El juego de la vida Salvo excepciones, Robert Rodríguez podría ser considerado uno de los mejores autores de cine infantil de la actualidad. Sus películas, verdaderas cumbres en eso de la libertad y la originalidad, toman la técnica digital por asalto para convertirse en parques de diversiones fílmicos: en ese sentido la saga Mini espías ha sido desde siempre un reservorio de ideas para Rodríguez. Por ejemplo, un film como La piedra mágica le debe mucho a la historia de los hermanitos devenidos espías internacionales en su aspecto visual y narrativo. Tanto en las resoluciones visuales, que utilizan los efectos especiales no en un sentido verista sino para dotar de mayor irrealidad el asunto, como en lo narrativo, donde lo arbitrario campea sin problemas, Rodríguez demuestra ser un aprendiz de aquellos maestros del cartoon clásico en el que los personajes eran plastilina: no sólo por su ductilidad para golpearse y salir indemnes, sino también para ser un material moldeable y utilizable que acepte y reconozca cualquier tipo de estímulo al que es sometido. Sin embargo, lo más interesante del planteo de Rodríguez es que no utiliza todo esto en plan didáctico enciclopédico, sino en su parte lúdica. Y si como en la saga Mini espías lo familiar tiene fundamental importancia, el director dirá que la vida es juego. Es verdad, también, que a esta altura algunas ideas de Mini espías están un poco agotadas y algunas apuestas visuales resuenan ya menos originales que esforzadamente creativas. Así y todo, Rodríguez parece tener material para seguir jugando: por ejemplo, ya no están Carla Gugino ni Antonio Banderas, pero utiliza a una Jessica Alba inmejorable, alejada de su constante necesidad de aparecer sexy y más cercana a la auto-parodia. En el arranque de Mini espías 4: los ladrones del tiempo tenemos a Alba embarazada, con una panza gigante, tirándose con una soga desde un edificio alto mientras tiene contracciones y persigue al malvado Tick Tock. El film la tiene como protagonista, en el rol de una agente que esconde a su marido y sus hijastros su condición de agente secreto, aunque como uno supone una misión la pondrá en riesgo a ella y a su familia: y así tendrá la posibilidad de redimirse ante los chicos que no la quieren mucho. Como siempre en el universo Rodríguez, las ideas visuales son sólo una parte del paquete, ya que también hay múltiples ideas que pasan por la intertextualidad y lo temático. Desde ese punto de partida, el film se abre a otros asuntos, algunos mejor tratados (el tema del paso del tiempo) y otros mucho peor (los medios de comunicación y la búsqueda del éxito). Y así como destacamos la inventiva del director, hay que decir que en muchas ocasiones su apuesta es tan continua al redoble de la experiencia que sus films terminan convertidos en un pop barroco poco fluido. Algo de eso ocurre aquí, con malvados que se repliegan indefinidamente y situaciones que se estiran hasta perder sustancia. Así y todo, si tenemos en cuenta que el villano de esta película quiere absorber el tiempo para recuperar el pasado y la enseñanza es que resulta inútil querer volver el tiempo atrás, estamos ante una película infantil de esas que, aún siendo un tanto machaconas, dejan una enseñanza para nada conservadora. Sin ser una maravilla, Mini espías 4 se mantiene en el nivel de la saga y conserva su cuota de disparate infantil divertido, que nunca incorpora la mirada adulta sino que se entretiene pensando un mundo colorido y de superficies acarameladas.
Dos Sandler que no hacen uno El recurso es más viejo que el cine: un mismo actor interpreta más de un personaje. Y es un recurso sobreexplotado en el campo de la comedia: en las últimas décadas hemos tenido (sufrido también) a Robin Williams con su Papá por siempre o a Eddie Murphy con El profesor chiflado o Norbit. En este caso Adam Sandler hace de Jack Sadelstein y de su hermana gemela Jill, en lo que imaginamos será una verdadera pesadilla para aquellos que no gustan del actor al tener que soportarlo en duplicado. El problema en definitiva no es este, sino que Jack y Jill resulta también una pesadilla sin control para quienes gustamos del personaje Sandler. Jack y Jill es seguramente una de las peores comedias que ha hecho (aunque nada superará a Click) y especialmente en dupla con el director Dennis Dugan, quien ha demostrado ser el que mejor ha entendido el universo Sandler y quien ha estado más afilado para la elaboración de gags veloces y anárquicos, otrora marca autoral del comediante: Happy Gilmore, Un papá genial o No te metas con Zohan lo demuestran. Jack trabaja en el mundo de la publicidad y le encomiendan una tarea compleja: conseguir a Al Pacino para el comercial de una importante empresa de rosquillas, a quien la vida se le complica cuando llega de visita su hermana gemela, un torbellino de problemas sin sentido. Jack es el habitual personaje Sandler, al menos el que viene elaborando desde la estupenda Como si fuera la primera vez hasta la fecha: profesional, de buena posición, algo malhumorado, egoísta, bastante desagradable. Puede que ahí encontremos uno de los inconvenientes de esta última década sandleriana: su hombre irascible creció y ya no es aquel niño-grande de buen corazón, sino que suele ser un tipo horrendo al que la violencia como síntoma del pasado se revirtió en una especie de hijo de puta desencantado muy poco gracioso. Pero Sandler parece ser bastante consciente de esto, porque después de todo no deja de analizarse como personaje/concepto (y ahí tenemos las fascinantes y complejas Embriagado de amor y Hazmerreír) y aquí parece querer retomar ese pasado en la figura de Jill. Es como que Jill pretende representar la ternura moralizante y subversivamente graciosa de El aguador o El hijo del Diablo, mientras que Jack es el cinismo amargo y sin humor de Click o Son como niños. Conviene ver a Jack y Jill, entonces, antes que como una comedia sin luces, como la lucha interna de Sandler por ver qué camino sigue de aquí en adelante. Y si bien el experimento es más que evidente y el concepto mencionado se pone a prueba, la tensión cómica de Jack y Jill se rompe a muy poco de empezada porque la película carece de buenos chistes, su estructura es una burla en la que las cosas nunca avanzan y los conflictos son inexistentes (aún en un mundo de 2×4 como en el de las películas de Sandler), hay una apuesta a lo escatológico sin timing alguno (¿habrán visto Damas en guerra?) y porque Jill es siempre insoportable y nunca querible. Sandler, en su rol femenino, se preocupa por componer a su personaje/caricatura desde lo grotesco, sin mostrar nunca lo interior, el corazón que al final debería terminar aflorando: Jill es una mezcla de sudores, pedos, gritos, asquerosidades varias, que impiden la conexión con el público y, por consiguiente, con la película misma. Es como si de aquellas películas, Sandler y Dugan se hubieran quedado con la ordinariez y nunca con el verdadero sentido de choque que tenían. Hay en Jack y Jill algunos atisbos de sabiduría: las bromas sobre judaísmo, un timing perfecto en los chistes del chico que se pega cosas en el cuerpo, e incluso es pertinente la auto-parodia que ejecuta Al Pacino con burla al esnobismo intelectual en aquel tipo que llora cuando citan un parlamento de El padrino. Estas cosas hacen pensar que todavía hay aire e ideas en el cine de Sandler, pero que Jack a Jill ha sido un paso muy en falso, especialmente en un momento desatinado de su carrera. Tal vez con la próxima That’s my boy, acompañado por Andy Samberg y guionado por Ken Marino y David Wain (Role models), las cosas puedan mejorar.
Scorsese corazón Sin haberse nunca especializado en cine de acción (seguramente Los infiltrados haya sido lo más cerca que estuvo del género), el cine de Martin Scorsese ha sido siempre un cine viril, físico, masculino. No obstante, hubo siempre una sensibilidad en sus películas: ya sea en la conflictiva relación de sus protagonistas con las mujeres como en la presencia explícita o tácita del cine como un soporte desde el cual proyectar el mundo (recordar cómo a partir de la cinefilia podía funcionar y expandir sus niveles un film como La isla siniestra). No sorprendo a nadie ya si digo que Scorsese es, para los norteamericanos, la figura principal en lo que tiene que ver con la conservación del cine histórico. Estudioso y obsesivo, se ha preocupado desde siempre por contribuir a que las nuevas generaciones sepan que hace mucho ya se contaban historias, se las filmaba, y que mucho de lo que hoy reluce como novedoso, se hizo antes, que todo es una enseñanza del pasado que se concibe en forma de loop constante. Y si uno está atento a esas cosas, no se sorprenderá tanto ante una película como La invención de Hugo Cabret que no parece, en la superficie, una película suya. Sin embargo, el film sí tiene elementos constitutivos de su cine y esta vez el homenaje al séptimo arte es por demás explícito en la figura de ese niño de 12 años, hijo de relojero y obsesionado con los dispositivos mecánicos, que logra conectarse con los orígenes de este arte. Cuando nos enteramos que Scorsese iba a filmar La invención de Hugo Cabret, todos quienes no teníamos idea del libro original de Brian Selznick nos preguntábamos qué demonios hacía el director de Toro salvaje involucrado en un film infantil, en 3D, con olor a cuentito navideño. Una posible respuesta era que el hombre ya se había dado todos los gustos y que quería probar algo nuevo, diferente. En parte, hay algo de eso, pero también cuando vamos descubriendo la información que se va abriendo progresivamente en el film, nos damos cuenta que muchos de los materiales que se contienen aquí dentro son parte de sus obsesiones. Claro que por tratarse de un cuento naif, hay elementos habituales que surgen excesivamente licuados: La invención de Hugo Cabret si bien se parece en parte por esa presencia omnisciente del tiempo y la ciudad a Después de hora, carece de maldad, cinismo o virulencia sardónica. El mal representado aquí es el del inspector de la estación de trenes donde el film se centra, interpretado por Sacha Baron Cohen, un perseguidor más zonzo que el Coyote, un malvado que oculta su corazón lo más que puede. Hay claro que sí un aire dickensiano, con el huérfano hostigado por las instituciones, pero eso no deja de ser una referencia intelectual desde la que Scorsese parte para ubicar al espectador conceptualmente. Los dos componentes extraños aquí, dijimos, en el marco de la filmografía de Scorsese, son lo infantil y el uso de una tecnología como el 3D. Aunque de lo primero, podríamos decir que más que lo infantil, lo que está presente de manera constante es lo naif, y esto se sostiene por una cuestión de concepto: el espíritu que campea, es el del cuento. Por eso la París que se ve a través de ventanas y en algunas callejuelas, es una París plástica, ficticia, como extraída de una fantasía. Es la París de Moulin Rouge! y de Ratatouille, y también un poco la de Amelie, aunque a diferencia de aquella tontería francesa aquí Scorsese es totalmente consciente de la distancia que hay entre lo cinematográfico/ficticio y lo real. Precisamente, esa es la materia que impulsa el film, y la que hace que ese final ultra feliz sea justificable. Al igual que en La isla siniestra, la presencia explícita de lo cinematográfico sirve para delimitar de alguna manera la frontera entre lo real y lo imaginario. Sin embargo en esta oportunidad esas diferencias se sostienen menos por una cuestión psicologista retorcida y oscura, y más como una forma de hacer transparente la anécdota de la película: cómo el arte sirve para mejorar la experiencia que es la vida. Y más aún: cómo el cine, específicamente, es un fenómeno técnico que tiene la capacidad de generar emociones, de imprimir de alguna manera lo humano. Pero para que todo esto se resignifique y se potencie, Scorsese tuvo que hacer uso de una tecnología como el 3D, a la que se acerca por primera vez. Como pocas veces, como siempre que la utiliza un tipo con una mirada autoral (James Cameron, Steven Spielberg), aquí lo técnico no es un capricho: que una película que conecta a sus personas con los orígenes del cine (por más que se haya dicho en muchos lados, prefiero mantener el misterio sobre qué es lo que pasa en la película) esté rodada en 3D, es un gesto mayúsculo. Que el que lo haya hecho sea Scorsese, un proteccionista del cine clásico y un director más cercano al cine de autor que al mainstream, es un gesto más grande aún. Esta técnica, anunciada como el futuro y, más en sorna, como la forma que encontraron los estudios para combatir la piratería y volver a llenar los cines, devuelve aquí la idea de sorpresa que alumbró a los fundadores ante el nacimiento de las imágenes en movimiento. Los chicos protagonistas de La invención de Hugo Cabret se sorprenden de la misma manera que lo hacemos nosotros ante el film. La sorpresa, no un valor artístico pero sí un estado emocional que denota cierta sensibilidad para emocionarse con estímulos simples, es algo humano, básico, que nos devuelve a nuestros orígenes, a nuestra propia infancia. Y eso, en pleno siglo ya-perdí-la-cuenta, es algo que debemos agradecerle a Scorsese. Más allá de cierto ritmo que tarda en convertirse en mecanismo de relojería (como sí lo es el film una vez que revela su secreto) y de unos personajes secundarios algo bobos que no suman y sólo demoran un poco la acción principal, La invención de Hugo Cabret puede no ser la mejor película de Scorsese, pero sí es una muy personal y particular. Es una obra que sorprende a la vez que abruma, pero no por su diseño de producción que es como una golosina para la vista, sino por cómo un director puede ser tan autoconsciente de su obra anterior y capaz de conceptualizar sus temas y deconstruirlos en cualquier territorio. Hasta su habitual cameo es aquí un plano muy pensado, reservándose el lugar de observador e impresor de la historia, de la leyenda. Puede que uno vea como demasiado egocéntrico ese lugar en el que se coloca Scorsese, pero si lo hace en el marco de una película tan querible como esta, poco es lo que uno puede decirle. La invención de Hugo Cabret tiene la extraña capacidad de ser académica y popular, de disparar quinientas referencias cinematográficas y literarias, pero siempre desde lo narrativo y desde el homenaje pleno y sincero. Una película con miles de pliegues y con un corazón enorme por las imágenes: protegiendo las viejas, imprimiendo las nuevas. Un corazón enorme y a cuerda, que no para de bombear ideas.
Excelentes actuaciones y una narración correcta y efectiva para relatar una de esas historias que hace tres décadas se convertían en éxitos descomunales. Películas como Historias cruzadas son una vuelta al Hollywood bien lustrado que pretende hablar de los grandes temas: con su mezcla de nostalgia pueblerina y denuncia contra el maltrato de las minorías (raciales, sexuales), es parecida a una especie de mezcla de Tomates verdes fritos y Conduciendo a Miss Daisy: la sospecha de nominaciones al Oscar hace más explícito todo esto. El problema de estos films, cuando no hay un director que pueda darle mayor vuelo al relato, es que denunciar hechos que ocurrieron hace medio siglo (la película retrata el racismo de la Mississippi de la década de 1960) a esta altura resulta bastante banal si no hay una mirada que pueda actualizar el tema, algo parecido a lo que pasaba en El sustituto de Clint Eastwood con su denuncia apolillada contra el poder policial de hace ocho décadas. Por ejemplo, La isla siniestra es una gran película porque Scorsese sabe que lo suyo no es denunciar las prácticas médicas en los manicomios de la década de 1950, sino otra cosa y que aquello es apenas una herramienta para hacer avanzar el relato. Bien, el director Tate Taylor, que no posee pergaminos demasiado interesantes, sin embargo tuvo la virtud de darse cuenta de algo en su película y encontró en Historias cruzadas eso que eleva a su film. Aquí, una joven aspirante a periodista, Eugenia (esa pichona de estrella que es Emma Stone), decide en el sur norteamericano de 1961 entrevistar a varias sirvientas negras para que cuenten su punto de vista sobre lo que es trabajar a las órdenes de un grupo de familias blancas bastante racistas: con decir que hacen construir baños apartados de la casa para que caguen los negros. Pero a partir del personaje de Celia Foote (la ascendente Jessica Chastain), una “grasa” al pensar de las otras más refinadas señoras de su casa, el film basado en la novela de Kathryn Stockett se anima a llevar el tema de la discriminación a otro nivel, si se quiere un poco más complejo. Sin embargo, Taylor logra que estos temas sean apenas un McGuffin y mientras tanto va construyendo lenta y progresivamente la verdadera anécdota: la de un grupo de mujeres que consiguen algo cercano a la libertad por medio de la transmisión oral de sus historias. Estas sirvientas le contarán a Eugenia, quien terminará editando un libro con sus anécdotas. Es interesante la forma en que Historias cruzadas demuestra que lo más importante que tiene el ser humano es la voz y la posibilidad de expresarse con ella: por medio del narrar, uno es libre, y esa libertad es lo más cercana a la felicidad, dice la película en su notable travelling final. Porque no hay dolor más grande que ese que se silencia. Pero como decíamos, Historias cruzadas no disimula nunca que es una de Hollywood, con su corrección política y su trazo grueso para definir personajes y situaciones, y eso hace que su potencial astucia quede minimizada por algunos momentos más deudores de las telenovelas de las cinco de la tarde. Eso sí, como bien lo sabe el Hollywood que aspira a ganar premios, las actuaciones deben ser un seleccionado de puro talento. Buen vestuario y ambientación, excelentes actuaciones y una narración correcta y efectiva, lo que se dice uno de esos cuentos que hoy ya nos parecen uno más pero que hace tres décadas se convertían en éxitos descomunales. Una película correcta, en todos los sentidos: en los buenos y en los malos.
Extraña pareja 50/50 es una película sobre parejas extrañas, parejas que pueden ser dos unidades (Adam y su amigo Kyle) o unidades que se dividen en dos partes, como en el título (el porcentaje de sobrevida que tiene el protagonista luego de contraer un peculiar cáncer en su espalda). Pero esas parejas pueden ser entendidas como partes que chocan, se complementan, se invaden, se mezclan con el fin de ser otras en el proceso: los dos amigos mencionados antes, pero también Adam y su madre, Adam y su novia, Adam y su terapeuta; e incluso la comedia y el drama, lo independiente y lo convencional. Todas estas posibilidades, que el director Jonathan Levine y sus dos protagonistas Joseph Gordon-Levitt y Seth Rogen exploran, construyen un film por demás interesante que encuentra en esa confrontación cincuenta y cincuenta parte de su encanto, y que se sintetiza en cómo la comicidad invade el drama, a la vez que el drama torna incómoda la comicidad, en un proceso de relaciones bastante complejo. Adam es un joven que no llega a los 30 años y que no bebe en demasía, no hace nada “malo”, sale a correr y se cuida de no ser atropellado mientras hace deportes. Si hasta recicla, como le dice al médico cuando este le anuncia que tiene un extraño tumor en su espalda, de nombre impronunciable, y que tiene un 50 por ciento de posibilidades de sobrevivir a la enfermedad. Bien, la premisa de esta película no es especialmente seductora y tal vez lo único que genere curiosidad es ver cómo pueden Gordon Levitt y, especialmente, Seth Rogen, subvertir de alguna manera el clásico camino de estas películas con enfermedades terminales. En primera instancia, ellos y el guionista Will Reiser -en cuya experiencia personal se basa el film- hacen un movimiento inteligente: el cáncer es aquí un McGuffin, un elemento distractor, que sirve para hablar, como en buena parte de la comedia moderna norteamericana, de la amistad masculina. 50/50 es, efectivamente, una bromantic movie, como la excelente I love you, man -por poner un ejemplo-, una película en la que el vínculo entre dos amigos se pone en crisis aquí por una enfermedad terminal. Y en esto resulta fundamental el dúo protagónico: Gordon Levitt logra salirse del papel de víctima, le escapa bastante a los lugares comunes, y compone un personaje incómodo, tenso, que desconfía continuamente del mundo y a quien el cáncer no modifica demasiado; Rogen, redobla la apuesta de su habitual compinche guarro, y por momentos avanza de manera algo desagradable, con un egoísmo típicamente masculino, nunca explicitado como tal pero sí manifestado de manera casi adolescente. Juntos componen una extraña pareja, que puntúa sus notas entre el registro de la comedia moderna americana y el drama con cáncer: la cima en este sentido es cuando Adam le tiene que explicar a su madre que tiene cáncer y le dice “¿viste La fuerza del cariño?”. Precisamente algo particular en 50/50 es cómo se encuentra el tono adecuado para mostrar la enfermedad y sus consecuencias y circunstancias, y hablar de ello: sincero es el proceso que enfrenta Adam, también son muy precisas y dolorosas las charlas con sus compañeros de quimioterapia, la manera en que se muestra al padre de Adam enfermo de Alzheimer o la forma en que se va dando el vínculo con su madre: sabias elecciones de elenco, con dos veteranos brillantes como Phillip Baker Hall y Anjelica Huston en pequeñas y claves apariciones. En la elección de estos actores, queda demostrado además un cuidado muy especial por alejar a la película del film aleccionador o del drama lacrimógeno más básico. Por todo esto, también, es que resulta particularmente fallida la subtrama entre Adam y su novia Rachael (Bryce Dallas Howard), o al menos la forma en que se resuelve el conflicto, con un maltrato excesivo hacia el personaje femenino: para una película que tiene una particular sutileza para construir lazos, lo que ocurre en una escena es muy feo, indigno, y sirve para sostener algunos argumentos de machismo que suelen batirse sobre la comedia norteamericana y sobre las bromantic en especial. Que esa subtrama termine siendo menor dentro del film, no minimiza su potencia maligna. Es el cáncer, dentro de la película, que amenaza con comerse todo lo demás: es llamativo cómo en la película se hace bien lo más complicado y mal lo que habitualmente sale bien. Menos mal que antes y después de esa situación, todo está más o menos bien, y que hasta algunos convencionalismos (la relación de Adam con su psicóloga) son vistos con simpatía. Más allá de ese paso en falso, 50/50 es una película que nunca suelta el humor negro, que es cruda sin caer en lo sórdido y que avanza de la manera brutal y a los golpes como las buenas relaciones de amistad masculinas: un juego de a dos que nunca intentan ser uno, sino que pretenden ser uno mirando en el otro aquello que los puede reconfortar.
Ya no sé qué hacer conmigo Intercambio de almas podría ser integrante de una galaxia en la que nombres como los de Spike Jonze, Charlie Kaufman o Michel Gondry fueron elevados a la categoría de dioses. Aquí tenemos esa combinación algo ardua de drama urbano mezclado con ciencia ficción y especulación científica aplicada a lo prosaico, con una narración enrevesada y apuntada más a la reflexión existencialista que al placer de contar. Si a todo esto le sumamos que Paul Giamatti hace de Paul Giamatti, hablamos de un ejercicio de estilo en el que la directora Sophie Barthes hace todo lo posible por mostrar sus referencias y ubicarse dentro de un marco apropiado. En el film, un Giamatti elevado al rol de estrella de Hollywood se muestra algo agobiado por una próxima puesta teatral de Tío Vania, de Antón Chéjov. El actor está bloqueado porque no encuentra al personaje, y se somete a una curiosa operación por medio de la cual le extirpan el alma con el objetivo de no sentir culpa ni ningún otro tipo de sentimiento. Todo marcha más o menos bien hasta que quiere recuperar su alma anterior, y descubre que fue a parar a Rusia por el tráfico ilegal. Intercambio de almas explota, como era de esperar, ese personaje construido por Giamatti film tras films, el del tipo común algo detestable, que tiene mucho de patético y encuentra el humor en los límites de la misantropía. Sin embargo, y gracias a la impericia de la directora, la película comienza a embrollarse seriamente, tornándose extremadamente fría y solemne, como si nunca entendiera el humor de sus referencias admiradas. Así, Intercambio de almas más que pertenecer a aquel universo, construye uno paralelo: donde el sentido del humor y la ironía de los originales son vistas como excedentes, y donde lo que importa fundamentalmente es la reflexión filosófica. En definitiva, la película de Barthes se sostiene sobre una única idea, la del Giamatti autoparodiado, que se agota a la media hora porque el personaje Giamatti resulta ficticio y necesita de un universo mucho más interesante que este diseño aburrido para sostenerse. En definitiva, la película luce estirada, sin rumbo y aburrida, luego de esos primeros minutos donde todas las posibilidades son agotadas malamente. Mucho más cuando una subtrama que sucede en Rusia tome protagonismo, y ya definitivamente nos quedemos esperando por alguien que le insufle algo de espíritu a este cuerpo fofo, de diseño de guión, que desde la canchereada más marmórea se pretende una reflexión sobre el vacío existencial de las celebridades y una mirada lúdica sobre el juego de roles del actor.
Un triste tigre Que Cameron Crowe es un buen constructor de diálogos, ya lo sabemos. Y aquí le alcanza un poco de su pluma para sacar adelante algunos pasajes de Un zoológico en casa. Mejor constructor de diálogos que director: Crowe -que goza del beneplácito de cierta generación cuarentona gracias a la regular Casi famosos- como director es de esos que ponen la cámara y listo, sin demasiados lujos en el encuadre y sin saber muy bien para qué utiliza la imagen. Esto pasaba tanto en sus mejores películas (Jerry Maguire) como en las peores (Vanilla Sky), a Crowe le interesa el decir y su simbolismo: “¡show me the money!”. En ese plan, aquí tenemos ese final con árbol caído y manos que se enlazan, como cima del simbolismo de manual. Ante esto, me atrevería a decir que es un mejor constructor de diálogos que guionista. Pero hay otra cosa que al director le interesa, y es contar con los actores clave para el rol que les toque protagonizar, que sepan decir esas líneas que él tan amablemente elabora. Y ahí es donde entra a jugar Matt Damon, quien junto a Thomas Haden Church y John Michael Higgins hacen su juego de detalles para que la película crezca un poco por encima de la medianía a la que ella misma se somete: algunos desde la pulcritud y la supresión de guiños (Damon), otros desde la más pura comicidad (Haden Church) y otros desde la exageración divertida y la caricatura digna (Higgns). Que Matt Damon es un excelente actor, ya lo sabíamos. Este año debe ser uno de los actores que más apareció en pantalla, con la particularidad de que inauguró el año allá por enero con Más allá de la vida y ahora lo cierra. Tanto en estas dos películas, como en Contagio o en Los agentes del destino, se puso a disposición de su personaje, aportándole los elementos que el film requería, sin tomarse protagonismos desmedidos ni aparecer en escena al grito de “eh, soy Matt Damon”. Ya sea la pesadumbre del film de Eastwood, la flagrante fantasía de Los agentes del destino, la pasividad de la de Soderbergh o el naif Ben Mee de Un zoológico en casa, todos contaron con la amabilidad de un actor que día a día parece más sólido y sereno. A veces me siento como aquel personaje de Virgen a los 40, que mirando en la tele una escena de la saga Bourne, se da cuenta que no sólo es un blandito que puede hacer de noviecito ideal, sino que es un gran actor y con una presencia clásica. Y básicamente es su presencia la que hace que esta película de Cameron Crowe pueda ser tolerada, aceptada como el cuento blanco y familiar que es: el de un tipo que larga todo en su vida y se abandona a la suerte de un zoológico, esperando que ese nuevo emprendimiento lo modifique y mejore de alguna manera. Damon lleva estas dos horas sobre los hombros con bastante hidalguía. Crowe y Damon se toman Un zoológico en casa más o menos como una cruza entre el cuento a lo Capra y el trabajo en equipo a lo Hawks, pero definitivamente como una forma de volver al Hollywood clásico, ese de las buenas personas poniéndose objetivos superadores, y cómo todo termina cerrando en un final feliz y americano. Y lo hacen de manera desvergonzada, con una intrusión excesiva de la banda sonora, con una búsqueda constante del golpe emotivo, con una apelación a las lágrimas del espectador en las 400 líneas narrativas que propone. El problema de Un zoológico en casa es que el cine no se inventó hace dos semanas y todo lo que la compone no son más que lugares comunes. Y ante esto, Crowe no tiene mejor idea que arrodillarse y avanzar fielmente en su calvario de emociones primarias, sin siquiera reflexionar sobre el dispositivo que hace funcionar su narración. Pero esto también tiene una parte positiva: Un zoológico en casa es una película cristalina en su desfachatez por acumular emociones, es grasa con consciencia y en eso no falla, lo hace con una lógica inquebrantable, pero exige un público que ingrese en su mundo y lo acepte tal cual es. Y en su abanico de emociones epidérmicas, permítanme sincerarme y reconocerles que hay una subtrama, la del tigre Spar y su depresión crónica, que me emocionó porque logra hacer brillar esa desfachatez exacerbada de la película toda y a la par elabora su reflexión más interesante: por más cambios que intentemos en nuestra vida, cuando duele, el dolor permanecerá allí. Un zoológico en casa está tan concentrada en su nivel de berreteada, que incluso se permite algunas ideas no descartables.
Pasión de los débiles Me gusta el básquet, soy hincha de Quilmes de Mar del Plata que juega la Liga Nacional. Podríamos decir que es un club chico si es que el deporte se mensura de acuerdo a logros: si bien jugamos en la alta competencia desde 1991, nunca hemos ganado una Liga Nacional, nuestras campañas -salvo un par de excepciones- han sido de regulares a malas y, de hecho, hemos descendido dos veces ya. Lo épico en nuestro caso, es que en las dos oportunidades volvimos a ascender al año siguiente, algo que ningún club ha logrado en la historia de este deporte. Es un orgullo mínimo, claro está, pero orgullo al fin: en realidad el tamaño del orgullo no lo hace la dimensión del acto en sí, sino la importancia que tiene tal hecho para uno como individuo. Para colmo de males, en la ciudad hay un rival clásico, Peñarol, que en el presente y desde hace un par de años, goza de su mejor momento en cuanto a resultados: títulos de Liga, de campeonatos paralelos, de torneos intermedios, incluso de torneos internacionales. Ni qué decir los partidos entre ambos equipos: un sufrimiento continuo, una instancia en la que uno desea ser tragado por la tierra para no comerse las gastadas correspondientes. El presente del cuadro en la Liga Nacional en curso es bastante pobre: vamos últimos, sin demasiadas chances de levantar cabeza y con un horizonte que uno avizora como bastante pobre. Pero uno sigue siendo de Quilmes, por esa empecinada pasión que suele tener todo hincha. Y esto es así porque pertenecer a un equipo es también manifestar, veladamente, un estilo de vida. Uno es de Quilmes porque, con malas, pésimas o nefastas decisiones dirigenciales, el club ha sido históricamente coherente en sus determinaciones institucionales. Siempre se privilegió el cuidado de las arcas del club por sobre las necesidades apremiantes del hincha: menos estrellas, menos gastos indecorosos, y por ende también menos resultados positivos. Las veces que nos corrimos de esas premisas, así nos fue. La alta competencia es tan excitante como injusta, más en un deporte como el básquet, porque se hace muy difícil suplir con coraje deportivo las falencias de tener un plantel inferior en cuanto a condiciones y salarios. En el caso de la Liga Nacional es un dato que se puede cotejar observando la lista de cuadros campeones: muy pocas veces (algún Gimnasia de Comodoro, por ejemplo) no salió campeón uno de los equipos que más dinero hayan invertido. Es la triste realidad de este deporte, y la mía como hincha de Quilmes. Sepan disculpar el largo prólogo, pero es una buena forma de entender por qué me gustó tanto El juego de la fortuna. Y si usted es hincha de un club chico, como el mío, sin dudas que se sentirá especialmente movilizado por un film que hace de esa pasión de los débiles su mayor fuerte. Y lo hace sin demagogia y con una coherencia tremenda en el tratamiento de ese universo de números, cifras, porcentajes, estadísticas y personas tratadas como números, que es su materia base. En lo central, el film de Bennett Miller cuenta una porción de la vida de Billy Beane (Brad Pitt), el manager de los Oakland A’s de la liga de beisbol norteamericana: un equipo que año tras año y a pesar de algunos buenos resultados, perdía a sus mayores figuras, seducidas por el dinero de los cuadros más poderosos. Sabiendo que no contaría con más presupuesto que el que tiene (el film arranca con dos cifras, $ 114.457.768 vs. $ 39.722.689, para marcar las diferencias entre los Yankees y el Athletics), Beane se contacta con Peter Brand (Jonah Hill), un estudiante de economía que ha organizado un programa que por medio del análisis de estadísticas logra conseguir un equipo competitivo y de bajo presupuesto. Justo lo que Beane necesita. Lo primero interesante que hace el film es quitar el costado moralizante del dinero: no hay aquí una mirada de ricos contra pobres, sino que aceptando las reglas del juego y del sistema pone en el centro del relato a un pragmático y un economista dispuestos a patear, desde su lógica, precisamente aquellas reglas. Si uno pensaba ver un film deportivo, lo encontrará pero no del modo en que pensaba: el juego queda a un costado y lo central pasan a ser las formas en que el juego se construye, cómo se negocian jugadores, de qué manera se plantea una estrategia, toda esa trastienda que el hincha no logra ver. Y si usted cree que esto será desapasionado, sepa que está totalmente equivocado. El juego de la fortuna es una película caliente, ágil, inteligente, divertida, efervescente. Y en última instancia, si es hincha de un cuadro como el mío, emocionante. Parte de la inteligencia del film proviene del guión, pero de un guión tan ajustado que deja los lugares vacíos para que lo que el texto no pone lo completen la dirección y los actores. Hay que decir, claro, que el guión de El juego de la fortuna fue escrito por tal vez dos de los mejores guionistas del presente: Aaron Sorkin y Steven Zaillian. Del primero, que tras Red social parece estar en estado de gracia, podemos reconocer esos diálogos filosos, que se posicionan como estiletazos sobre el mundo a retratar y lo desmenuzan potentemente abriendo el juego hacia otros niveles del discurso, aunque sin la oscuridad de la peli sobre el Facebook y con algo más de ternura; del segundo, como en La lista de Schindler o Una acción civil, está esa visión sobre el dinero y su vínculo con la vida, del dinero como instrumento básico del capitalismo, pero un capitalismo puro que evidencia en su origen los propios males del sistema: la gente, tanto en un campo de concentración como en un equipo de béisbol, puede convertirse en moneda de cambio. El juego de la fortuna se da el lujo de contar con dos escritores lúcidos, intensos, que fusionan lo mejor de su mundo y construyen un gran relato sobre el nuestro, en esa gran virtud que tienen los buenos autores: es indudable que el film habla sobre el béisbol, pero también está diciendo algo sobre el presente universal de crisis y pérdida de valores, valores que incluso están en el dinero y que no son sólo los de cambio. En ese sentido hay una escena magistral sobre el final, en la que Brand le dice a Beane, cuando el manager duda entre quedarse en Oakland o aceptar una oferta millonaria de Boston: “es una metáfora”. Brand le muestra un video en el que un jugador que no confiaba en su potencial conecta un home run sin llegar a advertirlo, y tiene que ser avisado por sus compañeros y rivales de semejante proeza. Lo que le quiere decir Brand a Beane (Pitt y Hill tienen una química inconmensurable y son parte del gran éxito de esta película) es que hay gente que logra grandes sucesos pero no quiere verlos o está imposibilitada de hacerlo. “Es una metáfora”, dice y amén de la comicidad es una secuencia notable por cuanto desnuda también los artilugios de este tipo de películas, en las que el hecho no es más que una reinterpretación de algo más universal. Esa explicitación funciona también para el resto del film, que transita su drama de números y estadísticas sobre la apariencia del film deportivo: está la arenga de vestuario, está la historia del jugador que se reivindica, está el psicologismo que parece justificar conductas, está la relación amor-odio entre el manager y el entrenador, está la secuencia de montaje con las victorias del equipo, está el partido heroico de resultado incierto hasta el último segundo. Todo está, pero retorcido: la arenga es a medias y bastante desganada con un Beane que apenas puede agitar su brazo un poco, el amor-odio termina siendo más odio que amor, el partido que se define al final no termina sirviendo de nada a posteriori, los psicologismos son sólo taras del pasado que no determinan nada en el presente. Incluso el partido final está contado casi en dos planos, con un cierre amargo determinado por el montaje y la iluminación. Bennett Miller, que venía de la envarada Capote, se aligera aquí y construye un film apasionante sostenido en cifras, números, estadísticas, con dos héroes que no son los protagonistas, sino tipos que ni siquiera pueden mirar los partidos porque se ponen nerviosos: son gente que pareciera no disfrutar mucho de lo que hacen porque, en verdad, el deporte y su disfrute pasa muchas veces por el sufrimiento, el tesón y la creencia en las propias determinaciones con las consecuencias del caso. En eso El juego de la fortuna (horrendo título local que contradice el espíritu del film) es casi una de Michael Mann, por su celebración del rigor y el profesionalismo por sobre el supuesto conocimiento de los intuitivos, y en cómo defiende la pasión de los que confían en sus virtudes y se empecinan en llevar adelante sus prácticas más allá de lo que dicta el sistema. Beane mantiene además una hermosa relación con su hija y allí se resuelve parte del entripado que mantiene el protagonista: el final de la película puede ser el optimista, resumido en ese logro deportivo que consiguen los otros equipos siguiendo los métodos de Beane y Brand, pero es más el que tiene a Beane escuchando la canción que su hija grabó a su pedido, The show, que le recuerda en los coritos que es un padre perdedor. En ese momento, última escena de la película, Miller tiene a Pitt encerrado en su camioneta, viajando sin saber muy bien a dónde, escuchando la canción, imaginamos dudando sobre si aceptar la oferta o no: la decisión formal es increíblemente acertada, porque pone al actor emocionado fuera de foco en un plano cerrado y lo que queda asomando por los rincones de la ventanilla es la ciudad, el lugar, la pertenencia, un modo de vida, una estética, una esencia; y que al final de cuentas es eso y no los logros deportivos los que nos termina anclando a un club. No hace falta explicar aquí qué decisión tomó Beane, que logró ver el triunfo en la derrota. Para todos los hinchas de cuadros chicos como yo, esta grandiosa película.
Sólo un gato... con botas Si algo bueno dejó la saga de Shrek, que se fue desmoronando paso a paso, fue el personaje de El gato con botas: siempre haciendo las veces de comic relief, mantuvo su encanto en las tres películas en las que apareció y le robó ese lugar al más bien insufrible Burro. Demostrando que esto era algo más que una sensación individual de cada espectador, Dreamworks decidió que allí había algo más que un personaje simpático; además había un personaje capaz de soportar sobre el lomo (nunca más preciso el barbarismo) una película. Y viendo los resultados, una película que es menor y relativamente intrascendente -intrascendente porque no inaugura ni revela un universo estimulante que pueda contener otras múltiples lecturas y niveles más allá de lo que expone-, pero que tiene la habilidad de ser divertida, veloz, simpática y, casualmente, inteligente en su chiquitez e intrascendencia. Gato con botas, de Chris Miller, teniendo al personaje indicado como protagonista se decide a contar una aventura ligera y pasatista, y lo hace de manera orgullosa y honesta. Hay varios aciertos formales: por empezar, el personaje no cambia un ápice de lo que ya conocíamos, y se le agregan algunas cuestiones mínimas del pasado que refuerzan ese carácter huidizo y chapucero que ha tenido: este Gato con botas es una mezcla -bueno, siempre lo ha sido- de la creación de Charles Perrault con el folletinesco Zorro, incluso con la particularidad de que Antonio Banderas le dio nueva vida al espadachín de la serie televisiva y le dio la voz a este felino aventurero. Pero además, el film mantiene una estética visual y temática heredada de la saga de Shrek, incluso con esa fusión libre de personajes populares y cuentos clásicos, siempre bajo la pátina de la parodia. Sin embargo, donde Miller acierta es en limitar aquella autoconciencia pop que había hecho del ogro verde ya una sucesión de chistes estúpidos y sin gracia. Y otra cosa que sigue de las Shrek, es la atractiva utilización de la música, incluso aquí de una forma mucho más coherente que en aquellas películas: lejos de la recurrencia a las canciones pop, aquí se da uso del flamenco, de las guitarras españolas, del baile y de las palmas, en una partitura excelente, que remeda los clásicos del cine de aventuras épicas, a cargo de Henry Jackman. De hecho, uno de los momentos más divertidos es aquel en el que Gato con botas conoce a Kitty, una ladrona de manos muy peludas y suaves, que se convierte en el interés romántico del héroe: llegan a una taberna donde hay un concurso de baile, y el film toma una velocidad de cartoon, donde el ritmo y los chistes corren en paralelo con la cadencia que marca la música. Y Kitty es un interés romántico que, lejos del conservadurismo familiar de Shrek, es aquí aventura, acción, intrepidez, ritmo, diversión. Básicamente, Gato con botas reúne al protagonista con Humpty Dumpty (el huevo aquel que todos conocen, un villano no demasiado logrado), un amigo de la infancia y adolescencia de Gato, y un vínculo construido sobre traiciones cruzadas. Ambos se embarcarán en la búsqueda de las habichuelas mágicas, por allí aparece también la gansa de los huevos de oro, y tenemos listo el pastiche de cuentos clásicos a lo Shrek. Tampoco vamos a poner a este film por los cielos, Gato con botas es básicamente un personaje, un gesto, un cuerpo que está definido por propia esencia como un relato de aventuras, pero muy pocas veces es una película estimulante. Por eso, funciona más cuando estalla la acción que cuando los personajes intentan explicarse o justificarse: por eso el fracaso de Humpty Dumpty, carácter que está impedido de la aventura. En ese sentido, el guión es más que inteligente y plantea unos conflictos bastante simples que no ralenticen la acción. Con sus limitaciones, con sus chistes que no siempre funcionan y a veces se repiten, con su apuesta a lo mínimo muchas veces superado por el apabullante diseño visual -como si los creativos le pusieran más empeño a lo que se ve que a lo que se dice o se cuenta- Gato con botas es todo lo divertida y entretenida que, por ejemplo, debería haber sido Cars 2 apelando a los relatos de espías y acción. Y lo es básicamente porque es totalmente consciente de sus limitaciones. Anótenlo por ahí, porque no creo que suceda otra vez: 2011 fue el año en el que con Kung fu panda 2 y Gato con botas, Dreamworks le ganó por goleada a Pixar. Así estamos…
En Operación regalo Sarah Smith toma la mítica navideña y la utiliza como plastilina, esa histórica materia prima de Aardman, para moldear su propia Navidad. El cine de animación en la actualidad corre el riesgo de convertirse en un excedente. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías, la animación digital ha privilegiado la proliferación de compañías que producen este tipo de films. Lo que antes era sorpresa, ahora es reiteración: a esto sumémosle que la mayoría de estas producciones parecen hechas con el mismo molde con el cual se supone van a seducir al público infantil, que es visto como un cliente antes que como un ser humano que siente y se emociona y juega y pone a velocidad mil su radar de sensibilidades. Entonces, nada más resta esperar alguna revelación aislada (este año fue bastante pobre al respecto: al menos desde lo estrenado sólo brilló la extraña Rango) y, claro está, la confirmación de los grandes autores: sólo falta por ver qué ha hecho Spielberg con Tintín. Y si tomamos en cuenta que este año Pixar la pifió en grande con Cars 2, nos enfrentábamos a Operación regalo con la mínima ilusión de que con Aardman detrás, el film pudiera sobresalir de la media-mediocre a la que nos hemos visto entregados este año. Y hay que reconocer que si bien Operación regalo no está a la altura de un Pollitos en fuga o de un Wallace and Gromit (¡caramba, quién pudiera!), tiene elementos suficientes como para ser un poco más estimulante que el resto y ser un justo heredero de la firma de Park, Sproxton y compañía. En primera instancia, lo que se observa es que el relato se sostiene con solidez, porque el cuento está bien pensado y estructurado: no hay aquí un festival de chiches para la caja feliz ni una sumatoria de chistes sin sentido, ni un regodeo en la autoconciencia pop, sino un universo que es parodia de otro real, con su lógica y sus reglas internas bien elaboradas. Y si bien se extraña la textura de aquellos muñecos de plastilina -y el mundo propuesto hubiera aceptado coherentemente aquella técnica de animación- Operación regalo remeda amablemente esos universos de la casa Aardman donde la velocidad es igual para la aventura y el humor, con un toque de nostalgia y una burla siempre presente hacia el ánimo modernizador del ser humano: ninguna otra cosa eran esos inventos algo inútiles que creaba el bueno de Wallace. Podría decirse que el universo de Operación regalo no es autosuficiente porque se vale de la mítica navideña, pero hay que decir que lo que hace el film de Sarah Smith es tomar la esencia, utilizarla como plastilina, para construir su propia Navidad: en esta, los Papá Noel son como una monarquía que va pasando el cargo de generación en generación. Con eso responden las dudas de los más chicos -que se resumen genialmente en el avasallante prólogo- y dan rienda suelta a lo que viene: el Santa del presente está algo avejentado y especula sobre quién continuará su legado, si el tecnologizado y militarizado Steve o el ingenuote de Arthur, quien resume la Navidad en su espíritu bienintencionado y en su rigor para con el rito: no puede haber un niño que no reciba su juguete en Nochebuena, dice. Y eso ocurre cuando una bicicleta se queda por error en el trineo-nave espacial que recorre el mundo, y la acción se desencadenará cuando Arthur y su abuelo, también Santa, viajen al destino para entregar esa bicicleta antes de que la chica que la pidió, se despierte y tome rencor contra el panzón de la risa del jo-jo-jo. El mundo planteado por Operación regalo, que arranca a todo vértigo y luego se estira un poco, es una excusa ideal para que la gente de Aardman explote todas las posibilidades cómicas, y a su vez se ría de la tecnología, lo militar y hasta la burocracia, sin por ello no ver lo negativo de la excesiva nostalgia sobre el pasado. En el fondo, y por más Navidad que haya, el film es una nueva historia de padres e hijos, de padres que deben reconocerse en sus herederos, y de hijos que tienen que aprender a aceptar a sus padres y saber sobrellevar el rol que la historia les impone. Si bien puede haber ciertos giros sentimentaloides sobre el final, uno los cree porque Aardman es de esas compañías que se preocupan de trabajar sobre los personajes y sus sentimientos, y de hacerlos creíbles ante nuestros ojos. Sin olvidar sus probabilidades políticas -imagínese usted un trineo sobrevolando el mundo actual, plagado de guerras-, Operación regalo encima dice sugerentemente y casi de refilón que Papá Noel puede no existir, que lo que se impone son los buenos sentimientos, y que qué importa si el regalo lo trae un tipo panzón vestido de rojo u otra persona. Una película navideña que es un cuento navideño, a la vez que una reelaboración de esa mítica. Crear sobre lo ya conocido y reinventar: casi como lo que Aardman ha hecho toda la vida con la plastilina.