DILEMAS EXISTENCIALES DE ADULTOS Y NIÑOS El cine de Mike Mills (Mujeres del Siglo XX, Beginners, así se siente el amor, Impulso adolescente) no es tan ecléctico genéricamente (con bemoles, son todas historias dramáticas con ligeros toques de humor) como sí lo es en cuanto al tono que elige a la hora de narrar: es que siempre parece encontrar el registro adecuado para el personaje que tiene entre manos. En C’mon C’mon: siempre adelante, por ejemplo, el blanco y negro y el tono pausado, casi monocorde, es el ideal para registrar la experiencia de Johnny, un periodista que recorre ciudades de los Estados Unidos para entrevistar a chicos con el objetivo de preguntarles sobre el futuro, y que atraviesa una crisis personal vinculada con la forma en que se relaciona con los demás. La soledad de los espacios que habita Johnny no se resume a las habitaciones de hoteles y lugares que visita, sino también a las ciudades, cuya geografía es abarcada por la cámara de Mills alejándose de cualquier preciosismo turístico. La Nueva York de C’mon C’mon parece otra ciudad diferente a la que hemos visto miles de veces en películas y series, y aporta un marco ideal a esta historia sensible y emotiva. Esa forma de mostrar distinto lo cotidiano es el principal aporte que hace el director y resume, de alguna forma, la manera en que se desenvuelve la relación entre sus dos protagonistas. El principal giro de C’mon C’mon: siempre adelante llega cuando la hermana de Johnny le dice que cuide a su pequeño hijo, porque tiene que viajar para atender una crisis psiquiátrica de su marido. El film de Mills, por tanto, usará a su favor el prediseño que ofrecen las múltiples películas vistas de adultos irresponsables cuidando a niños, para jugar con las expectativas del espectador mientras lo lleva por este viaje existencial al corazón de un tipo algo extraviado y al de un niño que parece tapar los dramas que atraviesa con una simulada adultez. En lo concreto la película de Mills no inventa nada, algunos giros dramáticos son esperables (cuando Johnny pierde al pequeño Jesse, por ejemplo), pero aquello que distingue a la película son precisamente las fugas que encuentra el director para hablar de temas universales de una manera que elude caer en manipulaciones baratas. Johnny y su hermana tienen una relación tirante, que explotó un año atrás a partir de la deteriorada salud de la madre de ambos, y ese conflicto está narrado con flashbacks muy precisos, que evitan los diálogos elevados y se construye sobre fragmentos de imágenes que sintetizan un mundo. La seguridad con que Johnny entrevista a esos niños para sacarles alguna verdad se desmorona cuando se enfrenta a los berrinches y las reflexiones de su sobrino. Esa distancia que la película exhibe entre la mecánica de la experiencia laboral y la dinámica de la experiencia vital es un acto de honestidad absoluta por parte del director, con el que intenta decir algo sobre la capacidad limitada del cine para imitar la realidad. Y el cine es parte fundamental de la experiencia de los personajes, que se relacionan especialmente a partir de las capturas de audio que el chico hace con el equipo técnico de su tío. Esa caja que atesora una porción del tiempo que la memoria no podrá, revelación trágica que Johnny le hace al pobre y angustiado Jesse en una de las mejores escenas de la película. Film de movimientos sutiles, incluso en sus pasajes más desconcertantes (como el del mareo que sufre Johnny), seguramente el mayor acierto de Mills es el de haber logrado una presencia tan contenida y despojada de todo gesto por parte de Joaquin Phoenix, en la que es la actuación de su vida (y sepan disculpar los amantes del exhibicionismo), sumamente honesta y sentida.
UNA OLA ES UNA OLA Alejandro Fernández Mouján es uno de los documentalistas más reputados del cine argentino, con una obra que imbrica tanto aspectos formales como una posición política bien clara. Y ambos aspectos se vinculan en (…) el mismo río, su nuevo documental, donde registra a lo largo de tres años la vida a la vera del Río de la Plata. Se podría decir que es una película observacional, aunque lo suyo es más contemplativo: mayoría de planos fijos que observan las olas que vienen y van, el arrastre de ramas, bosques, follaje, árboles. Todo con un trabajo fotográfico encomiable y un uso del sonido que potencia la experiencia contemplativa apuntando a lo sensorial. Así como esos paréntesis del título que encierran puntos suspensivos, Fernández Mouján abre y cierra el documental con un par de apuntes políticos: en primera instancia el anuncio de la muerte de Fidel Castro y, hacia el final, una protesta campesina contra el gobierno boliviano de Jeanine Áñez. Los puntos suspensivos, por lo tanto, representan a esa naturaleza que el director registra con especial deleite y que encierra entre las noticias que llegan desde el afuera. De ahí, una lectura posible sobre esa contemplación: un remanso, un alejarse de la realidad cuando ofrece una cara pesarosa. La naturaleza también en contacto con las ideas, con ese tiempo para la lectura y la revelación de algún texto de Haroldo Conti, o como metáfora con esos juncos que se doblan pero no se rompen. Como decíamos, son lecturas, posibilidades, de un relato que impone un poco a la fuerza sus analogías, entre referencias bibliográficas o la propia intrusión de los noticieros que aparecen subrepticiamente. Tal vez la película busque un significado, o el significado se alcance a partir de la simple ecuación de sumar el nombre de su director con algunos elementos que aparecen diseminados por allí, tanto adentro como afuera del relato. Daría la impresión también que (…) el mismo río es una idea que se podría haber expresado mejor en un mediometraje que en una película de 67 minutos, donde algunas imágenes comienzan a repetirse invariablemente, y con ello su posible metáfora. Al final una ola termina siendo ninguna otra cosa más que una ola.
LO HUMANO DETRÁS DEL SÍMBOLO La decisión del director Fermín Rivera parece un tanto ambiciosa, aunque el cuerpo de esa obra (un documental de algo más de 60 minutos) lo desmiente: cómo sintetizar en tan poco tiempo la vida del periodista y escritor Rodolfo Walsh, con toda la carga simbólica que existe sobre su figura. Autor de una obra mítica y fundacional como Operación masacre y de la ejemplar carta a la Junta Militar, desaparecido en marzo de 1977, ícono y bandera de la militancia y símbolo de aquellos años de dictadura en el país, dueño de una vida que, como él mismo decía, sintetizaba la vida de la Argentina, con todas las contradicciones a cuesta. La respuesta de Rivera parece ser la de merodear al mito, pero centrarse en el niño y el hombre, en las etapas previas a la construcción de Walsh. Demorar lo que todos ya conocen, y construir en ese camino al personaje. Por eso, tal vez, el título de la película hace mención en forma de sigla al nombre completo del escritor. R.J.W. es un recorrido biográfico, con testimonios de su hija Patricia, de aquellos que lo leyeron y lo estudiaron como Juan Forn o Juan José Delaney, entre otros. Como documental biográfico tiene el recorrido lógico de abordar al protagonista desde la infancia, con el objetivo de encontrar en ese lugar el germen del personaje: y algo encuentra Rivera, cuando se comprueba que a Walsh le resultaban más sencillas las palabras a través de la escritura. Un poco por influjo de su madre, pero otro tanto por propia determinación, las letras serían su futuro y, de alguna manera un poco poética, su condena. R.J.W. no se vale desde lo formal de ningún recurso para destacar, pero sí tiene la pertinencia de alejarse de la mirada lineal sobre su objeto de estudio: ahí está cómo síntesis de ese camino zigzagueante en el imaginario de Walsh que fue su relación con el peronismo. Es ahí donde la película se baja de la construcción del mito y se abraza al componente humano. Pero por otro lado, con la aparición en pantalla del peronismo, la película parece encontrar un límite. En el último pasaje del documental, Rivera elige abordar al peronismo ya no desde la perspectiva de Walsh sino desde la perspectiva personal. Y si bien uno entiende que esa fuerza política obró como un objeto de seducción y rechazo para Walsh, y que hay allí una relación que se expresa incluso sin necesidad de decir nada, R.J.W. se desvía innecesariamente para hacer un recuento de aquellos días de la Revolución Libertadora, el bombardeo de la Plaza de Mayo, el derrocamiento de Perón en 1955. Parece otra película, insertada adentro del documental que se nos venía contando. No se entiende a qué responde esa decisión de Rivera, puesto que su recorrido sobre la vida de Walsh era más que interesante. Y mucho más aquellas definiciones sobre sus métodos de escritura, verdaderas clases magistrales que nos permiten ver lo que muchas veces permanece oculto o indescifrable; por lo demás, una de las características de la obra del autor de Operación masacre y que aquí se nos revela.
FIERAS LUNÁTICAS Un poco sobre las bases de Dreamworks, es decir la comicidad directa y con espíritu que homenajea a los clásicos del cartoon animado, Los tipos malos de Pierre Perifel se erige como una muy divertida película que fusiona las heist movies con un relato moral acerca de cómo ser mejores personas o, en todo caso, sobre qué significa ser una mejor persona. Los malos del título son un lobo, una serpiente, una tarántula, una piraña y un tiburón especializados en grandes robos, personajes temidos por todos, verdaderos mitos del delito (la primera secuencia en un café -y todo el prólogo en sí- es memorable). El giro de la historia, aquello que la ordena narrativamente, es esa indagación en un mundo binario donde solo hay buenos y malos: “Están los que generan miedo y los que tiene miedo”, dice uno de los personajes. Por lo tanto, la película intentará retorcer ese asunto hasta construir un relato de una ambigüedad llamativa que se aleja un poco del didactismo del discurso del cine animado familiar. Habrá fugas y derivaciones, y el mundo asertivo de estos personajes se retorcerá bastante como para que esos paradigmas pierdan sentido. Lo discursivo de Los tipos malos se sostiene porque la película entiende en la mayor parte de su metraje que lo suyo es la acción y el movimiento. En determinado momento los protagonistas descubrirán que ser buenos reditúa más que ser villanos, y avanzarán en ese sentido sin apelar demasiado a lo discursivo. Y sin caer en el sobre-estímulo de la animación contemporánea (entendida muchas veces como una emulación del lenguaje virtual y de las redes sociales sin una relación con lo que se está narrando), lo que hace muy bien el film de Perifel es algo tan viejo como el cine clásico: afinar el guion (gentileza de Ethan Coen, guionista y director de Get hard con Will Ferrell, entre otras grandes comedias) pensando exclusivamente en el ritmo. Por eso los personajes se explican poco y mayormente se encuentran gestando algún plan que moviliza la historia hacia adelante, y a ellos mismos y sus conflictos. Los tipos malos funciona como un relojito, mientras se multiplican los homenajes y los guiños cinéfilos. Lo que termina por redondear los resultados es la animación, que fusiona el recurso del digital en 3D con el 2D. Así se logra un efecto óptico que le otorga un aire old-fashioned, ideal para un relato que toma bastante distancia de lo que son las películas animadas del mainstream hollywoodense actual; en verdad no se parece a nada. Los tipos malos es un gran espectáculo, repleto de comicidad muy certera y acción, con algunas set pieces de suspenso narradas a la perfección. Otro de esos hits de Dreamworks que, cuando se olvida de construir franquicias, se permite estas libertades hermosas donde el objetivo primordial es el entretenimiento sin demasiados prejuicios.
LA HOGUERA DE LAS VANIDADES El arte siempre está presente en el cine de Gastón Duprat y Mariano Cohn: la pintura (El artista), la arquitectura (El hombre de al lado), el arte contemporáneo (Mi obra maestra), la literatura (El ciudadano ilustre). Pero más que el arte, o la experiencia artística o creativa, a los directores argentinos les interesa lo que el arte y los artistas connotan, y la hipocresía que rodea todo el asunto. Todas estas películas son comedias de una u otra forma, y muy especialmente sátiras: hay algo despiadado en Cohn y Duprat, casi misántropo en la selección de personajes miserables, cínicos; seres que desprecian a los demás y, en ocasiones, lo que ellos mismos representan o el mundo que habitan, como le pasaba al personaje de Luis Brandoni en Mi obra maestra. Lo que hace funcionar a estas películas, más allá de una puesta en escena que en ocasiones puede ser fría o distante -y que por eso generan un nexo extraño con el humor-, es que en todos los casos el mundo del arte (y de los artistas) es puesto en fricción con el mundo exterior, con espectadores, lectores, públicos; en definitiva con una cultura. Eso permite algún tipo de identificación, por más que uno pueda disgustarse con la mirada que Cohn y Duprat tienen sobre el mundo. En Competencia Oficial finalmente se meten con el cine, con los egos y las vanidades de sus integrantes: directores, intérpretes, productores. Con una puesta en escena más ascética que de costumbre, lo que registran aquí los directores es la serie de ensayos en la preparación de una película prestigiosa basada en un libro prestigioso, y producida por un empresario que quiere ser recordado para la posteridad por esta obra. Casi en un único espacio, la película plantea los métodos de trabajo de una directora/autora consagrada, que reúne a dos actores, uno que es un maestro de actuación y otro que es una estrella popular, lo que servirá para progresar en ese caldo de cultivo de las miserias que suele ser el cine de Cohn y Duprat. Los tipos se desprecian, la directora se manifiesta a base de caprichos insoportables. No deja de ser divertido (y hasta emocionante) el esfuerzo de Penélope Cruz, Oscar Martínez y Antonio Banderas por darle a sus personajes más dimensiones de las que tienen: la sinopsis de Competencia Oficial ya nos sintetiza a este trío de criaturas construidas en base a puro estereotipo y la película no hace nada por salir de esa pereza en la representación de la directora caprichosa, el actor esnob y el actor populachero (la clave son las escenas supuestamente cómicas: todos los chistes son de una obviedad pasmosa). Uno tiende a pensar, por lo tanto, que Competencia Oficial solo podría funcionar en un público que padezca cierto nivel de soberbia intelectual, que lo ponga por encima de los demás y que vaya al cine a confirmar sus prejuicios. Ahora bien, uno podría discutir un montón de cosas de las películas anteriores de Cohn y Duprat, pero no dejaban de ser películas que interpelaban al espectador hasta incomodarlo, que se atrevían a pensar aspectos sociales o políticos en el contexto de los personajes. Aquí no hay nada de eso, incluso adivinamos cierto confort en darle al espectador lo que el espectador más o menos quiere (que los del cine son todos son unos soretes). Si El hombre de al lado se permitía cierta humanidad en el personaje de Araoz, si El ciudadano ilustre podía conectar con un espectador anti-peronista y pensar aspectos del cine costumbrista, si Mi obra maestra podía jugar con el subgénero de las películas de estafas, Competencia Oficial no es más que un reptil que se muerde la cola. No hay un mundo más allá de estos personajes, es todo de un nivel de ombliguismo que termina asfixiando al relato, algo a lo que ayuda además la casi única locación y el aspecto quirúrgico de la puesta en escena. Es una sátira a un tipo de cine mientras se edifica a sí misma como un cacho de mármol pensado para colarse en los festivales de cine. Y uno no sabe si Cohn y Duprat son conscientes de la hipocresía que destila la película o directamente se regodean en esa hipocresía.
LA VOLUNTAD NO ES TODO Los temas medioambientales parecen ser el nicho más reciente del cine político nacional, tanto documental como ficcional. Axiomas, de Marcela Luchetta, se inscribe en este último ítem, un aparente thriller judicial alrededor de una compañía que contamina las aguas en un pueblo sureño, pero que se va desplegando progresivamente hacia otros espacios. Porque la película es también un drama paterno-filial, una reflexión sobre el poder político como indolente “vista gorda” de las atrocidades que cometen los privados, y una representación del carácter profético de la naturaleza, que parece tener respuesta para todo. No se puede negar que hay buenas intenciones detrás del film, pero también una serie de decisiones de puesta en escena y una liviandad expositiva que por momentos vuelve todo demasiado voluntarioso. Obviamente, no alcanza. La protagonista (Luz Cipriota) es una abogada que trabaja para una ONG medioambiental de alcance internacional. Una de sus misiones es volver a su pueblo de origen donde una empresa está cometiendo algunas atrocidades, situación que la compromete por partida doble: además del hecho en sí, el gobernador (Jorge Marrale) es su mismísimo padre. Hay en ese conflicto múltiples aristas que se entrecruzan, empezando por lo que ambos representan y simbolizan desde el rol que cumplen, a elementos del pasado que complejizan el vínculo, evidentemente roto. No está mal sintetizar un conflicto político en términos familiares, el problema es cuando la falta de rigor impide que suene verosímil: uno no puede creer que un gobernador se mueva de la forma en que se mueve el personaje de Marrale, más cercano al intendente de algún pueblito pequeño. Evidentemente hay un diseño de producción que vuelve todo a una escala menor de lo que la ambición de la película requiere, y eso se traduce a todos los rincones del relato. Y lo que también hay es una intención por no caer en un discurso previsible desde la corrección política, aunque para llegar ahí se hagan algunos zigzagueos de guion bastante maniqueos, que terminan recomponiendo lazos de una forma absolutamente arbitraria y volviendo tolerables a personajes que hasta hacía unos minutos aparecían como villanos. Claro que para entonces Axiomas ya ingresó en un terreno más abstracto, con la presencia de unos chamanes que son la síntesis del pintoresquismo que tanto afecta a este tipo de propuestas. Eso también le permite no darle una cara visible a ese poder que afecta a los personajes del film, pero que permanece en un espacio off sin nunca lograr verdadera espesura. En verdad no parece una decisión de puesta en escena, sino más bien la evidencia de las limitaciones de una película que incurre por momentos en situaciones trilladas y lugares comunes varios. El film de Luchetta se va desinflando progresivamente hasta culminar en la más absoluta intrascendencia.
OTRO TIEMPO, OTRO LUGAR Como tantos otros, luego del colapso de la Unión Soviética, Victor y Raya emigraron hacia Israel para intentar construir allí una nueva vida. Su especialidad era el doblaje de películas y hacerse un camino en ese territorio no parece tarea sencilla para los protagonistas: otro lugar, otro mundo, otra cultura, otras tecnologías que surgen en esa industria y que parecen terminar con un presente congelado en el tiempo hasta hace no muy poco. Esta tragicomedia israelí de Evgeny Ruman aborda específicamente el drama de los inmigrantes, de rehacer la vida en un territorio desconocido, algo que se complejiza en el caso de Victor y Raya porque se trata de adultos y de una pareja en crisis. Voces doradas está ambientada en 1990 y si bien el año y el lugar determinan un contexto político y social, la película avanza progresivamente hacia conflictos más universales como el agotamiento en el vínculo de una pareja, las expectativas personales y el deseo, las ansias de independencia y el machismo de un hombre de una generación para la cual los roles de la pareja estaban más que prefijados culturalmente. Se podría decir en ese sentido que Ruman desaprovecha un poco el contexto, porque por momentos da lo mismo que la historia de Victor y Raya esté ambientada en el presente o en el pasado. Pero en cierta forma hay algo demodé, antiguo, en la forma de narrar del director y en los modos que adquiere esta comedia asordinada en la que el drama de los personajes está atravesado por un espíritu burlón nunca definido. Especialmente ese tono entre trágico y burlesco que maneja la película es la que la vuelve un objeto raro, pero también algo digno de admiración. Hay algo en el gesto y en el tono que asemeja esta película al cine de Aki Kaurismäki y en la dinámica de la pareja protagónica algo similar a lo que sucede con los personajes imprevisibles de los belgas Dominique Abel, Fiona Gordon y Bruno Romy, creadores de Rumba entre otros films. Y para que esto funcione, Ruman cuenta con las invalorables máscaras de Maria Belkin y Vladimir Friedman, quienes hacen de esos personajes anclados en otro tiempo las criaturas perfectas para aligerar el patetismo de algunas situaciones y convertirlas en una risa siempre interrumpida por un dejo de amargura. Lo que se dice, una tragicomedia en toda regla.
UN CUERPO NO ES SOLO UN CUERPO El de los refugiados es uno de los principales temas de la industria del cine europeo contemporáneo, especialmente en películas producidas por cinematografías periféricas a las de los países centrales, aunque con aportes de ellos. Tal es el caso de El hombre que vendió su piel, película tunecina que cuenta además con capitales de Catar y Chipre, pero especialmente de Francia, Alemania, Bélgica y Suecia. Dramas que se pasean por festivales internacionales (esta ganó dos premios en el Festival de Venecia) exhibiendo las miserias del capitalismo y el pesar de los desprotegidos, pero que nunca terminamos de descubrir si lo hacen por una preocupación real o por mera especulación. O para sacudir la culpa biempensante de los capitalistas ricachones del cine: porque a veces esa apuesta por desenmascarar una hipocresía se termina ejerciendo con otra hipocresía. En todo caso la película de Kaouther Ben Hania no es ingenua e intenta reflexionar sobre esto, porque fundamentalmente es el arte uno de sus temas de interés. Basándose libremente en un hecho real, la directora sigue a un refugiado sirio que termina convirtiendo su espalda en una obra de arte firmada por un prestigioso artista conceptual: el tatuaje que le aplican es una de esas visas con las que los extranjeros pueden recorrer toda Europa sin que ninguna burocracia los detenga. La ironía que trabaja Ben Hania es que mientras el ciudadano está impedido de cruzar las fronteras de los países, el ciudadano convertido en obra de arte puede recorrer el mundo sin problemas. Así la directora, no sin un dejo de humor asordinado, ofrece un reflejo del mundo que tiene como principal objetivo la banalidad del arte (y del mundo que lo rodea: artistas, merchants, coleccionistas, meros curiosos que merodean museos) cuando quiere volverse reflexión política. En eso, El hombre que vendió su piel es como una película de Cohn y Duprat, pero sin lo misántropo: la directora quiere un poco a sus personajes y, en un giro final, les otorga algo de humanidad. Hay algo interesante en la película, centrada en ese cuerpo que se convierte en otra cosa. Y no cualquier cuerpo, el cuerpo de un refugiado: la idea de pensar en ese individuo como “un refugiado” es también despersonalizarlo, volverlo un símbolo. Y Sam Alí, el protagonista, decide ser por su propia cuenta y por encima de lo simbólico para convertirse -sin querer- en otro símbolo. Ese es el verdadero dilema de la película, que a su vez padece el mismo conflicto que su personaje: una subtrama un poco deshilachada introduce un drama romántico, que carece del peso dramático de la trama principal y se resuelve banalmente. Tal vez Kaouther Ben Hania no confió del todo en el material que tenía entre manos o quiso anclar su película a un territorio más universal, con el que cualquier espectador pudiera empatizar. Lo cierto es que no todo encaja fluidamente y la película se balancea entre momentos de interés y otros que resultan demasiado convencionales.
HACER LA GUERRA CON UN PALITO El póster de Belfast sintetiza bastante bien los objetivos de Kenneth Branagh en esta, su película con dejos autobiográficos: un pibe, Buddy (el simpático Jude Hill), armado con una espada de madera y cubriéndose con un tacho de la basura como escudo. Belfast es una película ambientada en los años 60’s, en una Irlanda convulsionada por los conflictos entre protestantes y católicos, y posa su punto de vista en los ojos de un niño, que mira todo sin comprender y que se evade a través del cine, la televisión y los cómics mientras su familia se desmorona un poco por el contexto político y otro tanto por asuntos más personales (aunque cuándo el contexto político no infirió en la vida de las personas). Y Branagh no es hipócrita (no lo será en el ejemplar final, por ejemplo): no pretende una mirada totalizadora sobre los problemas del mundo, no asume que su película es la verdad definitiva, ni que tiene algo importante para decir al respecto. Lo que ofrece es una mirada infantil, nos invita a la guerra con un palito de madera. Es, claro que sí, preferir la ficción a la verdad, sin convertirse en el abyecto de Benigni de La vida es bella en el camino. Belfast abre de la peor manera, una serie de postales de la ciudad irlandesa que parecen más un muestrario turístico que otra cosa. Pero tras algún paredón se desatará la guerra y Branagh señalará que ese pacífico pintoresquismo del presente, en cierta manera, esconde los rastros de un pasado de sangre y lucha. En ese movimiento hacia el pasado descubrimos a Buddy y su familia, un grupo humano tironeado entre las exigencias políticas de un contexto que pide ubicarse en algún lado y otro tanto por la necesidad de subsistir. Branagh narra todo esto de forma un poco fragmentaria, a la manera de recuerdos del pasado que surgen como viñetas. Lejos del registro realista a lo Jim Sheridan o Neil Jordan, hay aquí algo más evocativo que político; o si no político, al menos activista. A Branagh no lo mueve sacar conclusiones ni definir posturas porque, básicamente, lo que registra es precisamente el dilema de un grupo de personajes que deciden quedarse al margen o no participar activamente. Podemos discutir esa posición de los personajes, pero no podemos discutir la decisión del director de registrar eso. Si Belfast es un relato con elementos autobiográficos (el pequeño Buddy lee un cómic de Thor, el personaje que Branagh llevó a la gran pantalla), cómo juzgar la experiencia personal. Habrá quien acuse al director de poco comprometido; sin embargo yo veo un gesto de total honestidad. Lo que deberíamos preguntarnos es: ¿quiere Branagh hacer una película política? En todo caso podemos aceptar que esa posición de los protagonistas, no del todo reflexionada o puesta en crisis por la película, condiciona al relato llevándolo por un terreno de levedad y simplificación que vuelve lo político bastante vulgar. Justamente el mismo espíritu que impera en esas secuencias de protestas callejeras o movilizaciones registradas con un tono demasiado lavado. En ese sentido Belfast no deja de ser una película de Branagh, alguien capaz de alternar entre momentos sublimes y otros fallidos dentro de una misma película, de una secuencia a otra. Pero también alguien con una idea muy concreta sobre cómo contar lo que quiere contar, como lo demuestra en sus adaptaciones de Agatha Christie o en sus acercamientos a la obra de William Shakespeare. Lo que sí nunca nos va ofrecer Branagh es una mirada superada, ni nos va a enrostrar erudición para ponerse en un pedestal. Seguramente esa idea de un cine popular y accesible le juegue en contra en una película que, tal vez, reclame otras espesuras. Sin embargo se agradece esa honestidad que destila hacia el final, cuando deja en claro que estuvieron los que se fueron pero también los que se quedaron. Y que esa ecuación, en cualquiera de los sentidos, significa una pérdida. Ahí no hay inocencia ni hipocresía, sino un dolor expresado con enorme pudor.
FAST FOOD NATION No deja de haber algo interesante en el uso que hace el chileno Pablo Larraín de las biografías cinematográficas. Alejándose del estilo más wikipedístico, que acopia y amontona eventos históricos obvios para demostrar un conocimiento básico de cultura general, lo que hace es interpretar al personaje. Lo hizo con Pablo Neruda, también con Jackie Kennedy y ahora su nuevo foco es Diana Spencer, la trágica princesa británica muerta en los 90’s, uno de los eventos mediáticos a nivel global de aquellos tiempos. Es decir, en Spencer no vamos a ver un recorrido de cómo Lady Di llegó a la Corona y cómo fue el fatal desenlace de su historia, sino que nos vamos a encontrar con una historia ceñida a un par de días en los que la familia se reúne a celebrar la Nochebuena y la Navidad. Ese evento social, sus rituales obligados, sirven al director para sintetizar al personaje y su drama personal: el de quien no se encuentra en el entorno que le toca habitar. Hay otra decisión interesante de Larraín: elige el tono de un cuento de terror. Ahora bien, el problema del cine de Larraín es que no alcanzan las formas que uno elige, sino que importa también qué decide hacer uno con eso. Y a Larraín lo puede siempre el exhibicionismo, el mostrar en cada movimiento de cámara y en cada decisión de montaje su presencia; en atosigar el plano de detalles hasta caer en un barroquismo agotador. Exhibicionismo que, seamos honestos, comparte y socializa con sus intérpretes: así como Jackie era un vehículo repleto de mohines para que Natalie Portman se gane el Oscar, Spencer es otra apuesta para que Kristen Stewart alcance el prestigio que algunos intérpretes evidentemente necesitan. Una presencia repleta de tics y gestos ampulosos. Porque Larraín no termina nunca por construir un personaje, sino que lo que hace es de alguna forma lo mismo que la realeza -según denuncia su película- hizo con la pobre Diana y con cualquier persona que termina ahí dentro: convertirla en un símbolo. Ese símbolo que edifica Larraín es el de la mujer que no puede decidir su destino sino que es víctima de un entorno que la condiciona. Y esos condicionamientos son expresados cinematográficos, como decíamos anteriormente, con el tono del relato de terror; que hasta podría ser una relectura de la Rebecca de Hitchcock si pensamos en cómo esa mujer se agobia hasta la locura entre las paredes de una mansión que la aprisiona. Y si esto es terror, y un poquitín gótico, claro que hay en Spencer fantasmas, como el de Ana Bolena, en un paralelismo simplista con el que Larraín parece querer congraciarse con la agenda actual de temas del cine mainstream. Pero si de congraciarse con la platea hablamos, el final es uno de los más demagógicos que recuerde en el cine contemporáneo. En una secuencia que rompe con la estética que la película venía sosteniendo hasta entonces, cambiando la música clásica por la pegadiza canción ochentosa All I need is a miracle de Mike + The Mechanics, Larraín representa la liberación final de Diana almorzando comida rápida en un Kentucky Fried Chicken con los hijos. Larraín decide entonces finalizar su película con un gesto chanta, algo que termina por despejar las dudas sobre sus intenciones. Que no deja de ser algo típico de estos artistas palaciegos como Larraín, que recorren festivales de cine cinco estrellas y ceremonias de premios engoladas con cenas de varios cubiertos, mientras creen burlarse de ese mundo elevado del que no pueden ser otra cosa que parte.