HIPOCRESÍAS DE AYER Y HOY Hace unos años el documental Malka, una chica de la Zwi Migdal, de Walter Tejblum, reveló, a partir la historia de vida de Malka Abraham -y su asesinato no reconocido oficialmente-, una trama que involucraba a inmigrantes polacos con el tráfico de mujeres que eran traídas al país para ser prostituidas. Esa historia, que se extiende entre fines del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX, es ahora ampliada a través de otro documental, Impuros, dirigido por Florencia Mujica y Daniel Najenson, que detalla cómo era el accionar de aquella organización conocida como Zwi Migdal y de qué manera se daba la complicidad con las fuerzas policiales y los poderes judicial y político de aquel entonces. Ambas películas se complementan y forman un poderoso alegato. Mujica y Najenson recurren a un formato absolutamente clásico, de entrevistas e investigación, para desandar este camino y exponer no sólo un crimen atroz (o miles de crímenes, para ser más precisos y teniendo en cuenta el material recopilado sobre cartas de mujeres que pedían algún tipo de ayuda ante el sometimiento del que eran víctimas) sino la culpa que pendía sobre la comunidad judía, y que se extiende hasta estos días. El “impuros” del título hace mención a la calificación que alcanzaron aquellos proxenetas una vez que eran enterrados en el cementerio, a regañadientes del resto de la comunidad y con el objetivo de cumplir con los procedimientos religiosos de rigor. Pero “impuros” es, también, una forma cínica de silenciar una historia, de no aceptarse en el otro y de correrse para no asimilar la culpa. Señalar que esos judíos no eran realmente como los otros judíos. Como relata Haim Avni, del archivo central de la historia del pueblo judío en Jerusalem, uno de los mayores escollos que encuentran quienes quieren investigar este asunto es la idea de que da motivos al antisemistismo. Impuros avanza sobre dos frentes. Por un lado, la trama judía, el accionar de aquellas instituciones que se respaldaban en la legalidad obtenida (la lectura de documentos oficiales de aquellos tiempos genera escozor) y en el entramado social y económico que les otorgaba cierto estatus. Pero a partir del testimonio de la militante anti-trata Sonia Sánchez, también trasciende el hecho histórico y reflexiona sobre un presente que no dista tanto de aquellos tiempos. El rol social de la mujer y el hombre, una herencia cultural sobre lo femenino y lo masculino que habilita diversas aberraciones, y un silencio oficial que se construye sobre muerte y sangre de sectores relegados. Sobre el final (en el pasaje más vibrante del documental y donde se exponen las rispideces internas de una comunidad que no se abre demasiado a la autocrítica), Abraham Litchtenbaum, de la Fundación IWO, deja en claro esa hipocresía sobre la que se sostiene el silencio y nos deja el trago amargo de lo que debería cambiar y no puede hacerlo mientras no se derriben determinados muros.
MÁS QUE SINUOSO LLENO DE ESCOLLOS Los primeros minutos de Camino sinuoso hacen esperar lo peor, especialmente un diálogo entre Juana Viale y Antonio Birabent excesivamente subrayado y con personajes al borde de la caricatura. Luego, cuando la protagonista viaja al sur para resolver algunos asuntos familiares (un padre que se muere y un hermano que está alejado), la película se convierte en una suerte de thriller de tierra adentro, de pueblo chico – infierno grande, donde si bien hay cosas que se adivinan como hechas a las apuradas la propia construcción del guión nos permite avanzar sobre la intriga de sus constantes giros. Así, el film de Juan Pablo Kolodziej termina cediendo terreno más por fallida a la hora de intentar fusionar el policial con el drama familiar (y de fusionar muchas otras cosas más), que por algunas discutibles ideas de puesta en escena. En verdad Camino sinuoso es vendida como una película de Juana Viale, cuando el peso dramático de la historia está puesto tanto sobre su personaje como sobre el del hermano (Gustavo Pardi). Esa confusión es lo que en un comienzo impide advertir la dualidad del relato y lo que en determinado momento nos llevará a pensar que una subtrama se impone a la otra cuando en verdad son dos partes que intentan un contrapeso perfecto (no lo logran). Ella es una ex atleta olímpica que sufrió una suspensión por doping positivo y que ahora vive con un marido violento, que la culpa por su imposibilidad de tener hijos. Del pasado, ella tiene algunas deudas pendientes, las cuales tratará de saldar viajando al sur y asistiendo en los trámites de la segura muerte de su padre enfermo. Pero además, una vez allí, se reencontrará con su hermano, uno de esos personajes patéticos que buscan el gran negocio y terminan vinculándose con lo peor del mundo criminal. Si algo de bueno tiene el trabajo de Kolodziej, es que juega al thriller, acumula tensión, mientras desarrolla el drama de sus personajes. Lo malo: que esa tensión no termina de explotar como debe, y que a la hora de las resoluciones la película ingresa en una serie de derivas poco rigurosas y puestas en pantalla de manera pobre. Si en su primera parte Camino sinuoso parece la película de Viale, luego parece convertirse en la película de Pardi. Y las cosas no están del todo bien niveladas no sólo en el orden narrativo, sino también en la presencia de un elenco que aporta diversas tonalidades haciendo menos homogéneo el conjunto: de Viale ya conocemos su incapacidad para transmitir determinadas emociones, aunque Kolodziej parece construirle un personaje a su medida; Pardi no sale del todo bien parado con su personaje tenso; y Javier Drolas le aporta una honestidad que se extraña cuando sale de escena. Son los dos veteranos, Arturo Puig y Geraldine Chaplin, los que logran los mejores momentos, con criaturas que pueden virar de lo amable a lo decididamente malvado. Tal vez la cantidad de quiebres que la película exhibe esté vinculada con la idea de lo sinuoso que quiere dejar en claro el título. Pero si a todo esto le sumamos una música de Fito Páez que parece venir de otro lugar, nos encontramos con un producto que pretende ser una cosa y no lo logra. Y ahí su dilema imposible de resolver.
IÑÁRRITU A LA GEORGIANA Muchas veces el cine se reconstruye sobre la base de estructuras prediseñadas, que son más accesibles para el espectador. En La vida de Anna reconocemos al menos dos marcas bien precisas: por un lado la estética del exitoso cine rumano reciente, un drama social directo de cámara cercana y sin concesiones no carente de cierta búsqueda del absurdo sobre la burocracia, y por el otro las intenciones del cine ladino del mexicano Alejandro González Iñárritu, donde todo lo que puede salir mal sale mal, y si no se lo manipula para que así sea. Y precisamente en La vida de Anna, de la georgiana Nino Basilia, todo sale malísimamente mal, y muy especialmente a partir de la utilización de recursos arteros que sólo buscan el feísmo por el feísmo mismo. Eso sí, en estos tiempos cínicos que corren es un tipo de propuesta cinematográfica que funciona y es efectiva. Anna (estupenda Ekaterine Demetradze) es una madre divorciada, que tiene un hijo autista y un ex marido que no puede más de ingrato. Su objetivo, mientras trabaja de lo que puede, es conseguir una visa para irse a vivir a Estados Unidos donde, supone, encontrará un horizonte mejor para ella y su hijo. Pero tanto la propia historia como -sobre todo- el guión de Basilia le niegan constantemente un ratito de paz. Lo del hijo autista, que es mostrado de manera un tanto excesiva desde el arranque, podemos asumirlo como un resorte melodramático por donde explotará la tragedia. Sin embargo, no es más que uno de los botones que la directora presionará en un verdadero tour de force del maltrato contra sus personajes. Anna no sólo tiene un ex desagradable, sino también un jefe horrendo y un supuesto amante que la merodea y la persigue por ahí (un personaje sólo justificado por un guión pobrísimo), a lo que hay que sumar un chanta de esos que aseguran tener un amigo con poder que puede agilizar algún trámite. Anna irá enfrentándose a todos en una carrera de obstáculos del miserabilismo, dentro de un mundo que no ofrece ninguna salvación. Hay sólo dos cosas que hacen apenas tolerable el visionado de esta película. Por un lado esa estética tomada prestada del cine rumano, que le aporta una dosis de verismo interesante, cercana al docudrama, aminorando los efectos nocivos de sus giros inverosímiles, con algunos planos extensos que dan la idea de una realizadora con conocimiento de la herramienta cinematográfica. Y por el otro la presencia en el protagónico de Demetradze, actriz que lleva con hidalguía los excesos de un guión ridículo y que no aporta un gesto de más a un personaje que está absolutamente perdido. Esa dignidad que el resto de la película no tiene y que Basilia desprecia porque, supone, el subrayado se justifica en pos de aquello que se quiere señalar. La vida de Anna es un tono grueso constante, que se pone cada vez más grosera a medida que avanzan los minutos. Y en algunos momentos causa risa; de la involuntaria, obvio.
MELODÍA DESAPASIONADA Cuando Freddie Mercury define Bohemian Rhapsody (la canción) en Bohemian Rhapsody (la película) habla de rock, de música clásica, de ópera, de Shakespeare, de los griegos, de tragedia. Seguramente Bohemian Rhapsody sea el tema emblemático de Queen porque sintetiza en sus seis minutos las obsesiones formales y artísticas de la banda: lo experimental, lo intuitivo, lo íntimo, pero también lo épico, lo grandilocuente, lo excesivo. Y Queen fue todo eso, que es -en definitiva- el gran espectáculo, ese que se consume en estadios y ante multitudes. Por eso es que en Bohemian Rhapsody, el biopic que rodó en parte Bryan Singer y en parte Dexter Fletcher (una vez que lo echaron a Singer), se extraña la pulsión y la excitación, lo pasional que era marca en el orillo de Mercury y que a pesar del enorme esfuerzo de mímesis que hace Rami Malek no termina por imponerse en un relato demasiado atado al dato histórico que marca la biografía cinematográfica estándar. La película va del joven Freddie Mercury (cuando no era Freddie Mercury y era apenas un maletero en el aeropuerto) a la presentación de la banda en el concierto benéfico Live Aid de 1985, que marcó el regreso de Queen tras unos años tormentosos en el vínculo de sus integrantes. Pero fundamentalmente habla de Freddie, de cómo se construyó en un ícono de la música popular con enorme afinidad con el público y hace las típicas relaciones del subgénero entre la vida personal y la vida artística. Ahí, en esas reflexiones un poco lineales, es donde precisamente Bohemian Rhapsody pierde interés. La vida artística de Mercury es fascinante. Claro que era un showman de esos que se pueden contar con el dedo de una mano, heredero de una estirpe que sobre el escenario conoció ejemplos como el de Elvis Presley. Pero Freddie fue más relevante en otros aspectos sociales y políticos que atraviesan los 80’s, si pensamos incluso en la enfermedad que le arrebató la vida, el SIDA, y cómo es algo representativo de un tiempo. Porque la sexualidad de Freddie no tiene que ver exclusivamente con una decisión personal, sino fundamentalmente con un espíritu que se fue apoderando de su arte, de su propia figura, incómoda para los medios y la sociedad de aquel entonces (¿de aquel entonces?). ¿Qué era Freddie Mercury?, se preguntaban. Y un poco es lo que se pregunta y busca durante toda la película el Freddie que interpreta Malek: el buscarse a sí mismo, renegando de sus orígenes, dudando de aquello que era evidente. El Freddie Mercury de la película es un Freddie Mercury que construye sobre la constante huida. Pero hay dos elementos que salvan a Bohemian Rhapsody de la apatía que generan su liviandad ATP y el conservadurismo con el que se registra la sexualidad (la liberación del personaje representa para el relato su caída en desgracia, lo que deja un tufillo condenatorio). Por un lado tenemos la química que se logra entre Freddie y el resto del grupo, que va cimentando el camino hacia el potente epílogo del film, y que hace tangible el sentido de familia que se repite como leit motiv. Por el otro lado, los aspectos vinculados con la construcción de la banda, con cómo se trabajaba cada tema y cada disco, y cuál era la búsqueda estética (incluso a pesar de líneas horribles como la de Freddie componiendo y diciendo algo así como “uhh esta canción está buenísima”). Inconscientemente a la película de Singer/Fletcher le pasa lo mismo que a su personaje: tanto buscar sin darse cuenta que lo importante lo tenía ahí, al alcance de los ojos. Lo que nos lleva al -repetimos- potente epílogo de Bohemian Rhapsody. En el final, Bohemian Rhapsody retoma el Live Aid que había esbozado en el prólogo. Y el gesto es tan simple como honesto: una recreación casi en tiempo real de la presentación completa de Queen, siguiendo el set list de aquel concierto. La película prescinde, entonces, de cualquier resolución narrativa y se detiene en lo importante, en el escenario, en el público, y en el vínculo que se da entre los artistas, las canciones y la gente. Es un momento mágico y arrollador, potente cinematográficamente, y consciente de la épica que le falta al resto del relato. Pero además justifica todo lo anterior, porque resume el sentimiento de esos tipos que construyeron una suerte de familia mientras jugaban a ser la banda más grande sobre la tierra. Si nos importa ese momento, si incluso nos emociona, es porque nos importan los Freddie Mercury, Brian May, Roger Taylor, John Deacon de esta ficción. Así, en veinte… veinticinco minutos, Bohemian Rhapsody se anima a ser la película que podría haber sido, si se dejaba llevar por la pasión y se sinceraba sobre lo que era realmente importante. Aunque eso también conlleva una verdad incómoda para el propio film: con poner un viejo video de algún recital de Queen tal vez alcanzaba.
CONSTRUCCIÓN DE UNA FICCIÓN Progresivamente, el humor ha ido tomando por completo la obra de Néstor Frenkel. Lo realmente destacable, en su caso, es que el género donde brilla es el documental y precisamente documentales con una mirada humorística no son lo que sobra en el cine nacional. Claro que Frenkel camina por una cornisa muy delgada, en la que a veces ofrece una mirada cómplice con el objeto analizado (Amateur) y en otras se posa con tono burlón sobre universos decididamente ridículos (Los ganadores). Que en Todo el año es Navidad, su nueva película, se detenga en un grupo de laburantes que se disfrazan de Papá Noel y trabajan en tiendas y shoppings para las Fiestas, es una invitación a reírnos con ganas de lo kitsch. Y si bien algo de eso hay, a partir de un desfile de personajes increíbles, esta vez el director deja de lado la burla un poco cuestionable de Los ganadores para proteger a sus criaturas. Que al fin de cuentas se trata de laburantes que encontraron una salida laboral inusitada y que hasta son conscientes del rol que cumplen y que, por cierto, terminan disfrutando. Si el universo navideño puede ser habitado con una distancia cínica, y hasta sería fácil hacerlo, Frenkel tiene la habilidad para poner el foco en lo que importa y encontrar la verdadera tesis de su proyecto. Porque el carácter de farsa, de simulación y de puesta en escena que conlleva esta festividad, de pacto implícito entre el creador y el consumidor, no es algo que esté demasiado lejos de la experiencia cinematográfica. Desde su título, incluso desde un fragmento que aparece por allí, la película se refleja en el mismo cine al recordar un film de 1960 de Román Viñoly Barreto. Más allá de las entrevistas, de los personajes increíbles que aparecen ante cámara, de lo que muchas veces queda en un fuera de campo sugerente, Todo el año es Navidad se termina definiendo en su hermoso epílogo: porque Frenkel y su cámara no pueden más que admirar con fascinación el poder subyugante de la Navidad, empezando por una serie de objetos del más prosaico merchandising festivo y concluyendo en un espíritu de bondad y amabilidad que todo lo envuelve. Entonces, Frenkel se rinde ante el poder de encanto de la ficción sugerida aquí a través de un señor vestido de rojo y blanco que deja regalos por todo el mundo, durante una noche, en tiempo récord. Una película sobre la construcción de la mentira y cómo convertirla en realidad.
EL VENENOSO MUNDO DE PAUL FEIG Tenemos a Paul Feig de grandes comedias como Damas en guerra o Chicas armadas y peligrosas (también en televisión, con la gigante Freeks and geeks), aunque se ha manifestado en reiteradas ocasiones como un fanático del thriller. Y precisamente con Un pequeño favor se mete de lleno en el género, tomando como base la novela de Darcey Bell y encontrando espacio, entre giros y revelaciones, para seguir aportando su dosis de humor, aunque retorciendo su estilo hacia un costado más oscuro, venenoso y reptil. Un pequeño favor es un juego hitchcockneano que mantiene no sólo lo previsible del maestro, sino también lo más difícil de capturar: esa esencia maledicente, ese espíritu sardónico para mirar y hallar lo perverso en los pliegues personajes sin perder la elegancia. Feig es un director distinguido (y si han visto su vestuario por ahí, es alguien con absoluto estilo, un poco old fashioned…. sepan disculpar este dato irrelevante pero hagan clic acá y vean) que aprovecha el thriller, además, para pulir superficies esplendorosas y refinadas. Empezando por una fascinante secuencia de créditos y un estupendo uso de la banda sonora con viejas canciones francesas, y continuando por un acercamiento al mundo de los suburbios norteamericanos, a esa fricción de clase bien representada en los personajes de Stephanie (Anna Kendricks) y Emily (Blake Lively, aprovechada en todo su nivel de sofisticación): la primera es una joven viuda que se sostiene gracias al seguro de vida de su esposo mientras explora la posibilidad de convertirse en estrella de las redes sociales; la segunda es una mujer de alta sociedad que trabaja en el mundo del diseño, con un marido vividor y un nivel de vida que amenaza con hacerse insostenible. Lo que comparten es la amistad de sus pequeños hijos, lo que las convertirá progresivamente en madres compinches hasta que estalle la tragedia: Emily desaparece sin dejar rastro. Esa primera parte es por lejos lo mejor de Un pequeño favor, porque Feig se mueve a sus anchas explorando el universo personal de esas dos mujeres, con su impecable timing cómico y su natural don para la dirección de intérpretes. El universo que retrata el director es uno repleto de personajes heridos pero que no dudan en lastimar al otro como método de supervivencia, tanto en sus protagonistas como en ese coro de secundarios que representan los padres de los otros chicos del colegio. Stephanie y Emily son las dos puntas de un mismo dilema: ¿cómo sobrevivir cuando el mundo se dedica a devorarnos sin remedio? Stephanie es la perdedora, la que busca acomodarse mientras siente fascinación por un mundo que le es ajeno; ese mundo que representa Emily, tan distinguida por fuera como derrotada por dentro. Así como ellas eligen fachadas de amabilidad o distancia para relacionarse con los otros, Feig recurre, por hipérbole, a los mecanismos del thriller para esconder el verdadero corazón de su relato: la sátira social. Pero ahí donde afloran los giros y las revelaciones de la historia, es cuando Un pequeño favor comienza a flaquear. No sólo porque el director no luce tan riguroso para ejecutar algunos pliegues de la trama, sino porque la acumulación termina asfixiando el orden narrativo que, hasta ahí, era perfecto. Similar a la operación que David Fincher realizó en Perdida, esa de ver el costado lúdico e improbable en las múltiples vueltas de tuerca del thriller y divertirse con eso, el problema aquí es que ese quiebre del verosímil no termina de estar del todo bien aplicado y además hay una sumatoria de eventos que se amontonan demasiado subrepticiamente como para que podamos decodificar saludablemente ese cúmulo de información. Un pequeño favor se pierde entre sus vueltas, y eso está más que claro en cómo, además, pierde el humor. Pero todo esto no es tan reprochable, por cuanto vemos en Feig una vocación por romper el propio molde, por ir más allá de la etiqueta que lo definió como “director-de-comedias-con-mujeres”, arriesgando y llevando la película a lugares cada vez más provocadores.
AIRE NUEVO PARA LA COMEDIA ARGENTINA Los hermanos Diego y Pablo Levy confirman en All inclusive todo lo bueno que habían prometido en anteriores films como Novias – Madrinas – 15 años o Masterplan, donde el humor se imbricaba con otro tipo de estructuras: el documental en el primer caso y la comedia indie, de comicidad más solapada, en el segundo. En el caso de All inclusive estamos ante un ejemplo de comedia clásica, con una estructura tradicional en la que una pareja viaja para disfrutar y descansar pero termina cayendo en una profunda crisis. Aunque vale la pena ver cómo los Levy tuercen en determinado momento ese camino convencional, no tanto en la estructura, que sigue los lineamientos característicos de las comedias románticas, sino en el espíritu, en la construcción de un mundo para los personajes, que asimila determinados cambios sociales que se dan en los vínculos entre las personas. Cambios que acompañan las modificaciones de Pablo, el personaje principal a cargo de un perfecto Alan Sabbagh. Pablo (Sabbagh) es arquitecto y Lucía (Julieta Zylberberg), su pareja, es modelo publicitaria. El conflicto inicial es uno típico de la comedia: a Pablo lo echan del trabajo pero en vez de confesárselo a Lucía, sigue adelante con el plan de irse de vacaciones a Brasil (en verdad no puede anular el paquete all inclusive que contrató por Internet). Y allí van, con la complicidad entre el protagonista y los espectadores en relación a una mentira que explotará cuando el relato más lo precise. Pero los Levy parecen conocer a la perfección los mecanismos del género, y ese detalle no es más que uno de los tantos que se irán acumulando para que la explosión posterior sea aún mayor: desconfianzas, inseguridades de la pareja que se reforzarán en ese irónico destino de descanso. Desde lo narrativo, la película da un interesante giro al estallar nuevos conflictos pero para que eso realmente nos importante, construye un camino con una comicidad constante, efectiva, ejecutada con perfecto timing por parte de un elenco luminoso. De la comedia clásica norteamericana (pero también de la Nueva Comedia Americana), de donde los Levy parecen abrevar mayormente, los directores aprenden además eso de que del primero al último del reparto tienen que estar ajustados en el tempo cómico: y si Sabbagh y Zylberberg demuestran una química estupenda, Mariana Chaud, Santiago Korovsky, Martín Garabal, Paula Grinszpan lucen en pequeños roles, un star-system del humor nacional que circula en ficciones para la web. Claro que la verdadera estrella de All inclusive es Sabbagh (ahí la película quiebra un poco lo dual de la comedia romántica), un actor no del todo valorado en el cine nacional, un gran comediante, que tuerce con talento ese liderazgo que ejerce en la comedia cinematográfica argentina el capocómico a la italiana. Lo suyo es todo lo contrario a la exteriorización y lo hiperbólico, su método es la contención de las emociones y una tensión corporal que pone en evidencia el nervio y la neurosis, eso que en la comedia norteamericana representa un Ben Stiller, por ejemplo. Y los Levy son los que mejor han sabido manejar esa capacidad de Sabbagh, construyendo una serie de situaciones donde lo que sobresale es la incomodidad del protagonista, su no encajar y la implosión progresiva. Claro que All inclusive propone un giro audaz (en amplios sentidos del término) y el mismo habilita además un cambio en la perspectiva del personaje que puede ser entendido como una claudicación, aunque en verdad también esto pertenece a la comedia, a la romántica para ser más precisos, donde los personajes amagan con romper las estructuras para en última instancia volver pero renovados o modificados. Y All inclusive abona a ese camino, de manera hiperbólica y lejos de una resolución tradicional. Pero lejos de sostenerlo con discursos subrayados, lo hace sin perder nunca su sentido del humor ni la comicidad, y con un último plano impecable y hermoso, que deconstruye lo tradicional y pone a la comedia (y al cine nacional) en el Siglo XXI.
EL ABSURDO TAN TEMIDO Dovlatov tiene todos los componentes habituales de los biopics, incluyendo esas explicaciones típicas que aparecen antes de los créditos y que nos completan aquello que la película no cuenta, pero que por suerte sabe tomar distancia de ese subgénero demasiado administrativo. El film del ruso Aleksey German en primera instancia se limita a contar seis días en la vida del escritor Sergei Dovlatov, cuando los sesentas se terminan y los setentas no parecen ofrecer un panorama demasiado prometedor para los intelectuales que se encuentran prohibidos por el régimen soviético. Ese acotamiento temporal, que no da crédito de eventos demasiado destacados, es todo aquello de lo que las biografías cinematográficas parecen escapar, pero que aquí sirve para explicitar el entorno burocrático por el que el escritor se mueve, condenado a tareas ingratas como la de cronista de medios para nada ilustres. Como en El arca rusa, del coterráneo Alexander Sokurov, la cámara de German se mueve en largos planos que recorren espacios cerrados o abiertos, por donde Dovlatov -el personaje- transita e influye con su presencia. Sin embargo, lejos del historicismo museístico de aquel, lo que luce aquí es el aporte mordaz, irónico, de la mirada del escritor. La historia cuenta que Dovlatov, impedido de publicar por su escasa sumisión a celebrar al estado soviético, finalmente se radicó en Estados Unidos y que murió en los años 90’s, antes de que su obra literaria se consagre y se vuelva indispensable. Lo que la película muestra es precisamente ese vagar casi kafkiano del personaje, ante de decidirse a irse de su país, entre episodios que marcan el absurdo de las instituciones oficiales y el agotamiento existencialista de intelectuales que se veían incapacitados de llevar adelante su tarea. Si Dovlatov merece ser vista es porque German, más allá del academicismo de algunos de sus pasajes en los que se impone la forma de manera asfixiante, le otorga a sus criaturas mucho humor para despejar cualquier dejo de solemnidad. Sin ser una comedia, la película abreva reiteradamente en la ironía y la sátira, especialmente en esos cuerpos humanos que se movilizan alrededor del protagonista y que forman un coro de fondo, muy ruidoso, que le quita razón al pensamiento. Incluso se podría decir que hay algo woodyallenesco en la forma en que la película registra esos círculos intelectuales y el pasear casi voyeurístico del protagonista: “soy un observador”, se define un par de veces el mismo Dovlatov. Mirar y connotar el absurdo, el mejor antídoto contra los totalitarismos.
TODAVÍA UNA CANCIÓN DE AMOR Más allá de la molesta intensidad de algunos pasajes y de cierto tono grueso en un giro clave de la película, el debut en la dirección de Bradley Cooper es más que promisorio, básicamente porque a partir de Nace una estrella recupera para los espectadores esa noción fundante del cine clásico sobre cómo la simpleza en las formas ayuda a generar emociones cinematográficas más genuinas. Contada infinidad de veces, tanto remake o como inspiración libre, la historia de Nace una estrella es un simple chico conoce chica, hiperbolizado a través del vínculo entre artistas y una mirada sobre cómo el arte nos modifica: un cantante consagrado pero en decadencia (más personal que artística) descubre a una joven intérprete, desconocida pero de enorme talento. La relación será de consejero, pero también sentimental, y al amor continuará la tragedia a partir del comportamiento autodestructivo de él. Lo que hace Cooper con todo esto es simple: no esquivar ni tenerle miedo a los lugares comunes de este tipo de historias, darle el tiempo suficiente a cada escena para que la verdad surja, sostener el conflicto en personajes amables más allá de su dobleces (salvo cierto productor musical un poco ladino que aparece por ahí) y confiar en un elenco mayúsculo, donde sobresalen viejos como Sam Elliot y Andrew Dice Clay, y revelaciones como Lady Gaga. El trabajo de Cooper en la dirección se hace evidente en decisiones formales puntuales, en cómo usa la cámara en mano para estar bien cerca de los movimientos y la respiración de sus personajes, y convertir cada instancia en una verdadera experiencia. Sobresale en cada recital, sobre el escenario, vibrando con Jack (Cooper) y Ally (Gaga), pero además en los momentos de intimidad que comparten ambos. Cada secuencia se estira lo justo y necesario, atraviesa el arco dramático indispensable para que cada reacción de los personajes esté justificada. Hay dos momentos hermosos que hablan de esa precisión dramática de la película: cuando Jack y Ally, con la mano rota, charlan en la calle y comparten canciones que todavía no han sido compuestas, y están a la espera de esa experiencia de vida que las termine de decodificar y darles un sentido; o cuando Jack y su hermano Bobby (Elliot) se reconcilian y se confiesan y se demuestran un amor tan fraternal como incómodo. Es en esos pasajes, cuando el componente humano mejora la perfecta maquinaria del melodrama, que Nace una estrella se vuelve emotiva y real en su forma de exponer el amor y lo deseos de sus criaturas. Como actor, Cooper es una estrella más contemporánea que clásica. Su Jack es un personaje creado a partir de cierta noción metódica, y no tanto desde el minimalismo dramático de intérpretes clásico como Jeff Bridges o Kevin Costner, por poner dos ejemplos. Sin embargo, como director, el protagonista de ¿Qué pasó ayer? parece haber aprehendido mucho de los directores con los que ha trabajado: Nace una estrella iba a ser dirigida por Clint Eastwood, y la película tiene mucho del clasicismo reposado del director de Los imperdonables. Pero el entorno familiar de Ally se parece a la forma en que David O. Russell retrata a sus clases medias y obreras. Sin embargo, Cooper sabe que Nace una estrella es un poco un cuento de hadas (es interesante la forma en que Ally se integra a la vida de Jack, en primera instancia como cumpliendo un sueño y con absoluta ingenuidad) pero también una historia de amor tan amarga como trágica. Por eso que las canciones tienen que estar ahí para decir aquello que los personajes no podrían decir sin caer en lo mundano. Y las canciones son hermosas, y las interpretaciones de ambos, a dúo o en solitario, son increíbles, y la historia se va articulando alrededor de ellas. Canciones conscientes de que sin la experiencia de vida no son nada, pero también de que son eso y no buscan ser otra cosa. Con total coherencia, Cooper se anima a decir que todavía, con una canción de amor, alcanza para enamorarse.
ALGO NUEVO, ALGO VIEJO Tal vez sin proponérselo, Música para casarse se convierte en una comedia de quiebre para el género en el cine nacional, porque se construye a partir de la saludable fricción que se da entre un tipo de comedia mainstream y aquella más cercana al bucolismo del Nuevo Cine Argentino (una categoría que a esta altura es un poco vieja, pero que sirve para ejemplificar). En su ópera prima, José Militano mezcla personajes lunáticos y diálogos chispeantes con situaciones más propias del cine contemplativo y criaturas introspectivas que vagan por mucho de nuestro cine indie; ese que se instaló en el circuito de festivales. Y lo que se construye es algo feliz porque rompe con esquemas sin caer en autoindulgencias estilísticas, relacionando lo nuevo con lo viejo. Un joven que trabaja en una puesta en escena teatral de M. Butterfly tiene que volver al pueblo para asistir al casamiento de su hermana: ese es un conflicto de mucho cine joven argentino, el del regreso a los orígenes y cómo reencontrarse con el que uno ya no es pero todos quieren que uno sea. Allí aparecerán amigos, parientes, amores que han quedado en el camino. En ese camino, Música para casarse no termina de elegir un tono. Y si bien eso puede ser visto como un defecto, lo cierto es que termina favoreciendo la experiencia del film porque descoloca saludablemente al espectador, acomodado al piloto automático al que el cine independiente argentino acostumbra. Esa dicotomía sobre la gran ciudad y el pueblo, sobre lo individual y lo social, y ese retrato agridulce que intercala la comedia y el drama la relaciona con cierto tipo de comedia independiente norteamericana. Como dejamos ver en estas líneas, el gran acierto de Militano es salirse del lugar común, correrse del peligro de costumbrismo y construir una serie de personajes atractivos que caminan al filo de sus emociones. Es verdad que a veces los conflictos lucen un poco lavados o ausentes y que en su última parte la película cede a cierto bucolismo del indie nacional del que se corrió durante una buena cantidad de minutos. De todos modos, Música para casarse es una película que sirve de interesante plataforma de lanzamiento para Militano, un director al que habrá que estar atento, especialmente por su mirada renovadora de ciertos lenguajes de la comedia nacional.