LOS JÓVENES DE HOY EN DÍA Antes que nada, una particularidad de la distribución de cine. Este film animado danés, dirigido por Thorbjørn Christoffersen y Anders Matthesen, es en verdad la segunda parte de una película nunca estrenada en el país. Sin embargo no hay nada en su lanzamiento que nos indique que estamos ante una secuela. Por lo tanto, si no vimos la original (y a fuerza de ser sinceros, no conocíamos de su existencia hasta ahora), los primeros minutos nos encontrarán absolutamente perdidos entre personajes que ya han sido presentados, vínculos que fueron definidos con anterioridad y elementos mágicos que se precipitan sin una explicación que nos ponga en situación. Y por si esto fuera poco, la historia de alguna forma continúa lo que ya se ha contado, con un villano que sale de prisión por delitos que intuimos. Pero lo interesante de El pequeño ninja (2) es que tiene tantas particularidades en su construcción, que esto de ser una secuela nunca anunciada como tal es apenas un detalle menor. Para los que desconocíamos el universo en el que nos íbamos a meter, digamos que el prólogo nos pone en situación de alerta. Por medio de sombras, la película nos presenta un crimen bastante violento y sangriento para lo que suponemos una película animada infantil. Pero atención: ¿estamos ante una película infantil? Y ahí entramos en un dilema, digamos, cultural. ¿Cuáles son los límites que se consideran tolerables en Dinamarca para una película destinada a los chicos? ¿Son diferentes a los nuestros? Lo cierto es que este es el primero de una serie de elementos rugosos que se introducen en la película, traficada desde el diseño como un film para niños con aire a Dreamworks pero que no lo es tan así: la familia protagónica viajará por caprichos del guion -y del niño protagonista- a Tailandia y allí se cruzarán con una realidad de clubes nocturnos, mafiosos, prostitución, referencias explícitas a las drogas, secuestros de niños y explotación laboral. Y no hay aquí un juego canchero de referencias para llegar al público adulto a lo Shrek ni un dramatismo que agrega circunspección al cine animado, sino un film cuya lógica es esa, la de imbricar una superficie infantil con un relato repleto de sordideces levemente lavadas, incluyendo incorrecciones varias, algunas vinculadas a la sexualidad que quedan afuera de espacio y tiempo. Y de agenda. Todo esto no vuelve a la película necesariamente buena, pero la hace mucho más interesante que la media del cine animado periférico a Hollywood que se estrena regularmente (y del central a Hollywood también). Y no es mejor, porque su humor funciona en cuentagotas y su trama casi de policial es bastante básica y le falta sofisticación como para hacer que esos elementos retorcidos que la integran luzcan más trabajados. Que en el fondo estamos ante una historia de superación personal, la del niño que quiere ser más corajudo, que incluso en ese registro ofrece una idea algo anticuada de lo que es el valor y la masculinidad. Insospechadamente ofensiva, sobre los créditos del final un personaje (el tío, que es como una versión libérrima del Capitán Haddock de Tintín) canta una canción, a lo que otro personaje le dice que ofrece una mirada estereotipada de Tailandia. La cereza de un postre con sabor inclasificable.
EL CIELO Y EL INFIERNO Hay en el comienzo de Dolce fine giornata una reunión en una bella casa de la Toscana italiana, encuentro social plagado de intelectuales, donde se habla de política, de arte y de las dos cosas juntas, que sigue la tradición de cierta parte del cine italiano (aunque se trate de un film polaco, dirigido por Jacek Borcuch) de ofrecer una mirada entre existencialista e ideológica de su sociedad y a partir de una verborrea que suele ser divertida. Pero es una secuencia, además, que sirve como síntesis del universo que habitaremos los próximos 90 minutos, sus personajes, el mundo que los alberga y el que intentarán detonar con sus ideas. Este prólogo culmina con una secuencia musical, en la que todos marchan hacia el parque bajo la luz de la luna, bailando y moviéndose ampulosamente. Parece, sin dudas, un pasaje dirigido por el Paolo Sorrentino que quiere ser Federico Fellini, y uno empieza a temblar. Pero no, es apenas una mera ilusión, tal vez la falsificación propia de un director extranjero que filma en otro país con códigos que le son ajenos. O tal vez Borcuch quiera decir algo sobre su protagonista, la escritora polaca Maria Linde (Krystyna Janda), quien abrazó Italia cuando su país fue sometido por el comunismo y tuvo que aprender a vivir y simular esa otra identidad europea que no siente como propia. Linde fue reconocida con el Premio Nobel y es, por eso mismo, una suerte de celebridad en la pequeña campiña donde vive con su marido, y en la que recibe circunstancialmente a su hija y sus dos nietos. También recibe a su amante, un ciudadano egipcio que será clave en el giro que tomará la película posteriormente: porque un atentado terrorista en Roma sacará a relucir ese odio anti-islámico y el miedo al diferente, algo propio de una Europa opulenta que ve cómo determinados valores se derrumban de la misma forma que caen los edificios atacados por las bombas. Lo que surge ahí, especialmente a partir de la postura que toma Linde, quien rechaza las distinciones recibidas y califica al atentado como “una obra de arte”, es la posición que los círculos intelectuales y progresistas han tomado en relación al terrorismo, y cómo los pensamientos y acciones más reaccionarias se han visto justificadas por los adalides de cierto mundo libre. No deja de ser interesante el guiso que cocina Borcuch, que puede pasar de lo más prosaico de la historia de engaño amoroso a los comentarios más sesudos sobre la realidad, retorciendo todo y mezclando lo público con lo privado hasta ser una cosa sola, demostrando límites borrosos entre lo que pensamos y lo que hacemos. En eso ayuda mucho la actuación de Janda, con una actitud distante, casi cínica, respecto de todo aquello que lo rodea, en un personaje que es por momentos un enigma encuadrado en planos generales que la encuentran pensativa, fumando un pucho, escondida detrás de sus lentes oscuros. Lo que no ayuda, en todo caso, es la gradual deriva en la que va ingresando el relato, que como manotazo de ahogado termina cerrando todo con una metáfora más grosera que una canción de Arjona. El cielo y el infierno de la intelectualidad y la burguesía que parece querer señalar el director, termina siendo representando involuntariamente por la misma película con un último plano que quiere ser simbólico y ejemplar, y termina siendo no mucho más que una obviedad pasmosa y victimizante de la protagonista.
COMER, BEBER, AMAR No solo porque el clima que se respira en la película de Mika Kaurismäki es de absoluta placidez y bonhomía, casi a trasmano del aura trágico que hace parir al cine más renombrado de estos tiempos, sino porque además el título local, Un amor cerca del paraíso (mucho menos sutil que el Mestari Cheng original), vuelve la fábula demasiado obvia, sabremos que una vez que Cheng y Sirkka se crucen en ese pequeño restaurante finlandés que domina el espacio del film, surgirá entre ellos un amor que trascenderá las fronteras culturales e idiomáticas que separan a un chino de una finlandesa. En definitiva lo que le da valor a la película del menor de los Kaurismäki no será su originalidad o imprevisibilidad, sino más bien el recorrido, la forma tersa en que el director narra esta historia de personajes quebrados que encuentran algo parecido a una segunda oportunidad. Cheng llega junto a su pequeño hijo a un pueblo de Finlandia buscando a alguien o algo, no se hace entender bien. En su pesquisa terminará recalando en un restaurante no demasiado sofisticado, regenteado por Sirkka, quien acaba dándole alojamiento a los extranjeros en una pequeña habitación. Cheng y su objetivo son un misterio, que se irá revelando progresivamente y que demuestra una de las habilidades de Kaurismäki: tanto el pasado del personaje como aquello que lo llevó a Finlandia se revela sobre la mitad del relato, lo que no significa que se quede sin temas o sin motivos. Aparte de Cheng, su pequeño hijo y Sirkka, Un amor cerca de paraíso tiene un muestrario de personajes atractivos, entre los comensales del restaurante, que llevan a la película por otros territorios, incorporando un arco de temas que surgen como una síntesis de la Europa actual: el lugar de los ancianos, las tradiciones y la modernidad, el cruce de culturas, la inmigración y los cruces con la ley, la búsqueda profesional como realización personal. Kaurismäki incluye elementos -si se quiere- mágicos y espirituales, que hasta podrían causar un poco de vergüenza ajena y acercar su película al realismo mágico, pero es tanto el dominio que tiene de la historia, que todo surge coherente y hasta lógico con un tono y una estética definidas desde el primer plano. Un amor cerca del paraíso reluce como un film no apto para cínicos y donde incluso el cinismo ni siquiera aparece como una posibilidad o algo que ponga en crisis la experiencia de los personajes. Es una comedia dramática leve, sobre diferentes que se conectan. Y esa conexión surge a partir de la gastronomía, un elemento un poco trillado a esta altura en el cine pero que no deja de tener su valor: en esos platos, en esos aromas que se adivinan aunque no se puedan sentir, en esos sabores que nos hacen poner en acción el paladar de forma abstracta, hay algo que no se puede poner en palabras y solo se ejecuta por medio de la imagen. Y en definitiva nada sintetiza mejor la unión entre dos personas que la cercanía que se da por medio de un símbolo cultural como puede ser la gastronomía, la música, la literatura o el cine. En definitiva la cultura, porque Un amor cerca del paraíso es desde su simpleza y ausencia de grandes ambiciones una radiografía de una porción posible del mundo actual, de fronteras que se derriban y de distintos no tan distintos.
CIUDADANO NO TAN ILUSTRE En la película de Nicolás Di Cocco, un director de teatro en decadencia (tanto que durante un estreno dos mujeres pasan delante de él y una le dice a la otra “pensé que estaba muerto”) recibe la invitación del intendente de su pueblo natal para que regrese a poner en escena la vieja obra que lo hizo famoso y, de paso, participe de algunas actividades con más color proselitista que cultural. En estos primeros minutos, Vuelta al perro trabaja una cuerda cercana a la de las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat, con su mirada cínica sobre el mundo del arte, con un humor que no hace más que reforzar el carácter miserabilista de sus personajes, no casualmente habitantes del mundo de la cultura, como los de El ciudadano ilustre, Mi obra maestra o Competencia Oficial. La diferencia de Di Cocco es que en su abordaje del costumbrismo (algo que también hacen Cohn y Duprat), termina encontrando algunos gestos de humanidad que ponen a sus criaturas en otro lado, un poco más gratificante. Vuelta al perro explora el tema de la vuelta a los orígenes como una forma de reconstrucción personal, algo bastante habitual del cine argentino reciente donde el desplazamiento de la producción cinematográfica de la Ciudad de Buenos Aires al interior no puede dejar de pensar a la vida de provincias como una suerte de premio consuelo al porteñocentrismo. De todos modos, Di Cocco justifica su decisión narrativa en los conflictos que atraviesan a su protagonista: pasa de olvidado en la gran ciudad a celebridad en el pueblo, algo tentador para su ego demolido pero que por otra parte le genera conflicto con los personajes que lo rodean. Ricardo Darring (Daniel Di Cocco, padre del director y gran protagonista), el teatrista en cuestión, se reencuentra con viejos compañeros de elenco, entre reproches y cuentas pendientes. Si la película cae por momentos en algunos lugares comunes, actuaciones un poco intensas y en la escritura algo caricaturesca de los personajes (el intendente, por ejemplo), por otra parte encuentra atajos para no terminar de caer en el muestrario de hijaputeces propio del cine de Cohn y Duprat, aparente modelo sobre el que esta película se piensa. Ese grupo de artistas decadentes (borrachines, antisociales, neuróticos) pasa de ser un intento de parodia del mundo teatral, a involucrarse en una trama más propia del cine de engaños y robos maestros. Un engaño que se montará sobre el escenario, ofreciendo esa otra cara que el arte sabe exhibir cuando se convierte en farsa y se burla del poder. Si algo podemos celebrar de Vuelta al perro es que si amenaza todo el tiempo con volverse grave, finalmente se resuelve con una mezcla de ligereza y picardía. Una bocanada de aire fresco ante tanto cine demasiado creído de sí mismo.
EL FACTOR HUMANO Fernando León de Aranoa ha dedicado su filmografía a retratar los grandes temas de la España contemporánea, que por obra y gracia de la globalización y -sobre todo- el Mercado Común Europeo, terminan siendo los de la Europa toda y, por qué no, los del mundo todo. El empresario que en El buen patrón interpreta Javier Bardem, el dueño de una empresa que fabrica balanzas y que se maneja con autopercepción de empresa familiar, podría ser el personaje de cualquier tragicomedia francesa, italiana, británica o el país que elija. Están los conflictos con los trabajadores, la problemática de la inmigración en el campo laboral y también las miserias de un mundo capitalista sostenido (como indican los lugares comunes del cine bien-pensante) sobre la base de la destrucción del otro para la supervivencia. Y todo esto, registrado con el aspecto del discurso publicitario, mucho más instalado a partir de esa pátina normalizadora de la imagen pensada para producciones de plataformas. ¿Qué es entonces lo que hace que El buen patrón sea no solo una película indudablemente española, sino también una película ligeramente recomendable? Precisamente lo humano. Y lo humano está construido en base a un aspecto identitario que León de Aranoa sostiene con aire tradicionalista: El buen patrón, como la comedia clásica española, se vale de lo esperpéntico en la definición de situaciones y personajes, un tono que no deja ser llamativo para un director que supo ser más grave en el pasado. Aquí, como si descubriera que la comedia es un elemento fundamental para licuar la misantropía, el director avanza con un registro farsesco que nos vuelve amables situaciones intolerables. El buen patrón narra una semana en la vida de Julio Blanco y de su empresa, en la previa a que una comisión realice una inspección evaluadora para otorgarle una importante distinción. Lo que sucede, claro, es que durante esos días, narrados casi de manera episódica, a Blanco se le abren múltiples crisis (una amante, un empleado fundamental en aprietos, un obrero despedido que monta una protesta frente a la fábrica) que tendrá que salir a tapar con su mejor cara de póker. Lo bueno de este buen patrón es, por tanto, su capacidad para tapar todos los huecos con el mayor cinismo del mundo. La película de León de Aranoa es, por tanto, otro de esos espectáculos cinematográficos muy comunes en este siglo, destinados solo a tranquilizar espectadores y limpiar conciencias por parte de los artistas. De ahí, entonces, que surja nuevamente lo humano como elemento componedor, en este caso la presencia de Bardem en el protagónico. El actor brilla en su caracterización porque nunca construye a Blanco desde el lugar del villano y le otorga rugosidades, dimensiones, elementos que lo vuelven no solo un concepto (el jefe hijo de puta) sino una persona con sus dilemas. Esa distinción del ojo del artista es la que opera como falla dentro del sistema desde el que muchas películas se piensan. Ese es precisamente el elemento que El buen patrón requería para no volverse una crítica tan cáustica como mecánica. Con sus reparos, el film de León de Aranoa no deja de ser divertido.
ACÁ HAY AVENTURA ENCERRADA NdR: No revela el final, pero se dan algunas pistas del desenlace. Carlota (Mercedes Morán) es una paleontóloga tan genial como díscola. Así podemos verla en el prólogo de este film, cuando entrevistada en un programa sobre ciencia de la televisión italiana, se termina peleando con el conductor que pretende montar un showcito del descubrimiento que hizo la mujer: en tierras argentinas, Carlota encontró los restos de lo que parecería ser una criatura antigua, casi una figura mitológica que cambiaría para siempre la paleontología y los discursos científicos, incluso a la humanidad. Es una escena extraña, extemporánea, que no se parece en nada al resto del relato: apela a un humor casi bufonesco, en un tono que será erradico el resto del metraje. Pero no es lo único: incluso se ve falso, algo que no se condice con lo que sigue, narrado con bastante rigurosidad por parte del director Matías Lucchesi. Un comienzo en falso de una película que luego mostrará mejores cartas, pero que también nos siembra la duda respecto de cuál de todas las películas que se narran aquí dentro es Las Rojas. El título, Las Rojas, forma parte de un juego de palabras intencionado. Por un lado es el lugar al que las protagonistas se dirigen, donde se guarda el gran secreto de la película, un espacio casi mítico que el guion edifica de manera bastante eficiente. Pero por otro lado es casi una apelación política a cierto espíritu de las dos mujeres, Carlota y Constanza (Natalia Oreiro), entendiendo lo rojo como representativo de lo militante y lo combativo. Constanza es una antropóloga que envía la fundación para la que trabaja Carlota con el fin de controlar los gastos excesivos y el secretismo con el que la mujer trabaja, y la que tendrá el arco dramático más completo. Ahí nuevamente lo político, la confrontación entre la mirada puramente económica y la pasional-vocacional. Lo curioso es que ese subtexto político se irá perdiendo progresivamente (por contexto geográfico el film nos lleva también pensar a conflictos ancestrales de esas tierras) a la vez que surgen un par de movimientos del relato que llevan hacia dos territorios reconocibles por el cine clásico: el western y la aventura. Para lo primero, Lucchesi se vale del espacio y la geografía, y una música incidental que lo grita a los cuatro vientos; y para lo segundo, de una construcción de personajes monolíticos, con roles bien definidos entre lo heroico y lo villanesco (notable la breve, pero fundamental, presencia de Diego Velázquez). Ahora bien, Lucchesi (y su guionista Mariano Llinás) entienden que la aventura está ahí latente, pero la encapsulan. Las Rojas nunca se suelta y en contrapartida apela a una conceptualización de los géneros cinematográficos que los vuelven reconocibles, pero nunca sentidos. Como si todos estuvieran dando una lección memorizada de cómo debería ser una película de aventuras. Y eso se adivina hacia el final, cuando lo fantástico se vuelve tangible y uno no puede dejar de pensar en Shyamalan en el manejo de la escena clave de Las Rojas. En el director indio, lo fantástico siempre aparece como elemento subordinado a la realidad espesa de sus películas. Sin embargo, cuando se representa, se representa. Y no teme en tirarse de cabeza, aunque pueda quedar en ridículo. De ahí parte del encanto de muchas de sus películas fallidas, como por ejemplo la subvalorada La dama del agua. En Las Rojas hay un amague, un rapto de virtud, pero también una corrección inmediata, como si el ensanchamiento del universo que propone esa revelación fuera demasiado para las intenciones más humildes de esta película correcta. Uno entiende que está todo bien en Las Rojas, pero que esa comodidad en un tono medio es también su peor defecto.
UN JUSTO HOMENAJE Hoy que el discurso feminista está fuertemente afianzado en buena parte de la producción nacional de documentales, era de esperar que la figura de la directora María Luisa Bemberg fuera tomada como ejemplo de una lucha que, desde el cine, se viene dando hace décadas. Lo bueno aquí es que Alejandro Maci, el director, fue un colaborador habitual de la directora de Camila y ese vínculo permite que el retrato que hace la película suene más a homenaje justo que a oportunismo. Los temas del presente sobre la independencia y la mirada femenina se imbrican fácilmente con la figura de Bemberg, porque como muestra el documental, su decisión de dirigir llega precisamente ante un espacio que ella, como mujer, no encontraba dentro de la industria del cine. Directora de films emblemáticos y narradora de historias que no eran otra cosa más que la extensión de su discurso oral, la película hace un recorrido cronológico que va demostrando el afianzamiento de su voz y su mirada, fuertemente crítica de sus mismos orígenes de clase alta. Tal vez el excesivo protagonismo que Maci se otorga a sí mismo entre los testimonios suena un tanto innecesario dentro de un documental que, por otra parte y fuera de ese detalle narcisista, cuenta con los testimonios justos y con una buena utilización del material de archivo. El eco de mi voz es, por tanto, la necesaria valoración de una de las grandes autoras del cine nacional.
CIENCIA Y ESPECTÁCULO El camino del director platense Hernán Moyano no será eterno, como el del título de su nueva película, pero sí que es bastante particular: con un origen como productor, editor y guionista en el universo del incipiente cine de terror argentino de comienzos de siglo, a partir de su carrera como director mostró una curiosidad que lo ha llevado a explorar cuestiones de formato y técnicas de filmación, como en la serie animada Belisario o este El camino eterno, ambos desarrollados en formato fulldome para la exhibición en cúpulas de planetarios. Lo singular de este documental, y la demostración de que estamos ante un material maleable y líquido, como esa galaxia que registra con especial delectación, es que este estreno en salas convencionales requirió ciertas modificaciones narrativas y técnicas que no le hicieron perder nada de su poder. La película se construye desde una mínima premisa: un astro-fotógrafo que recorre los observatorios dispuestos a lo largo y ancho del país con el fin de obtener la mejor imagen del cielo estrellado. Si la película es producida por la Universidad Nacional de La Plata con el objetivo de difundir la actividad y llevarla a públicos más amplios, Moyano tiene un par de aciertos mayúsculos: si estamos ante una película por encargo que tiene un objetivo claramente didáctico, el director se las arregla para que su película tenga un carácter personal y cinematográfico, y además para que lo educativo no se trasmita de forma escolar. El camino eterno evita las declaraciones con busto parlante y la información se trafica a través de una voz en off que a veces peca de demasiado literaria, pero que nos envuelve como si fuera un cuento mientras seguimos el relato como si se tratara de una road movie. Un riesgo que corría el documental en el traspaso de su exhibición en fulldome a la sala de cine convencional, era perder algo de su esplendor visual. Si el objetivo principal del formato es aprovechar la espectacularidad de las imágenes y apostar por la experiencia sensorial, Moyano sabe que ahora su película construye otro vínculo con el espectador. Y si bien lo maravilloso está, no se engolosina con su preciosismo cuando bien podría haberse resumido a mostrar cielos estrellados y dejarnos con la boca abierta. El camino eterno es antes que nada una película sobre el hecho científico, sobre la historia de la ciencia en el país y sobre la importancia de la ciencia como herramienta para interpretar aquello que nos resulta incomprensible.
LA INFANCIA COMO ANTÍDOTO En la película escrita y dirigida por William Nicholson, Annette Bening y Bill Nighy interpretan a un matrimonio de intelectuales -ella especialista en literatura y él profesor de historia-, que se enfrentan a una instancia bisagra en sus vidas: para él la relación ya no da para más y decide abandonar el hogar luego de 29 años compartidos y un hijo como fruto de la relación. Un drama romántico de personajes adultos, narrado con adultez y sin caer en maniqueísmos no puede ser otra cosa que una rareza en este contexto de cine que confunde lo adulto con lo solemne y que apunta al efectismo para seducir a la platea. Las cosas que no te conté es básicamente eso, el registro del momento en que ese matrimonio se rompe y cuáles son las consecuencias de dicho acto, pero fundamentalmente cuál es el rol que tiene que jugar ese hijo, árbitro y a la vez confesor, maravillosamente interpretado por Josh O’Connor. Es que si el título que le pusieron a la película por estas latitudes pareciera estar hablando de aquellos detalles inconfesables que el marido había guardado hasta su decisión final, en verdad el original, Hope Gap, es la clave real de todo el asunto. Hope Gap, el lugar donde viven los protagonistas, es una zona de acantilados ubicada en Inglaterra, con una costa algo árida y con un encanto sumamente otoñal. Precisamente para ese hijo, que vive en la gran ciudad y viaja para ver a sus padres cada tanto, estar allí es una forma de regresar a la infancia y al tiempo compartido con mamá y papá. Que esa pareja, que le sirve un poco de norte ante su incapacidad emocional para conectar con otras personas, se rompa, abre una brecha existencial que lo envuelve en una crisis enorme, especialmente por ver la degradación de su madre que niega el asunto y espera el regreso de su amor. Que al fin de cuentas Hope Gap también quiere decir “brecha de esperanza”. Y no gratuitamente, la Grace de Bening es profundamente religiosa. Las cosas que no te conté conecta con emociones complejas: la de la mujer que se niega a ver lo evidente, la del hombre que no sabe explicar del todo qué es lo que desea para su futuro y la del hijo, que debe lidiar con un asunto que lo supera emocionalmente y que debe operar como padre de sus padres. Nicholson merodea el melodrama, pero su película contiene una serie de elipsis que corren el relato de lo convencional y lo llevan por otro lado: elude el suspenso alrededor de si el hombre regresará o no al hogar, y trabaja los tiempos del relato en relación a las necesidades de cada personaje, especialmente de la mujer. Y lo hace con diálogos precisos y situaciones que nunca se desbordan hacia el sentimentalismo. Puede que finalmente resulte un poco antipática y demasiado seca a la hora de contar un divorcio, pero se trata de un relato honesto que bucea la lógica de cada personaje de forma un tanto obsesiva. La utilización de algunos textos literarios encuentra su cima hacia el final, cuando es definitivamente el hijo el que cierra el relato como una forma de confirmar aquello que la película sugería desde el vamos. Porque el divorcio es apenas un Macguffin y todo el asunto se cierra sobre la idea de la infancia y la búsqueda, allí mismo, de los momentos felices que en la adultez se niegan a aparecer. Crecer es una mierda repleta de insatisfacción y la película de Nicholson lo dice con una elegancia que se agradece.
¿NO SE PUEDE HACER MÁS RÁPIDO? Hace dos años celebraba en la reseña de Sonic: La película las moderadas intenciones de una producción que no se autocelebraba desde la grandilocuencia. Era claramente un relato más cercano al de aquellas pequeñas películas de fantasía de los 80’s, mezclado con algo del humor pop que campea hoy en el cine mainstream. Pero en esta secuela, que repite parte de su elenco, director y algún guionista, todas las enseñanzas de aquella película moderada se dejan de lado y se apuesta decididamente por un gigantismo agotador: Jim Carrey luce más suelto e incontenible, no se agrega un personaje animado sino a dos, y si a la primera parte le alcanzaban 99 minutos para presentar un personaje y un mundo, esta precisa de 122 para avanzar sobre una trama que se enreda innecesariamente. El alerta sobre las posibilidades de convertir a Sonic en una saga estaba presenta ya en la misma película: si sobresalía no era precisamente por su ingenio y creatividad, sino porque sabía hacer más o menos bien un par de cosas que al resto del mainstream hollywoodense le cuesta. En lo concreto, ser práctico narrativamente y conciso en lo expositivo. Pero no había mucho más, destacaba por contexto no tanto por un valor propio. Al calor del éxito de aquella película, claramente sus creadores tuvieron luz verde para expandirse en una producción que luce tan grande como fofa, con subtramas mal desarrolladas y unidas con pegamento con la trama central, secuencias que solo están ahí para acumular ruido y pericia técnica (todo ese pasaje con Sonic solo en la casa) y un humor infantil en el peor de los sentidos (hay toda una subtrama en Hawai que es bochornosa y está filmada con un nivel de pereza descomunal). Pero claro que hasta un reloj roto acierta la hora exacta dos veces al día y ahí tenemos la inclusión de Knuckles, un personaje animado al que Idris Elba le aporta su voz grave y una personalidad tan candorosa como tosca. Knuckles puede ser bestial, pero también una criatura de una lógica algo confusa y muy humorística. Es en esa construcción donde queda en evidencia cómo se desarrollan estos productos, más como ideas sueltas, como conceptos que sirven para fascinar al público cautivo que pagará la entrada para ver finalmente la representación del personaje que conocen desde hace tiempo. Sonic 2: La película es la concreción de una mediocridad solo tapada por la pompa del CGI, la prepotencia de la tecnología y el ruido de las agotadoras secuencias de acción. Lo curioso aquí es que si Sonic, el personaje, es una celebración de la velocidad, esta secuela se toma demasiado tiempo para contar algo a lo que le sobra fácil media hora.