Una baratija Andrew Niccol es un tipo interesante, incluso mucho más que las películas que termina dirigiendo. A ver, fue guionista de The Truman Show y La terminal, dos propuestas que tenían a sus protagonistas encerrados en un espacio, consciente o inconscientemente, presos de diversas burocracias y absurdos. Y esta mirada sobre el mundo, se fusiona en aquellas películas que sí dirige Niccol, con la ciencia ficción, las distopías y cierta amargura generalizada, especialmente Gattaca y esta, El precio del mañana. Simone es una variación sobre esto (aunque permanece la especulación científica) y El señor de la guerra, tal vez su film diferente, también tenía a un protagonista encerrado por límites especiales, en este caso el mundo del tráfico de armas y las propias encerronas morales a las que el propio personaje se rendía. Que encontremos todos estos elementos en su filmografía, no quiere decir que Niccol sea un director a tener en cuenta. Heredero de la peor escuela del cine hecho por guionistas, la ideas de Niccol sólo resultan agradables de ver cuando las toma un Spielberg o un Weir. Por el contrario, sus películas son como chiches ingeniosos, que una vez que se ponen a andar demuestran que tras la cáscara de la premisa, no hay nada. O no mucho más, como ocurre en El precio del mañana, que no obstante resulta su mejor film a la fecha. En el futuro que imagina El precio del mañana (bueno, nunca se nos dice qué año es, pero eso que se ve no se parece a nuestro presente. ¿O sí?) la gente envejece hasta los 25 años y, desde ahí, permanece igual físicamente, aunque con el apremio de saber que le queda un año de vida y que un reloj colocado en su brazo muestra la cuenta regresiva. Esto tiene una cosa a favor en el caso del personaje de Justin Timberlake: que su madre sea Olivia Wilde, pero una Olivia Wilde con la misma edad que tiene ahora (lo incestuoso que se puede poner el asunto es un subtexto interesante, pero que nunca se explota más allá de ciertas sugerencias). Pero tiene muchísimas en contra, como se imagina. Timberlake es un obrero que vive al día, es decir, con poco menos de 24 horas de vida, las cuales prolonga a partir de la retribución por su trabajo. La trampa del sistema es que metódicamente los costos en los barrios bajos se encarecen, y por eso la gente no puede vivir mucho tiempo. Hay dos sociedades: las ricas y exitosas, y las pobres que son, a la postre, las que sostienen los modos de producción. Will Salas (Timberlake) recibe la donación de un siglo de vida de un aristócrata depresivo y fatalista, que luego de pasarle todo su tiempo se termina suicidando. Llegado a los barrios altos, Salas comienza a ser perseguido por la muerte del aristócrata y el secuestro de la hija de un multimillonario. El precio del mañana transita sobre dos carriles: uno, el de su propia especulación con la lógica interna que el relato necesita; otro, el del thriller y sus constantes referencias cinéfilas que le dan un marco de contención, si se quiere, desde donde abordar su reflexión sobre el tiempo, el trabajo, la relación entre el dinero y el poder. Hay que decir que lo primero, funciona a medias: Niccol tiene una idea (que tampoco es tan novedosa o creativa, vea, porque lo que termina haciendo es cambiar dinero por tiempo, y no es más que otro thriller convencional), aunque es un poco más fluido que aquel experimento marmóreo de Gattaca y el film se permite un humor menos canchero que el de El señor de la guerra, que se pasaba de piola. Transitada su primera media hora (lo más interesante), El precio del mañana se convierte en una de gato y ratón, sin mayor virtuosismo, ni desde la temática ni desde el tratamiento de las relaciones entre los personajes: hay algo curioso en la violencia del personaje de Amanda Seyfried, deudora de la alta alcurnia a la que pertenece, y cierta nobleza del policía que interpreta Cillian Murphy, aunque todo no termina siendo más que algo de diseño, bien vinculable con el cine de guionista que ejecuta Niccol. En el territorio del thriller, El precio del mañana ofrece algo más: sin dudas, lo más atractivo es ese aire a lo James Bond que se desprende en la escena dentro de la mansión del malvado, con partida de póker incluida y presentación del protagonista con un “Salas, Will Salas”. Esa mirada decadente sobre los sectores de poder, aquí ultra tecnologizados, es atractiva porque permite tanto una mirada sobre el mundo actual pero además sobre el cine y el agotamiento de determinadas estéticas: esos momentos son mejores sátira al mundo Bond que las dos películas de Johnny English, por ejemplo, porque ya no importa tanto la parodia como el poner en crisis el modelo original. Lamentablemente hace poco vi por primera vez Cuando el destino nos alcance, un film de 1973 dirigido por Richard Fleischer y con Charlton Heston. Obra deudora de su tiempo, es una distopía amarga sobre un mundo en el que los alimentos escasean y lo que se consume es una especie de galletita hecha por una multinacional: lo fulminante -y atención que vienen los spoilers- es que esas galletitas están hechas de humanos y el que descubre el secreto, termina muriendo. Es imposible no ver a El precio del mañana, y a buena parte de las películas escritas por Niccol, como un temario que busca regresar a ese cine distópico de los setentas, donde el ser humano se veía enfrentado a un destino sin escapatoria. Sin embargo, de aquel Bond decadente que hablábamos antes, el director salta a una especie de Bonnie y Clyde mezclado con Robin Hood: matamos y robamos, pero para dárselo a los pobres. Ese final chapucero no sólo desluce algunas de las buenas cosas que había mostrado hasta allí el film, sino que al igual que con las películas de los 70’s, es también deudora de su tiempo, el hoy: una época políticamente correcta, donde la idea de un horizonte oscuro no se cruza por la mente de nadie, y el cine debe vender buenondismo canchero y bien ilustrado. Una pena.
Deseo y decepción. George Miller es un director interesantísimo. Se nos dirá que Mad Max, claro que sí, pero es de aquellos pocos que una vez llegados a Hollywood (es australiano) continuaron haciendo un cine personal, repleto de ideas y que, cuando se acercó al cine infantil, continuó buceando en el relato, indagando en temáticas adultas con un punto de vista infantil y con una oscuridad a la que no muchos se animarían. Y su oscuridad no es una estética (te lo tenía que decir Tim Burton), sino un modo de contar y de ver: Babe 2, tan cuestionada en su momento, es una de las películas más tristes y excepcionales que recuerde. Los personajes de Miller son habitualmente descastados, seres al costado del sistema, perdedores, discriminados, outisders totales. Happy Feet, su anterior película, había sido una absoluta rareza: las mismas ideas de siempre, pero con banda sonora empaquetada para vender y un discurso que contrariaba la mirada pesimista sobre el humano y la naturaleza. Había una alegoría ecologista, pero falsamente esperanzadora: el cuento, la anécdota, demostraba que los humanos sólo conviviríamos y respetaríamos a los animales cuando descubriéramos sus posibilidades de fenómenos de circo. Ese final arriba y falaz era otra demostración del humor algo retorcido de don Miller. Por todo esto es que Happy Feet 2: el pingüino es una enorme decepción. No sólo porque la película es evidentemente fallida, sino porque además no hay ni rasgo de la sorna, la mirada, el punto de vista del director. No hay en el film una doble lectura: todo es plano, llano, liso, amable, desabrido como si no se supiera para qué está hecha ni hubiera nada por agregar. La historia es la de siempre, la de la aceptación de lo que uno es y la del freak redescubierto como normal para el entorno. Happy Feet 2 tiene errores imperdonables para un film que llevó cinco años en redondearse y que tiene al mismo director tras las cámaras: el guión no sabe cuál es el eje narrativo, y no sabemos si el film es la historia del hijo (Erik) que tiene que aceptar a su padre (Mumble), o la del padre que tiene que aprender a aceptar a su hijo tal como es. Esa indefinición hace que la película se torne confusa, dispersa, irrelevante. Lo peor que uno puede pensar de una segunda parte (conflictos que se repiten, personajes simpáticos que pierden toda carnadura y se quedan en el mero chiste, agregados que no suman y sólo sirven para estirar y engordar) sucede en esta película: aquí, por ejemplo, los números musicales resultan innecesarios y poco justificados dentro de la trama. Por lo que apreciamos a Miller, me corrijo: esta película es una lamentable desilusión.
Thriller chiquito, divertido y desaforado con ribetes hitchcocknianos aunque con un guión comprado en el Once. ¿Qué esperar de una película de Roger Donaldson? Pregunta sin respuesta. O sí, tal vez no esperar mucho más que un thriller bien contado, con cierto profesionalismo, de esos que son definidos con la frase “un buen entretenimiento”. Debo reconocer que tras la seguidilla de Cadillac man, Arenas blancas, la remake de La fuga, Especies, Furia en la montaña, uno no puede tener otra cosa que no sea miedo. Pero caramba, el tipo hizo también Sin salida, que era un thriller bastante tenso, bien narrado, con Kevin Costner y Gene Hackman inmejorables. Vaya uno a saber por qué, las últimas dos películas de Donaldson me gustaron mucho: Sueños de gloria y El gran golpe, dos obras evidentemente diferentes entre sí, pero que tenían como mayor acierto el rigor con el que el cuento se contaba, y la potencial diversión que del relato emergía, una suerte de energía positiva que, en el caso de El gran golpe, era puro vértigo y dureza de cine de género con Jason Statham, el maestro de las piñas, las patadas y el carisma. Bien, Fuera de la ley presentaba la chance de renovarle el crédito al australiano, pero había un par de luces rojas en el camino: Nicolas Cage en el protagónico y una supuesta trama de venganza ante un caso de violación. Sin embargo, aquella venganza no ocupa más que 10 minutos ya que la película se dispara hacia cualquier lado, con un ritmo frenético y giros constantes que hacen avanzar la historia con mayor o menor fortuna; y la presencia de Cage no atenta contra los resultados del film porque básicamente los giros de la trama resultan tan disparatados por momentos, que la falta de verosímil con la que uno lo ve moverse por el plano encaja perfectamente con una trama que va a toda velocidad transgrediendo incluso su propia lógica interna y sin que eso importe demasiado. Fuera de la ley es una de esas películas que militan porque el cine sea movimiento, ante todo. Cage es un docente amable y January Jones, su esposa, una ejecutante del violoncelo que es abusada sexualmente y golpeada por un desconocido. Hasta ahí lo esperable y lo que parece un thriller rutinario se reconvierte con la presencia del enigmático personaje que interpreta Guy Pearce, alguien que se encarga de “solucionar” este tipo de asuntos a cambio de que luego uno le dé una mano en algo que necesite, en una carrera divertida casi hitchcockniana, casi depalmiana, aunque con un guión comprado en el Once. Y a todo esto, Fuera de la ley le suma una mirada sardónica sobre la sociedad preocupada en la máxima seguridad (su final es sumamente cínico y pesimista, en un sentido setentista del cine) y una bajada de línea sobre el desamparo en el que se vio sumida la sociedad de Nueva Orleans luego de Katrina (otra vez Cage, otra vez Nueva Orleans, pero sin Herzog). Si bien esto está, Donaldson sabe que si en el cine el huevo es el tema y la gallina es la acción, la gallina está primero que el huevo. Y la gallina de Donaldson es la gallina de los huevos de oro. Fuera de la ley es un thriller chiquito, divertido, desaforado, disparatado y disfrutable.
No abortarás Con la saga Crepúsculo me pasa lo mismo que con Harry Potter ó Transformers: son películas que no me gustan, que mantienen una regularidad en su factura y uno a esta altura no espera modificaciones, pero que tienen un público seguidor y muy amplio que en verdad no tiene ganas ni le interesa leer algo que hable en contra del producto. Son personas convencidas de que la obra en cuestión está muy bien y que no hay nada malo para decir. Entonces, me pregunto, ¿cuál es la necesidad de decir algo sobre estas películas si el público al que van destinadas no quiere leer nada y el que está afuera no lo leerá ni por curiosidad? Digamos que, antes que nada, hay un sentido de la sorpresa que uno debe mantener en alerta: de pronto, por qué no, como en Rápido y furioso puede haber películas mejores que otras. Siendo sinceros, en Crepúsculo esto no pasa y las películas se suceden con una llanura asombrosa, casi cortadas todas por la misma mano por más director que se cambie. Por lo tanto no habrá otra que hablar de aquello novedoso que pueda haber cuando la historia está llegando a su desenlace. Como sabrán (si es que leyeron algo), la joven Bella y el vampiro Edward están a punto de casarse, lo que despierta -aún más- los celos del hombre lobo Jacob. El casamiento, en este caso, es una puerta para que los amantes tengan su primera experiencia sexual y para que de una santa vez el vampiro muerda a la joven y la convierta a su raza, algo que la chica viene exigiendo con una fruición incontenible. Hay algo notorio en esta cuarta parte (que en realidad es la primera parte del último capítulo, ya que el libro final se dividió en dos: ¡gracias Potter!), y es que por primera vez se nota la mano de un director tras las cámaras. Sin ser un genio del séptimo arte, al menos Bill Condon (de Dioses y monstruos) demuestra ser un socarrón: así se filtra algo de humor, alguna anomalía dentro de esta historia excesivamente lavada, y Condon se divierte un poco con la ridiculez del casamiento, con la sanata de la luna de miel y, gracias a sus inicios en el terror (dirigió Sister, sister y Candyman 2), sabe construir un mínimo clima en la última media hora, con un embarazo que tiene algunas aristas de El bebé de Rosemary. Incluso Condon abandona ese punk adolescente que siempre había musicalizado la saga y lleva los sonidos por otro lado. El problema con Amanecer – Parte I, al igual que con toda la saga Crepúsculo, es que el material de base tiene un tinte conservador tan excesivo, que es casi imposible morigerar su espíritu sin traicionarlo (y una traición sería impensada en este orden de cosas de éxitos literarios/cinematográficos). Sabido es que la autora Stephenie Meyer es mormona y que, a través de vampiros y hombres lobo, trafica su moral, aunque ahora con una novedad: si hasta el momento la saga se había mostrado castradora al exceso, reprimida, ahora le suma un valor más: su carácter anti-abortista. Embarazada del vampiro, Bella comienza a albergar en su vientre un feto que la devora por dentro. Mientras todos creen que lo más saludable sería deshacerse del niño, incluso nosotros, que como espectadores nos espantamos un poco con el look demacrado de la embarazada esposa, la muchacha porta su panza con orgullo. No vamos a ahondar demasiado en qué ocurre, pero Condon filma esto en el límite de tolerancia que permite esta historia, y no está del todo mal: en cierta forma impacta, ayudado un poco por el trabajo de sonido. O al menos no está tan mal como el resto, con elipsis demasiado abruptas, momentos románticos de una ridiculez apabullante, chistes que no causan gracia y situaciones que generan risas involuntarias, escenas de acción mal resueltas y actuaciones de cartulina (excepción Kristen Stewart). Igualmente todo esto no debería sorprender ya que la saga nos tiene acostumbrados. Sólo nos queda imaginar -a quienes no leímos la novela-, qué otra cosa impugnará Meyer con su diatriba mormona, en el último capítulo.
Un aprendizaje Las cosas están un poco revueltas en el cine nacional. Por un lado, un INCAA que maneja su política de subsidios de una forma poco clara (además de haber perdido la línea acerca de qué cine quiere y qué cine no quiere, eso se puede ver en el Festival, por ejemplo, donde los discursos dicen una cosa y las acciones celebran otras) y un Gobierno que está metiendo demasiada mano en la producción audiovisual, confundiendo un cine político con cine partidario: ahí están Juan y Eva y Eva de la Argentina como muestra de un cine kirchnerista, militante, que para colmo de males ni siquiera son expresiones defendibles desde un punto de vista cinematográfico. Pero por otra parte tenemos un grupo amplio de la prensa/crítica, que ante el mínimo gesto lee manipulación, propaganda, exagerando el gesto adusto y haciéndonos creer que nunca se comieron ningún sapo (muchachos, después son aplaudidores profesionales en cuanto festival de cine los invitan, les dan hotel, cenas, beneficios y wi-fi gratis; seamos serios). Convengamos que lo de “comerse sapos” no fue muy académico, pero es un poco más elegante que decir que han convertido esta práctica amable de la crítica cinematográfica en algo parecido a un puterío: el reciente affaire Minghetti es una demostración cabal de todo esto, con acusaciones de un bando y del otro. En el medio, entonces, el cine, como rehén involuntario. Entonces, películas como Verdades verdaderas. La vida de Estela. Debo reconocer que de no haber visto anteriormente el corto Identidad perdida, de Nicolás Gil Lavedra, también hubiera tenido algo de temor ante la película. No sólo por la forma en que el tema pudiera ser abordado y utilizado, sino también por aspectos formales que el cine nacional no ha podido pulir cuando se acerca a las biografías, a la historia, a sus personajes emblemáticos: solemnidad, una seriedad de mármol, temor y una manipulación espantosa de los personajes en pos de las tesis que se deseen sostener. Y encima -sepa disculpar el prejuicio- un director debutante. Pero como dijimos, Gil Lavedra había abordado en aquel corto el mismo tema, el de las identidades robadas durante la última dictadura, con una sutileza poco frecuente, con una madurez envidiable para alguien que hacía sus primeras herramientas en el arte del cine y que no se dejaba llevar por las pasiones sin por eso demostrarse desapasionado. Verdades verdaderas. La vida de Estela es un film riguroso en su construcción, cristalino en sus objetivos y ambicioso en la forma: ir y venir en el tiempo para contar el aprendizaje de una mujer, Estela de Carlotto, desde que es una docente alejada de la política hasta que se convierte en una mujer comprometida con una causa. Y es en ese camino, que es el del aprendizaje, donde Gil Lavedra reconfirma viejos logros, y más, al mantener una moderación y contención absoluta para retratar una historia tan increíble que parece parida por la ficción. El director toma la distancia justa, la precisa, esa que se hace necesaria para no dejarse llevar por el personaje y concentrarse en contar el cuento con sapiencia y con un horizonte preciso: quienes están allí son Estela de Carlotto y Guido Carlotto (estupendos Susú Pecoraro y Alejandro Awada), pero el film lo que hace es ser el reflejo de una causa, incluso más allá de las personas y los personajes. Estamos ante un film político que despartidiza el discurso permitiendo que el tema se universalice, que es la única manera posible de entender el dolor, de comprenderlo en su justa medida, y resignificarlo. Film ambicioso desde lo narrativo, con sus saltos temporales y su ir y venir del pasado al presente más o menos cercano, Gil Lavedra ya había demostrado cierta osadía al elegir para su opera prima un tema y un personaje tan fuerte. Pero película que no se consuma en su tesis ni en su tema al fin, hay algunos momentos formales bellos como cuando Estela baja una escalera bajo la lluvia torrencial o ese en el que recibe, finalmente, el cuerpo de su hija. También un acertado traveling sobre el final, donde una caja con testimonios destinados a Guido Carlotto (el nieto) se mezcla con otras en una estantería, y las voces en off se funden y confunden haciendo de la causa algo general, sacando el conflicto de lo particular hacia lo universal. Que las mejores escenas de una película en la que el director es debutante y donde el tema ha sido real sean aquellas más duras, habla de un gran manejo del realizador para trabajar en una cuerda sensible, que no se excede en sentimentalismos. Incluso, es interesante ver que no hay actuaciones fuera de registro, sorprendente si en el elenco está Carlos Portaluppi, que tiene como una tendencia a irse un par de tonos más arriba. Uno podría achacarle a Verdades verdaderas. La vida de Estela cierta falta de ritmo en su segunda parte, incluso que por su evidente contención sobre el drama, se pueda poner algo llana en cuanto a las emociones y su costado melodramático, sin explotar nunca, demasiado maniatada. También suenan un poco extemporáneos esos inserts finales, donde aparecen los verdaderos nietos recuperados por Abuelas de Plaza de Mayo, que se acercan más a un spot publicitario que a un elemento cinematográfico en completa cohesión con el resto del relato, y que le quitan esa atemporalidad saludable que había mantenido hasta entonces. Son detalles, seguramente. Lo importante es que Verdades verdaderas… logra correrse de lo expuesto en el primer párrafo y que justifica su existencia con herramientas nobles y saludables.
Lo nuevo y lo viejo Algo saludable está pasando en el cine argentino actual: desde la provincia de Córdoba está surgiendo una producción con realizadores que gritan a los cuatro vientos que hay otras historias para contar, con otra gente, con otro espíritu. El reciente estreno de De caravana es una demostración de que eso es algo más que una intención, es algo tangible, que se puede comprobar y que tiene vida, especialmente eso. En este marco, entonces, es que nos llega otro producto cordobés: El invierno de los raros, de Rodrigo Guerrero. Por un lado, eso que contábamos recién: lo saludable de otro punto de vista, si se quiere más del interior, que abandone la mirada centralista/porteña con que el país siempre es contado en el cine nacional. Porque si algo tiene a favor El invierno de los raros es que no precisa explicar, primero, dónde está. Es y listo. Después, sí, tenemos otros problemas que tienen que ver con una narración algo maniatada y, también, con una tendencia a mirarse en otros espejos, y parte de eso se trasluce en la participación de actores como Luis Machín y Lautaro Delgado. En el film de Guerrero varias historias se entrecruzan en un pueblo: el hombre solitario que sigue a una profesora de danza, la misma profesora que no encuentra el rumbo en su vida, una joven tímida e impulsiva noviando con un peón de campo y lidiando con su madre alcohólica, el peón y su vida algo abúlica en sus tareas campestres. Están las caras conocidas que mencionábamos antes y otras actrices cordobesas y desconocidas para el gran público, que son las que permiten que el film tenga algo de identidad: la interpretación de Paula Lussi es para destacar. Cuando decimos identidad, no hablamos de una cosa provinciana, marcada, sino de una idea de independencia, algo que las presencias de Machín y Delgado anulan porque también hay una especie de sustracción de lo local que se hace con sus personajes. El invierno de los raros muestra desde lo narrativo a un director con un manejo de varios géneros y registros: si por un lado aborda la persecución sobre la profesora a la manera de un thriller, las tareas de campo son vistas con un sesgo casi documentalista y contemplativo, mientras que el vínculo entre la joven con problemas con su madre y otra muchacha solitaria que anda por allí adquiere los tiempos de cierto nuevo cine argentino, incluso por momentos con un aire casavetiano. Pero el mayor problema del film es que precisamente todas estas películas que andan dando vueltas en su interior no logran hacer una sola película realmente interesante: El invierno de los raros tiene muchos de esos lugares comunes que hoy ya se le comienzan a notar a cierto cine independiente argentino, y este es un límite que pueden encontrar este tipo de propuestas que llegan desde el interior. Contar como algo nuevo una cosa que ya es vieja. De todos modos, sobre el final, Guerrero cruza a sus personajes en el clímax montado en una fiesta de club barrial: durante estos pasajes hay algo de vida, algo que se esfumó en los minutos anteriores y que, después de todo, deja algo de esperanza por el futuro.
Mirar por primera vez De belleza y de muerte. Para la abuela que protagoniza Poesía para el alma (impecable Yun Jung-hee), notable film de Lee Chang-dong, la belleza y la muerte estarán vinculadas fuertemente en el lapso de tiempo en el que la abordará el film: mientras decide hacer un curso sobre poesía, se entera que su nieto está involucrado en un terrible hecho de violencia. Este film coreano se toma sus 139 minutos para mostrar cómo su personaje principal se hace cargo de esa dolorosa realidad que se va desplegando como un abanico, y se extiende como una enfermedad terminal. Usábamos la figura del abanico, por su replegarse y expandirse, pero la figura que mejor le calza al film es la del río, que de hecho está utilizado como leitmotiv por el director. A partir del acontecimiento que involucra al chico es que la película se relee como un drama familiar centrado en aquellos detalles que habitualmente dejamos pasar por alto: el hecho, de aristas policiales, se vive con un tenso y perverso silencio. El asunto es qué hace esta mujer con esos detalles, una vez que los observa. Y más allá de lo que pueda indicar su título, Poesía para el alma no es un film sobre poesía y ni siquiera se deja llevar por la metáfora extrema. Está claro que Chang-dong es un tipo sensible que deja ver bajo la superficie normalizada de su película un país en descomposición. Un síntoma principal que denota esa idea es esa abuela que no sabe cómo hacer lo que tiene que hacer. Y un no saber, que implica una interesante reflexión sobre el miedo paralizante de las primeras veces. “Mirar bien es mirar por primera vez” es una de las frases del film, y hacia esa pérdida de la virginidad, una virginidad moral, es hacia donde se dirige la película. Como decíamos anteriormente, el film de Lee Chang-dong tiene un fluir como el de un río, que por momentos se pone tumultuoso y donde, por otros, reina la calma. Y es un río porque su extensión también lo remarca, por su ritmo, y porque cuando la superficie muestra una calma celestial, abajo todo se revuelve y se convulsiona. Tras su paso por el 25° Festival Internacional de Mar del Plata y el último BAFICI, es una suerte que esta película llegue a las salas. Uno de los mejores estrenos del año.
Balas de fogueo A esta altura hacer una parodia de los films de espías al estilo James Bond, es algo inútil y demodé. Se supone, antes que nada, que una sátira debe servir para reducir algo importante a su modelo más ridículo: el problema es que las películas de James Bond ya son algo ridículas por sí mismas (Austin Powers funcionó porque la sátira iba precisamente por otro lado). Por eso que Johnny English recargado no es sólo una mala película, sino que además resulta curiosa en su tozudez para repetir un concepto que ya no había funcionado cinco años antes, cuando Rowan Atkinson probó con la primera de esta saga (lástima que carezca de algún elemento cinematográfico como para destacarla, por lo que ese empecinamiento ni siquiera puede celebrarse aunque sea por su constancia). Uno supone que donde sí funcionó aquella Johnny English fue en la taquilla y que por eso se retoma la idea, lo que comprueba cómo funciona el peor cine industrial de estos tiempos y que el público se equivoca muchas veces. Otro caso para estudiar es el de Atkinson. Famoso por Mr. Bean, su “personaje” (digamos que English es una variante de Mr. Bean) nunca funcionó en el largometraje. Las dos películas de Mr. Bean y estas del espía del MI7 son comedias pobremente construidas, que no saben cómo hacer cuajar lo de monigote que tiene su protagonista dentro del espacio cinematográfico. Digamos: Atkinson debería economizar recursos en pos de jugar con la puesta en escena, dibujar en dos trazos y poner el cuerpo, utilizar lo slapstick, para volar satíricamente todo por los aires. En contrapartida, el actor prefiere contar historias que requieren de una construcción -por mínima que sea- que excede sus posibilidades. Así, su juego gestual queda totalmente perdido en el marco de una puesta en escena que descree de lo mínimo y apuesta a lo grandilocuente: Johnny English recargado no funciona, precisamente, porque sus escenas de acción son muy flojas y encima tienen la torpeza de minimizar lo cómico. En esta segunda parte, Johnny English está recluido en un templo budista y el MI7 lo convoca nuevamente para impedir el asesinato del primer ministro chino: el tema es que English fue señalado como responsable en el pasado del asesinato del presidente de Mozambique y eso lo obligará a recomponer su imagen ante los servicios secretos. La idea es, básicamente, mezclar un poco del Frank Drebin de La pistola desnuda con el Clouseau de La pantarea rosa, con una pizca de Mr. Bean. Y como muestra incontrastable de por dónde debería ir la cosa, el único momento genuinamente cómico es cuando en una reunión junto al primer ministro inglés, English sube y baja en su silla que acaba de rompérsele. La situación, más el contexto, más la cara del actor (lo gestual es clave en Atkinson) construyen uno de esos momentos graciosos que la película puede contar con los dedos: es un Mr. Bean clásico. El problema es que el film nunca puede fusionar la comedia con la acción: la mayoría de sus chistes carecen de timing, otros son viejos y algunos son directamente malos. Y otra cosa: la construcción de English es deficiente, por un lado es un imbécil de campeonato y por otro, un héroe de acción intrépido y súper inteligente. Eso rompe con el verosímil que, incluso, un producto como este tiene que sostener. Johnny English recargado es mala, y encima por allí andan dando algo de lástima Gillian Anderson y Rodamund Pike. Obvio, si a usted le alcanza con que Atkinson mueva sus cejas o no puede parar de reírse cuando mira sus ojos saltones, bueno, esta es su película. Le aviso que es poco, pero cada uno se ríe con lo que puede.
Los aciertos de la primera hora se diluyen sobre el final cuando el filme, incluso, entre en contradicciones. Steven Soderbergh parece haber nacido para filmar esto: un virus avanza velozmente en el globo y mata a gran parte de la sociedad. Su estilo visual, áspero y cercano, con cámara en mano y próxima a los actores, sirve para profundizar en el drama humano. Contagio, que quiere ser thriller pero es, antes que nada, un drama político, está filmado con la urgencia que el director ha sabido imprimirle a otros productos de su factoría. Y es cuando el estilo, por encima del tratamiento, sobresale, que el film encuentra sus mejores pasajes: el comienzo, veloz y sumiendo al espectador en un universo frío, distante y al borde del cataclismo, es ejemplar. Lamentablemente, Contagio se pierde posteriormente un poco por la claudicación de Soderbergh a terminar construyendo algo parecido a un drama convencional y otro tanto porque tras una primera hora donde se pone el ojo sobre los manejos de instituciones como la OMS, la película decide ponerse del lado de las entidades y lejos de la gente. Puede sonar incorrecto, pero es apenas conformismo. Soderbergh, se sabe, es un hombre que ha venido del cine independiente y que ha sabido instalarse en la industria como una rareza o anomalía: no otra cosa fueron películas como Un romance peligroso, Vengar la sangre o su versión de Solaris. Pero también ha sucumbido con productos como Traffic o La nueva gran estafa, películas complacientes y poco disfrutables, mucho menos personales. Contagio parece ser una extraña fusión del Soderbergh más popular (el aspecto de thriller, el gran elenco, el tema caliente) con el menos convencional (los personajes carecen de lazos emocionales, todo está mostrado con mucha distancia merced a la fragmentación del relato coral, el ritmo es propio y personal, no hay un final feliz ni redenciones a la vista), y lo que queda es un film que si bien tiene sus momentos felices y acertados, tanto desde lo formal como desde lo temático, termina complicándose por sus propias indefiniciones. Como ejemplo sirva el personaje de Matt Damon, un padre que no logra caer en que su mujer y su hijo han muerto, mucho menos en que la esposa lo estaba engañando. Mitch, así se llama, atraviesa todo el film con una intensidad marcada, tratando de sostener un “está todo bien, sigamos para adelante” que lo termina enterrando en una necedad inconducente. Pero al igual que del resto de los personajes, de Mitch sólo vemos algunas actitudes, intuimos un poco su interior. Y esto es así porque Soderbergh decide contar todo episódicamente, sin hacer centro en ninguno de sus personajes y sin tomarse el tiempo suficiente como para que podamos identificarnos con los dramas de sus criaturas. El inconveniente es que a la hora de cerrar el asunto, llegada cierta instancia definitoria, Contagio exige un compromiso, una emoción, que invariablemente se escabullen. Y el film se queda un poco congelado en su cáscara hermosa pero vacía de contenido, sin saber qué decir ni cómo concluir esto. La falta de centro donde anclarse es el gran acierto de la primera parte de Contagio, pero a la vez su cruz cuando se exige otra cosa. Sin un centro emocional, la solución o no de los conflictos se nos hace poco relevante, mucho más cuando desde lo político el film parece condenar la libertad de expresión y defender el punto de vista de las empresas farmacéuticas, centrales en el asunto. Y allí otra vez, en otra de las contradicciones en las que incurre Soderbergh, cómo negar la belleza de la última secuencia, una sucesión de causas y efectos que desembocan en un final pesimista, si está usada para el mal.
Ser conserva hoy En el marco de la comedia norteamericana actual, al menos en aquella que podemos denominar mainstream, parece haber dos formas posibles de construcción: por un lado, las que tras cargarse a las instituciones terminan reconfirmando algún tipo de status quo, pero apelando siempre a la disfuncionalidad del modelo tradicional (las mejores comedias de Sandler, las de Will Ferrell y Adam McKay), o las que luego de satirizar y amagar con romper el molde, vuelven al origen, más conservadores que antes. Este año hubo un film fallido como Pase libre, donde los Farrelly no obstante eran conscientes de esas contradicciones y exponían esta dicotomía: la ansiada libertad masculina, castrada por la institucionalidad del matrimonio. Más allá de lo desparejo e incluso de lo poco coherente del final, los Farrelly son tipos demasiado inteligentes como para que ese asunto se les pase de largo, e incluso en Irene, yo y mi otro yo ya habían dado cátedra acerca de cuánto era necesario de incorrección/corrección dentro del individuo como representación simplificada de la sociedad. En este sentido, las comedias de cambio de cuerpo ofrecen un territorio más que evidente para jugar con estas posibilidades: el correcto que por unas horas es el incorrecto, contra el incorrecto que pasa a ser el correcto un tiempo. Si fueras yo es esa clase de película, y una que desaprovecha ramplonamente todas las posibilidades que tiene. David Dobkin ya había tenido algunos problemas para redondear Los rompebodas, aunque aquel film tenía sus grandes momentos de humor y Owen Wilson junto a Vince Vauhgn estaban afiladísimos. Aquí cuenta con un guión de la dupla de ¿Qué pasó ayer? (Scott Moore y Jon Lucas), más algunos intérpretes probados en el género (Jason Bateman, Leslie Mann) y alguna estrellita en ascenso (Ryan Reynolds), aunque un poco estrellada luego del fracaso de la inocua Linterna verde. El film, entonces, parecería ser la reunión de un grupo de gente piola capaz de sacarnos buenas sonrisas: por un tiempo lo son, o al menos en algunos pasajes lo aparentan, pero en el final hacen uso de aquella Ley de Murphy que dice que todo lo que puede salir mal, saldrá mal invariablemente. Si fueras yo es una comedia poco lúcida sostenida demasiado en lo escatológico, que tiene algunos momentos de humor incorrecto que funcionan muy bien, pero que se cae a pedazos cuando su premisa tiende a la bajada de línea aburrida y sin gracia, fanatizada con la idea de la monogamia, el sexo hablado pero nunca practicado y la familia como centro y epitome de la autosuperación personal. El problema no es la premisa: Dave (Bateman) es abogado, está al borde de un importante ascenso, vive en una bella casa, está casado y lleva una vida ordenada, más allá de lo que lloran sus dos niños recién nacidos; Mitch (Reynolds) es un actor que no consigue un gran papel, habita un departamento bastante desordenado y es un mujeriego irrecuperable. Un día, orinando en una fuente, ambos aseguran desear la vida del otro. Y se les cumple. Lo único bien que hace la película es no explicar ese asunto fantástico que produce el cambio de identidad, y en eso se parece a las películas originales de este subgénero. Como decíamos, el problema no está en la premisa, utilizada mil veces pero también efectiva como lo demuestra la reciente remake Un viernes de locos, sino en lo que el realizador y sus guionistas hacen con ella. Está claro que el talentoso Bateman y el carilindo Reynolds, hacen lo que pueden. Si fueras yo aprovecha medianamente los enredos, insinúa una idea desprejuiciada de la vida, tiene algunos momentos de humor algo insano (unos bebés que cometen todo tipo de atrocidades en una cocina, una escena de sexo con una embarazada), pero se torna muy molesta cuando se nota explícitamente la intención de sus autores de que la moralina sea eje. La diversión en Si fueras yo siempre termina por censurarse o auto-amputarse: no es posible que Mitch en el cuerpo de David nunca bese a su esposa en los labios, por más mal que ande ese matrimonio; tampoco que David en el cuerpo de Mitch no aproveche tener sexo con su secretaria, de la que está tremendamente enamorado (o caliente, ya que este es un film que se identifica con esos niveles “sentimentales”). Dobkin, en la mayoría de los casos, recurre a la escatología como forma de humor, y no hay nada malo con eso, salvo que la escatología termine siendo alguna forma de castigo: en Si fueras yo, cuando una mujer caga, caga la situación literalmente. Y lo peor está en esos últimos 15 minutos, donde el film se convierte en un maratón de la corrección política, con musiquita sentimentaloide y todo, lagrimitas y chistes malos. En un año donde tuvimos Damas en guerra, Malas enseñanzas y hasta las desparejas, pero efectivas Loco y estúpido amor, Quiero matar a mi jefe y Una esposa de mentira, Si fueras yo es un ejemplo demasiado flojo de comedia que, por esta vez, podría haber ido directamente al DVD sin ningún inconveniente. E incluso, podría nunca haberse filmado y no hubiera pasada nada.