KEVIN COSTNER Y DIEZ MÁS Está muy mal discriminar a una persona por su color de piel o por su género, porque aunque no lo creamos, son (casi) seres humanos como nosotros, los varones de tez clara; incluso pueden ser inteligentes y tener talentos como lo demuestra Talentos ocultos, la película de Theodore Melfi que está nominada al Oscar. Si nos permitimos la ironía es porque una película como Talentos ocultos la habilita, desde su pasiva manera de mostrar un tipo de revolución institucionalizada -y dentro de las instituciones- (la de un grupo de mujeres afroamericanas que terminaron ocupando un lugar en la testosterónica NASA y fueron clave en la pelea por el espacio exterior con los rusos), hasta su pulcra narración que carece de cualquier tipo de hallazgo formal. En el film de Melfi no hay un solo plano, un solo momento que luzca aceptablemente cinematográfico: sí hay una ambientación sumamente profesional, pero la imagen, el movimiento y lo simbólico son totalmente secundarios a lo que importa en definitiva, que es otra historia de auto-superación personal y de victoria de las minorías contada con claridad y espíritu aleccionador. Si pensamos la historia maravillosa que el director tenía entre manos (hay aquí múltiples cuestiones sociales, políticas, incluso tecnológicas en danza), realmente los resultados son bastante pobres. Y más aún, si tenemos que ver a la película desde el incómodo lugar en que la ponen las instituciones que otorgan premios: ¿es Talentos ocultos una de las nueve mejores películas del cine norteamericano de 2016? Ni de milagro. Melfi tiene a favor el paso del tiempo. Un film como Talentos ocultos dice cosas que, más allá de los Trump del mundo, respira el mismo aire que respira el cuerpo social: salvo ánimos recalcitrantes, nadie puede estar en contra de lo que la película tiene para decir. Es cierto que por momentos descubre unas experiencias (las de las tres protagonistas) que nos resultan increíbles (lo del baño en la oficina es sencillamente inconcebible), pero el problema de la película pasa decididamente por su pulcritud exagerada como para satisfacer a todos los públicos. En ese sentido, Talentos ocultos inconscientemente corporiza el conflicto de una de sus protagonistas: aquel que se da entre la mujer que decide luchar pasivamente y su marido, que cree en la militancia y la actitud combativa en pleno auge de las luchas de la comunidad afroamericana. Y es a partir de su superficie lustrosa e inofensiva, que la película toma partido por uno de los puntos de vista. Pero a pesar de todo lo negativo que podemos decir, hay un par de cuestiones que impiden que la película caiga en la ignominia y que, incluso, hasta resulte aceptable. En primera instancia si bien es cierto que la motorizan las buenas intenciones, la película se permite ser ligera, incluso humorística en varios pasajes. Esa liviandad impide la solemnidad, y con su ausencia la bajada de línea bienpensante es mucho menos molesta. Y lo otro que está muy bien en el film es Kevin Costner: su personaje, presentado como un ogro, adquiere toda la sobria humanidad de la que es capaz el actor. Su Al Harrison es un tipo con una inteligencia suprema, alguien además que de tan pragmático permite que a su alrededor se puedan ir gestando los pequeños cambios que motivan las grandes revoluciones. Y allí donde el resto de las actuaciones marca deliberadamente una actitud (Jim Parsons, por ejemplo, con una villanía sin matices), Costner da nuevamente cátedra de cómo la economía de recursos es fundamental para construir personajes con dimensiones. Cada vez que Costner aparece en pantalla, Talentos ocultos crece. Él es el verdadero talento oculto de la película.
UNA CASA No es novedad decir que Ricardo Darín es un intérprete descomunal, pero hay que verlo otra vez en Nieve negra para confirmar sus virtudes (si es que lo necesita). Hay dos escenas, al menos, en las que construye corporalmente un personaje con enorme magnetismo. En la primera, su Salvador comparte una cena con su hermano Marcos (Leonardo Sbaraglia) y su cuñada Laura (Laia Costa) en la que se van revelando los tironeos de poder dentro de ese trío, y donde el actor -apelando a respuestas lacónicas y sin dejar de lado cierto humor tenso- termina gobernando el espacio con autoridad. En otra, el plano fijo lo muestra cargando cosas en una camioneta mientras entra y sale del plano. Hasta allí se acerca Laura para indagar en el pasado de Salvador, pero otra vez es éste el que termina revirtiendo el juego y poniendo las dudas y las sombras del otro lado. Es un momento que Darín actúa con el cuerpo, con una parsimonia que representa cabalmente el peso sobre la espalda que ha llevado toda la vida ese personaje pero que aún con rencor no pierde la inteligencia. Lo que llama aún más la atención en estas escenas es que mientras podemos intuir los recursos interpretativos de los que hacen gala Sbaraglia y Costa (es decir, se nota que están actuando, aunque lo hagan muy bien), Darín juega otro juego: su presencia en el espacio se integra con enorme fluidez y con una notable economía de recursos. Y no era fácil la partida. El personaje de Salvador es, entre las diversas criaturas que ha construido Darín, una de esas que podía estar rodeada de tics y sobreactuación: un tipo hosco, ermitaño, con actitudes violentas. Pero el actor lo aborda con la naturalidad y solidez habitual, sin estridencias. A esta altura, Darín es una casa, un lugar seguro donde el cine nacional no sólo deposita parte de sus expectativas comerciales sino también donde el espectador encuentra mucho de lo que va a buscar cuando ingresa en la sala oscura. Y su presencia aquí tiene un lazo indudable con lo que el director Martín Hodara está contando: la venta de una casa en la montaña, pasados familiares (la familia: otro espacio de supuesta comodidad y seguridad) violentos e imposibles de soltar, secretos que se van revelando progresivamente. Entonces tenemos los cimientos de Darín, fuertes y bien construidos; los cimientos de una película indudablemente de guión, que a veces flaquea por la sobre-explicación y una tendencia a no dejar cabos sueltos; y los cimientos de esa casa, que esconden la negrura que teñirá lentamente aquella nieve. Nieve negra funciona más y mejor cuando sugiere. En ese sentido, hay un trabajo muy interesante del director con los flashbacks, que si bien pueden parecer demasiado abundantes y contradecir la idea de “sugerencia”, su inclusión tiene virtud estética y narrativa. Algunos ingresan por corte, pero la más de las veces se integran dentro del mismo plano, en paneos tan virtuosos como justificados formalmente. Esos flashbacks recurrentes surgen muchas veces como forma de recuerdo de Marcos y Salvador (recuerdos atormentados), pero también en la investigación que va realizando Laura (que somos nosotros, los espectadores) sobre el pasado de su hermano y su cuñado. Entonces la noción de no poder soltar ese pasado, que se expone formalmente, se imbrica con lo que la casa y el paraje entre las montañas significan para los dos hermanos. Por eso que la acción se resuelva casi exclusivamente entre esos tres personajes, con esporádicos secundarios, en lo que podría ser casi un film de cámara. Es verdad que Nieve negra resulta atractiva, hasta un último acto en el que busca el impacto con la revelación de algunas truculencias familiares. Y si bien la resolución sirve para oscurecer aún más la negrura de la historia y de los personajes, lo hace precipitadamente y a riesgo de perder la sugerencia y el suspenso bien construido. De todos modos, Nieve negra deja ver en Hodara a un director que en su primera película en solitario (había codirigido con Darín aquel proyecto que dejó trunco Eduardo Mignona, La señal) demuestra tener el talento para poner en escena un cine mainstream para nada perezoso y hasta con cierto vuelo formal. Y, volviendo al origen de este texto, si Darín es esa casa familiar a la que los espectadores vuelven una y otra vez para sentirse seguros, hay que decir que la película ofrece durante un buen rato un gran espacio de confort.
LOS HERMANOS SEAN BURGUESES Dos hermanos, uno cirujano infantil y el otro abogado, se prenden en luchas morales desde que arranca Nuestros hijos: el primero atiende a un niño que ha quedado paralítico por culpa de un hecho de violencia callejera, causado por un policía que defiende el segundo. La mirada sobre la violencia, sobre la ley y sobre los hombres tiñen las conversaciones de esos hermanos que mantienen un ritual semanal: se juntan con sus esposas a cenar en un refinado restaurante que el abogado y su esposa adoran y el cirujano y su esposa desprecian. Ambas parejas representan caras de la burguesía italiana, aunque uno es la cara consciente (el abogado) y el otro la inconsciente (el cirujano). Si todo luce un poco estereotipado, lo es, porque básicamente el film de Ivano De Matteo -basado en una novela de Herman Koch- trabaja esa cuerda de estereotipos que hacen fácil e inmediata la asimilación del espectador del drama de sus personajes. Y esto será fundamental cuando promediando el metraje, otro episodio de violencia callejera -incluso vinculado con cuestiones sociales- impacte más fuertemente el núcleo afectivo de los hermanos. Pero para que Nuestros hijos, en su trabajo sobre los estereotipos, luzca aún más subrayada, hay un par de elementos que se hacen repetidos. Por un lado es imposible no mencionar el hecho de que Alessandro Gassman (el abogado) y Luigi Lo Cascio (el cirujano) hayan interpretado personajes similares en la posterior (pero estrenada aquí antes) Il nome del figlio, versión italiana de Le prenom. Allí Gassman era el burgués de derecha y Lo Cascio el burgués de izquierda, y lo que aquí es un drama intenso allí era una comedia que terminaba resolviendo sus dilemas de manera algo más amable. Pero además, Nuestros hijos tiene en su giro un elemento que ya parece habitual en cierto cine burgués: los hijos involucrados en un acto violento, como en la también italiana El capital humano (y para qué negar, como en cierto capítulo de Relatos salvajes). Lo que importa, en definitiva, sobre lo que se hace foco aquí como en esas otras películas, es en las consecuencias de esos actos pero especialmente en la manera en que se busca taparlos desde una perspectiva clasista. Con todos estos antecedentes demasiado contemporáneos a la mano, le cuesta a Nuestros hijos sorprender o, al menos, plantear algún tipo de dilema que resulte novedoso. Por eso el film de De Matteo termina optando, para generar una idea de avance narrativo dentro de un drama que luce estático la mayor parte del metraje, por una suerte de giros de guión y manipulaciones que buscan como siempre sacudir las emociones del espectador. Claro está, la clave pasa por ver qué hace uno luego del impacto: o queda shockeado (como el niño paralítico) o reflexiona sobre la manipulación y cierto forzamiento de las situaciones. Ante esto último, la evidencia de una mano que mueve las fichas para agilizar debates, se expone definitivamente el valor de la película: que es el de ser una película de tesis, de esas que instalan un tema para que el espectador debata posteriormente qué haría en tal situación. Una película para tematizar en un magazine televisivo o un programa de radio de la mañana. Es en este sentido que Nuestros hijos se parece más Relatos salvajes que a El capital humano, una película que decía un poco lo mismo pero lo hacía de la mano de algunos recursos formales más virtuosos. Aquí De Matteo luce una puesta en escena televisiva, escasamente arriesgada, y su apuesta es precisa: como lo que importa es el mensaje, o la instalación del tema, para qué andar complicando las cosas con recursos y floreos. El cine en segundo plano.
ROAD MOVIE CON VACA Además de esas poco imaginativas adaptaciones de obras de teatro, los franceses exploran dentro de su cine for export (y estamos obviando la gran cantera de cine de autor que inunda festivales) una serie de historias vinculadas con la vida rural, con personajes pueblerinos que son una sumatoria de bondad y buena onda que generan empatía inmediata. Hay en esos relatos una búsqueda bastante obvia de regresar a ciertos valores que lucen hoy antiguos, a una idea de familia tradicional y a recuperar la ingenuidad que -se supone- mandaba en los vínculos de la primera mitad del Siglo XX. Y en No se metan con mi vaca (emocionadísimo título local para el más simple La vaca) el director Mohamed Hamidi genera algunas vueltas de tuerca de ese paradigma, con un protagonista argelino que viaja a París para participar del Salón de la Agricultura. Es decir, aquí el hombre simple es extranjero y el viaje, que emprende a pie acompañado de su vaca Jacqueline, servirá para observar esos vínculos entre el adentro y el afuera. Fatah (Fatsah Bouyahmed) es un campesino argelino que tiene un vínculo más fluido con su vaca que con su esposa. Su sueño es, por lo tanto, viajar con la bovina Jacqueline a París y participar de la feria de agricultura ya mencionada. Y el sueño se logra cuando recibe una invitación, aunque hay un problema: los costos del viaje se los debe pagar él. Entonces la comunidad lo ayuda con el viaje en barco hasta Marsella, pero de ahí en adelante el bueno de Fatah viajará a pie hasta París, en lo que termina teniendo la consistencia de una road movie por pueblos y ciudades francesas. Hamidi va trazando el derrotero de su película a partir los cruces que va teniendo el protagonista con diversos personajes, mientras su travesía es seguida como se puede desde Argelia, y en Francia la presencia del viajero va teniendo dimensiones míticas a partir de su presencia accidental en redes sociales y en la televisión. Digamos que todo este viaje resulta bastante simpático, en el sentido que las historias que Hamidi relata son más mínimas que expansivas. No se metan con mi vaca es una de esas películas que prefiere lo simple a lo intrincado, y cuya mayor ambición -formal o discursiva- es la de montar un entretenimiento ligero y para nada pretencioso. O si hay una pretensión, tiene que ver con una idea un tanto naif acerca de cómo los pueblos pueden (deben) unirse a través de sentimientos más nobles y menos materiales. El problema del film es que en su búsqueda de simpatía a toda costa no se anima a llevar las situaciones más allá de ciertos límites, y luce un humor no sólo anticuado (con un protagonista que gesticula exageradamente y sin una red que lo contenga) sino además falto de imaginación y timing. Estamos ante una película anacrónica en el peor de los sentidos, porque no tiene una búsqueda estética sino porque su anacronismo se construye a partir de sus ideas avejentadas. Para colmo de males, lo que no puede eludir Hamidi en su película -y de ahí cierta antipatía que puede generar- es el no hacerse cargo que la historia que cuenta se enmarca en un tiempo social y político convulsionado, donde la situación de la inmigración en Europa luce absolutamente desbordada. Y esto se multiplica más aún, si tenemos en cuenta las tensiones entre argelinos y franceses a lo largo de los tiempos. De ahí, también, que nos resulte un tanto problemática la fascinación del propio Fatah no sólo con Francia, sino también con su participación en un torneo organizado por una suerte de Sociedad Rural gala. A Fatah no sólo lo puede la sumisión ante la potencia, sino también un deseo de sentirse institucionalizado. En definitiva su viaje tendrá un premio que sus amigos y parientes podrán ver por Internet, a lo lejos, de costado. Sin querer, No se metan con mi vaca dice lo que su constante amabilidad entierra en el fondo sin remedio.
DE PEONES A REINAS Mientras la producción animada de Disney atraviesa un presente óptimo (Zootopía, Buscando a Dory y Moana en un mismo año es como demasiada demostración de talento), la compañía sigue explorando su territorio de personajes clásicos ahora trasladados del dibujo a la acción en vivo (Maléfica, La cenicienta, la próxima La bella y la bestia) y hasta se da el lujo de algunos films con espíritu arcaico y a contramano como la noblísima y bella Mi amigo el dragón, que tiene mucho del espíritu señero del tío Walt. A todo esto habría que sumarle sus positivas sociedades con Marvel y el universo Star Wars. Pero si todo esto no fuera suficiente, la maquinaria disneyana ha venido explorando en los últimos años una serie de películas que vendrían a ser como los hijos menores, y que son en definitiva las que mejor detentan el discurso histórico de la empresa: buenas intenciones, refuerzo de los valores tradicionales, una mirada recuperadora de la familia, y especialmente una reflexión sobre la integración y el acercamiento al otro. No casualmente, además, son películas que hacen hincapié en hechos reales y son cuentos de hadas que parten de la experiencia deportiva; se sabe, el deporte es una de las formas más populares de traducir dilemas existenciales y conflictos sociales o políticos. Hablamos de la simpática Un golpe de talento y la superior McFarland: sin límites, la primera ceñida al béisbol y la segunda al fútbol americano, dos deportes eminentemente yanquis. En este cuadro se agrega ahora Reina de Katwe, film que no ingresa de manera integrada, como bien corresponde a una actividad como el ajedrez que es y no es un deporte. El film está basado en la experiencia real de Phiona Mutesi, una de las más jóvenes campeonas de ajedrez de la historia en Uganda y considerada actualmente como uno de los grandes talentos mundiales de la disciplina. Lo que relata el film, basado en la novela de Tim Crothers, es la juventud inmersa en la pobreza de la joven, y el progresivo descubrimiento por parte de Phiona del ajedrez, siempre de la mano de su mentor y tironeada por las necesidades de su madre. Está claro, Reina de Katwe es una película que potencia el mensaje esperanzador, y que incluso no elude las metáforas que el propio ajedrez presta: “me gusta este deporte porque el más chico se puede convertir en el más grande”, le dirá otra niña a Phiona cuando le explique de qué manera el peón, al llegar al final del tablero, puede convertirse en una reina. Reina de Katwe es, también, una de esas películas que nos llevan a la duda constante sobre cuánto de real es lo que se nos cuenta y de qué manera la aventura es puramente funcional para fortalecer un discurso y una mirada que expone el esfuerzo y la obstinación como forma casi excluyente de ascenso social. Son películas que piensan un mundo idealizado; uno puede asimilarlo o correrse. Otro detalle de Reina de Katwe que convoca a la distancia es la mirada sobre lo diferente, que no se aleja de cierto pintoresquismo habitual en este tipo de producciones: si bien es una historia que escasamente se mueva de Uganda y con un reparto mayormente de intérpretes africanos o con orígenes africanos, se trata de un film que realza valores clásicamente norteamericanos, aunque también los podríamos señalar como occidentales. En todo caso, la presencia de la directora india Mira Nair permite un filtro y una depuración de todo excedente. Se nota mayormente este filtro en la forma en que la película mira la pobreza: si bien hay algo lavado en una película que no se asume como un documental y sí como un film familiar, no existe el regodeo ni la sordidez muchas veces aplicable a la idea de “miseria” que el cine quiere imprimir. Lo que se ve es el contexto ineludible en que esos personajes se forman, incluso hay apuntes más sutiles entre las diferencias de clases marcadas por comodidades tan básicas como una cama o, más terrible aún, la posibilidad de educarse. Reina de Katwe tiene el valor de pensar al héroe individual, sin olvidar su contexto y el entramado social en el que se forma. Incluso, la historia aparta muchas veces el foco del personaje principal y centraliza su mirada tanto en la madre como en el tutor, con sus dudas y dilemas existenciales a cuesta. Son, todos, personajes que pueden fallar y que lo hacen. Pero Nair prefiere antes que reforzar el error, señalar el momento en que ese error es asimilado y usado como combustible para dar un paso adelante. Y el combustible es clave en una escena que genera un quiebre en el vínculo de esa hija talentosa y esa madre algo terca y arraigada a las tradiciones. Sin demasiado brillo, cayendo incluso en una gran cantidad de lugares comunes, Reina de Katwe es una película que, como sus personajes, logra superar sus propios demonios.
SOMOS LOS REBELDES Star wars es un objeto cultural invalorable. Y no hablamos sólo desde una perspectiva comercial (sí, lo sabemos, es un chiche gigantesco e inagotable), sino de la influencia que ha sembrado entre múltiples realizadores. Tal vez no sea tan sólo Star wars, sino un grupo de películas que sobre fines de los 70’s vinieron a remodelar el diseño del cine de masas, y que a lo largo de los años 80’s construyeron un público con sus códigos temáticos y narrativos. Si la generación de realizadores inmediatamente posterior -la de los 90’s- usó a Star wars (o a Indiana Jones) como lazo indudable, pero como vínculo tácito, hubo que esperar a que aquellos directores que fueron niños en los 70’s y se educaron con las enseñanzas de George Lucas o Steven Spielberg tuvieran su oportunidad para rediseñar aquel universo, expandirlo y darle una textura contemporánea. Es decir, terminemos de emular Star wars y hagamos Star wars. Es por eso que recién casi cuatro décadas después Star wars tuvo una extensión adecuada (el Episodio VII de JJ Abrams fue muy bueno) y se prolonga ahora con la interesante Rogue one: una historia de Star wars. Evidentemente hay un proceso formativo que alcanza una cima reflexiva y que se expone con solidez en el film de Gareth Edwards. Rogue one está dentro del universo original, pero con personajes laterales que se adivinan finalmente como fundamentales dentro de aquella saga primigenia. Los episodios que se contaron desde Una nueva esperanza (Episodio IV) hasta El regreso del Jedi (Episodio VI) tienen su origen aquí: lo que cuenta esta película es la aventura de un grupo de rebeldes que tienen que robar los planos de la Estrella de la Muerte, el arma más poderosa del Imperio. Lo primero que se aprecia es que si hay una actualización contemporánea en los tiempos de la acción, es un recurso necesario para imponer el concepto en públicos adecuados a otras velocidades: también hay más acción física, de cuerpo a cuerpo, aunque eso tiene un vínculo más visceral con el carácter guerrillero de los personajes. Porque en todo lo demás, Edwards (y sus guionistas Chris Weitz y Tony Gilroy) demuestran comprender la estructura clásica: hay una presentación de personajes veloz y precisa, saltos espaciales constantes, una exuberante utilización del montaje paralelo, y una acumulación de eventos que tendrá su clímax en un final donde todas las subtramas terminarán desembocando. La clave para que ese final sea emocionante (más allá de estar un poco estirado) es que los eventos previos potencien las cualidades de cada personaje y expongan el poder absoluto al que se oponen: los planes imposibles, el carácter revolucionario, la villanía irredenta del poder, son cosas que aquí se procesan acertadamente. Hay en el trabajo de edificación de Rogue one una artesanía evidente. Lo que se observa en definitiva, al igual que se lo hacía en el Episodio VII, es la presencia de realizadores que comprenden tanto al producto original, que lo han estudiado y analizado tan puntillosamente, que incluso pueden rellenar los espacios huecos con inteligencia y diseñar un universo coherente y con una lógica interna evidiable. Esto se relaciona con aquella educación mencionada anteriormente, y que obviamente se completa con la propia experiencia del público ávido por nuevas historias. Rogue one es precisamente un espacio hueco, eso que nunca se nos había contado y que finalmente se revela: ¿cómo fue que la rebelión consiguió los planos de la Estrella de la Muerte? La duda razonable es si en verdad era relevante que se nos cuente esto, si no es una necesidad muy contemporánea esa de atar todos los cabos, dudas que quedan tamizadas porque la película es una aventura puramente Star wars y muy sólida como entretenimiento. De todos modos no queda oculta su lucha interior entre querer ser una película importante y su carácter meramente funcional dentro de ese engranaje superior pensado por Disney y que son las películas de Star wars. Ahí está tal vez lo peor de Rogue one, porque obliga a que el arco dramático de los personajes sea veloz dado su destino significante pero insignificante a la vez: esa idea romántica -y problemática- del rebelde trágico, también fuertemente católica en su carácter sacrificial, pone a todo lo que se ve en un segundo nivel de trascendencia. Hay por un lado en los personajes de Jyn Erso, Cassian Andor, Chirrut o Baze un grito de guerra orgulloso de “somos los rebeldes”. Pero también un límite a sus acciones impuesto por cuestiones comerciales de franquicias y sagas. Y ese no deja de ser un lugar incómodo para algo que se ha auto-denominado como “rebelión”. De todos modos lo que queda claro aquí, y que había generado una crisis con los episodios I, II y III filmados por George Lucas y repletos de diatribas y chácharas políticas aburridísimas y plomizas, es que el universo de Star wars tiene vida propia, que es maleable y que a galope de sus temas universales (los vínculos paterno-filiales, el Bien contra el Mal, el heroísmo, el sacrificio) la aventura es posible. Los alumnos, por una vez, demostraron ser mucho mejores que el maestro. Es que todos entendieron Star wars, menos él.
LO QUE HACE MAL ES LA MEZCLA No lo sabemos, pero tal vez por espíritu de dupla los directores Josh Gordon y Will Speck han elegido la mixtura como una de las formas posibles de su cine. Mixtura que es, en definitiva, el cruce de conceptos o subgéneros y que tuvo su representación más feliz en esa ensalada delirante que fue su ópera prima Deslizando a la gloria. En su siguiente film, Papá por accidente (horrendo título local), enlazaron la comedia guarra con la comedia romántica, en un producto fallido que no terminaba siendo ni una cosa ni la otra: demasiado sensible para el que iba por la premisa de la esperma, demasiado básica para una historia que se pretendía más compleja. En Fiesta de Navidad en la oficina insisten en la fórmula: en esta nueva comedia trabajan sobre dos obsesiones de buena parte del cine norteamericano, las películas sobre fiestas descontroladas y las películas sobre encuentros navideños. Como no podía ser de otra manera, los resultados son desparejos. La superficie es la fiesta navideña que el gerente de una de las sucursales de una compañía piensa dar a sus empleados, como un manotazo de ahogado para salvar esa delegación del cierre definitivo. Pero el fondo, en verdad, es la lucha entre el gerente y su hermana, que representan dos caras diferentes del mismo capitalismo: el hermano (T.J. Miller) representa la Norteamérica noble de los viejos valores, que incluso creía en el espíritu navideño como en esos viejos dibujos de los años cincuentas de la Coca-Cola; la hermana (Jennifer Aniston) es la modernidad, es la esencia reptil que subyace en el sistema y se olvida del componente humano. El quiere demostrarle a ella que puede ser competente, ella quiere demostrarle a él que tiene el poder para tomar decisiones con una frialdad que descoloca. La lucha entre ambos irá tomando la tonalidad de los subgéneros abordados: primero será el desenfreno festivo para darle paso al más bobo cuento navideño donde las diferencias se terminan resolviendo de manera incomprensible. Si algo le funciona Fiesta de Navidad en la oficina es la acumulación. No sólo la acumulación de chistes (algunos buenísimos, la mayoría bastante imperfectos) y situaciones desproporcionadas, sino también la acumulación de talento cómico en metros cuadrados: Jason Bateman, Olivia Munn, T.J. Miller, Jennifer Aniston, Kate McKinnon, Jillian Bell, Rob Corddry, Vanessa Bayer son estupendos comediantes y, cada tanto, cuando interactúan y se agrupan generan un ruido cómico muy efectivo. Cada uno hace lo que sabe, a veces un poco en piloto automático, pero el amontonamiento para una película que es narrativamente bastante torpe funciona y es crucial. Lo que no le funciona es la mixtura de película festiva con película navideña, porque la esencia destructiva de la primera no hace sistema con el espíritu bonachón de la segunda. Ese quiebre se ve en pantalla y hasta genera un cisma en el humor: cuando Fiesta de Navidad en la oficina se va convirtiendo en el cuentito sobre dos hermanos que terminan aceptándose se termina el chiste y todo luce forzado y escuálido. En verdad es como si la primera hora y pico fuera sólo un rodeo para el desabrido final, cuando realmente lo que sostiene y hace tolerable el cuentito es toda esa primera parte en la que les tomamos cariño a los personajes y decidimos acompañarlos hasta el final, cueste lo que cueste.
SIN NOVEDAD NI TENSION El tema central de un film como Snowden, la revelación del espionaje y la vigilancia que el gobierno norteamericano realizó sobre los ciudadanos de todo el mundo, parecía un material invalorable para que Oliver Stone recupere de alguna manera un espacio de interés en el cine norteamericano actual, perdido hace ya demasiados años. Director de lo político, que no quiere decir lo mismo que “director político”, Stone es un tipo que mantiene una fuerte disidencia con los gobiernos de su país y que se ha mostrado, a partir de varios documentales, afín al eje latinoamericano que llegaron a desarrollar tipos como Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o -incluso- los Kirchner en Argentina. Y más allá de la opinión que uno puede tener sobre esa mirada de Stone, lo cierto es que su estilo narrativo virulento y espástico ha sido una marca de orillo que sirvió para que sus alegatos furiosos tengan una adecuada correlación formal. Por eso sorprende en primera instancia la corrección con la que el director cuenta esta suerte de biopic sobre la vida de Edward Snowden, en un film que de tan larvado termina generando indiferencia. Stone se enfrenta en su nueva película a un par de problemas insalvables: primero, que el tema que tiene a Edward Snowden como protagonista, las denuncias a los abusos en el espionaje sobre los ciudadanos por parte del gobierno norteamericano, fue lo suficientemente conocido y difundido como para que el espectador llegue a sorprenderse con lo que ve. De hecho, uno intuye que la mayoría del público que se acerque a ver esta película lo hará conociendo los detalles. El mayor pecado del director es, entonces, no agregar nada nuevo: Snowden expone y cuenta, pero nunca reflexiona o piensa ni a su mundo ni a sus criaturas, no aporta lecturas porque simplemente el director cree a ciegas en su personaje y nunca lo pone en crisis. Y otro inconveniente: el documental Citizenfour, de Laura Poitras, ya tenía toda la información que este film recolecta de manera administrativa. Si lo vieron, la Snowden de Stone será pura redundancia. La película parte de la reconocida entrevista que Edward Snowden brindó en un hotel y de ahí comienza a viajar hacia el pasado del personaje, mostrando el progresivo descubrimiento que va haciendo de los métodos en los que incurren las agencias de seguridad para las que trabaja. Pero muy especialmente hace foco en el vínculo del protagonista con su novia, donde tal vez aparecen -aunque un poco ligeros- los únicos conflictos reales de la película. A la falta de novedad o sorpresa (más allá de algún dato que aparezca) se suma entonces una narración larvada, falta de energía, incluso ausente de recursos espásticos como nos tenía acostumbrado el director hace tiempo. Es esa ausencia de tensión, sumada a una duración que termina luciendo excesiva, la que hace de esta película un nuevo paso en falso del director. Y eso sí que es imperdonable en Stone, alguien a quien podíamos acusar de muchas cosas pero nunca de tibio. Que el director diga algunas cosas sobre Norteamérica y que la película no dé rodeos para su denuncia, no implica que a la vez sea escasamente estimulante: claro, seguramente que la película será celebrada por aquellos que sólo desean ver en este tipo de producciones una confirmación de sus ideas. Sobre la última parte, el director quiere jugar al thriller, pero no le sale y descubrimos que si algo mata a Snowden es el enamoramiento que el realizador tiene por su personaje: el documental de Poitras contenía silencios, tiempos muertos, que hacían respirable la encrucijada del protagonista. Pero aquí estamos ante una apología acrítica que termina haciendo aquello que cuestiona: la credibilidad en una versión por encima de todo.
PAPA Y LOS DOGMAS En la senda del cine indie freak que masificó Little Miss Sunshine, Matt Ross nos pone en Capitán fantástico ante otro grupo familiar corrido de la sociedad y lo considerado normal, integrado en este caso por un padre, sus seis hijos y una madre que acaba de suicidarse. Pero aquí ese frikismo en verdad está relacionado con un dogmatismo impartido por el padre, en el que se suceden debates sobre el marxismo, el leninismo o el trotskismo, e insultos varios de un grupo de púberes contra el sistema, las instituciones y las corporaciones: está claro, para el estilo de vida norteamericano lo que hace Ben con sus niños es absolutamente freak y un poco escandaloso. Y si la película tiene un acierto, es el de hacer de ese carácter revolucionario del grupo algo divertido y alejado de la solemnidad, aunque a veces incurra en una postura canchera, algo que suele ser habitual en este tipo de producciones. El protagonista vive con sus hijos en medio de la naturaleza, les enseña a cazar, los instruye por fuera del ámbito educativo formal y celebra el día de Noam Chomsky. Como en muchas de estas películas norteamericanas, la clave no está tanto en el recorrido de los personajes sino más bien en la forma en que al final llegan a algún tipo de consenso, en el caso de lo que lo haya. Y Capitán fantástico es de ese tipo de películas: porque ante el suicidio de la madre, el padre y sus hijos deberán abandonar la seguridad de su refugio apartado de la sociedad y enfrentarse tanto a los riesgos de la vida moderna y material, como a los abuelos y su posición intransigente -especialmente el nono de Frank Langella- respecto de la educación que el patriarca imparte a sus niños. El film se vuelve por momentos una road movie, que es el género más cómodo que le queda al cine norteamericano para trabajar conflictos de manera episódica y con un fuerte carácter simbólico. Sin embargo hay un par de elementos de los que Ross se vale para que ese acomodamiento final de los personajes no suene forzado o que se vea como una rendición exagerada: en primera instancia la película tiene un tono de cuento de hadas que la hace un poco inverosímil y, por eso, disfrutable, situación que explicita en cierto momento musical en el que los personajes consiguen la epifanía grupal; y en segunda tenemos a Viggo Mortensen, ese actor que aporta además de talento una alta dosis de insania y rugosidad, y que aleja a la película de la pura pose: en su presencia física, que parece entregarse totalmente a lo que se está contando, hay algo honesto y vivencial, y que encaja perfectamente con la ruralidad y la hosquedad que el personaje requiere. En definitiva y más allá de toda la cháchara relacionada con las bajadas de línea ideológicas, Capitán fantástico es una película con un plan mucho más cotidiano de lo que se observa en primer plano: porque es, como tantos relatos Americanos, una película sobre un padre y sobre cómo sus métodos de enseñanza pueden afectar a sus hijos. La resolución estará dada, entonces, en cómo se recuperan lazos y se administran las libertades. Más allá de aquellas canchereadas señaladas y de un tramo final que emblandece bastante las acciones, no deja de ser satisfactorio que los personajes sean respetados y terminen triunfando dentro de su propia lógica, y que el director Ross incurra en algunos riesgos más que evidentes al plantear una premisa que parece demasiado envarada a simple vista.
HORAS DESESPERADAS Hace un buen tiempo que Clint Eastwood viene reflexionando sobre la muerte y la oscuridad que rodea a esa instancia terminal. Lo viene haciendo desde diversas miradas y géneros, evidenciando además un manejo fascinante de las múltiples herramientas discursivas que permite el cine, y lo vuelve a hacer en la notable Sully: hazaña en el Hudson. Lo suyo es virtuoso si pensamos que solamente en la última década entregó películas tan complejas y diferentes como Jersey Boys, J. Edgar, Invictus, Gran Torino o Cartas desde Iwo Jima, aunque también es cierto que la palabra “virtuosismo” relacionada con el arte no le hace honor: porque en ese gesto parece haber algo ampuloso que es todo lo contrario del cine de Eastwood. La virtud del director es la de ser conciso en lo que quiere contar y cómo ponerlo en escena, sin excesos melodramáticos ni floreos formales innecesarios, y con una economía de recursos aprendida en la escuela del cine clásico. Es clave también señalar que el cine clásico que construye el director no es un cine avejentado, como puede parecerlo por momentos el período “clasicista” actual de Steven Spielberg, sino clásico en el sentido de que edifica sobre la escritura base del cine. A esa escritura base, pues, le adosa los elementos autorales indisimulables, aquello que es marca en el orillo. Si bien hace al menos 25 años que viene filmando, con contadas excepciones, sólo grandes películas, con el tiempo Eastwood se ha vuelto -si esto era posible- cada vez más sabio. Y otro detalle: pocos directores a su edad han logrado mantenerse en el centro de la escena con un respeto ganado no a partir de la soberbia de la ancianidad, sino desde la calidad de su trabajo. En Sully: hazaña en el Hudson Eastwood refrenda todo lo dicho anteriormente: cada decisión de puesta en escena parece la única posible y la película está construida con las imágenes necesarias. No sobra nada. Tampoco falta. El accidente aéreo real que terminó con una aeronave comercial amerizando en el Río Hudson sin mayores daños que los materiales, le sirve al director para seguir trabajando esa reflexión sobre el adiós desde diferentes perspectivas. A partir de la experiencia del piloto Chesley “Sully” Sullenberger, de su crisis personal ante lo ocurrido, Eastwood desarrolla una mirada retrospectiva sobre el tiempo vivido y sobre las decisiones que tomamos. El miedo al no haber hecho lo correcto es lo que carcome al protagonista, lo que lo pone contra las cuerdas y lo hace dudar sobre su profesionalismo y sus propios códigos. De alguna manera “Sully” es Eastwood, es el tipo de 86 años que mira también el tiempo atrás y que, sabiéndose más cerca del final, quiere llegar a algún tipo de consenso personal sobre cómo aquello que hizo era lo único posible de hacer. Claro está, cuáles son esos pesares Eastwood se lo reserva como buen artista púdico que es. Los demonios se hacen presentes en la película de manera angustiante, la forma en que Sullenberger desconfía de él mismo es realmente fatal. Y para que esa tensión se mantenga durante todo el relato, hasta explotar en uno de los finales más alegres en mucho tiempo, resulta fundamental el recorte temporal que ejecuta el director: más allá de apelar a flashbacks muy precisos y de saltar en el tiempo constantemente, lo que se ve en el film es un registro de las horas tormentosas, desesperadas, durante las cuales Sullenberger transita el mundo con pesar. Esas horas incluyen las previas al accidente y las del proceso que se le inicia, y en ambos casos se trata de espacios donde se observan diversas fricciones en danza, lo profesional y lo mundano, la tecnología contra el factor humano. En esto último es donde Eastwood tal vez pierde más la sutileza y donde se observa de manera contundente su posición. La partición temporal que hace de la película también es curiosa: si el episodio es bastante conocido, la película se encarga de mostrarlo desde el arranque y ofrece reiteraciones alterando ligeramente el punto de vista. Está claro, a Eastwood no le importan tanto los hechos como sus consecuencias. Y en Sully: hazaña en el Hudson lo que termina siendo fundamental es la sociedad que Eastwood genera con Tom Hanks. El actor, al igual que el director, es dueño de una economía de recursos significativa. A Hanks le alcanza con una corporalidad que evidencia cierta debilidad para ponernos en el lugar de ese tipo en crisis. No hay excesos, Sullenberger no necesita romper una habitación de hotel a patadas para dejar en claro que algo está pasando por su interior, que está quebrado y que salir no será sencillo. No parece haber otro actor capacitado para ese rol. El Sullenberger de Hanks es un buen tipo, alguien profesional, preocupado fundamentalmente en hacer bien su trabajo. Incluso se refleja lateralmente en otro personaje suyo reciente como el de Puente de espías. También Hanks, desde lo actoral, comienza a ver su carrera en retrospectiva. Y ese ejercicio, que puede arrojar resultados placenteros, no deja de ser angustiante y crítico. Porque está claro que para Eastwood anciano no hay horas más desesperadas que aquellas en las que el hombre empieza a ser juez de sí mismo.