El árbol que tapa el bosque Desde que ha sido adaptado al cine, el imaginario del Dr. Seuss ha tenido un problema mayúsculo: su excesiva carga alegórica, lo que convierte a cada película en una pesada muestra didáctica de no-cine. A excepción de la estupenda Horton y el mundo de los quién, el cine no ha sabido encontrarle la vuelta a un autor que, por otra parte, resulta casi inadaptable. En primera instancia, sus personajes hablan en rima y además aquellos que son los buenos, abusan de una actitud naif tan recalcitrante, que sólo una obra autoconsciente puede incorporar satisfactoriamente este universo. En la mencionada Horton… el personaje principal, el elefante, sostenía notablemente esa lógica interna y a su costado excedido en bondad le incorporaba una cuota de valentía y heroísmo que trasgredía el cuento original para contagiarlo de un espíritu épico a la usanza del cine. En el caso de El Lórax, en busca de la trúfula perdida, era la gente encargada de la atractiva Mi villano favorito (junto a los guionistas de Horton…) la empeñada en traducir el cuento en narración cinematográfica. Y en ese sentido, los resultados no podían ser más decepcionantes: El Lórax… funciona sólo por momentos, y se deja avasallar por una metáfora ecologista de tamaño extra-large, nunca diluida en ese amable aporte del cine: el cuento en movimiento. El Lórax, en busca de la trúfula perdida avanza en dos niveles: por un lado tenemos al joven Ted, habitante de una ciudad-domo artificial donde todo es de plástico o se infla, donde el aire es comercializado por un malvado empresario, y donde la presencia de un simple árbol real es ya un elemento mitológico o de fantasía. Ese joven se entera que la chica de la que está enamorado se entregaría a quien le enseñe un arbolito, y emprende un viaje hacia el exterior de ese universo idealizado en busca de un misterioso personaje que debería saber dónde encontrar el último árbol vivo. En esa instancia es donde aparece la otra línea narrativa del film, que es el relato del hombre misterioso a Ted, sobre cómo él mismo fue el encargado de comenzar la destrucción del planeta tal como se lo conocía. Emprendedor, para producir un loco invento, taló todos los árboles de un hermoso bosque, ese que ahora sólo muestra troncos cortados y un cielo violeta oscuro. Tiempo presente y pasado se van fusionando progresivamente, hasta un desenlace en la veta optimista: como siempre en Dr. Seuss, está presente el mal, pero no tanto como una esencia malévola per sé, sino como un lugar al que se llega desde la ignorancia y las buenas intenciones. Y más allá de su diseño visual atractivo, El Lórax… no funciona porque falla tanto narrativa como temáticamente. No hay nada de malo en una fábula ecologista, WALL-E lo era e incluso ha sido la obsesión de la obra de Miyazaki, pero el inconveniente es que el mensaje, la bajada de línea, es aquí tan grosera, que inhabilita cualquier complejidad. WALL-E o Miyazaki (otra vez) pueden ser ecologistas, pero hay otros niveles de lectura que tienen que ver con una mirada sobre la humanidad, un juego por la vía de los géneros, de la ciencia ficción al relato de aventuras. Son metafóricas. El Lórax… no, es una alegoría. Y, se sabe, no hay forma de ver otra cosa en una alegoría, es eso y listo: es el fin de la imaginación. Por eso, no vemos en esta película nada más que un mundo al que le hace muy mal que talemos árboles. Bien, aprendimos la lección y nos vamos a casa preocupados. Pero… ¿nos divertimos en el camino, nos emocionamos? Imposible. Salvo en aquellos momentos donde la historia viaja al pasado y conocemos a las criaturas que habitaban el bosque, un mundo de ositos y pececitos que funciona con la misma lógica lisérgica de los minions de Mi villano favorito, el resto de la película es una nulidad absoluta. Los personajes carecen de interés y volumen, el villano es uno de los diseños más feos del cine de animación reciente, los conflictos están mal definidos, y los números musicales son de lo más feo que se recuerde. ¿Y el Lórax? Bien, gracias. Es llamativo cómo el personaje que se supone central y que le da título al film, un peluche naranja de unos bigotazos amarillos que es como el representante de la naturaleza (ojo que baja desde arriba y rodeado de un haz de luz), se convierte apenas en una nota al pie, en un secundario sin mayor injerencia más allá de ser el reservorio moral del relato. Aquel bosque, el de los ositos, patitos y pececitos, por su sola lunática presencia, ameritaba mantenerlo con vida. No hacía falta tanta alegoría para apagar tanta gracia. El Lórax, en busca de la trúfula perdida es un film incomprensible en el sentido de que tenía todo para ganar y lo pierde irremediablemente.
¿Es o se hace? Será inevitable en los primeros minutos de El guardia no trazar un paralelismo con Torrente, el brazo tonto de la ley, la exitosa comedia española de Santiago Segura. Gerry Boyle (Brendan Gleeson), el agente de policía irlandés que protagoniza esta comedia negra, es tan corrupto, gordo, poco interesado, desfachatado, irresponsable, racista como lo es su par José Luis Torrente. Y las situaciones que protagonice, también estarán observadas por el director John Michael McDonagh bajo el prisma de la comedia. Pero, la comedia es un territorio amplio que permite diferentes tonos y registros, y con ellos se van definiendo las búsquedas que cada realizador pretenda para su obra. Mientras en el caso de Segura su intención es hallar el más el prosaico de los humores, la astracanada a veces graciosa y a veces sólo incorrecta, sin mayores vuelos filosóficos que el de reírse de un buen pedo, aunque en ello pueda haber una crítica, McDonagh prefiere privilegiar el absurdo para trazar una radiografía de su sociedad, con una seriedad mayor y una preocupación latente en significar los modos de su personaje como algo tan humano como incorrecto. La diferencia en el resultado de cada obra tendrá que ver también con la diferencia entre los humores que tienen los españoles y los irlandeses. Lo curioso es que Boyle y Torrente, cada uno a su manera, terminará siendo un héroe. Sin embargo otra obra con la que se puede relacionar a El guardia es con la mucho más compleja e incómoda Cuidado con el guardia (Observe and report), donde Seth Rogen era un guardia de seguridad de un shopping con el sueño de ser policía. Aquella película sostenía el punto de vista de su despreciable protagonista, para ponernos en primer plano cómo el germen de la violencia estaba implícito en un amplio sector de la sociedad norteamericana, incluso poniendo a un centro comercial como el origen de una serie de discriminaciones y represiones vinculadas con un sistema material-económico de bienes reemplazables. El asunto era que sostenía hasta el final el punto de vista de ese protagonista, algo que sucedía también en la anterior película del interesante director Jody Hill, The foot fist way, hasta el punto de confundirnos sobre cuáles eran los alcances del punto de vista del personaje y cuál era el de la película. En ese sentido, El guardia es mucho más clara: tenemos a Boyle como un tipo reprobable, pero la película nunca hace de su punto de vista el de la obra. Esa distancia es la que permite ver las acciones de Gleeson con humor y las de Rogen con tanto asco como fascinación. Boyle es un policía más en un pueblito de Irlanda y se ve involucrado en una causa de narcotráfico, que lleva a varios agentes del FBI a actuar en este lugar. Otro de los temas que transita El guardia es precisamente el del choque de culturas, y es ahí donde se permite deducir que las actitudes de su protagonista podrían no ser tan extrañas a los ojos de los propios. Ese extrañamiento del extranjero en territorio desconocido conecta a este film con otra película protagonizada por Gleeson, como Perdidos en Brujas, mucho más si sumamos a los filosóficos traficantes que interpretan Mark Strong y Liam Cunningham. Por ahí se puede buscar también una conexión con un humor que amenaza con ser el de una de Porcel y Olmedo, pero que se desvía hacia algo más abstracto e indefinido, con toques surrealistas como los de una película de los hermanos Coen. Esas indefiniciones, a las que podemos sumar una subtrama policial no del todo bien desarrollada, son las que impiden que El guardia sea mucho más interesante de lo que finalmente es: si hay algo que molesta en el film de McDonagh es que sus diálogos se suponen inteligentes y creativos, y no son más que una serie de ideas no del todo bien resueltas. Pero lo más indefinido de la película es el propio Boyle, un personaje que se nos hace demasiado escurridizo y antojadizo. De hecho, cuando la película termina nos quedamos con la misma duda que el agente del FBI que interpreta Don Cheadle: ¿es imbécil o un vivo de campeonato? En su afán por no desbarrancarse con su personaje, a la manera de un Torrente, el director controla el supuesto disparate que es la vida de Boyle y lo amputa de toda la diversión acotándolo a una serie de situaciones controlables. Usted podrá pensar que la duda, en este caso, es inteligencia porque no supone un juicio. Pero no, en el caso de El guardia es un no animarse a mostrar el interior y quedarse en la superficie cool. El guardia hace la fácil y se queda a mitad de camino.
Día de entrenamiento Si bien Protegiendo al enemigo (el original Safe house no sólo es más correcto, sino que aporta a la carga de ironía del relato, donde las líneas que entiende un Estado como el de los Estados Unidos por bien y mal se borronean deliberadamente) es un producto vendido sobre las espaldas de Denzel Washington -es el tipo de thriller paranoico con bastante violencia que viene explotando junto a Tony Scott-, poco a poco uno va descubriendo que el verdadero centro del relato es ese Matt Weston que interpreta Ryan Reynolds, quien a la usanza del Jake Hoyt de Ethan Hawke en Día de entrenamiento, se contrapone a la vez que sostiene sobre Washington para construir un arco dramático que va de la ingenuidad moral a cierta ética del antihéroe. Es esa corrupción latente la que envilece a los hombres, y Protegiendo al enemigo lo convierte en tesis por medio de secuencias de acción, persecuciones, tiros, cientos de peleas cuerpo a cuerpo, algo de intriga en la línea de espionaje y una violencia que va in crescendo. Así como el personaje de Reynolds, Protegiendo al enemigo va creciendo como película aunque la falta de sorpresa y la constante apelación a recursos visuales sobreexplotados (de Tony Scott a Paul Greengrass) el film termine siendo mucho menos de lo que sus propias pretensiones suponen. Protegiendo al enemigo es de ese tipo de películas que ponen el relojito a un costado del cuadro, como para significar que ese minuto a minuto aumenta la tensión. No lo logra, porque es más visceral que cerebral y carece del timing de suspenso de una trilogía a lo Bourne, por más que se le intente parecer. Pero atención, esto no es tanto una imitación como una continuidad estilística: tanto el fotógrafo Oliver Wood como el editor Richard Pearson trabajaron bajo las órdenes de Greengrass en los films de Bourne. Daniel Espinosa, hijo de un chileno y de una sueca, es el director de Protegiendo al enemigo y quien demuestra haber visto bastante cine de acción como para hacer de un relato convencional algo un poco más interesante. Los primeros diez minutos son excitantes, con una serie de persecuciones perfectas que acrecientan la intriga porque desconocemos a los personajes y sus motivaciones, y luego el film ingresa en un territorio de rutina hasta una última secuencia en una casa de seguridad como la del título original, donde la cámara se queda más quieta, las peleas se vuelven mucho más físicas, las motivaciones se clarifican y nos importan los personajes. El día que va marcando el relojito a un costado de la pantalla es también el día de entrenamiento que le lleva a Espinosa pasar de ser un artesano más o menos confiable a un director de cine de acción con algunos rasgos de estilo. El guión de la película hace mucho foco en el personaje de Denzel Washington, Tobin Frost, un renegado de la CIA que parece tener información que implicaría a otros colegas y eso lo hace huir por el mundo. El inconveniente con esto es que, salvo excepciones, Washington se ha especializado en personajes que suponen complejidad y producen algo de asco, pero que terminan redimiéndose: eso no pasa en Día de entrenamiento o en Gánster americano, y por eso esas películas crecen. Frost, entonces, tendrá sus motivos y ese camino algo sacrificial que lleva adelante le resta interés y complejidad al asunto, enlistándolo antes como un film políticamente correcto en sus disparos contra ciertas instituciones del estado yanqui que en el film ríspido que quiere ser. Protegiendo al enemigo crece cuando los personajes secundarios, menos previsibles, toman protagonismo (y hay un elencazo: Brendan Gleeson, San Shepard, Vera Farmiga). La imagen de la película tiene el grano colorido del último Tony Scott y el nervio de Paul Greengrass, pero Espinosa carece por ahora del talento de aquellos realizadores. La última secuencia de acción, como dijimos, más seca y limitante con el cine de Sam Peckinpah (un espacio cerrado, fisicidad, sangre, masculinidad evidenciada a los golpes), muestra las mejores cartas del realizador y permite vislumbrar un director al que habrá que seguirle los pasos una vez que termine con el entrenamiento en el campo de juego del cine de acción contemporáneo.
Un fuego que no calienta La diferencia, está en la llama. ¿Cómo? Sí, en la llama, en el fueguito, en la corona ígnea que rodea la calavera del Ghost rider que interpreta -es un decir- Nicolas Cage. Explicamos: no es que la primera adaptación de este personaje de la Marvel, allá por 2007, haya sido una genialidad absoluta. Sin embargo había en el fuego digital de aquella película una coloración mucho más rojiza y amarillenta fluorescente, encendida si se quiere, que permitía a partir de su consistencia la referencia pop. Aquel Ghost rider era un personaje que se permitía jugar, pero que fundamentalmente era bastante autoconsciente de su utilidad de chatarra cinematográfica. La película era una basura, pero cumplía a rajatabla una especie de mandato (mucho más demoníaco que el pacto que motoriza estas historias) de producto de góndola que ocupa un espacio entre los verdaderos tanques de Hollywood. Desde esa estrechez de objetivos, Ghost rider – El vengador fantasma se hacía cargo de su espíritu clase B y lo hacía con alguna secuencia lograda y mucho mamarracho simpático. El film fue un fracaso y formó parte de la larga lista de esperpentos filmados por Cage en los últimos años, y por eso no se entiende mucho el sentido de hacer una secuela. Mucho menos, cuando los resultados son bastante inferiores a los de la primera película. Y eso es decir. Ghost rider: espíritu de venganza es una película extraña. En primera instancia, porque se parece un poco a El increíble Hulk y su necesidad de reescribir el Hulk de Ange Lee más que de continuar una franquicia. Un detalle no menor es que en vez de recurrir a imágenes de la primera parte, cuando se habla del origen del personaje se muestran escenas nuevas y la forma en que Johnny Blaze firma el acuerdo con el Diablo es totalmente diferente a lo visto anteriormente. En eso, uno supone que hay una necesidad por modificar la saga ante cierta disconformidad con lo hecho anteriormente. Un ejemplo parecido sería Batman a partir de las películas de Joel Schumacher: hay como una continuidad estética de Tim Burton, pero también una necesidad por modificar el tono oscuro y hacerla más bochinchera y kitsch. Con Ghost rider, en realidad, hay cambios mínimos que no aportan nada nuevo: la narración es tan torpe como en la primera parte, Nicolas Cage está más desbordado que de costumbre y la aventura resulta poco divertida por esa solemnidad absurda que impostan estas películas. Una cosa curiosa es que los directores Mark Neveldine y Brian Taylor, los mismos de Crank, no supieron incorporarle a esta película un espíritu lúdico y sacado como el que reinaba en aquel film con Jason Statham. Y eso que hay aquí material para el dislate: Cirián Hinds hace de un villano con cara de Muppet, aparece Christopher Lambert como un monje con la cara escrita, y cierta epifanía permite ver al Ghost rider orinando fuego como si tuviera un lanzallamas en la entrepierna. El problema básico por el que esto resulta menos divertido de lo que uno supone, es que esos momentos lujuriosos son pura pose canchera sin alma: es esa pátina en la imagen que hace ver al film como una lustrosa aventura eurotrash, lo que impide el acercamiento al pop, a lo prosaico y que el humor resulte más fluido. Y creo que el secreto está en el fuego del Ghost rider -un personaje que por lo demás resulta bastante antipático-, que se ve apagado, opaco, poco refulgente. Un fuego que no calienta en lo más mínimo.
El síndrome de la manta corta Las comedias románticas con acción ya son un subgénero un poco demodé dentro del cine mainstream de Hollywood, y sin embargo desde hace un par de años se ha regurgitado la idea de manera más bien insistente para los resultados obtenidos. De hecho, casi no hubo de entre las supuestas reinas de la comedia hollywoodense que bordean los 30 y 40 años ninguna que no lo haya intentado: Jennifer Aniston (El cazarecompensas), Katherine Heigl (Asesinos con estilo), Cameron Díaz (Encuentro explosivo) y siguen las firmas. Obviamente, cada una tiene a su lado al galancito de turno: Gerard Butler, Ashton Kutcher, Tom Cruise. Una que había faltado a la cita era Reese Witherspoon, y ahora le llegó el turno en ¡Esto es guerra!, aunque con un detalle: como a sabiendas de que el desgaste dentro del subgénero es bastante, la Witherspoon no viene con un novio entre tiros y explosiones, sino que viene con dos: Chris Pine y Tom Hardy. Y si a los dos novios a los tiros le sumamos que la película está dirigida por el pirotécnico McG, podríamos esperar un producto hiperbólico. Lamento decepcionarlos: nada más lejos de la locura y la diversión, más allá de algunos momentos inspirados, que los tiene. Una mina común que se dedica al testeo de productos, y bastante desdichada en el amor, se involucra sentimentalmente con dos agentes de la CIA, con tanta puntería esta vez que los termina seduciendo y saliendo con ambos: la idea que motoriza la trama es que ella desconoce la amistad entre ambos sujetos. Si decimos que uno de los agentes pone una foto suya en unos de esos sitios que hay en Internet para encontrar pareja, ya nos podemos imaginar que si hay algo que no se debe tener en cuenta en ¡Esto es guerra! es la búsqueda de un mínimo de rigor. Aquí, los mecanismos de máxima seguridad de la CIA son utilizados para que cada uno de los espías vigile entre las sombras a su contrincante mientras intenta ganarse a la chica en cuestión, en un apunte divertido por momentos pero algo macabro por el otro: ¿puede ser divertido que dos espías ingresen a la casa de una mina y le pongan cámaras ocultas y micrófonos para espiarla? Bien, además de suspender la exigencia de rigor también deberíamos dejar en la puerta del cine cierta mirada ética. Claro está que ¡Esto es guerra! no es un film político, y por más que intente reflexionar sobre las boludeces que dos tipos pueden hacer por una chica o sobre cómo una mujer atraviesa el conflicto de salir con dos tipos, nada es demasiado lúcido en este film de McG. Incluso, sorprende que para aquello que el director es más o menos talentoso, las escenas de acción, las pocas que hay son bastante chatas e irrelevantes. Por el contrario, ¡Esto es guerra! funciona mejor en sus partes de comedia, en los enredos y en el juego de envidias entre los personajes de Hardy y Pine. No de gusto uno de sus guionistas es Timothy Dowling, quien ha demostrado cierta capacidad para jugar con estos asuntos de las relaciones entre personas en dos comedias atractivas como Role models o Una esposa de mentira. También es cierto, que funciona mejor la pareja Pine-Witherspoon que Hardy-Witherspoon porque definitivamente el próximo Bane de El caballero de la noche asciende carece de cualquier tipo de timing humorístico. Las comedias románticas con acción sufren el conflicto de la manta corta: si te tapás los pies, se te destapa la cabeza. De los ejemplos brindados anteriormente sólo Encuentro explosivo acertaba en el tono, primero porque contaba con dos figuras con una química absoluta y con un actor como Tom Cruise, pura energía y demencia, las cuales se aplicaban a la narración. Pero, además, la trama de acción se imbricaba acertadamente con el conflicto entre los dos protagonistas, obligándolos a escapar siempre para adelante, en una historia que iba aportando sus datos progresiva e inteligentemente. ¡Esto es guerra! nunca es graciosa cuando tiene acción y el romance es bastante soso, por no hablar de sus resoluciones ultra conservadoras. Así, la película termina siendo una sumatoria de capas que nunca logran un conjunto, y la promesa de desborde pirotécnico por la presencia de McG se queda en pólvora mojada. Un ejemplo final: Lauren (Witherspoon) y FDR (Pine) tienen un diálogo bastante divertido sobre el cine de Hitchcock. Pero la referencia no pasa de ser cita museológica. En Encuentro explosivo, la presencia del director británico es esencial y se imbrica con el espíritu de una película terriblemente divertida en la que Cruise, Díaz y James Mangold le rinden buen tributo. Si algo tiene de bueno ¡Esto es guerra! es que hace que uno se acuerde de aquella película. Si la encuentra en el cable, no la deja pasar. A ¡Esto es guerra! la puede olvidar inmediatamente.
Con sus idas y vueltas entre la Argentina y los Estados Unidos, Alejandro Chomski terminó filmando Dormir al sol, adaptación de un texto de Adolfo Bioy Casares que, definitivamente, marca el abordaje del autor literario sobre lo fantástico. Dormir al sol es una apuesta arriesgada para el cine nacional: film de época, es una historia de amor trágico que se acerca al thriller y a lo sobrenatural que aparece en los límites de la realidad. Aquí un relojero decide internar a su esposa en una clínica frenopática, debido a un mal que padece pero del que nunca se clarifica demasiado. Todo está cargado de misterio en Dormir al sol, y bien ilustrado por la fotografía y la dirección de arte. No quiero cargar las tintas, pero la presencia de Esther Goris es uno de los lastres que debe cargar el film: sus líneas de diálogo parecen casi recitadas, arrastrando en la impostura a un buen actor como Luis Machín. De hecho, cuando su personaje pierde presencia, sobre la última media hora, Dormir al sol levanta, mostrándose más fluida y menos acartonada. Lo que demuestra el film, aún con sus aciertos parciales y su tono menor, es que la Argentina tiene una gran literatura sobre la cual fijarse si hay deseo de trabajar los géneros. Por ese lado podemos saludar la apuesta de Chomski, que luce tal vez como un buen capítulo de La dimensión desconocido. A lo mejor que no pase de la anécdota es su mayor problema.
Andrew Stanton, entre dos mundos Curiosamente en el lapso de los últimos dos meses, hemos visto el debut en el cine de acción en vivo de dos directores que han hecho sus carreras en el cine de animación y que, especialmente, han pasado por la escudería Pixar. En primera instancia vimos a Brad Bird (El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille) con Misión imposible: protocolo fantasma y ahora nos toca ver lo que ha hecho Andrew Stanton (Buscando a Nemo, WALL-E) con el texto de Edgar Rice Burroguhs, John Carter: entre dos mundos, a un siglo de su publicación. Lo interesante es que si bien ambas películas son prodigiosas en la utilización de efectos especiales, Bird se introdujo en un mundo real, con personajes de carne y hueso, donde la tecnología aparece para connotar lo fantástico del mundo, el elemento descabellado que hace de la experiencia en la Tierra algo formidable. En el caso de Stanton, lo humano se mezcla con lo extraterrestre, lo fantástico toma la textura del CGI, y los efectos especiales ya no sirven para connotar lo fantástico de este mundo, sino para hacer posible lo increíble de otros universos distantes. Tal vez Bird haya logrado transpolar efectivamente la anarquía de formas del dibujo animado en lo humano, mientras que Stanton ha disimulado con la presencia de lo humano la constante forma de lo animado. Con sus fallas a cuesta, especialmente en el ritmo cinematográfico, ambos realizadores dieron un paso acertado y preciso en este lado del universo del cine, continuando con sus temas y sus obsesiones formales, a la vez que han re-impulsado amablemente el cine de acción y aventuras. Pero centrémonos en Stanton y su John Carter: entre dos mundos. Antes que nada, una curiosidad: en sus tres películas a la fecha, el nombre del personaje central aparece en el título: Nemo, WALL-E, John Carter. Esto, que puede ser una casualidad, es algo fundamental en las historias que le gustan a Stanton. Si tenemos en cuenta estas tres obras, está por demás claro que el director siente muy fuerte esa gran herencia del cine clásico de Hollywood, donde el héroe individual es quien marca el camino para la rebelión de la comunidad. Por eso el director trabaja el mito, el nombre propio entendido como la clave cristiana que llevará al salvador. De alguna manera Nemo, WALL-E y Carter lideran a los suyos, ya sea un grupo de peces encerrados en un acuario, la raza humana a la deriva o marcianos que sufren la violencia de una comunidad superior y beligerante. También está claro que Stanton ha visto muchísimo cine y que los géneros aparecen citados, regurgitados, transformados en otra cosa: Buscando a Nemo es una de fugas imposibles, WALL-E asalta la ciencia ficción con 2001: odisea del espacio como ejemplo más depurado, y John Carter, tal vez la más compleja y elaborada en eso de mezclar, fusionar y hacer un pastiche, contiene al western, pero también a las películas de gladiadores, las de intrigas palaciegas y las aventuras kitsch, a la usanza de un Flash Gordon. Sí, también hay que decir que John Carter: entre dos mundos es una película fallida por momentos, pero de una notable intensidad por otros, una aventura que no desatiende el humor y la diversión, y donde un espíritu de nobleza y ligereza campea todo el relato. Hablábamos de ese “transformar en otra cosa”, y eso evidentemente tiene un fuerte lazo con la animación, que es el mundo del que viene el director. En Stanton, el saber cinematográfico nunca es pedantería (ver las referencias al musical y al cine mudo en WALL-E) y sí un juego: de hecho, WALL-E relee y mejora hasta hacerla querible a esa porquería solemne y tonta en sus simbolismos que fue la 2001: odisea del espacio de Stanley Kubrick. Y el juego en John Carter: entre dos mundos es múltiple, porque por un lado el director adapta un texto que sí es de aventuras pasatistas, pero de un autor “importante”; y por el otro narra como por segmentos que son un recorrido por la historia del cine de acción, aunque nunca hace del guiño una presencia consciente o autocelebratoria. John Carter: entre dos mundos es una película libre en ese sentido, grácil, fluida, como el trazo del dibujo animado, y eso causa un placer irrepetible si pensamos que costó más de 200 millones de dólares y debería estar pensada como un divertimento infalible. El film es dueño de una ambición extraña, que pasa más por la necesidad de hacer lo que uno quiere de la forma que se le plazca, más que por la elaboración de un producto perfecto en sus métodos. Está claro, también, que con un material similar al que contaba James Cameron en Avatar, Stanton carece -por ahora- de la mirada de un creador de imágenes imponentes, aunque hay un par de momentos impecables, como la llegada de Carter a Marte, o ese montaje paralelo entre cierto acontecimiento del pasado terrestre de Carter y una matanza de criaturas en Marte, o la escena péplum, con Carter peleando contra gigantescas criaturas. Tal vez el mayor error de la película y del director, y acá retomamos la relación con Brad Bird y su Misión imposible…, es que Stanton logra recién en los últimos diez minutos que el conflicto humano nos importante. Antes, por más de dos horas, resultaban más interesantes los personajes animados (el “perro” Woola es un hallazgo) que Carter o las razas humanas. Esta falencia no es sólo de construcción de personaje, sino que tiene que ver con la habilidad que posee el director para trabajar mejor el trazo abstracto de las criaturas digitales (una modernización del dibujar) que la implicancia física de los actores. Eso que lograba Bird con Ethan Hunt en lo alto de un edificio o en medio de una tormenta de arena, Stanton no puede o no sabe hacerlo. En ese “entre dos mundos” que plantea inconscientemente el subtítulo en castellano que le han puesto por estas tierras, está parte del nudo central de la película: Stanton todavía se siente más libre en el mundo inventivo de la animación que en el tangible de lo real, donde las emociones se deben desarrollar por medio de otros códigos. No hay nada malo en eso, sólo que limita las posibilidades de un relato como este, divertido, ágil, amable, imaginativo, generoso en emociones y trepidante en la aventura.
De los 70 a los 80 en 20 segundos Llama poderosamente la atención el consenso generalizado detrás de Drive. Y no hablo del público -que puede hacer la que se le cante-, sino de los críticos que se han visto embelesados por esta película del danés Nicolas Winding Refn, quien ganó el premio principal el año pasado en Cannes por este trabajo. Tampoco hablo de un embelesamiento del “está buena”, sino de una exagerada consideración ante una película que tiene todos los clichés cool del cine moderno que habitualmente se critican en otras películas que queda bien criticar: un montaje fragmentado, iluminación artie, una simbología torpe como la del escorpión que lleva el personaje de Ryan Gosling en su campera, una actuación como la de Gosling que es pura pose gélida, y un exceso de ralenti. Y todo esto, para revestir una película que sin la parafernalia de diseño sería una de tiros, chicas, kiss-kiss y bang-bang. La duda es: si fuera sólo eso, ¿sería tan apreciada? ¿No caen los críticos, al fin de cuentas, en su trampa estética? Para definirla con un término poco académico, Drive es una película canchera, que se nutre del cine del pasado para construir su estética mientras lo mira por el espejo retrovisor. ¿Esto la convierte en una mala película? No necesariamente, pero sí hace que el todo no sea tan convincente como muchos quieren mostrar. Es cierto que Drive es una película extraña. Ni bien uno la ve, queda en un estado de excitación. Es un film potente en su violencia que busca el shock y, a la vez, posee un trabajo estético lleno de guiños. Por un lado, tenemos una recuperación de aquel cine setentoso donde la relación entre el hombre y el auto construían un mundo, con exponentes desparejos pero icónicos como Gone in 60 seconds, Grand theft auto o Vanishing point, además de otro más urbano y seco, con persecuciones, al estilo Bullit. Pero, a su vez, en una búsqueda consciente y que acerca Drive al kitsch, la utilización de la música, la presencia progresiva del melodrama romántico, los recursos visuales un poco grasas, Refn parece querer anclar su película a los 80’s. Lo curioso, además, es que el protagonista, del que desconocemos su nombre, tiene la esencia de aquellos personajes del cine negro más cincuentero, con los viriles y lacónicos protagonistas del cine de Melville como modelo. Así las cosas, Drive es un batido genérico y estético, que estimula con sus referencias al ojo informado. Por eso, como también pasaba con la Kill Bill – Volumen 1 de Quentin Tarantino, que el espectador termina de ver la película en estado de gracia. La diferencia, ahora sí, es que cuando en Tarantino los guiños eran puro juego lúdico y museo de conocimientos en plan parque de diversiones, el danés Refn se pone demasiado solemne para la chuchería que está contando (los cancheros que aprecian estas películas, después te desprecian un Caballo de guerra por llorona y simplona). Hay algo también en la violencia de Drive, que si bien estaba presente en el cine anterior del director, no deja de construir lazos hacia el pasado. Albert Brooks y Ron Perlman interpretan a dos mafiosos urbanos alejados del glamour coppoliano y más cerca de cierta decadencia scorsesiana, a la vez que la irrupción de la violencia tiene ese shock gore del último Cronenberg. De hecho, hay algo en esa ambigüedad del personaje de Gosling (amante amable, violento y explosivo hombre de negocios turbios) y en la relación con lo metálico como fetiche sanguinolento (navajas, autos, cuchillos, martillos) que remedan a películas como Una historia violenta o Promesas del este. Salvo en la torpe secuencia del final, donde el montaje disruptivo impide comprender claramente qué pasa, el resto de las escenas donde la violencia aparece impactante y estéticamente, están entre lo mejor de la película por su precisa puesta en escena. Precisamente una de las cosas que falla, tanto desde la construcción como desde la actuación, es el personaje principal. Uno entiende que ese automovilista que de día trabaja en un taller mecánico y como doble de riesgo en cine, mientras que de noche conduce a delincuentes en diversos atracos, es una referencia a cierto cine noir, donde el anti-héroe era más bien bucólico, silencioso y al que le surgían irrefrenables momentos de violencia. También, hay que decirlo, eran personajes atormentados, con vidas personales difíciles, buscando algún atajo de la vida que más que eso, es una sobrevida, una forma de afrontar el destino más de que atravesarlo. Sin embargo en Drive, ese personaje, se pasa de concepto: si de repente se vale de códigos algo banales para trabajar en el mundo del hampa (esos códigos, por ejemplo, no construyen carácter y son sólo una mera referencia), también posee una violencia que surge extemporánea y suena más a capricho de guión que a otra cosa. El contrapunto entre su hosquedad y su virulencia está mal trazado, incompleto, como sabiendo sobre qué prototipo está construyendo pero sin pasar de la superficie. Y en nada ayuda, tampoco, la actuación de Gosling, quien aquí retoma esa intensidad con la que pretende construir un personaje sin profundizar demasiado y quedándose en los rasgos más obvios, sin ser nunca complejo, a la manera de un Viggo Mortensen en, otra vez, Una historia violenta. Ni qué decir que desde lo físico, el personaje le queda grande. Su actuación es un buen resumen de lo que hay entre las intenciones y los resultados de Drive. Tal vez si la película se hubiera sostenido en la premisa de sus diez estupendos primeros minutos (el chofer, un robo, tensión, algo que sale mal), estaríamos ante un film simple, efectivo y muy emocionante. Seguramente, también, sería despreciado por aquellos que hoy lo celebran como una genialidad.
Nada más que gente de trabajo Pequeña, amable, sencilla, simpática. Estos son algunos adjetivos con los que se puede definir al documental de Diego Levy y Pablo Levy, Novias-Madrinas-15 años, aunque no sería justo para hacerse una idea de este film que sí, es pequeño, pero a la vez consigue eludir cualquier prejuicio que uno pueda tener y que es mucho más que una película simpática. Lo de “simpático” es un calificativo que se le suele dar a esas películas que no aportan mucho pero que por algún motivo se nos hacen agradables de ver y seguir. Pero no, Novias-Madrinas-15 años es mucho más que algo que causa simpatía ya que sobresale por ser el reflejo de un universo particular y concreto -las sederías del barrio de Once, en Capital Federal- sin nostalgias lloronas y por el sólo hecho de hacer foco en una profesión casi en vías de extinción y describirla, sin mayores hallazgos formales, con precisión y multiplicidad de miradas. La sedería que retratan los Levy es la de su propio padre, Elías Levy. Y ahí, el film elude uno de los primeros reparos que le podíamos hacer de antemano: no se nota ese parentesco entre los realizadores y el personaje central. Movimiento inteligente, en Novias-Madrinas-15 años aparece un grupo de empleados de la venta de telas -cada uno con su universo particular y candidato al mote de “personaje”-, quienes van haciendo una deconstrucción del jefe. Por eso, para cuando Elías Levy aparece en cámara, uno ya tiene una idea formada sobre su persona: sabe que es cascarrabias, malhumorado, de carácter irascible, pero un profesional y alguien que ama lo que hace. Hay en ese trabajo de montaje todo un proceso que simula al del cine de suspenso: al final podremos decodificar esa información. Y el Elías Levy que aparece, es un poco todo eso que se había mencionado. Los directores no hacen nada por aminorar la posible imagen negativa que se cierne sobre su padre, y no por eso dejan de reflejar ese mundo sin una cuota inmensa de cariño. Sin hacerse cargo de los alardes formales que recorren hoy el mapa del cine documental, los Levy recurren al busto parlante y saben que los personajes y el universo que tienen delante de sus ojos son tan singulares y generan tanta relación con un público determinado que se sostienen por cuenta propia. De esa manera, además, cualquier dificultad de producción es muy bien aprovechada y el documental, de poco más de una hora, fluye velozmente. Pero si hay algo más interesante aún, es que los hermanos Levy construyen su film apartándose casi de la realidad: aún sabiendo que las ventas de tela del barrio de Once, al menos en ese estilo, son parte de un mundo que hoy luce anticuado y están al borde la extinción, reniegan de cualquier atisbo de melancolía o nostalgia llorona. Y además, ambientándose únicamente en el interior del local, la película nunca hace gala del encierro, ni apuesta a la decadencia con la intención de una mirada retrospectiva del mundo. Novias-Madrinas-15 años es el retrato de un grupo de trabajadores, las vicisitudes de su profesión, con goce, alegría, diversión y las amarguras que muy de vez en cuando surgen. Mostrar la realidad es mucho más sencillo de lo que algunos realizadores creen. Es sólo ir, mirar y retratar. Con criterio, eso sí.
El pasado de los hombres Cuando uno ve una película como la estupenda Caballo de guerra, está siendo parte de un ejercicio estético: se pide que el espectador decodifique la narración a partir de una revisión del cine clásico. Sin embargo, su esencia, su fondo, sus temas -la relación entre un joven y su caballo en medio de la guerra-, son tan universales y apuntan tanto a la emoción, que en algún sentido es una película cómoda, ya que puede ser vista con ojos actuales sin mayores inconvenientes. Pero en el caso de El topo, estamos ante un ejercicio mucho más complejo: no sólo el film de Tomas Alfredson luce, está contado, se ve como una película de hace unas cuatro décadas, sino que además su tema era actual para la década de 1970, que es cuando se publicó la novela de John le Carré en la que se basa. El topo imagina un mundo de espías donde el paso de bando entre oriente y occidente genera un conflicto, y si bien hoy ese tema puede ser actual -un oriente que remita a Medio Oriente-, asociarlo a espías comunistas y a otros que son parte del sistema resulta anacrónico, anticuado y, seguramente, poco interesante para una gran porción del público. Sin embargo, así avanza, bastante confiada de sus posibilidades esta El topo (en la década de 1970 hubo una miniserie sobre el mismo texto), que sin ser una maravilla resulta un film interesante tanto en aspectos narrativos como estéticos. Antes que nada, quiero señalar una cosa: se lee por ahí que películas de espías como estas recuperan la esencia del género y demuestran que no hacen falta historias donde el héroe sea un monigote alimentado a anabólicos, saltando de aquí para allá: léase Misión imposible. En lo particular disfruto tanto de uno como de otro estilo, creo que en definitiva todo se relaciona con un concepto y tanto el George Smiley de El topo como el Etan Hunt de Misión imposible se justifican en la concepción estética de cada película. Una es puro cerebro y reflexión, la otra pura exaltación del vértigo. Dicho esto, pasemos a decir que El topo es un típico relato de John le Carré, donde detrás de la trama de espionaje se cuelan miradas políticas y un humor zumbón, muy irónico, sobre un mundo que suele evidenciarse siempre como decadente. En este film, donde una misión fallida en Hungría desata una investigación sobre la posibilidad de que un doble agente se haya infiltrado en las altas esferas del servicio secreto británico, está contado por el sueco Alfredson con un tempo particular y un sentido del espacio que prefiere los ambientes amplios, introspectivos y despojados, donde los personajes estén, primero, perdidos, y segundo, solos. La luz es siempre escasa, el tono de la película es de un gris que esquiva las emociones y cuenta con un personaje central, con el irónico nombre de Smiley -suena a “smiling”, sonriente- al que Gary Oldman, más viejo y más sabio, le presta un porte lacónico, triste, desprovisto de todo tipo de gestualidad, aunque una media sonrisa o una mirada puedan decir mucho más que mil palabras. Hay un plano que resulta fundamental para entender el film y, tal vez, para encontrarle un punto contemporáneo, si es necesario justificar el por qué se hacen las películas. Un agente ingresa a un lugar en medio de una investigación y en el fondo, casi azarosamente -aunque se sabe que no hay azar en una producción de estas- sobre lo que parece ser un portón de chapa, un grafiti escrito en rojo sobre fondo blanco dice algo así como que “el futuro es femenino”. Esa frase, que podría ser apenas un detalle temporal de la dirección de arte sobre las militancias sexuales que por aquellos tiempos (el film está ambientado en 1973) avanzaban en el mundo, es un foco que se posa con toda su luz sobre el mapa de personajes que teje Alfredson. En el film la mujer es apenas un personaje fuera de campo, salvo por una ex agente que está internada en lo que parece ser un manicomio. El resto, o son mujeres para seducir en una fiesta o los talones de Aquiles de tipos como Smiley: la mujer es lo que descentra, lo que acerca peligrosamente a las emociones y por eso en este mundo está prohibida, un mundo recto, simétrico, cerrado sobre sí mismo, y por eso absurdo. El universo de El topo, como el de estas burocracias irracionales dice Alfredson, es masculino y la idea de lo masculino, por entonces, comenzaría a entrar en decadencia. Hay también una homosexualidad asordinada que pretende demostrar cómo se iría modificando la visión sobre qué significa ser hombre o, en todo caso, cómo se entendería lo viril, lo masculino. El topo es una película física sin acción: es física porque las acciones de los personajes tienen consecuencias, aunque sea burocráticas. Y, se sabe, la burocracia es el cuerpo del sistema. Aquí hay carpetas, papeles, archivos, hojas, cartas con su peso específico que van de mano en mano, que recorren grises oficinas. Uno podría reprocharle al film de Alfredson que carece del humor zumbón que Le Carré siempre le imprime a sus relatos, que es un tanto moroso y hasta tildarlo de un poquitín aburrido, incluso se puede señalar que su investigación es bastante confusa y que hay hechos que no se aclaran demasiado y situaciones que se enredan y convierten a ciertos pasajes en un mazacote de datos, nombres, información sin sentido. Sin embargo, a estos problemas de guión, El topo le contrapone un elenco sólido como una roca, unos personajes perfectamente construidos en su soledad triste que evidencian el fin de una época y una puesta en escena elegante, distinguida, a partir de movimientos de cámara sutiles que se corresponden con el accionar de sus personajes y el fondo temático: la secuencia de créditos, por ejemplo, es notable. Alfredson, que antes renovó el film de vampiros con Criatura de la noche, aquí intenta algo similar con las películas de espías a la vieja usanza. Lo interesante en él es que no cuenta desde la nostalgia llorona ni desde la distancia irónica (este no es un ejercicio similar al del neo noir, por ejemplo), sino con la firmeza y la convicción de quien quiere decir algo y sabe cómo decirlo.