El cómo puede ser que una realización rechazada de un Festival como el Bafici se presente al año siguiente con un corte diferente y gane el premio a la Mejor Película, es algo que a primera vista no cierra. Es que Papirosen no es un trabajo corriente y en sus 200 horas de filmación abre la posibilidad de explorar diferentes facetas, y dejar otras de lado, cuando en la edición hay que conservar apenas 74 minutos. Durante más de una década, Gastón Solnicki siguió a su familia con una cámara digital, construyendo una road movie privada con cuatro generaciones de parientes como protagonistas. Sin incluirse en las imágenes, aunque en ocasiones se refieran a su persona, adopta una postura atrevida -que mal se podría considerar perversa por la impunidad con que se maneja en su círculo-, y filma a los miembros del clan en los momentos más íntimos. Comparte su felicidad y su dolor, desde las vivencias de quien ha sobrevivido a la muerte hasta el lamento de quien ha perdido el amor, e indaga en el valor de la familia con un pasado que trae en forma permanente a la memoria. La falta de guión lleva a dudar del rumbo dentro de este proyecto a largo plazo, pero Solnicki conoce a sus personajes y sabe hacia qué terreno conducir la narración, algo que se manifestará con el muy buen trabajo producido en la sala de montaje. El uso de imágenes que su abuelo, a quien no conoció pero tiene un peso enorme en lo que se ve en pantalla, grabó más de 50 años atrás, sirven como ejemplo para comprender el cómo Papirosen busca sanar heridas que se traspasaron por generaciones y reconciliar a su familia –y a la de todos, por qué no- con su propio pasado. El trabajo dedicado por más de una década, el cariño por lo que se filma y el resultado final, que al igual que con la muy buena La Chica del Sur parece reflejar que desde el principio estuvo planeada así, elevan su naturaleza de película casera para ofrecer a la familia como obra de arte.
Que Jason Statham es, hoy por hoy, el menos prescindible de los Expendables junto a Bruce Willis –aunque este haya visto directamente las estanterías en cuatro oportunidades durante los últimos meses-, no es ninguna noticia. La secuela de Los Mercenarios trató de evidenciar que al inglés le pesan sus casi 45 años, algo que ningún otro de sus trabajos deja asomar, pero lo cierto es que todavía demuestra una condición física óptima como para ponerse al hombro cualquier película de acción. En este caso lo hace con Safe, lo nuevo de Boaz Yakin, guionista y director que atenta contra sí mismo sobrecargando el primero de sus roles. Un montaje paralelo abre la historia y plantea, en unas pocas imágenes, la forma en que Luke Wright y la joven Mei llegan a su conflictiva situación. Al mismo tiempo revela lo que serán sus dos caras: con el pelado con los puños en alto avanzando hacia cámara dispuesto a comerse crudo a quien se pare enfrente, y los primeros atisbos de su confuso guión. Safe es contundente en su puesta en práctica, con sus movimientos repentinos, los golpes constantes y sus armas que disparan de a tres tiros a la vez –"te matan tres veces antes de que toques el suelo", diría la madre de Skinner-. Encuentra en las corruptas calles de Nueva York, donde literalmente matan por unas zapatillas, un tablero en el que desarrollar un peligroso juego de azar, en el que mafias, policías y políticos se disputan el premio que supone atrapar a la atípica dupla. Relato repetido hasta el hartazgo, funciona y supera las expectativas como fuerza de choque, con el imparable y perpetuo avance de Statham para mantener a su protegida a salvo, eliminando en el camino a todo aquel que ose presentarle resistencia. La falta de experiencia dentro del género le juega una mala pasada al realizador detrás de Remember the Titans y de la adorable Uptown Girls. Todo aquello destacable que consigue desde el puesto de director, logros que tendrían menor resultado si no fuera el británico quien repartiera los golpes, pareciera no ser suficiente para Boaz Yakin, quien trata de darle una complejidad innecesaria a su guión y sólo acaba por generar confusión. Es que como al código en cuestión, rodeado de números inútiles que buscan esconder al árbol en el bosque, este acompaña a su muy lograda persecución permanente, repleta de destacadas secuencias de combate, de una trama que se pretende intrincada, pero que sólo sirve para dejar en evidencia múltiples huecos, desde el pasado del protagonista a la nula motivación de un importante grupo que lo persigue o la incorporación de personajes "relevantes" hasta en los minutos finales. El director no se contentó con obtener una sólida película de acción, con un protagonista que no encuentra en la venganza la razón de seguir viviendo, sino en su rápida conversión en tierno protector, llegando a desarrollar una amistad poco corriente con su pareja inesperada. Su aspiración hacia algo más trascendental lo arrastra hacia un resultado corriente, y pierde sus logros en el camino por no ponerlos a resguardo.
El tiempo le dio la razón a Seth MacFarlane. Once años atrás, cuando Los Simpson empezaban su caída libre y Matt Groening se dedicaba a la cada vez mejor Futurama, Fox apagaba las luces de su creación, Padre de Familia, luego de tres temporadas. Pero como soñar no hace daño y, como demuestra John Bennett, a veces lo que uno más desea se cumple, los fanáticos de la primera hora no sólo vieron cómo Peter y el resto de los Griffin volvían a la vida, sino que recibieron como premio a American Dad! y The Cleveland Show, credenciales suficientes como para que su creador, más de una década después de haber empezado, pudiera dar su bienvenido salto al cine. El mismo lo hace dentro de un terreno que conoce, con las precauciones suficientes como para no estrellarse, con un personaje como Ted, bicho raro dentro de un grupo de "normales" que, al igual que Stewie, Brian o Roger, se convierte en vocero del humor corrosivo del realizador. Si Buzz y Woody le hubieran hablado a Andy cuando este era un niño, seguramente Toy Story 3 habría tenido un resultado diferente, quizás más cerca de Ted, otra fábula sobre la amistad y el amor de un juguete hacia su dueño. Como es lógico, un peluche que habla inmediatamente se vuelve una sensación, pero como suele ocurrir con las estrellas fugaces, los años posteriores distan de ser glamorosos. El oso se droga, no sólo la fuma sino que es el que la consigue, se rodea de prostitutas, organiza fiestas, vive como lo podría hacer cualquier otro residente de Boston si quisiera hacerlo. Su comportamiento irresponsable es un cepo pesado que impide que John despegue hacia la madurez, es un muñeco de apego, con funciones prohibidas para menores, que hace que este mantenga un trabajo sin mucho futuro, cuyo único horizonte es la pipa que espera en el sillón. Ted no es sólo una película para aquellos familiarizados con el trabajo de MacFarlane, curtidos en la irreverencia de su director, pero da un felpudo puñetazo en la nariz de quienes durante años han tildado su humor de vulgar e inmaduro, como si la comedia fuera sólo de un tipo. Fiel a su estilo, puede ahondar en un lenguaje que la televisión no permite y disparar contra todo aquel que se le plazca, sin necesidad de justificarse. El realizador es cultor de un humor muy particular que, si bien presenta sus diferencias con las series, es perfectamente identificable en su primera película. Malas palabras, personajes extravagantes (el raro personificado por Giovanni Ribisi como el ejemplo más claro), secuencias que se sostienen más de la cuenta, diálogos triviales de mucha efectividad, cameos o intervenciones inesperadas y la habilidad de encontrarle la gracia a cualquier aspecto de la vida, son recursos suficientes como para llevar una película de 106 minutos casi sin pérdida de ritmo y sin necesitar el "como aquella vez que…", tan utilizado por los Griffin. Previo al desenlace es que la duración comienza a sentirse, con el humor que pierde algo de su intensidad cuando la interacción de los protagonistas disminuye en favor de la trama. Al oso creado con CGI hay que sumar a Mila Kunis, siempre cómoda en este tipo de realizaciones aunque no le toque hacer reír, y a Mark Wahlberg, a quien el humor le sienta igual de bien que en The Other Guys. MacFarlane dispone de los elementos para ofrecer una comedia contundente y no escatima a la hora de dosificarlos por el argumento. Regala así otro sencillo relato sobre la amistad, el tópico por excelencia de los últimos cinco años en las mejores producciones humorísticas, y se abre un lugar en el cine de comedia, el género más sólido de la actualidad.
El cine de animación 3D nacional todavía transita sus primeros pasos, no sin enfrentar las dificultades lógicas de quien recién se ha puesto de pie. La Máquina que hace Estrellas es el ejemplo, como lo será el Metegol de Campanella, de cómo funciona la producción argentina en este rubro: equipos de trabajo especializados pero reducidos y un presupuesto alto para el país pero ínfimo en comparación con tanques que aspiran al mismo sector. Antes que nada hay una idea y todo un conjunto organizado detrás de ella. Se trata de una película que aspira a abrir el mercado, buscar nuevas fronteras sin concentrarse sólo en el público local -de ahí el molesto, aunque entendible, español neutro de sus personajes. Por otro lado el primer planteo es argumental, hay una noción de qué se quiere contar y cómo hacerlo, y si bien presenta dificultades, se sobreimpone en su marcha intergaláctica para ofrecer un producto bien logrado. Considerar los logros o fallas de un proyecto que implicó años de trabajo a partir de su nacionalidad, es desmerecer el esfuerzo y la calidad de los artistas. La Máquina que hace Estrellas es una buena película aún cuando no puede competir desde lo técnico con Pixar o DreamWorks. En sus fugaces 65 minutos, el guión de Esteban Echeverría y Gerardo Pranteda se muestra irregular, con toda una parte inicial que se resiente por el diálogo permanente y las continuas menciones a los Molinets, Pandabás, Lynkanes o al artefacto del título. La prolijidad de los efectos y los logros del acabado no alcanzan para hacer frente a un comienzo problemático, que incluso presenta inconvenientes a la hora de desatar la acción, con un espectador que no sabe si está en presencia de un sueño hasta que este se alarga tanto que por descarte se convierte en realidad. Tras la turbulencia en el despegue, el vuelo de Pilo logra estabilizarse, suma a un nuevo pasajero -un robot desvencijado que aporta los necesarios toques de humor- y avanza con rumbo firme por la ruta del Sinfín. Cuando el protagonista se ve envuelto en el turbio negocio espacial del villano de turno, la historia se equilibra y permite el disfrute, deja percibir los logros de la animación en personajes y escenarios, con un 3D estereoscópico que evita el lugar común del efectismo. Su ascenso hacia las estrellas se produce en el muy buen desenlace que Echeverría y equipo tienen para ofrecer, cuando todos los fragmentos que se vieron con anterioridad se conjugan para entregar un cierre épico. Desde el leitmotiv de Hernán Rinaudo hasta las imágenes en pantalla, no hay nada que se perciba como recursos limitados cuando se está en presencia de un explosivo final cargado de emoción, capaz de contagiar e iluminar a cualquiera.
Decir que todos tenemos un plan es una afirmación muy fuerte para una película en la que la mayoría de los personajes actúan por impulso. Es entendible la falacia del título -con el que se denomina a una historia que se encarga de excluir rápidamente a aquellos que proyectan a futuro- porque, después de todo, la mentira es uno de los tópicos centrales del argumento. La verdadera estratega es Ana Piterbarg, quien en su debut como directora propone un sencillo mecanismo con piezas envidiables para su puesta en marcha, pero que encuentra ciertos escollos en su ejecución irregular. Agustín, un médico de la ciudad, vive hastiado en un departamento junto a su mujer. Sin necesidad de ver los golpes que ha sufrido a lo largo de los años, se comprende que la rutina y la planificación le han hecho tirar la toalla, al punto de no tener motivo para salir de la cama. Pedro, su gemelo, es el espejo de una existencia que se ha perdido, aún con lo turbio de su presente, vive como quiere y sin responder a nadie. Este hombre de ciudad, que nada tiene para ofrecer y por el bien de la película desaparece rápido, va en contra de su futuro pre-establecido y abraza aquello que no le es propio y, aunque en su pasado haya estado cerca, nunca le perteneció. Las consecuencias del pasar delictivo del hermano no tardan en alcanzar al pediatra burgués, con un drama existencial que deja el lugar a una historia violenta, de suspenso y con toques de cine negro, cuya fuerza inicial se pierde entre un argumento que se estira más de la cuenta y un guión que peca de simplista. El gran uso que se hace de la locación es un punto necesario para destacar en esta ópera prima de Piterbarg. Con excelente fotografía, el Delta se ve integrado como uno de los personajes de mayor peso: una zona oscura, marginal, más cercana, desde lo cinematográfico, a un pantano del Sur de los Estados Unidos que al municipio del primer mundo que se vende desde los noticieros. Por otro lado cabe señalar las muy buenas actuaciones de Daniel Fanego, el personaje sombrío por excelencia, así como la de Sofía Gala que, medida aunque en ocasiones aniñada, logra convertirse en ese faro de luz que el protagonista necesita. Viggo Mortensen, el principal atractivo, ofrece un muy buen trabajo en el rol de Pedro, tanto desde lo gestual, los modos que se aprenden sobre la marcha, como en el lenguaje, con el idioma que se acomoda en un estado más natural. La situación inversa se produce con el de Agustín que, si bien presenta una notable diferencia estética, requiere de un hablar impostado ("¿a qué se debe la visita?") que, más que señalar la diferencia de región, delata la nacionalidad del intérprete. Todos tenemos un plan pierde potencia con un guión que presenta diálogos por momentos infantiles y sobreexplicativos, así como por un desarrollo que se alarga en forma injustificada pero apresura resoluciones, como el cuestionable cierre de la faceta urbana del protagonista. Con un romance que no termina de convencer, aunque ambos se juren un incomprensible amor eterno, y un registro a mitad de camino entre el policial negro y el drama psicológico, el plan de búsqueda de identidad que propone Piterbarg sólo funciona a medias.
"Todos tenemos nuestros secretos. ¿No es así, Ethan?" (Brandt, Mission: Impossible – Ghost Protocol, 2011) En su sentido dentro del argumento, The Bourne Legacy se refiere a los daños colaterales provocados por el agente interpretado por Matt Damon, los cuales dan origen a nuevos conflictos, centrados en la figura de Aaron Cross, potencialmente eternos si se considera la cantidad de programas secretos que la CIA maneja. En su interpretación literal, por otro lado, el título se puede vincular con la sucesión, con el pase de posta de una trilogía que busca renovarse. De igual modo pero con resultado diferente, la cuarta parte de Misión Imposible estaba prevista como un vehículo para instalar al personaje de Jeremy Renner y que este se hiciera cargo de la saga. No obstante, a los 50 años, Tom Cruise demostró estar en óptimas condiciones y, antes que ceder el testigo, siguió corriendo todavía a mayor velocidad. En el medio de la carrera, al actor de demorado ascenso se le ofreció la posibilidad de un nuevo relevo y así cruzar la meta convertido en otro Jason Bourne, en vez de otro Ethan Hunt. El problema de El Legado de Bourne es exactamente aquello de lo que se enorgullece desde el título: la herencia que se convierte en un lastre tan pesado que le impide el despegue. No se trata de una cuestión de comparaciones, de un público que extraña al anterior corredor, sino de una película que, paradójicamente, no deja de mencionarlo para poder hacerlo a un lado. Ni una precuela ni una secuela, se trata de un desprendimiento con nuevos personajes, por lo que debe tomarse su tiempo para asentarlos. Debe reconstruir su mecanismo interno, porque aunque transcurra en el tiempo de la tercera su intención es retrotraerse a la primera, y una vez asegurada la misma estructura, sólo cambiar su fachada. Que nunca hubo sólo un agente es algo que se sabe desde la original, y sólo se confirmó con las secuelas, pero con el cambio de frente se plantea la existencia de otros programas, otros altos mandos, con lo que la noción de que siempre hay un nivel de seguridad más arriba se repite una y otra vez. Tony Gilroy, quien por momentos pisa en falso como un doble de Paul Greengrass, no avanza ni retrocede, se mueve de costado y sienta las bases para construir en un futuro. Es así que recién sobre el final puede pedir pista y tomar vuelo, cuando el reluciente trío de protagonistas logra tomar la pantalla sin la mochila de Bourne a sus espaldas. Esa acción fría y calculada que caracteriza a la serie -aún física pero más pensada que la que propone The Expendables- y que en esta se ve más bien contenida, estalla con un cierre a pura adrenalina, espejo de las anteriores y ejemplo perfecto de que el personaje de Renner es capaz de asumir el reto. En la espectacularidad de las secuencias de combate, en el ingenio para sostener diálogos elaborados centrados en aspectos técnicos, en las posibilidades de la producción o, incluso, del mismo elenco, se ve una nueva versión sobre una misma fórmula que todavía funciona. El argumento de este James Bond a la inversa, el agente especializado que va en contra del Imperio, se desgastará por repetición, pero es evidente que todavía tiene para ofrecer. La cuestión, en definitiva, gira en torno a la limitación que se auto-impone el guión. En The Bourne Identity la búsqueda de la identidad de un protagonista con amnesia es la clave que lleva a desenmarañar una trama secreta que lo revela como un sujeto altamente entrenado. En esta, por el contrario, el personaje sabe bien quién es, conoce parte del programa que le dio origen y busca explorar cuántos hay como él. Es, por otro lado, consciente de quién era antes de Aaron Cross y está seguro de no querer volver atrás. Lo que pasa por la cabeza del soldado antes de convertirse en una máquina de matar queda sólo en el atisbo, es un golpe de corto alcance porque personaje y película quieren lo mismo: ser Bourne.
"Tan alto que es solo una promesa, este lugar se hizo sobre ti" (Tell Me Baby, Red Hot Chili Peppers) Tras años de relativo silencio, el musical se vio revitalizado en la última década con producciones de calidad dispar con mayor éxito en la pantalla chica (High School Musical, Glee) que en la grande. Adam Shankman, con una carrera como coreógrafo a cuestas hasta el momento del salto a la dirección, es uno de los que ha buscado recuperar el género con una apuesta como Hairspray que, a pesar de haber resultado en un éxito de taquilla y crítica, no tuvo el impacto suficiente como para lograr que otras similares alcancen las carteleras del mundo. Con esta nueva película busca seguir esa misma línea, junto a un elenco de figuras todavía mayor pero lejos de conseguir un mismo resultado. Si en el musical el fuerte son las interpretaciones por encima de la trama, esto se cuenta como una de las principales debilidades de Rock of Ages. En un intento por repetir el éxito del famoso producto televisivo que ya ha hecho mejores versiones de las mismas canciones, personajes e historia se desarrollan a partir de muchos clásicos de los '80 que en su caracterización carecen de fuerza o pasión. De esta forma queda en evidencia lo flaco de su guión, demasiado inocente y optimista, no así el original de Broadway, como para ser una cronología de la vida en una ciudad que rompe más sueños de los que cumple. Diego Boneta y Julianne Hough llevan la peor parte al encabezar un conjunto que se destaca por los roles secundarios. Su romance infantil, con recursos de telenovela, es el centro de un argumento que pretende ser rock por el sólo hecho de mencionarlo constantemente, delatándose así como farsante. Tom Cruise se destaca como Stacee Jaxx y, al igual que la existencia de The Bourbon Room, toda la película depende de él. Desde su primera aparición se hace amo y señor de la pantalla, opacando a sus compañeros de elenco a la vez que, a partir de su interacción, les ofrece los mejores fragmentos de sus papeles. No sólo la veta de estrella decadente es la más interesante de todas las que se exploran, y en ese sentido la que más se debería haber profundizado en lugar del romance, sino que además se muestra como la más natural. Es allí donde se encuentra el toque de Justin Theroux como guionista, con un trabajo sobre su personaje que recuerda a lo hecho en la inmejorable Tropic Thunder. Rock of Ages no se define entre el homenaje de su título y lo paródico que propone, y de esa indecisión se queda con nada, ni siquiera con el buen rato.
"Esta película es para mí" (Jean-Claude Van Damme, JCVD, 2008) En una época en la que el cine de acción se veía dominado por las películas de superhéroes, The Expendables logró, aún con sus fallas, recuperar la figura de los héroes de los años '80 y '90. Su alcance fue más profundo que el sólo hacer realidad el sueño de un ensamble de élite en la pantalla grande, sino que revitalizó un género con cada vez menos exponentes. El pase de antorcha de Sylvester Stallone a Jason Statham -junto a Bruce Willis los únicos cuyos protagónicos podían pelear la taquilla- demostró que la llama todavía ardía y que, lejos de ser prescindible, el grupo era muy necesario. La secuela sin duda pone esta cuestión en evidencia, dado que perfecciona las falencias de la original para obtener un innegable mejor resultado. Simon West, director que tiene en su haber la pobre Tomb Raider pero venía de superar expectativas con The Mechanic, se hace cargo de un guión sin la solemnidad o la búsqueda de la autoparodia constante de la primera. Estos aspectos en su justa medida -aún sin el desenfreno que se sabe puede alcanzar- acompañados de una serie interminable de one-liners y acción permanente, hacen de The Expendables 2 un combo irresistible. Tras una gran secuencia inicial, a la que el resto de la película no puede alcanzar, se da pie a una película repleta de elementos trillados que, en manos de las glorias pasadas que por repetición los convirtieron en clichés, funcionan y se disfrutan por autoconscientes. A diferencia de la primera, con la entrega al transportador de las llaves del género y su conversión en protagonista (ahora, de hecho, hay una nueva generación que le resalta sus limitaciones), esta se permite, y en esto reside uno de sus logros fundamentales, ser un espacio para que todos se luzcan por igual. Para que Van Damme demuestre sus dotes físicos intactos así como los actorales (es un pecado imperdonable que la industria le haya negado su comeback tras JCVD), para que la ignota Nan Yu desarrolle una veta romántica con Stallone, en una de las claras patas rengas de la película, o que Sly, Bruce y Arnold jueguen y se rían de ellos mismos, y así invitar al espectador a ocupar un lugar dentro de la fraternidad anabólica, la verdadera liga de la justicia. A fin de cuentas puede ser que sólo confirme la hegemonía reinante. Que Willis y Statham todavía sean los taquilleros del grupo, eso al menos hasta que Schwarzenegger y Stallone tengan su explosivo regreso el próximo año, y que sólo suponga unas vacaciones para el resto del equipo: para Van Damme y Lundgren del directo a video, para Chuck Norris del "retiro" y para Jet Li del cine chino. Pero está lejos de ser una película sólo para ellos. The Expendables 2 es su regalo para nosotros.
"No jodas con tu cerebro, amigo. No vale la pena". (Harry, Total Recall, 1990) Escribir sobre una remake no es fácil. El reproche generalizado atribuye su origen a la falta de ideas, argumento prejuicioso si los hay, que saca conclusiones sobre el resultado final aún desde la etapa de pre-producción. ¿Puede separarse a la segunda versión de la original? Scarface, The Thing o Cape Fear deberían ser ejemplos de la independencia sobre aquello que da origen, a la vez que hoy se confirmarían como excepciones a la regla. El constituirse en una obra nueva a partir de algo preexistente es el horizonte que estos clásicos han alcanzado. Por el contrario hay quienes tienen un objetivo menos ambicioso y, por ende, más tangible: una mera actualización, un cambio de época, una adaptación moderna de aquello todavía vigente. Si la condición es el servilismo a la primera, el reclamo es al por qué de la nueva realización, si la diferencia se hace norma, la crítica se produce por las libertades que se permite. En estos casos parecería que la clave está en el equilibrio entre aquello que es propio de la original y eso que, a su vez, hace de este un producto original. En este segundo grupo se encuentra Total Recall. La remake de Len Wiseman (Underworld) del clásico de Paul Verhoeven se limita a limar asperezas. En ese sentido, si bien mantiene el argumento en líneas generales, pierde parte de su esencia. Barre la superficie y así mantiene a raya, en pos de la simplificación, aquellos aspectos de la primera que el realizador encuentra problemáticos. Así reformula el mapa planetario, pierde los incontables insultos y se hace apta para mayores de 13, abusa de explicaciones en torno a Rekall y elimina la ambigüedad creciente del film original (el mal manejo de la escena clave en la que el protagonista se permite dudar es un ejemplo) y expone sin sutileza la desigualdad que divide a la sociedad. Se vuelve así una entrega fría, calculada, que explora a medias los vericuetos de la mente a la vez que lo físico gana pantalla. Porque si en algo se destaca esta nueva Total Recall es en la acción, fuerza imparable que desde el comienzo compensa la falta de profundidad. Entre el cruce de este género con la ciencia ficción, es el primero el que se ve reforzado con secuencias de alto ritmo a base de combates cuerpo a cuerpo, constantes persecuciones y carreras en velocidad sobre techos o a través de ellos, las cuales elevan el grado de tensión a niveles que lo psicológico no logra alcanzar. Ascensores, naves espaciales, azoteas, cualquier superficie es apta para un despliegue coreográfico del que salen mejor parados Colin Farrell, Kate Beckinsale y Bryan Cranston, quienes comparten los puntos más altos de la producción. Wiseman aspira a ofrecer una nueva versión de la de Verhoeven, pero para ello reutiliza en el camino elementos vistos en otras películas del género, aspecto que conspira contra el resultado final que acaba por ser menos que memorable. Desde las búsquedas de Minority Report o Blade Runner, con las que comparte fundador en Philip K. Dick, hasta los lens flares de J.J. Abrams, todo pasa por un proceso de reciclado industrial que lleva a pensar en más de una oportunidad que esto no es un recuerdo sólo de 1990.
En muy poco tiempo los nuevos enfoques sobre clásicos infantiles, con la exitosa Snow White and the Huntsman y la pobre Red Riding Hood o las próximas Jack the Giant Killer y Hansel and Gretel: Witch Hunters, se han revelado como una fuente no del todo explorada de la cual extraer preciados recursos. Consciente de que el pozo eventualmente se acabaría, aunque la magia del reboot pueda relanzar franquicias ad infinitum, Seth Grahame-Smith (creador de Orgullo, Prejuicio y Zombies) trabajó sobre un concepto potencialmente inagotable: las nuevas perspectivas sobre figuras históricas. El segundo de sus libros, el primero en ser llevado a la pantalla grande, es Abraham Lincoln: Vampire Hunter, best-seller que ve en los motivos de su éxito como novela las razones de sus fallas como adaptación cinematográfica. De la mano del kazajo Timur Bekmambetov, director de Wanted, el futuro 16º presidente norteamericano avanza en su formación como soldado en la lucha contra las fuerzas de la oscuridad. Combate hacha en mano a sus representantes sobrenaturales, una legión de vampiros con base en el Sur, y posteriormente a los humanos, a los sureños esclavistas, armado de los conocimientos e ideales que le darán un lugar en la Casa Blanca. Su revisionismo histórico plantea un vínculo entre ambos enemigos, con una siniestra trama oculta que aborda temas "serios" como la esclavitud y la Guerra Civil, y signa la suerte de la Nación con un intenso derramamiento de sangre de vivos y muertos. Lo cierto es que Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros sigue siendo un rótulo fuerte que difícilmente encuentre a algún desprevenido. Dos puntos separan ambas partes de una película que se balancea entre la autobiografía y la burla, con un dudoso equilibrio que perjudica el resultado final. En sus libros, Grahame-Smith se dedicó no solo a incluir aspectos sobrehumanos en historias ya conocidas, sino que se puso a la tarea de sumarlos cuidadosamente previa copia de los estilos originales. Este detalle, que lo ha convertido en el abanderado de la literatura clásica paródica, tal como muestra el profundo conocimiento sobre la figura del Honesto Abe, es la razón fundamental por lo que la película falla. Probablemente alentado por los millones de copias que ha vendido, el autor siente un profundo respeto por su propio trabajo e incurre en el error de tomarlo con demasiada seriedad. Alejado de la conclusión que cualquiera puede obtener con la sola mención al título, procede a ignorar el motivo de su escrito y la razón de ser de su obra. Abunda en diálogos ampulosos y solemnes, vive la historia como la cuentan los libros, como si cada línea fuese una cita textual. La clave se encuentra en que trata de darle a su guión, al igual que a su novela, una pátina de credibilidad que en más de un momento lo lleva a perder el rumbo. En secuencias como el combate en el tren o la pelea a caballo, se ven las posibilidades que estaban al alcance, con un Lincoln de los excesos en un festín ridículo que, de haber continuado, habría entregado un mejor resultado. También allí se encuentra lo buscado por Bekmambetov, más preocupado por el funcionamiento del digital (el efectismo del 3D con los ojos brillantes de los vampiros, por ejemplo) que por el desarrollo de un argumento. El temor a aquello que plantea es lo que marca el destino de la película, inmersa en un compromiso a medias. El miedo a meterse en forma completa con una figura histórica lleva a acabar con una propuesta que no es autobiográfica ni del todo paródica, ni respetuosa con su personaje ni libre en su tratamiento, sino una mezcla pobre de todo.