revistas le parecía un horror. Y es curioso que en una película donde prestan testimonio tipos que han trabajado la comedia, como Guillermo Francella o Diego Capusotto, lo más interesante lo digan las imágenes de archivo. Lamentablemente Mariano Olmedo se queda con la celebración y el bronce. Y si bien nadie pide que se meta con lo más sórdido de la vida del personaje (después de todo es su padre y hace el recorte que cree conveniente), hay detalles sobre el humor de Olmedo y cómo puede ser visto desde el presente que se escapan al documental. Incluso, quién es Olmedo para las nuevas generaciones, si lo suyo sigue vigente o no. Obviamente, las películas son lo que hay y no lo que uno cree que deberían estar. Si lo analizamos por lo que hay, Olmedo, el rey de la risa es un film bastante deficiente que no pasa de la superficie.
NOTAS AL MARGEN En tiempos de lucha feminista, el cine no puede -no quiere- quedar al margen. Y por eso se comienzan a buscar íconos sobre los cuales trabajar relatos edificantes que sostengan esas luchas que se dan en otros sectores de la sociedad. Para los norteamericanos, la figura de la abogada, docente y jueza Ruth Bader Ginsburg es emblemática, porque arrastra más de medio siglo de militancias en búsqueda de la igualdad, y porque además resulta una personalidad con poder dentro de un sistema que se ampara tanto en la representatividad de sus instituciones. Tanto poder, que llegó a ser integrante de la Suprema Corte de Justicia y actualmente es una presencia indisimulable desde lo cultural, donde aparece reflejada hasta en disfraces de Halloween y su nombre se convirtió en sigla RBG. Por lo tanto, es un personaje ideal para llevar al cine, porque no sólo su discurso coincide con un tiempo histórico, sino además porque a las necesidades del biopic presenta en su vida diversos escollos que la imponen también como un ejemplo de autosuperación, como si todo lo demás no alcanzara: una mujer pequeña, judía y de Brooklyn avanzando en un mundo de hombres. Todo esto se puede ver en La voz de la igualdad, que presenta la vida de la jueza como una enciclopedia ilustrada y sin demasiado vuelo. La experimentada Mimi Leder es quien se pone detrás de cámaras, luego de casi una década sin presencia en la gran pantalla. La directora de films de género como El pacificador o Impacto profundo aplica su artesanía a otro relato de géneros, o sobre los géneros, y la mirada estanca que la Justicia norteamericana ha tenido sobre ellos: el quiebre del relato lo representa un caso emblemático llevado adelante por Bader Ginsburg y su esposo, en el que no se le reconocían tributariamente a un hombre soltero los gastos y complicaciones monetarias que representaba el cuidado de su madre enferma. Ese quiebre no sólo es productivo para el personaje porque significa la concreción de un universo basado en las igualdades y las injusticias, que era más teórico que práctico, y también lo es para el relato, porque convierte a la película en un film de juicios, con todos los clichés imaginados pero no carente de cierta emoción: hasta esa situación, La voz de la igualdad era un resumen a lo Wikipedia de los grandes hitos en la historia de la protagonista. Ahora bien, tanto cuando no funciona como cuando funciona, La voz de la igualdad es una de esas películas en las que pareciera que los personajes van acompañados de un guionista que les aconseja la frase justa en el momento indicado. Y eso sobresale en el personaje de la hija de Bader Ginsburg, una joven construida sobre frases hechas y lugares comunes, que es funcional al arco dramático del personaje (es quien le hará ver los caminos divergentes que puede tener una misma lucha) pero excesivamente subrayada en sus parlamentos, incluyendo una ridícula escena bajo la lluvia compartida entre madre e hija que parece más una publicidad buena onda de Sprite. Pero el mayor problema que encuentra Leder es que el meollo de la historia es una trama judicial y administrativa que necesita de un poco de exposición para ser comprendida. Sin embargo, la solución que encuentra la película es un tanto rudimentaria, con parlamentos que nos explican aquello que supuestamente no entendemos. Film didáctico y anodino narrativamente (hasta la dichosa llegada del citado juicio), se parece más al borrador de uno de los abogados que aparecen por ahí, lleno de tachones y notas al margen explicando todo para que no quede nada afuera.
UN CUENTO ARGENTINO En los 90’s, el almacén del padre de Facundo tuvo que cerrar debido a una competencia de los supermercados chinos que no se la hizo nada fácil. Con algo de rencor, pero especialmente con un sentido de la búsqueda de oportunidades típica de un treintañero, Facundo cree tener un plan perfecto: ir a China, poner un almacén argentino y volverse, recién, cuando “uno de ellos” cierre. De acá a la China es un film dirigido, escrito y protagonizado por Federico Marcello que reflexiona con inteligencia, desde una atmósfera de comedia dramática leve y sin aspavientos, sobre aquellos miedos sociales que nos hacen distanciar del otro. De acá a la China, que ahora encuentra estreno comercial en salas, tuvo un proceso de realización singular: Marcello tomó sus ahorros, imaginó un documental sobre la vida en el país asiático y viajó con un pequeño equipo, que se iba agrandando a medida que se sumaban interesados en participar de la particular empresa. Sin embargo el documental terminó dando paso a la ficción y el rodaje se hizo un poco a escondidas de las autoridades chinas, recelosas respecto de la forma en que se muestra el país hacia el exterior. La forma en que la película se realizó se continuó en los mecanismos de exhibición: lejos de los caminos del INCAA, el director viajó de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, encontrando lugares donde mostrarla por fuera de los circuitos comerciales. Ese espíritu artesanal e independiente se agradece, básicamente porque la película nunca hace de eso una justificación para sus carencias. Todo lo contrario, De acá a la China luce profesional y sólida narrativamente. Y no nos obliga a celebrar un proceso por encima de los resultados. Con un aire semi-documental, el director registra obsesivamente los entretelones administrativos para poner en funcionamiento el mercadito argentino en China. Y en paralelo seguimos a Facundo, mientras va limando sus diferencias con ese entorno que se le hace extraño y un poco indeseable: es interesante cómo Marcello no remarca en exceso las diferencias culturales porque sabe que una cámara atenta las hará sobresalir de todas maneras. Y eso es lo que tiene la película como mejor carta de presentación, una atención a los detalles para evitar caer en los lugares comunes, algunos desde los cuales Facundo construye su mirada sobre lo otros. Al final De acá a la China será el retrato de un fracaso, aunque será también el documento de un triunfo, que es el del cine por encima de las especulaciones.
LA FAMILIA, ESE MISTERIO Es curioso el mainstream argentino -o su intento de- y deja en evidencia no sólo la mirada algo retorcida que tiene la sociedad sobre sí misma (o sobre la clase social que estas películas representan, habitualmente clase media o media-alta), sino también qué tipo de público es el que lo consume. En su mayoría las películas diseñadas para un público mayoritario son policiales y están centradas en oscuras historias familiares, con protagonistas adultos como Ricardo Darín, Oscar Martínez o Guillermo Francella. No son films particularmente espectaculares y se trata de un prototipo de película que raramente en otro país se piense como el sostén de la industria. Sin embargo, aquí funcionan y son claves como termómetro del rendimiento comercial del cine argentino en el año. La misma sangre se aplica a esta variable sin problemas, aunque sí con una novedad: el director es Miguel Cohan, alguien con experiencia en el género y cierta solvencia para resolver estos conflictos que suelen ser argumentativos por la vía de lo puramente cinematográfico. Si bien todavía le falta la gran película, se nota que hay conocimiento y artesanía en su mirada: el excelente prólogo es una muestra de su talento. La misma sangre tiene como protagonista a un tipo medio patético (Martínez), un pequeño empresario que se tuvo que hacer cargo del campo de su padre y que mantiene un vínculo incómodo con su esposa mientras quiere ser más de lo que realmente puede ser. El giro que convierte a la película en un policial, o en un film de misterio, es precisamente la muerte de la mujer, calificada como un accidente por la policía pero sobre la que hay algunas sospechas. En la primera parte del relato, hasta que se resuelve el misterio central, la película funciona con gran precisión sobre la base de un interesante juego narrativo: los hechos se narran bajo la óptica de uno de los personajes (el yerno que interpreta notablemente Diego Velázquez), para volver luego sobre sus pasos y retomar las mismas acciones desde otro punto de vista. Lo lúdico que propone Cohan es interesante, porque el personaje de Velázquez opera como el ojo del espectador, que duda y sospecha, y quiere saber más. Y la película acompaña revelando información de manera progresiva y sin apurarse. En la confrontación tácita del yerno con el suegro, un juego de miradas tensas muy bien trabajado por ambos intérpretes, se va cocinando el interesante subtexto que ofrece la película sobre miserias familiares que se van heredando y dejando bajo la alfombra. La misma sangre le exige fe al espectador en un tipo de relato que prescinde de la acción como verbo y construye su misterio al desarrollar la psicología de sus personajes (un tipo de policial, también, propio del cine industrial argentino). Desde qué lugar se construyen las dudas y las certezas, y cuándo se nos permite dudar o aseverar, es parte del interesante trabajo del guión de Miguel y Ana Cohan: es atractivo que las dudas se den entre familiares y las instituciones aparezcan lejos de resolver cualquier situación o directamente en un espacio off. También es cierto que cuando la película suelta aquella estructura, empieza a flaquear, sobre todo porque desaparece del centro el personaje de Velázquez y con él el misterio y la sospecha, combustible fundamental del relato. Luego, los cabos sueltos de La misma sangre se irán atando por la vía de las relaciones familiares, especialmente en la hija que interpreta Dolores Fonzi (hay otra hija, interpretada por Malena Sánchez, pero que queda muy marginada por el relato) con su padre. Y en una secuencia final donde se amontonan demasiadas resoluciones y se las nota un poco a las apuradas. Pero hay un largo epílogo posterior al cierre de la historia central donde La misma sangre crece por el peso simbólico de silencios atroces. Allí, a la par de rituales religiosos y sociales, la familia mantiene el misterio, construyendo una tensión que se acumula en un objeto que aprieta el nieto entre sus dedos. El mal del que habla la película no es un mal supremo, sino ese de los seres mediocres incapaces de escapar a su destino. Continuidades, herencias, círculos viciosos de los que parece imposible huir.
UN RIDÍCULO QUE NO DIVIERTE Obsesión es la tercera película como director de Steven Knight, un guionista con algún título destacado como Promesas del Este, de David Cronenberg, pero también con cosas bastante insatisfactorias como Aliados o la paupérrima El séptimo hijo. Y Obsesión, uno de esos mejunjes capaces de arruinar la reputación de un buen elenco (Matthew McConaughey, Anne Hathaway, Diane Lane, Jason Clarke), tiene muchos de los típicos vicios de guionista devenido en director: un conocimiento enciclopédico del cine que le permite surfear diversas superficies genéricas sin ton ni son y una apuesta por la estructura que se impone a lo narrativo hasta caer en situaciones de lo más forzadas e injustificadas. El film, que arranca como una suerte de noir cruzado con cine de aventuras, se vuelve una de ciencia ficción aleccionadora, que parece ser el único destino de la ciencia ficción de un tiempo a esta parte. Pero lo peor de todo este despropósito es que nunca logra volverse algo divertido o Clase B porque hay cierta pretensión filosófica dando vueltas. Y ahí sumamos otro mal de guionista devenido en director. El personaje de McConaughey es como tantos otros personajes de McConaughey: una suerte de arribista simpático al que las cosas se le van de las manos. El tipo tiene un barco, les cobra a los turistas por salir de pesca y además mantiene una relación con una mujer madura que le paga por tener sexo con ella. Pero hay más: una cosa lo obsesiona y es un atún con el que tiene una historia del pasado y que una y otra vez se le escabulle cuando está a punto de pescarlo. Hasta ahí tenemos dejos de aventura marítima, con referencias ramplonas a Moby Dick. La aparición de Hathaway le da la vuelta de tuerca para que la película avance pero, además, para que se convierta en una suerte de neo noir: porque ella es la ex de él y le pide que se cargue a su nuevo marido, un tipo desagradable, golpeador, borracho, mujeriego y -otra vez- desagradable, al que Jason Clarke juega con el trazo más grueso del mundo. El plan es llevarlo de excursión y en medio del mar, arrojarlo y que se lo coman los tiburones. Como en el buen cine negro, con el hombre derrotado moralmente y la rubia manipuladora dando vueltas, las cosas no van a salir bien. El problema de Obsesión no es la previsibilidad que le brindan los subgéneros, sino los giros que da Knight para intentar sorprender al espectador hasta agotar todo verosímil. Hay durante la primera parte del relato ciertos elementos sobrenaturales y personajes secundarios que dejan picando la sospecha de que algo no está del todo bien. Ese desacople narrativo, que no vamos a develar aquí, se resuelve faltando un buen trecho y Knight deja demasiado tiempo para que el golpe de efecto asiente en el espectador y el ridículo se exponga sin más. Una cosa es un final sorpresa en el último minuto, que nos haga repensar la película mucho después de terminada a esto, que sucede cuando queda media hora y nos permite desarmar lo narrativo y descubrir lo berreta de todo el asunto. Como un mago demasiado confiado de sus trucos, el director y guionista exhibe los hilos de un andamiaje endeble, dispuesto sólo para jugar a la vuelta de tuerca. Pero, además, pretende elaborar ciertas reflexiones sobre la justicia, la violencia doméstica, las relaciones paterno-filiales y las infancias rotas que hacen un poco de ruido. Una lástima, porque las pésimas actuaciones de McConaughey, Hathaway y Clarke daban para divertirse con saña de los 106 minutos más ridículos que Hollywood nos ha dado en mucho tiempo.
AL MARGEN DE LAS GRANDES HISTORIAS El cine latinoamericano demuestra cada tanto que hay salida a ese formato de porno-miseria que se explota deliberadamente en los festivales de cine y que se ha hecho muy -tal vez demasiado- popular, abrazando premios y el favor de un público con el horror a flor de piel. La brasileña Arabia, de João Dumans y Affonso Uchoa, es un ejemplo de un cine que aún exhibiendo los problemas sociales de la región, toma la distancia adecuada para no hacer una apología de lo sórdido. Relato dentro de otro relato, los directores no cometen la inmoralidad de montar un gran espectáculo ni hacer foco en las miserias que el protagonista atraviesa, como vagabundo que va de aquí para allá buscando laburos y changas mientras de fondo de desangra un país. Arabia se resuelve en lo íntimo, en lo que está lejos de los grandes discursos, en aquello que se hace foco muy pocas veces. Y vale doble cuando los grandes temas están en el reverso de esta historia de supervivencia. Arabia arranca con el relato de dos hermanos y una abuela. Pero la muerte de un trabajador en la zona industrial de Ouro Preto, en Minas Gerais, da pie no sólo a que el mayor de los hermanos descubra un cuaderno con apuntes del propio trabajador, sino también a que la película cambie de punto de vista y se convierta en ese relato que el obrero fallecido, Cristiano, hacía de sus días en ese diario íntimo. La película de Dumans y Uchoa trabaja a partir de la voz en off del propio Cristiano, de ese flashback, que cuenta sus días, las miserias que atraviesa, el amor que encuentra, los detalles de cada empleo que consigue, los ratos de compañerismo y amistad. Esa voz en off, que parece injustificada en un comienzo, luego encuentra su razón. Y es una razón que no sólo habilita el recurso narrativo, sino que también da lugar a cierta poética que Cristiano utiliza para contar su entorno y contarse a sí mismo. Es una voz en off ajustada, precisa, que utiliza las palabras adecuadas y que suenan honestas y propias de quien las expresa. Las imágenes en Arabia acompañan, nunca redundan a las palabras y sirven para extender mucho más el universo del film: ese Brasil obrero y marginado que sufre y padece en silencio. Así como la voz en off de Cristiano luce precisa, no pasa lo mismo con algunos diálogos que están más cerca del aforismo y el subrayado: que un personaje diga lo injusto de todo cuando lo estamos viendo en cada plano, es una licencia algo innecesaria y hasta impropia de los varios pasajes luminosos que tiene la película. Tampoco está del todo justificado ese quiebre narrativo, que pierde de mano decididamente la primera parte del relato, la historia de aquellos hermanos (de hecho, esos primeros minutos eran un poco intrascendentes), para retomarla tangencialmente sobre el final y demostrar su carácter apenas funcional. Son detalles, imprecisiones apenas, que no terminan por hacer mella. Y es curioso, porque forman parte del repertorio de truquitos del cine contemporáneo que aquí, ante la nobleza que evidencia el resto del relato, quedan aún más en evidencia.
DON BARREDORA Liam Neeson, el inimputable héroe de acción tardío, vuelve como protagonista de Venganza (bueno, es el título que le pusieron por acá a Cold pursuit). Imagínese usted al hombre que mató a medio planeta cuando le secuestraron la hija en la saga Búsqueda implacable ahora que no sólo secuestraron a su hijo, sino que también se lo mataron cruelmente en una película que se llama -como dijimos- Venganza. Uno se sienta en la butaca esperando más de lo mismo y un poco a regañadientes, pero algo marca desde el principio que las cosas son diferentes. Esta remake de su propio film que dirigió el noruego Hans Petter Moland abre con una cita de ¡Oscar Wilde!… para luego presentarnos a su protagonista, el Nels Coxman de Neeson, mientras trabaja quitando nieve en los caminos complejos del pueblo de Kehoe, cerca de Denver. La música, los planos contemplativos nos llevan más al universo de Carlos Sorín que al del policial negro. Las expectativas del espectador comienzan a retorcerse. ¿Qué estamos viendo? Venganza avanza en su primera media hora como hija directa del subgénero “Liam Neeson matando a todo el mundo”. No es una decisión inocente: Moland sabe que el actor se ha hecho popular por el diseño de un tipo de cine de acción violento y recargado, y ofrece más o menos eso pero con variantes. En ese arranque, Coxman recibe la condecoración al ciudadano del año y también la noticia de la muerte de su hijo, por lo que el camino que emprende el padre justiciero es bastante irónico: el ejemplo de la comunidad convertido en un asesino despiadado que se carga a cuanto enemigo se le cruce. El trabajo con el montaje y la evidente caricaturización de cada crimen ofrece las variantes señaladas: porque Venganza se vuelve lenta y progresivamente una comedia, de una negrura que hace recordar a los Coen de Fargo, incluso con sus defectos (hay un exceso de canchereada: el último plano es gracioso pero innecesario) aunque sin los excesos filosóficos de los hermanos. Hay aquí un cuento amoral que cruza padres ejemplares, con indios traficantes de drogas y matones psicópatas en gran cantidad. Con inteligencia, una vez que Moland atrajo nuestra atención y nos reveló que estamos ante algo más que una de “Liam Neeson matando a todo el mundo”, la película se abre a un abanico enorme de personajes y subtramas, a cual más delirante. Incluso se permite olvidar a Neeson y su drama personal, para jugar con diversos tonos humorísticos en el retrato de un universo sumamente lúdico. Tal vez pueda resultar algo fragmentaria por momentos, pero el trabajo del guión es notable al hacer comprensible y cohesivo todo lo que pasa ante nuestros ojos. Y, por lo demás, la diversión que propone Venganza es enorme, desquiciada en su grado de violencia. Por momentos pareciera que la película se está burlando con ánimo autoconsciente de ese cine que se deshace en vueltas de tuerca y que hasta se consume de solemnidad: “¿Conocés el síndrome de Estocolmo?” dice un personaje en el momento más incómodo de la película. Claro que Venganza brilla a la sombra de la presencia de Neeson. El éxito de Búsqueda implacable le llegó en el ocaso de su carrera y desde entonces, con altas y bajas, ha sabido convertirse en un héroe de acción para el público adulto. Un héroe de acción probable también y lejos de la epifanía muscular del Stallone de Los indestructibles. Neeson es el tipo que los mata a todos, pero es también el que carga con esa mirada gris que lo vuelve más melancólico y cerca del anti-héroe. Y, por cierto, sus películas, gusten más o gusten menos, están vivas y lejos del concepto de cine geriátrico que alberga hoy a los intérpretes y al público mayor de 60. Esto es lo que le permite también buscar por otros caminos y prestarse al juego de películas como Venganza. Renovarse es vivir, dicen, aunque se lo haga rodeado de todos los muertos que se apilan en esta magistral comedia negra de Hans Petter Moland.