RODRIGO, EL POTRO Más allá del look boxístico elegido por el cantante Rodrigo Bueno para sus recitales, de la mitificación del Luna Park como escenario de ídolos populares, del apodo animal y de los vaivenes de una carrera que avanzó sobre múltiples caídas, la relación principal con el box que construye la directora Lorena Muñoz en El Potro: lo mejor del amor tiene como fundamento más evidente la necesidad de pegarse a otra biografía nacional, la Gatica, el Mono dirigida por Leonardo Favio, y además desarrollar lazos comunicantes con aquella película. Pero ahí donde Favio lograba, a partir de un romanticismo extremo, hacer del cuerpo del deportista una pantalla donde proyectar odios de clase afincados en la memoria del argentino medio y trazar un recorrido por la historia del país, especialmente en su relación con el peronismo, Muñoz no puede ni empezar el boceto de una metáfora. El esfuerzo de la directora es evidente, tanto en el prólogo como en el epílogo, pero nunca hace de ese Rodrigo ficcional un personaje interesante. Y mucho menos, uno que soporte sobre su espalda la carga dramática y trágica que se le pretende dar. El Potro: lo mejor del amor es en su mayor parte un biopic vulgar, uno que acumula datos históricos y los ilustra más o menos profesionalmente. La película va desde la juventud del protagonista en Córdoba (un Rodrigo Romero de presencia discreta), cuando cantaba baladas melosas en bares para pocas personas, hasta su consagración nacional y su trágica muerte. En el medio, lo que hay es un melodrama en el que se van explorando los vínculos del artista con su padre (Daniel Araoz), su madre (Florencia Peña), sus mujeres (Jimena Barón, Malena Sánchez) y muy especialmente su manager (Fernán Mirás), tal vez lo más genuino y emotivo que el film logre construir en sus repetitivas dos horas. La tragedia del personaje es obvia: sus adicciones, su incapacidad para serle fiel a alguna de las mujeres que tenía al lado, su espíritu autodestructivo. Lo que no es obvio, es que una directora habitualmente sólida como Muñoz construya algunos de los momentos más ridículo del mainstream nacional reciente: hay escenas de un feísmo absoluto, como ciertas borracheras que sufren un par de personajes, y otros momentos que llevan a la risa involuntaria como un Rodrigo con look Cristo luego de la muerte de su padre (hasta hay un Angel que lleva al ídolo por el “mal camino”, así de explícito es todo). Las idas y vueltas con el cine de Favio son constantes, en los ruleros de Rodrigo que emulan a los de Monzón en Soñar, soñar, en la ilustración del tema Soy cordobés con un montaje paralelo que recuerda a Gatica, el Mono, y otra vez Gatica… en el uso de la música y en unos fundidos que pretenden épica. En realidad, todo es pretensión en El Potro: lo mejor del amor: porque Muñoz quiere hacer de su Rodrigo un antihéroe bien trágico, una suerte de Cristo cuartetero, pero nada de eso le sale y la película parece pedir a gritos cierta filiación cinéfila para justificar sus antojadizas decisiones de puesta en escena. Hacia el final y cuando llega la tragedia, Muñoz quiere que nos emocionemos con la muerte del ídolo, que desde la estampita cristiana scorsesiana nos interpela con el consabido “cuando no esté me van a llorar”. Sin embargo es tan poco lo que el film permite conocer del artista, que uno no sólo se pregunta qué es lo que hay que recordar, sino por qué demonios se hizo esta película. Es evidente que Muñoz tiene la capacidad para construir un cine que resuma códigos populares y la vez haga que el público masivo se pueda identificar con él; por este motivo es aún más incomprensible lo que sucedió con esta película. La pregunta que nadie en esta producción parece hacerse es: ¿por qué contar a Rodrigo? ¿Cuán importante fue Rodrigo dentro del mercado del cuarteto? ¿Cómo logra un artista del interior llegar a Capital Federal y hacerse masivo? ¿Por qué su figura fue clave dentro de ese proceso de fin de siglo pasado que relacionó diversos estratos sociales a través de ritmos populares? Sinceramente luego de atravesar las dos horas de películas nos resulta imposible entender la importancia de Rodrigo para la cultura popular de las últimas décadas. Personalmente he bromeado con la idea de que en El Potro: lo mejor del amor no aparece aquella canción picaresca en la que Rodrigo decía tener “el muñeco alicaído”. Sin embargo, y más allá de la chanza, para mostrar la complejidad del artista era más interesante ver cómo alguien pasaba de cantar esa canción para fiestas de casamiento bochornosas a algo más complejo como su repertorio posterior. Esas rispideces en la vida de todo artista que sin dudas son más interesantes que las intrigas de alcoba o su relación con las drogas. No digo que todas estas preguntas deberían haber estado en la película (cada director tiene el derecho de hacer la película que quiera), pero algunas de ellas se arriesgan a interpretar al personaje mucho más que el melodrama con dejos de culebrón que termina siendo y de la apología del sacrificio. Y mucho menos se entiende cómo un personaje que sustentó mucho de su éxito en el carisma, luce tan apático y desangelado más allá de que se quiera dejar en claro que era un tipo con luces y sombras.
BOTÍN DE GUERRA La experimentada directora francesa Tonie Marshall construye en La número uno una suerte de thriller dramático con elementos sumamente actuales: por un lado se mete en la interna del mundo empresarial vinculado con las altas esferas del poder, ese tipo de thriller que la serie House of cards ha estandarizado como modelo a seguir, pero es el alegato feminista el que se impone como uno de los elementos fundamentales de la trama. En la película una agrupación feminista quiere que una empresa vinculada con el sector energético sea presidida -al fin- por una mujer, y lo que registra Marshall es la serie de maniobras y entretelones que se dan entre los diversos sectores de poder. Si el film triunfa a pesar de cierta tensión un tanto deshilachada y un discurso que cae por momentos en lo previsible, es por la elección de un personaje principal alejado de la seguridad que habilita la denuncia y al que Emmanuelle Devos construye con su habitual sutileza. Emmanuelle Blachey (Devos) es una ejecutiva sumamente profesional y competente, y es la elegida por un grupo de mujeres para ser la candidata a reemplazar al presidente de la citada corporación. Como en el cine de espionaje, la educación del héroe, su proceso de iniciación, es un pasaje inevitable del relato. Pero Emmanuelle no es la mujer militante que uno supone, sino alguien cruzado por una serie de contradicciones que se ve manipulada por diversos sectores que la ponen en jaque profesional y éticamente. La mujer se convierte así en una suerte de botín de guerra y, mientras su presencia se hace cada vez más indispensable en la maquinaria de la empresa, también da motivos para potenciar los rumores entre machistas y misóginos que parten del ala masculina de la corporación, sobre todo por su trabajo de seducción a empresarios asiáticos dispuestos a hacer negocios. Ese espacio en el que el personaje va construyendo su identidad (su acercamiento al feminismo es primero una curiosidad, para luego ser algo más determinante) es el que aprovecha la directora para mirar ese mundo de intereses cruzados con absoluta desconfianza, pero sin nunca ceder al cinismo ni a la facilista conclusión de héroes y villanos. La número uno es una película que cómodamente podría instalarse como condimento para el debate de talk show televisivo, pero que a partir de colocar en el centro a un personaje con más dudas que certezas se aleja afortunadamente de lo cinematográfico-perecedero. Es en los momentos en que Emmanuelle comparte con su padre enfermo donde el relato más se retuerce, y donde esa cualidad de poner en discusión definiciones que parecen tajantes hace que el relato brille por encima de la medianía que se impone en otros pasajes más convencionales. Y donde los giros propios del thriller hacen visible, en la resolución, un guión que hasta el momento había permanecido bastante invisible.
YETIS Y HUMANOS SEAN UNIDOS A la par del mundo LEGO, que viene desarrollando con gran éxito en diversas películas, Warner está construyendo un universo de cine animado sumamente interesante. Si bien todavía faltan las grandes obras, se puede adivinar el espíritu lunático de las clásicas animaciones de la compañía asomando en los pliegues de historias más necesitadas de contemporaneidad y explícitos discursos integradores e inclusivos. Tal vez uno de los detalles imprescindibles es que detrás de cada película hay nombres importantes, y en Pie pequeño -la más nueva producción de Warner- tenemos en el guión a John Requa y Glenn Ficarra, y en la producción a Phil Lord, Christopher Miller y Nicholas Stoller, todos nombres emblemáticos para la comedia contemporánea. Y precisamente Pie pequeño luce en esos momentos donde la comedia se impone como una fuerza natural. Con el experimentado Karey Kirkpatrick en la dirección (guionista de mucho del buen cine familiar de las últimas décadas) y Jason Reisig en la codirección, Pie pequeño es como tantas películas animadas un alegato contra la discriminación y a favor de derribar las desigualdades, señalando de paso al humano como un ser bastante despreciable que impone su violencia irracional contra el diferente (lo mismo que en Hotel Transylvania, pero mucho mejor). La película invierte la leyenda y son ahora los yetis los que se cruzan con un ser especial, al que llaman pie pequeño. Pero ese descubrimiento va contra las normas talladas en una serie de rocas, y nuestro protagonista es expulsado de su comunidad por atreverse a discutir la doctrina imperante. Es interesante, por más que en algún momento esa doctrina tenga un sentido y una justificación, la forma en que la película vincula lo religioso con la ignorancia y el ocultamiento de la verdad. Por lo tanto, con el tono lúdico del buen cine animado, Pie pequeño se impone como una animación decididamente atea. Claro está que todo este entramado filosófico requiere cierta construcción por parte del guión que en ocasiones inhabilita lo narrativo: a Pie pequeño le cuesta unos buenos minutos aceitar todos sus engranajes, y es recién cuando los personajes se lanzan a la aventura que logra integrar lo discursivo con la forma. En el epílogo regresarán las dudas, ya que el discurso, que había quedado claro, se hace demasiado explícito a través de líneas de diálogo y canciones un tanto innecesarias. Y la presencia del personaje humano trae consigo una aproximación algo banal al tema de las redes sociales, el éxito y los medios de comunicación. Sin embargo, aún contra todos estos problemas, Pie pequeño sobresale por la potencia de su conflicto principal, por la manera original y humorística en que expone el encuentro entre yetis y humanos, y por cómo el dilema de nuestro héroe se resuelve sin traicionar su espíritu. La verdad de lo revelado termina imponiéndose a la doctrina y la mentira piadosa nunca termina siendo una opción. Esa honestidad que la película persigue sin nunca quebrar su lógica interna ni forzar situaciones, se suma a una serie de personajes carismáticos, un uso espectacular de la animación y el color, y a protagonistas que toman decisiones emocionantes. Pie pequeño es, además, otra demostración de que las mejores enseñanzas del cine clásico, ese que sabía contar grandes historias con herramientas simples, tiene al cine animado como uno de sus principales bastiones; si no el último reducto cinematográfico donde la humanidad (vaya paradoja, tratándose de dibujos) se impone.
APRENDER A DANZAR Todos los años, alrededor de 200 chicos de entre 8 y 12 años se presentan para el examen de ingreso en la Escuela de Danza del Teatro Colón. Es, como todo proceso educativo de carácter selectivo, un camino arduo, al que se le suma la propia exigencia de una actividad que hace del rigor con el cuerpo y la disciplina una conducta. Un año de danza, la película de Cecilia Miljiker, documenta ese proceso, el de la previa al ingreso hasta la muestra anual que hacen los estudiantes de la institución. Y se centra especialmente en el grupo de niños y niñas que transitan el primer año de la carrera, en el vínculo que tienen con aquello que los apasiona y también con sus familias, puntualmente madres y abuelas. El documental mezcla la dinámica del relato estudiantil con lo deportivo, a partir de reflejar el entrenamiento, la enseñanza de la técnica, la dinámica grupal, pero también el lapso de tiempo en el que los estudiantes van alcanzando un mayor dominio de la danza. Si Miljiker no subraya la dureza en la enseñanza (el de la danza clásica debe ser uno de los espacios más competitivos y a la vez exigentes) ni el nivel casi obsesivo con que los jóvenes estudiantes buscan alcanzar su objetivo, eso se adivina cuando la cámara captura gestos y formas de los docentes, pero también en los testimonios de los chicos o de madres que buscan disimular la tensión. Es curioso cómo las madres quieren demostrar la libertad de sus hijos al elegir esa carrera, mientras invaden el espacio de los chicos y explican a cámara los sentimientos y deseos que los movilizan. La directora opta por mezclar recursos tradicionales (testimonios a cámara de bustos parlantes) con otros más contemporáneos (un registro de observación), y es el montaje el que no sólo fusiona sino también construye la narrativa con envidiable precisión. A través de la edición, los cuerpos alcanzan un carácter coreográfico, logrando una notable continuidad entre tema y forma: si la danza es una actividad que mezcla la destreza física con el rigor en la precisión del tiempo, el documental hace de eso una bandera. En apenas 80 minutos transita un año de estudio, el recorte de cada estudiante permite ver un crecimiento individual y grupal. Y como si de una ficción se tratara, encuentra en la muestra de fin de año, en los ensayos hacia ese montaje, el clímax dramático que el documental necesita. Hacia el final, Un año de danza emociona porque nos comprometió en el recorrido de sus personajes y nos deja pensando sobre cuál será el futuro de cada uno. Y las despedidas del año del ciclo lectivo no sólo sirven para ver en esos exigentes estudiantes a los niños que en verdad son, sino también para descubrir la circularidad de un movimiento que no se acaba nunca.
UN SALTO AL VACÍO Si bien hace tiempo que Pablo Trapero se ha convertido en un director mainstream, hasta ahora su cine no se había apartado del todo de sus temas y personajes habituales. Por más dinero invertido en sus películas y por más búsqueda de un público masivo que uno pudiera señalar. Leonera, Carancho, Elefante blanco, El clan formaron parte nuclear del proceso de “industrialización” del cine argentino de las últimas décadas, pero los mundos retratados no dejaban de pertenecer a esos márgenes que Trapero gustó transitar desde Mundo grúa en adelante: si la familia de El clan es de una clase media con privilegios, su ingreso en el mundo del hampa y el crimen los pone en otro lugar. Por eso que La quietud representa un salto al vacío en su carrera: la película luce todo lo profesional que lucen sus últimas películas, pero el mundo que retrata, el muestrario de personajes, pertenece a otro lugar, a una clase acomodada, adinerada, de enormes casas en el campo y vida en el extranjero para contar anécdotas del mundo. Si el cine de Trapero contaba historias de aprendizajes sobre personajes que ingresaban a universos impropios, esta vez el que ingresa a un lugar que no le pertenece es el propio Trapero. Y con él, de la mano, el espectador, en una experiencia por momentos desconcertante. El ingreso a ese mundo es más que explícito en el prólogo película: allí la cámara acompaña a un personaje mientras abre puertas y recorre los pasillos y las habitaciones de La quietud, la estancia familiar que será el espacio fundamental del film. En el epílogo, el movimiento hará el sentido contrario clausurando los espacios. Allí la cámara de Trapero se pasea con una elegancia que por momentos luce virtuosa y por otros un tanto antojadiza, como se viene moviendo en sus últimas mañosas películas (Elefante blanco, El clan), más preocupadas en el efecto que en el rigor narrativo. Trapero supo construir en sus películas durante mucho tiempo un discurso propio, que tomaba aspectos del cine latinoamericano y sus conflictos sociales para solidificarlo con una estructura clásica propia del cine norteamericano. Su cima en ese sentido sería la notable Carancho (a partir de esta película, además, comenzó a coquetear con el star system nacional). Lo interesante, en todo caso, era que lo autoral se retroalimentaba de lo prediseñado y viceversa, para crear un lenguaje personal. Si con Elefante blanco y El clan uno veía reiteraciones que eran más una parodia de sí mismo hasta vaciarse de sentido, en La quietud se observa una saludable pulsión casi obsesiva por correrse del camino trazado y buscar otros horizontes. La apuesta es respetable (siempre lo es cuando alguien busca desaburguesarse), incluso también lo es su nivel de provocación con esta historia de represiones sexuales intrafamiliares y amores incestuosos. Pero el modelo elegido por el director ahora es cierto cine europeo, especialmente el nórdico, atravesado por tensiones psicológicas y una buena dosis de morbo. Y hay algo que Trapero no termina de domar ni controlar. A diferencia de sus personajes, que buscaban la forma de sobrevivir a mundos ajenos, Trapero en La quietud se enfrenta a lo desconocido sin saber muy bien qué hacer. Para el director, la burguesía es un teleteatro de las cinco y el registro es el del culebrón. No hay nada de malo en eso y hasta podría ser divertido, si Trapero fuera un director con sentido del humor, algo que aún en sus mejores películas siempre faltó a la cita. La quietud es una película que busca el kitsch a los gritos, algo que el director comprende a partir del uso de una banda sonora con alta dosis de melodrama, pero donde las imágenes y las actuaciones no terminan de encajar en el juego. La impar Desearás al hombre de tu hermana es un buen ejemplo del lugar hacia el que podría haber ido esta película (incluso se le parece argumentalmente), si Trapero no se mostrara tan incómodo al trabajar estéticas pueriles que pusieran en duda su estatus actual de autor de cine festivalero. El tironeo entre el drama ascético bergmaniano y el culebrón a lo Alberto Migré es lo que hace ruido en La quietud porque se resuelve por el lado del control excesivo de las formas. Hay una sola escena en la que la película parece lanzarse al disparate y tener vida (no, no es el fallido plano secuencia en un funeral), y es una cena compartida entre Edgar Ramírez, Graciela Borges, Martina Gusmán y Joaquín Furriel. Allí el diálogo disruptivo, irónico, se impone y se pone en evidencia lo mejor de La quietud: que es Graciela Borges, que brilla con luz propia y cuando ella comanda las acciones todo crece. Su presencia de diva fantasmal recorriendo los pasillos de la mansión es lo que unifica conceptualmente a la película, lo que hace que los mundos disonantes que Trapero quiere juntar con pegamento fusionen y hagan sistema. Allí adivinamos lo “alto” y lo “bajo” de la cultura arremolinándose y creando una brisa saludable. Cuando esto no sucede, La quietud es un ridículo constante e involuntario que se balancea entre la provocación fatua y los caprichos de un director pretencioso.
CINE DE RECETA, PERO CON GUSTO En su primer largometraje, el israelí Ofir Raul Graizer cuenta la historia de un pastelero alemán que sufre la muerte de su amante, y que viaja a Israel para encontrar los rastros perdidos de aquel hombre: el vínculo que construirá con la viuda y con el hijo de aquel, serán las claves de un film que utiliza la gastronomía no tanto como metáfora de la vida sino como espacio profesional donde los individuos se encuentran y comparten placeres. Goce compartido que va más allá a medida que la trama avanza, y que gracias a la inteligencia con que el director y guionista combina los elementos no cae en el melodrama más grosero. Si se permite el burdo juego de palabras, El repostero de Berlín es cine de receta. Grazier combina el drama romántico con una mirada sobre lo religioso y cultural, para delimitar un melo no tan meloso donde ingresan algunos componentes políticos: porque Anat (Sarah Adler), la viuda, no es religiosa y tendrá que enfrentarse a un entorno que agobia con determinadas exigencias rituales, especialmente las vinculadas con la comida kosher. Mucho más, imagínese, con la presencia de un cocinero alemán. Como decíamos, estamos ante un film que es pura receta, pero no como esos postres prefabricados de cajita, sino más bien de uno clásico, que sabe qué resortes tocar en cada momento y que puede saborearse, aún cuando conozcamos a qué sabe antes de probarlo. El repostero de Berlín no sobresale formalmente, sigue al pie de la letra ciertas normas narrativas del cine europeo destinado a un público adulto y pretendidamente intelectual, pero sabe construir personajes interesantes, repletos de contradicciones y que no suelen subrayar sus emociones ni declamarlas a viva voz. Es en ese control del relato, ejemplar en el caso del Thomas de Tim Kalkhof, donde la película vuela un poco y se aleja de la mirada uniforme. Pero es un control que no evita la calidez. Donde Ofir Raul Graizer destaca, sí, es en la dirección de actores, cualidad que se puede observar en determina escena de sexo donde los cuerpos se repelen a la vez que se buscan, y que filmada casi en un plano largo, permite ver con fascinación ese juego físico de la seducción y el perfecto timing de sus protagonistas. Hay en ese momento un nervio, una tensión, que se extraña en otros pasajes donde la película cae un poco en la previsibilidad o en los giros de un guión que precisa apurar el desenlace.
AL OTRO LADO DEL ARCOIRIS Si Los muppets nos han enseñado, aún con su dosis de ironía amable y sin desconocer la maldad circundante, sobre las bondades de la integración y donde las buenas acciones llevan necesariamente a un mundo positivo, ¿Quién mató a los puppets? surge como una continuación en sordina de ese universo, donde la integración ha sido un cuento y en el que los amables títeres de paño sobreviven como pueden en barrios marginales y discriminados del resto de la sociedad. Si todo esto puede parecer demasiado cínico, no lo es porque su director, Brian Henson, no es más que el hijo del gran Jim Henson, creador de Los muppets, y su amor por estas criaturas no es algo que esté en duda. ¿Quién mató a los puppets? es una comedia negrísima, llena de puteadas y escatología, una pieza freak y en apariencia imposible en este cine industrial donde todo tiene que estar prediseñado y basado en la experiencia de un público cautivo. ¿Quién mató a los puppets? es también un film noir, como en su momento lo fue ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, otra obra maestra de lo anormal, también construida sobre el revés de un universo luminoso, pero que fue mejor recibida en una época donde la fantasía se permitía la oscuridad (estos chicos post septiembre 2001 no quieren saber nada con la muerte). La película de Brian Henson arranca con la voz en off de Phil, el puppet protagonista, un detective privado que en la senda de sus grandes colegas de la literatura negra atraviesa una etapa de plena decadencia. Su mirada sobre el mundo que lo rodea es oscura, tanto como lo es la propia experiencia de los otros puppets que habitan una Los Angeles absolutamente desangelada: están los que siguen empecinados con cantar y bailar, aunque los humanos los golpeen hasta arrancarles los ojos. Como todo buen noir, nuestro protagonista terminará involucrado ingenuamente en una trama que lo superará y donde el sexo y las drogas aparecen como válvulas de escape al vacío existencial, pero también como moneda de cambio entre los personajes. ¿Quién mató a los puppets? construye su trabajo de contraste entre la alegría y la pesadumbre a partir de The happytime gang, un viejo programa televisivo de los 80’s que en la ficción del film fue emblema en su época al hacer explícita la integración entre humanos y puppets, y que hace recordar un poco al viejo ciclo creado por Jim Henson. Es el asesinato de sus ex protagonistas lo que pondrá a Phil en el camino de la investigación y a la película la hará ingresar en otra vertiente del policial como es la buddy movie, con la inclusión de Melissa McCarthy (brillante, como siempre, y sumándose lúdicamente al juego en su versión más bardera) como una agente que no se lleva del todo bien con el detective privado. Lo notable de la película es que no sólo se recuesta en múltiples códigos genéricos a la vez que ironiza con la posibilidad de ver a títeres en situaciones absolutamente escatológicas, sino que sabe construir una trama policial con su debido misterio y contiene grandes momentos de comedia: una larga eyaculación de Phil es una obra maestra del timing cómico y la incomodidad; también lo que hacen McCarthy y Maya Rudolph, una dupla que recupera la locura de las viejas parejas del cine cómico. Con los materiales a mano, Brian Henson se podría haber visto tentado de hacer virar su historia hacia lugares más placenteros, pero no lo hace. Y fiel a los códigos del noir el mundo seguirá siendo, cuando termine la historia, un lugar invivible, más allá del módico éxito de sus protagonistas. ¿Quién mató a los puppets? nunca se traiciona, es consecuente con lo que quiere contar y se anima a ir mucho más allá de lo que muchas películas supuestamente provocadoras van. El grado de locura y de incorrección política de la película, que hace convivir los universos de John Watters y los hermanos Farrelly, es no sólo un concepto qua hace girar la comedia por caminos imprevisibles, sino también la forma de mirar el mundo desde un lugar oblicuo, diferente y poco agradable para la mirada conservadora. Si lo muppets nos mostraban la bondad del mundo sin abandonar la tristeza de lo que en verdad nunca será, ¿Quién mató a los puppets? es un escupitajo ácido al ojo de la moral y la ética bienpensante. Nos lleva de la mano al otro lado del arcoíris y nos suelta la mano para perdernos en las calles de una insania descomunal.
CUIDADO, TIBURÓN SUELTO Algunas producciones de Hollywood -y algunos héroes, por qué no- han aprendido con el tiempo que el ridículo es lo único que las salva del oprobio generalizado y de la descortesía programática del espectador (y el crítico) en piloto automático que no sabe encontrar lo encantador en este tipo de propuestas si no hay un tufillo a Clase B. Por eso que la cruza de Jason Statham con un tiburón gigantesco prometía en Megalodón uno de esos entretenimientos sin culpa lleno de momentos virtuosos y descontrolados, territorio en el que Dwayne Johnson viene jugando hace rato de la mano de Brad Peyton en films como Terremoto: la falla de San Andrés o Rampage: devastación. Y algo de eso hay en el film de Jon Turteltaub, lo que lo convierte en un sano y divertido espectáculo. Tenemos un grupo de exploradores y un empresario inescrupuloso, fusión necesaria para todo film que apuesta por la ciencia ficción en comunión con el cine catástrofe: el descubrimiento de una región de mayor profundidad en el océano termina abriendo la puerta para que el bicharraco del título, una especie extinta hace millones de años, vuelva otra vez a la superficie con una voracidad descomunal. Y como una misión científica sale mal, llaman al único que parece capacitado para resolver el asunto, un tal Jonas (Statham) a quien en el prólogo del film vimos tomar una decisión tan fundamental como clave en su vida: tuvo que dejar atrás a sus compañeros, quienes desaparecieron en el fondo del océano sin dejar rastro. Aunque él dice que una criatura monstruosa los devoró. Sea lo que sea, el pobre Jonas tendrá que lidiar toda la película con esa culpa, pero también aprendiendo algunos aforismos sobre que lo importante no es tanto la gente que murió sino la que se pudo salvar y sobrevivió. Dilemas existenciales básicos que la película de Turteltaub administra entre secuencia de acción y secuencia de acción. Si el arranque es un poco solemne, Megalodón va progresivamente desandando su costado más lúdico: el tiburonazo aparece en escena y la película va acumulando escapada salvadora tras escapada salvadora. Eso sí, no termina de arrojarse de cabeza al descontrol desvergonzado y se siente constantemente tironeada entre escenas espectaculares que estiran el verosímil y situaciones melodramáticas que no terminan de tener peso, como si Turteltaub creyera que la forma de generar empatía con los personajes es sumándoles conflictos en vez de ponerlos a prueba por medio de la acción física. De ahí que la película se estira un poco exageradamente hasta casi las dos horas. Y hay que decir que en un medio líquido como el que propone Megalodón Statham no luce tanto como sí lo hace en sus films de acción terrestres y pedestres. Sobre el final hay toda una situación relacionada con un perro (y un homenaje a la obra maestra Tiburón) que deja en claro las posibilidades de la película y cómo no termina de explotar: en determinado momento Statham mira al perro nadar con cara de “esto no está pasando”. Ese solo instante interpreta mucho mejor el sentido del humor absurdo que podría haber hecho de Megalodón algo mucho más festivo.
DE TRADICIONES Y MODERNIDAD En Una pastelería en Tokio la gran realizadora japonesa Naomi Kawase vuelve a dar muestras de su talento para construir con sensibilidad relatos centrados en los vínculos humanos, incluso cuando apuesta aquí por una historia más convencional de lo habitual. En la película (que llega con tres años de retraso) un pastelero algo hosco reconecta con su interior luego de contratar a una anciana cocinera que lo acerca a métodos artesanales y tradicionales de la gastronomía. Como en gran parte del cine japonés, el choque entre el pasado y el presente es lo que determina el conflicto, que aquí se esboza con mayor levedad que en otros films (pensar en el cine de Takeshi Kitano), y surge como telón de fondo de la relación entre Sentaró (Masatoshi Nagase) y Tokue (Kirin Kiki). Lo mejor de Una pastelería en Tokio es la primera parte, cuando el vínculo entre Sentaró y Tokue se va dando progresivamente, y la desconfianza original del hombre va dando paso a una amable intimidad. Sentaró tiene un pequeño local donde produce doriyakis, unos bizcochos dulces con pasta de frijol, aunque confiesa que nunca los probó porque no le gustan. Claro, porque no comió la pasta de frijol que hace Tokue: así es como la anciana abre las puertas al interior del hombre y comienza a conectar, a la par que el local va aumentando su clientela. Durante largos minutos la cámara de Kawase casi que no sale de esa cocina, donde con pulsión documental Tokue le enseña los secretos de una cocción artesanal y ancestral: la larga espera con que la anciana espera que la pasta esté terminada es muestra de un cariño por las mejores tradiciones, que se oponen a un presente donde lo deshumanizado se impone. Sin necesidad de explicitar ni subrayar, la película va definiendo a sus personajes con pequeños gestos y también sus temas: por medio de la gastronomía, se explica el choque entre un pasado dedicado y artesanal y un presente prefabricado y distante (representado en la materia prima que usa Sentaró). Mientras Una pastelería en Tokio no convierte sus elementos en metáforas es que funciona a la perfección. Hay un detalle en Tokue que genera un quiebre en el vínculo entre los personajes y en el mismo relato, y que pone a la película a dialogar con éticas sociales y una mirada sobre el diferente. Es un quiebre que incluso habilita un cambio de tono por parte de la película, y que si bien no la termina por arruinar hace algo de ruido en el andamiaje mayormente sólido del relato. Porque Kawase acumula algunos giros de guión sensibleros y un tanto efectistas, donde aquello que los personajes representaban con su sola presencia se hace explícito a través de intercambios epistolares que le dan voz a las emociones y caen en metáforas un poco subrayadas. Todo esto no descalabra el funcionamiento de Una pastelería en Tokio porque de todos modos la directora no pierde nunca su buen gusto para construir imágenes que hablan por sí solas de la tragedia de la modernidad. Y porque Sentaró y Tokue son personajes imposibles de quebrar aunque se los convierta en símbolos para decir cosas.
PARA LA LIBERTAD Luego de Gloria y Una mujer fantástica, el chileno Sebastián Lelio sigue explorando en Desobediencia los devenires del universo femenino atravesado por tabúes y mandatos sociales: aquí dos mujeres de una comunidad de judíos ortodoxos en Inglaterra que tomaron diferentes rumbos en su vida, pero a las que una situación particular las lleva a reencontrare y a tratar de decidir qué hacer con la historia entre ambas, con ese deseo que resulta indisimulable pero se enfrenta fuertemente a lo que se espera de ellas. Que esta sea la primera película de Lelio en inglés no sólo marca un evidente quiebre en su carrera, sino que además muestra algunas limitaciones, como si en la traducción hubiera algo que se perdió o donde el director no supo de qué manera traducir si herencia cultural a otro tipo de lenguaje. La sensibilidad y emoción de su cine se trastoca aquí por momentos en una frialdad algo solemne y en exceso quirúrgica. Las mujeres en cuestión son Ronit (Rachel Weisz), hija de un reputado rabino, quien se radicó en Estados Unidos escapando de los mandatos familiares y de la propia comunidad, y Esti (Rachel McAdams), quien no tuvo la misma suerte de escapar y terminó casándose con Dovid (Alessandro Nivola), protegido y discípulo de aquel rabino. La muerte del religioso hará que Ronit viaje a Inglaterra para avivar no sólo sus propios dilemas existenciales, sino la relación con Esti, con ese amor que se vio frustrado. Es interesante en esa primera parte del relato la manera en que Lelio va dosificando la información, especialmente la forma en que se apoya en sus tres notables protagonistas: Weisz, McAdams, Nivola en un juego de silencios y miradas que en ocasiones se expresan a través del cuerpo. Ahí podemos ver la mano sutil del director para imbricar lo público con lo privado, en saber de qué manera aquello que impacta en los individuos tiene su eco social y se replica, pero sin subrayarlo. Porque si por un lado explora la relación entre las dos mujeres, también mira con interés la forma en que Dovid no sólo asimila eso que sucede a su alrededor, sino cómo reacciona en referencia a su rol social donde todavía no termina de hacerse fuerte como rabino, como referente de su comunidad: tal vez el momento más emotivo del film es aquel en el cual Dovid toma una decisión crucial, tanto para él como para Esti y Ronit. Su definición sobre la libertad, la manera de ejercerla y las elecciones, leit motiv fundamental de la película. Desobediencia funciona mientras se construye como un drama ascético, con la pasión surgiendo inexorablemente en algunos pasajes que operan como respuesta al control excesivo del mundo de rituales judíos: por eso que las amantes tendrán que emprender un viaje, irse del lugar y dar rienda suelta al deseo en un espacio despersonalizado como el de la habitación de un hotel. Pero los problemas del film surgen en la última media hora, cuando cede a algunos recursos más propios del melodrama y tarda en resolver la historia de sus personajes, con giros más propios del guión que de la lógica del relato y de sus personajes. Ahí es cuando el carácter más amable y latino del cine de Lelio no puede aflorar, o chirría, ante la superficie prolija de drama europeo. Ese cruce cultural no termina de estar resuelto y afecta a los resultados finales de la película, que aún así muestra a un autor de los más interesantes del cine latinoamericano.