LA MADRE DE TODAS LAS PREGUNTAS Uno intuye que en el proceso de realización del documental Años cortos, días eternos, a la directora Silvina Estévez se le presentó un problema: la intención era registrar el proceso que atravesaban diferentes mujeres luego de tener un hijo. El puerperio, como se lo conoce técnicamente, una instancia de la vida gobernada por los sinsabores y las dudas; también, la etapa menos marketinera de la maternidad. Claro, esas mujeres se someten al experimento audiovisual con gusto, pero en determinado momento el agotamiento se ve en esos rostros de personas sobrecargadas y la renuncia a la exposición es la salida necesaria. Ahí, tal vez de manera solapada, el documental de origen se convierte en otra película, porque ante la ausencia de protagonistas hay que seguir adelante como sea. Y Estévez encuentra en la singularidad de la primera persona una suerte de resumen a una serie de dilemas que son, en verdad, universales. Años cortos, días eternos goza de una apreciable economía de recursos, un documental de apenas 60 minutos que habla en definitiva de la maternidad, de la experimentada y de la que se intuye, de la que se hace preguntas. Muchas. Porque la directora termina indagando en su propia familia respecto de cómo fueron aquellas madres que tuvo a su alrededor, su propia madre, sus abuelas, su tía, incluso sus hermanas que aún no son madres y que la veían a ella misma, hermana mayor, como una madre; y de ahí pregunta -y se pregunta- qué significa que ella esté indagando sobre este tema, por qué está haciendo este documental si la maternidad no es algo que está todavía en su horizonte inmediato. Es verdad que en el cine argentino de las últimas décadas hemos visto demasiados documentales en primera persona, centrados en las familias de los realizadores, un recurso por demás agotado y, en ocasiones, innecesario. En ese sentido Estévez logra que su película trascienda ese aspecto narcisista de exhibirse y exhibir a su entorno porque las preguntas que se hace son universales y nos indagan a todos. A partir de la mirada de sus abuelas, su madre y sus hermanas, representantes de tres generaciones, aparecen en la película una serie de reflexiones que conforman una línea histórica respecto del rol de la mujer en la sociedad, de la importancia de la maternidad, sobre el deseo y las obligaciones. Y surgen reflexiones honestas, sensibles y emotivas; reflexiones repletas de dudas y un poco de agobio por pensarse como un cuerpo sobre el que cargan demasiadas responsabilidades. Se nota en los ojos de la madre de la directora, quien piensa su pasado con una angustia existencial evidente. Años cortos, días eternos no ofrece respuestas concretas ni verdades tajantes, es tal vez un espacio catártico y un lugar para confirmar que a la incerteza de algunos procesos solo hay que enfrentarla.
NARCOS DE AUTOR La directora Natalia López quiere contar una historia de narcos, una historia sobre la tragedia que amenaza constantemente a diversos sectores de la sociedad mexicana, a la vez que interpela a instituciones cómplices que no parecen ofrecer las respuestas adecuadas para acercar una solución al problema. Y, además, mira este drama a través de los ojos y los cuerpos de mujeres que pierden a sus hijos a manos de los narcos; que pierden incluso sus vidas en la búsqueda de respuestas y justicia. Y si Manto de gemas merodea el thriller sin posarse nunca sobre la superficie del cine género, entendiendo que ese lenguaje incluiría códigos contrarios a sus pretensiones artísticas, lo que termina ocurriendo es que la película se acerca a este fenómeno ampliamente abordado desde las ambiciones del cine de autor. Esto es: encuadres preciosistas, una fotografía presente y sustracción de información a favor de una serie de signos y símbolos que el espectador debe decodificar necesariamente para ingresar en la apuesta. Hay una pareja que se divorcia. Hay jóvenes que desaparecen y otros que son buscados por los narcos para trabajar para ellos. Hay una mujer de clase baja que busca a alguien. Hay una agente de policía que no puede contener a su hijo. Hay y hay y hay. En Manto de gemas se suceden personajes y subtramas, pero sin una organicidad que le permita al espectador unir los eventos que ocurren ante sus ojos: es de esas películas que se comprenden mejor cuando se lee la sinopsis y nos ordena los vínculos entre los personajes que cuando se la está viendo. Entiendo la necesidad de López por correrse de los lugares comunes que agotan la temática y, además, construyen estereotipos nocivos para la cultura latinoamericana, pero una película que no dice nada y apuesta por el jeroglífico tampoco es la respuesta. Mucho menos, si como en Manto de gemas al final de cuentas no se evitan algunas instancias sórdidas que busquen cierto impacto, como si estuviéramos ante un Iñárritu atravesado por la estética del Festival de Rotterdam. López construye uno de esos relatos autoindulgentes y sumamente estilizados, una sumatoria de encuadres y movimientos de cámara planificados al extremo que dejan al espectador entre la irritación y la indolencia. Dos horas de nada, que culminan con un plano de alguien prendiéndose fuego, más o menos como nuestra mente al intentar descifrar lo que estamos viendo. Pero claro que el equivocado es uno, ya que esta película recibió el Premio del Jurado en el Festival de Berlín. Es que siempre hay europeos dispuestos a poner plata para encuadrar lindo las miserias latinoamericanas y otros europeos dispuestos a premiarlo.
LA FÓRMULA DE LA INFELICIDAD Lo de Minions: Nace un villano es una suerte de vuelta de tuerca retorcidísima que sintetiza un poco el estado de las cosas en la industria del cine actual. No solo es una quinta entrega de una franquicia, algo que a esta altura es sin dudas un detalle menor, sino que además es por un lado una secuela de Minions, la película que era a su vez un spin-off de la saga Mi villano favorito, pero es también una precuela de -precisamente- Mi villano favorito. Si no se entiende nada, disculpen, pero así estamos, cada vez más lejos de que las películas tengan algo que las defina por sí mismas. Entonces, esta es la película puente que termina mostrando cómo los minions labraron su sociedad con el villanísimo Gru. Y es también una curiosidad: si Minions pretendía explotar el éxito de esas criaturas solitarias, el fracaso artístico de la película hizo que la nueva película de los minions sea en verdad la nueva película de Gru, porque los minions solos no sostienen una historia de 90 minutos. Luego de ese trabalenguas que tuvo forma de primer párrafo de este texto, lo increíble es confirmar que todo ese rizo de producción es lo más interesante de la película. Porque, como decíamos, sintetiza un estado de las cosas, no solo de cómo se hacen las películas sino además de cómo se consumen. Y suponemos que si el éxito comercial sigue acompañando, nada impedirá que una nueva incursión de estos personajes alumbre en los cines dentro de unos años, con una precuela de la continuación del reboot del spin-off. El proceso de simplificación de la exhibición de cine en salas, que se aceleró con la pandemia, ha convertido a ese espacio en una suerte de loop constante de secuelas, reinicios, adaptaciones de materiales preexistentes, en un agotamiento de ideas que por el momento sigue siendo redituable. O tal vez, por eso mismo, sigue siendo redituable, aunque para unos pocos. Cada vez más pocos. Si el análisis de la película se nos está retobando un poco, es porque en definitiva podemos decir lo mismo de bueno y de malo que ya hemos dicho de las películas anteriores. Salvo la primera, que era sí un sensible cuento sobre la paternidad, a partir de la segunda parte la franquicia se abocó a explotar en mayor o menor medida la gracia de esas criaturas formidables que son los minions. Que aún mantienen el aura de lo imprevisible, aunque ya se han vuelto repetitivos y la diversión surge en cuentagotas. Todo lo que pasa en esta película es una excusa para poner en marcha un dispositivo que va uniendo los puntos de un mapa que es pura pereza. Hay una reconstrucción de época que es nada más que una justificación temporal de la precuela, pero que no aporta nada en términos estéticos o narrativos: esta película se ve en sus trazos y colores igual que la primera entrega. Se podría justificar que el film de Kyle Balda, Brad Ableson y Jonathan del Val apuesta por el sinsentido, pero hasta eso cuenta con reglas invisibles (el caos en el cine, con disimulo, siempre está controlado) y aquí todo luce como un mero amontonamiento de secuencias sin la mayor inventiva. Ni siquiera la explosiva secuencia final, repleta de colores e hipérbole, resulta atractiva, porque aparece más como otro capricho de los guionistas que como una coherente resolución a los conflictos previos.
UN MUNDO VIEJO Cine moralista, un poco vetusto en sus formas, como buena parte de la producción cinematográfica argentina entre los 80’s y los 90’s, eso es Tu forma de ver el mundo, película dirigida por Germán Abal que encuentra en la brevedad tal vez su único acierto: 77 minutos que obligan a ciertas síntesis y resoluciones rápidas, sin exacerbar el tono ni estirar conflictos de manera innecesaria. El protagonista es Alan, un tipo demasiado ocupado de su trabajo, que desatiende el hogar mostrándose distante de su esposa y su hijo, y que además mantiene una relación extramatrimonial con una compañera. En un contexto donde su matrimonio parecer irse al tacho luego de llegar tarde al hogar por enésima vez y de olvidarse del cumpleaños del pibe, Alan choca con su auto y termina internado en un hospital. Esa instancia es aprovechada obviamente por el guion para hacer el viaje moral que el personaje precisa: junto a él, en la misma habitación, reside un hombre mayor, que es una especie de antología de aforismos, cuentos cortos y perogrulladas varias, una caricatura en definitiva que nos lleva a preguntar constantemente si se trata de alguien real o producto de la imaginación del accidentado protagonista. Hay que reconocer que Abal se mueve cómodo en el diseño de película elegido, una de esas comedias dramáticas construidas en base a las buenas intenciones y los consejos de vida: Tu forma de ver el mundo, a pesar de ser una película casi amateur, luce profesional y está narrada con solvencia, e incluso fusiona con buen pulso las breves participaciones de algunos intérpretes con más recorrido como Gastón Pauls, Alejandro Fiore o Mario Alarcón. Claro que todo esto no exculpa del despropósito que es por momentos el film, que alcanza la risa involuntaria en algunas resoluciones simplonas, además de situaciones forzadas que no se preocupa demasiado en volver verosímiles y líneas de diálogo imposibles. Y por su fiera poco, a la vejez del universo planteado también agrega una mirada antigua sobre las relaciones y los vínculos entre las personas.
APOCALÍPTICO E INTEGRADO Luego de sus comienzos en el ala independiente del cine nacional, Santiago Mitre se hizo camino por el centro de la industria en películas que no dejan de pensarse desde un lugar autoral: así son La patota y La cordillera, y así intuimos que será Argentina, 1985, su próxima gran producción con Ricardo Darín en el protagónico, como el fiscal que enjuició a los altos mandos militares en la renovada e incipiente democracia nacional. La trayectoria profesional de Mitre parece sincronizada y organizada, como lo son las puestas en escena milimétricas de sus películas. Por ese motivo, un film menor como Pequeña flor luce como una saludable anomalía: una comedia negra con elementos fantásticos que descree de las explicaciones y que avanza sin miedo al ridículo, creando en ese movimiento un universo decididamente propio. Es, por esos motivos, también una propuesta inusual para el cine argentino. Pequeña flor tiene como protagonista a José (Daniel Hendler), un dibujante argentino, que vive en una pequeña ciudad francesa junto a su esposa (también francesa, Vimala Pons) y la pequeña hija recién nacida. Y a quien un cambio en su situación laboral y la obligación de quedarse en casa a cumplir los roles que hasta ese momento cubría su mujer, lo introducen en un plano existencialista donde los efectos de la alienación se hacen evidentes por medio de un giro truculento: un día, yendo a pedir una pala a un vecino, lo termina asesinando sangrientamente. Pero lejos de meterse en los territorios del policial (aunque los merodea un rato), el film de Mitre se tira de cabeza a lo fantástico, aunque no termine de plantearlo en esos términos. Porque José descubre al otro día que su vecino está vivito y coleando, y porque la instancia criminal se repetirá hasta extremos grotescos (hay asesinatos con motosierras y taladros), sin que la película se convierta en una de loop temporal. Hay una situación que se repite mecánicamente (el asesinato), pero el mundo que rodea al protagonista continúa su lógica espacio-temporal de días que se suceden sin alterarse. Ese balance entre lo irreal en un envoltorio realista es lo que vuelve a Pequeña flor mucho más resbaladiza y esquiva a las interpretaciones. Producida por nuestro país junto Francia, Bélgica y España, y basada en una novela de Iosi Havilio adaptada por Mariano Llinás y el propio Mitre, la película toma a favor el tema de la coproducción para jugar con los quiebres lingüísticos y con la distancia que existe entre un extranjero y un entorno con el que no logra comunicarse del todo. Ese extrañamiento lleva a situaciones extremas, como la subtrama del terapeuta interpretado por Sergi López, que además se vincula con ideas anteriores del cine de Mitre, como aquella de la sesión de hipnosis a la que sometían a la hija del presidente en La cordillera. Si esa idea no hacía sistema dentro de un film tan críptico como demasiado derivativo, aquí luce ajustada a una estructura que se vale de esa extrañeza para seducir al espectador y llevarlo constantemente de la nariz. Y, más aún, fricciona con la idea final, donde la mirada sobre la rutina es tan curiosa como irónica para repensar un regreso de la pareja a instancias mucho más conservadoras y tradicionales. Pequeña flor no se asume como tal, sino que se burla un tanto de ese caos interno de los relatos psicológicos para ordenarlo por el lado del disparate. No deja de ser una vuelta de tuerca interesante sobre los conflictos de la burguesía y sus represiones de toda índole, mientras hace gala de una ligereza saludable no solo para el cine nacional sino incluso para la filmografía del propio Mitre.
UN GUION COMO UN PLANO La película de Fabio Vallarelli se construye sobre una iconografía que reconoce una tradición del cine moderno. Asentada en la nouvelle vague, especialmente en el cine de Eric Rohmer, traducida a la neurosis neoyorquina por Woody Allen y estilizada en esa trilogía de Richard Linklater, las Antes de…, que clausuró un poco el sistema. Gente que charla, una cámara atenta a esos diálogos, diálogos que suben y bajan en intensidad, un aire de comedia que no es necesariamente cómico, también un clima romántico o incómodamente sentimental. Pero sobre todo la ciudad, como marco y contexto, y como condicionante estético. Las cosas donde ya no estaban -incluso- se aprovecha de esto a partir de la profesión de uno de sus protagonistas, Luca, que es arquitecto. Luca y Dolores tuvieron un romance cuando jóvenes, y ahora en los treintas se reencuentran, cuando ella vuelve a Buenos Aires para dar un recital. Está claro que Vallarelli conoce el concepto, lo tiene estudiado, y sabe cómo narrar una suerte de road movie urbana que lleva a los protagonistas a recorrer la ciudad durante una noche, mientras habitan espacios que habitaron en el pasado y están cargados de simbolismos. Incluso desde lo corporal Andrés Ciavaglia y Agustina Quinci, los protagonistas, saben cómo jugar ese juego de la seducción y rechazo, del deseo que significa un poco recuperar el tiempo perdido para ambos. Como ocurre en este tipo de historias, la suerte de Las cosas donde ya no estaban está entregada al suspenso en torno a lo que pasará con los amantes. También allí la película acierta, en una resolución que está a la altura del conflicto. Ahora bien, Las cosas donde ya no estaban se recorre como un mapa de lugares prefijados, como si Vallarelli se amparara para el funcionamiento de su película en la herencia que viene a representar. De ahí que por momentos la película luzca un poco encorsetada en un diseño del que no sabe muy bien cómo tomar distancia. Y eso termina afectando las actuaciones, con algunos diálogos que se escuchan sobrescritos y algunas líneas que son directamente imposibles. La clave vuelve a ser Luca, cuyo conocimiento en arquitectura por momentos es funcional al relato y en ocasiones se vuelve demasiado didáctico. Con sus cosas, Las cosas donde ya no estaban es una película de emociones, que funciona cuando no se la observa impostada.
LA MÚSICA TE LLEVA La Orquesta de Instrumentos Autóctonos y Nuevas Tecnologías (OIANT) es un organismo dirigido por Alejandro Iglesias Rossi, que desde la Universidad de Tres de Febrero aborda la música ancestral latinoamericana con un objetivo tan didáctico como político: reconstruir un imaginario sonoro de la región perdido por la intromisión de otras culturas, a la vez que acompaña eso con un discurso que se articula con el pasado revolucionario y con las ideas afines que aún se mantienen en pie, cayendo a veces en el sincretismo ideológico. Es un viaje antropológico y artístico, que invita además al colectivo que lo integra a ser parte tanto emocional como corporalmente. Y ahí se los puede ver, trasladando a pie los instrumentos que ellos mismos construyen, mientras suben un cerro en el que montarán alguno de sus espectáculos. El documental de Nacho Garassino tiene la misión de llevar el mensaje de la Orquesta más allá de sus propis confines. Es en cierta medida el registro de una gira, con los músicos recorriendo el mundo, mientras vemos el armado de la puesta en escena de cada show. Es tal vez el aspecto más interesante de la película, porque muestra a un grupo humano en plena ejecución de sus conocimientos y saberes. Aquello que en ocasiones puede ser un poco esquemático desde los discursos (y es un grupo que, en los testimonios, cae en ciertas generalidades discursivas) se dispersa cuando la OIANT comienza a andar y pone su arte sobre el escenario. También es cierto que OIANT, música para un futuro ancestral se dispersa de su propio rumbo y en ocasiones se vuelve confuso. Si por momentos es un documental sobre la agrupación, por pasajes se vuelve una mirada hacia Iglesias Rossi o se cruza con la tentación de registrar un homenaje al cubano Leo Brouwer, todo de manera muy poco integrada. La síntesis no termina de ser la adecuada por cuanto el documental parece más preso del discurso (y de la lógica política que surge de ciertos eventos) que de las acciones. Por suerte, hacia el final, gana espacio la sonoridad y la puesta en escena enérgica de las canciones. La música no solo traslada, sino que dice con otros recursos mucho más poéticos a veces que las palabras.
CON LA RECETA DE SIEMPRE Dado el motivo que elige la película de Eliza Schroeder, el encuentro de la madre, la mejor amiga y la hija de una pastelera que murió, quienes deciden abrir una pastelería en su honor, está claro que queda habilitado el uso de cualquier metáfora gastronómica para definirla. Porque de Una pastelería en Notting Hill podemos decir tanto que le falta un golpe de horno como para tener la potencia que pretende tener, pero también que su sabor de boca es tan dulce como cualquiera de los pasteles que aparecen en pantalla. En ese universo definido por las películas escritas o dirigidas por Richard Curtis, comedias británicas con algo de drama, algo de amor, algo trágico y algo amable (incluso hasta la indigestión), el film de Schroeder encuentra algo menos tramposo y manipulador que lo habitual. Y eso es un acierto. Los primeros minutos son decididamente dramáticos, a partir de la muerte de la Sarah del título original. Una secuencia inicial que muestra el deceso y las consecuencias de su ausencia para la madre, la amiga y la hija. Consecuencias que determinarán la reunión de las tres mujeres y que oficiará, para la película, como cambio de tono. Porque a partir de la decisión de abrir la pastelería, lo que comienza es la historia de tres mujeres (y un hombre, un viejo conocido de Sarah que se sumará como cocinero) que a partir de cumplirle un deseo a la fallecida encontrarán algo así como una segunda oportunidad en sus vidas. No está mal que el astuto guion de Jake Brunger deposite todo el drama en el arranque, porque libera a la película de alternar instancias dramáticas y cómicas de forma mecánica. Lo que sigue entonces es una película de una levedad que se agradece, con personajes que tienen la consistencia perfecta que el cuentito requiere. Tampoco está mal el carácter universal de la película (que el título local refuerza en su guiño a aquella Notting Hill con Julia Roberts), puesto que en determinado momento las pasteleras descubrirán el carácter multiétnico de la ciudad y la potencia comercial que puede tener una gastronomía abierta a otras culturas. A partir de ese detalle, y a diferencia de las películas de Curtis, hay aquí algo menos british, menos localista y, por consiguiente, más universal. Se podrá decir que eso la vuelve un poco impersonal, pero se corresponde con su tema y la necesidad que tienen las protagonistas, como comerciantes, de agradar. Schroeder demuestra que no hay nada de malo en usar viejas recetas si es que se sabe combinar los ingredientes, aunque también se somete a una experiencia novedosa: todos es levemente cómico, levemente dramático, cero intensidad, sin sobresaltos ni estallidos, como buscando lo real en el contexto de una película de lo más artificial.
UNA HISTORIA DEL CINE Telma tiene una pasión, el cine. Todos los jueves, con sus amigas también jubiladas, participa de un cineclub y se encierra en la sala oscura para sorprenderse con alguna historia. Lo que nunca imaginó, tal vez, es que ella misma sería parte de una de esas historias proyectadas en la pantalla; que ella misma sería parte de esa abstracción, conocida popularmente como magia, que alumbra el cine. Porque Telma guarda una historia del pasado, de esas que solo parecen posibles en las películas: durante la Guerra de Malvinas, su hija de 15 años se carteó con un soldado que estaba combatiendo en las islas. Ese intercambio quedó trunco, pero Telma nunca ocultó su deseo de saber qué fue de la vida de “El Tano”, tal era el apodo de aquel joven combatiente de 19 años. Casi cuarenta años después sale a la búsqueda de aquel soldado, del que solo tiene un dato: su nombre y apellido. El carácter casi inverosímil de la empresa que ponen en marcha Telma, su cuñada y sus amigas es algo de lo que se da cuenta la directora Brenda Taubin, quien no solo construye un documental sobre esa historia, sino que además pone en escena un documental sobre el documental, donde el registro se hace evidente y la ficción, también. Cine dentro del cine, que en este caso deja en evidencia el cariño de la directora por sus personajes y también por esa historia con la que se compromete hasta las lágrimas, como se verá en determinado pasaje. Así es como Telma, el cine y el soldado es un documental, una meta-película y también un relato detectivesco, con este grupo de jubiladas llegando hasta el Ministerio de Defensa en una de las mejores secuencias, donde el fuera del campo y el sonido construyen un momento tan espontáneo como divertido. Y ahí, en resumen, el documental y el artificio (lo imprevisible y la puesta en escena deliberada) vuelven a darse la mano. Pero hay algo no menor en la película, que se relaciona con lo cultural y con la forma en que nos relacionamos con nuestra propia historia: el tema Malvinas. En el film de Taubin hay una mirada deliberadamente ligera y despojada de dramatismo, más allá que en ocasiones surja la dureza de la experiencia. Pero por ejemplo imágenes de archivo de la TV Pública de aquellos años, que en el documental 1982 de Lucas Gallo servían para construir un relato del horror y el cinismo militarista, aquí aparecen como meros planos de referencia para situar la experiencia de las protagonistas en tiempo y espacio. Habrá quienes vean en Telma, el cine y el soldado algo de banalidad al respecto, de descompromiso político. Pero la película de Taubin es clara en sus intenciones de hacer un recorte, de encontrar una historia posible dentro de las múltiples historias que se dieron en aquel contexto. No se presenta como un fresco sobre Malvinas, sino más bien como una historia de vínculos que se dan a lo largo del tiempo, que se construyen sobre la base de la suposición y donde los cuerpos apenas se intuyen y se rellenan con la imaginación. Una historia de relaciones con los códigos de hace cuatro décadas que se resuelven con las posibilidades que brida hoy la tecnología. Y también una celebración del cine como punto de encuentro. Telma, el cine y el soldado es una película muy divertida sobre aquello que fuimos y lo que terminamos siendo, pero además una luz que nos muestra el camino sobre cómo vincularnos con aquellos hechos dolorosos de la historia que de tanto cuidado se terminan convirtiendo en tabú. Con su empuje y carisma, Telma se termina llevando todo eso por delante.
SÍ ES OTRA FAMILIA AMERICANA Habrán sido tal vez Los Picapiedra y Los Supersónicos las series que pusieron el ojo (de la animación) sobre la familia y su entramado social, pero sin dudas fueron Los Simpson los que terminaron de definir el concepto, tomando la posta y sumando un humor autoconsciente tan propio de la cultura pop de las últimas dos décadas del siglo pasado. Y sobre Los Simpson (incluso sobre su cuerpo, que todavía se mueve sin dar acuso de recibo de que murió hace como veinte años) es que la animación logró traspasar los grupos etarios, sentar definitivamente la idea de que el género puede ser para adultos y multiplicarse en una gran cantidad de series que repiten la fórmula con mayor o menor tino, con mayor o menor virulencia: de Los reyes de la colina, South Park o Padre de familia a todo lo que vino después. Bob’s Burgers, creada por Loren Bouchard y Jim Dauterive, es tal vez el último ejemplo en llevar ese concepto con éxito. Lanzada en 2011 y con doce temporadas emitidas, a los creadores de Bob’s Burgers les pareció el momento adecuado para que la familia Belcher llegue a la gran pantalla. Como en muchos de estos casos, se trata de familias de la clase trabajadora, que se definen a través de sus frustraciones e imposibilidades. Y básicamente de eso se trata Bob’s Burgers: La película, que encuentra al matrimonio y sus tres hijos afrontando dificultades económicas con el emprendimiento gastronómico que administran y donde una posible solución a futuro se trunca cuando se forma un cráter en la puerta del negocio familiar. El cráter revelará algo cercano al misterio criminal y la película avanzará en el sentido en que avanzan estas historias: una puesta en crisis de la familia como catarsis para que los personajes descubran, en definitiva, aquello que los mantenía unidos y los justificaba como grupo. La película, dirigida por Bouchard y Bernard Derriman, tiene un gran acierto: su apelación constante al humor, su apuesta por convertir la ciudad en una gran aventura y la ausencia de subrayados dramáticos. Eso la aleja de otros productos similares que terminan apostando por la sensibilidad o por el cinismo como únicas formas de contacto con su público, pero también es cierto que le cuesta sostener su tono cómico y que va perdiendo intensidad a medida que avanza. No deja de ser, en todo caso, un capítulo estirado. Y ese es su mayor pecado porque carece de alma y termina demostrando que se trata apenas de un producto destinado a ocupar un espacio en la góndola del mercado. Lo que la salva en definitiva es su escaso espíritu revolucionario o cáustico, que vuelve sincero su tránsito apenas discreto.