La osadía que no fue Acción, con el ex presidente de los EE.UU. combatiendo contra seres de filme clase B. La propuesta tienta por lo osada. Imaginen algo así como Sarmiento: cazador de vampiros , con los vampiros en las filas federales. Analogía que, obvio, no es histórica sino cinematográfica. Un prócer -es decir: un hombre fuera de norma, condenado, con el tiempo, al estereotipo de bronce y la solemnidad- triturando a los hachazos a personajes de filmes de terror clase B. Tal desprejuicio atrae, ¿no? Y sin embargo, Abraham Lincoln...adolece de gravedad, de tomarse en serio, casi en contradicción con su propuesta. Otro problema es su desarrollo narrativo. Corrijamos: su falta de desarrollo narrativo. La trama y los personajes, siempre planos, funcionan como los de un videogame que, desde luego, no maneja uno. Las largas secuencias de acción -impactantes, aunque con efectos digitales demasiado ostensibles- se articulan a través de escenas que no le otorgan espíritu a la historia: están ahí, mecánicas, sólo para explicarnos las reglas del juego. Una pena. Algunos nombres también prometían. Nada menos que Tim Burton en la producción y Seth Grahame-Smith, que escribió Sombras tenebrosas , como guionista. El comienzo de Abraham Lincoln... muestra al que será el decimosexto presidente de los Estados Unidos durante su infancia: tras una pelea en la que defiende a un chico negro, su familia es agredida. Peor: a la noche, su madre es atacada por un terrateniente esclavista y además vampiro. Alegoría, algo obvia, sobre la condición chupasangre de los poderosos. O de algunos... Luego, la historia salta unos años, hasta detenerse en un Lincoln ya adulto, inflamado de deseo de venganza. Lo interpreta Benjamin Walker, clon de Liam Neeson joven, cara pánfila incluida. Acompañado e impulsado por un misterioso cazavampiros (Dominic Cooper), seguirá un derrotero mitad superhéroe (oscuro), mitad político en ascenso. Su arma es un hacha de plata, que él revolea canchero alrededor de su cuerpo, como si fuera un nunchaku, o usa para matar, con más espectacularidad que si gatillara pistolas. La épica de la Guerra de Secesión marca el cenit de la película. Lincoln, presidente; los vampiros, combatiendo para los confederados, feroces, con bayonetas y colmillos afilados. Escenas que, sobre todo en las salas 3D, deberían subyugarnos, pero que, apenas, nos asombran visualmente, sin arrancarnos la frialdad. En algún momento, se habla del futuro de los vampiros: en Europa, América del Sur y Oriente. La hipótesis del enemigo externo: el modo en que los Estados Unidos verían al mundo en los siglos XX y XXI.
El apocalipsis fuera de norma Ayar Blasco, director con Juan Antín de Mercano, el marciano , debuta como realizador solista con El sol , otro filme animado. Su punto más fuerte es la irreverencia: el desacato a normas cinematográficas e incluso sociales. Lo más débil: la dispersión de su trama. Pero claro: no le pidamos orden a alguien que decide crear, justamente, al margen de reglas y obediencias. Con pocos medios y mucho lirismo. En resumen: el que vaya a ver El sol no deberá esperar una película perfecta, ni siquiera redonda: sí rabiosamente imaginativa, libre, de a ratos graciosa, de a ratos oscura. Que sea de animación y sólo apta para mayores de 16 años dice bastante. La historia, postapocalíptica, transcurre en una Buenos Aires brutal y desolada, en cuyos alrededores se mueven distintas tribus urbanas (y suburbanas) que sobrevivieron. Su lenguaje, central para darle el tono a la película, se basa en el insulto. O en los distintos modos de insultar, según las distintas franjas sociales y etarias. Para esto, el fime cuenta con el campeón mundial de la puteada: el Dr. Tangalanga, también conocido como Tarufetti, aquel viejo y compulsivo maestro de la broma telefónica. También se lucen, oralmente, Sofía Gala Castiglione, Jorge Sesán, Martín Piroyansky, Divina Gloria, entre otros. Con una animación tan ingeniosa como sencilla (hecha en flash 2D, la más económica), El sol nos sumerge en el caos, la ferocidad, la incorrección política, el descontrol y la decadencia. La estética y el estilo ácido nos hacen pensar en series como Beavis and Butthead o South Park . Se destaca, entre humanos corruptos, mutantes, caníbales y temibles pandillas ecologistas, una fabulosa subtrama en torno de la evolución de las papas. Delirio, marginalidad, anarquía y, por qué no, bastante poesía.
Vaivenes de un viaje al futuro Sería absurdo procurar el análisis de nueve cortos en este espacio. O intentar establecer una tendencia estética y narrativa común. Aunque siempre exista la tentación. Desde que Historias breves... marcó, con su nacimiento, el nacimiento del Nuevo Cine Argentino. Desde que en sus primeras entregas se lucieron, en pequeñas dosis, futuros grandes realizadores nacionales. No es raro que cada filme sea visto, ahora, acaso exageradamente, como un gran semillero, como el germen de lo fatalmente que vendrá. Esta(s) nueva(s) película(s) muestra(n), sí, como vienen mostrando las últimas Historias..., un notable acabado técnico: el efecto de una época prolífica en escuelas de cine. Y la saludable convicción de que es mejor narrar sin subrayados. Lo que no significa que todas las tramas sean sutiles ni redondas. En todo caso, hay variedad de gramáticas y lenguajes. Y, tal vez, una revalorización de la acción por sobre la contemplación. En casi todos estos cortos aparecen armas. Y sangre. Y locaciones campestres. Pero el arco es amplio: abarca desde el silencioso, delicado lirismo de Bajo el cielo azul , de Martín Salinas, hasta el estridente, intenso, esperpéntico desborde de Cuchi , de Emmanuel Moscoso. Párrafo aparte para En carne viva , de Federico Esquerro: cine dentro del cine, con humor, suspenso y agudeza. Y Mariano Llinás interpretando a un realizador rudo con sus actores.
En busca del gusto perdido Filme que cruza documental y ficción, en torno del sommelier Charlie Arturaola. El realizador Nicolás Carreras lo muestra tras la supuesta pérdida de su “paladar” y su olfato. Charlie Arturaola es un sommelier uruguayo de altísimo prestigio internacional. En su opera prima, el realizador Nicolás Carreras decidió abordar su figura -Arturaola tiene todas las características de un gran personaje- cruzando documental con ficción. La película empieza con Arturaola participando del Masters of Food & Wine, en Mendoza: un episodio real, una de las tantas rutinas de su vida. Hasta que, de pronto, surge el disparador dramático: el fino catador pierde, de pronto, su olfato y su paladar. La recomendación de Michel Rolland (aquel enólogo malvado de Mondovino ) es que recorra las mejores bodegas de la provincia, pruebe el mejor vino y recupere su talento, su goce, su capacidad. Así empieza un viaje -que a la larga, como todo viaje, será iniciático- en el que el protagonista debe mentir -siempre con gracia, con un humor que jamás resulta impostado- para tener acceso a los viñedos. Allí, en busca de la más excelsa pócima etílica, irá entrando en un mundo que sostiene a su mundo: el de los hombres y mujeres que trabajan para alcanzar finos sabores que, finalmente, serán juzgados por profesionales algo snobs, de los que desconfían. Un contrapunto que se parece al de los directores de cine con los críticos. Ah, y Arturaola se siente, además, presionado por su tercera esposa (Pandora Anwykl, su mujer y socia en la vida real), quien le insiste que no se disperse y que retome su actividad. Durante el raid por Mendoza, en esta especie de road movie vitivinícola, el sommelier uruguayo se va cruzando con personajes que hacen de sí mismos, aunque siguiendo la premisa ficticia de la pérdida del gusto y el olfato de Arturaola (que él intentará ocultar). Hay situaciones divertidas, emotivas, reveladoras. Y otras que, sin dejar de ser lo anterior, hacen sentir el artificio de la puesta en escena, o de cierta falta de espontaneidad frente a cámara, o de algunas metáforas demasiado obvias. El camino... está filmada con estética de documental, registro al que vuelve con más énfasis en el tramo final, cuando Arturaola busca la alternativa que lo conecte con sus sensaciones primarias, su pasado, su familia -es todo lo mismo, ¿no?- y la película se torna más emotiva e intimista, al punto de que no permite discriminar ficción de realidad: un logro.
Horror postsoviético Como la saga Hostel, Terror en Chernobyl nos muestra a jóvenes turistas estadounidenses metiéndose en la boca del viejo fantasma comunista, o ex comunista, o lo que Occidente construya/tema/imagine de él. En este caso, el siniestro tour a Europa del Este tiene menos gore y mejor ambientación. Porque los viajeros entran -contra la orden de la policía ucraniana, con un guía temerario- en la ciudad de Pripyat. Sepan, amantes del turismo de riesgo: el sitio sufrió un éxodo masivo en 1986, tras la tragedia nuclear de Chernobyl. Y en el ambiente -al menos en esta ficción- aún hay radiactividad y otras acechanzas. Brad Parker, realizador debutante, y Oren Peli, guionista experimentado, logran transmitir una atmósfera postapocalíptica y postsoviet , entre opresiva y deprimente. Con tristes monoblocks en ruinas, plagados de objetos abandonados, y algún severo mural de Lenin: ámbito en el que se mueven -festivas, eufóricas, frívolas- tres parejitas excitadas por la aventura. Contraste entre locación y personajes. El modo, tal vez, en que Parker-Peli ponen en escena sus -vagas- ideas sobre comunismo y capitalismo. Durante la primera media hora, cuando se activan estos contrapuntos y se sugiere el peligro, el filme funciona. Pero luego empieza a hacerse evidente la falta de desarrollo de los personajes y, más tarde, la falta de ingenio del guión. La película, filmada a modo de esos falsos documentales de moda -aunque no caiga en este gastado recurso- se va derrumbando y pareciendo a los filmes de terror juvenil de los ‘80. Con toques de filme de zombies, que también aludían a los seres anulados en distintos sistemas.
Historia de dos ciudades Tres historias de vida, en torno del puente que une Posadas y Encarnación, dan cuenta de un precario estado social y jurídico. No es raro que Eduardo Schellemberg, realizador de este documental centrado en tres historias en torno del puente San Roque González de Santa Cruz (que une Posadas con Encarnación, Paraguay) haya trabajado en investigaciones periodísticas para televisión. El silencio del puente tiene un contundente trabajo de campo y ritmo vertiginoso. También, virtudes cinematográficas, y secuencias que revelan y rebelan. Aunque el principal mérito del Schellemberg sea mostrar, a través de apenas tres personajes, un microcosmos fronterizo que nada cuesta imaginar como cosmos a secas. Cierto estado de situación: social, jurídico y político. Con ritmo sostenido, generando empatía, la cámara nos hace acompañar a Aurora Lucena, viuda de un gendarme que murió en circunstancias poco claras debajo del puente; a Eduardo Petta, ex fiscal paraguayo que investigaba delitos en la zona hasta que fue degradado a jefe de la policía caminera (a la que él considera corrupta); y a Ricardo de la Cruz Rodríguez, abogado de Posadas que defiende a paseros (los que cruzan mercadería, no siempre de un modo legal, de una ciudad a otra) con argumentos muy críticos hacia el sistema capitalista, en el que, según él (y, claro, según muchísimos más), sólo los “perejiles” pagan por los delitos. Los tres personajes funcionan como piezas de un rompecabezas cuyo armado arrojará luz sobre una oscura realidad. Piezas que se mueven solas y con enorme coraje, ya que Lucena, Petta y De la Cruz Rodríguez luchan, aun con terribles desventajas, contra estructuras policiales, jurídicas, políticas y sociales que propician el delito (como el narcotráfico y el contrando), la corrupción y la criminalización de la pobreza. La película, que más allá de su potencia narrativa exhibe una notable capacidad de observación sociológica, nos irá mostrando si sus cruzadas provocan cambios o sólo quedan como testimonios valientes. Los arcos de personajes en cuyos reflejos deberíamos mirarnos.
Fieles... a sí mismos Dos hermanos croatas, en una ácida y al mismo tiempo indulgente comedia dramática sobre el adulterio y la doble (o triple) vida. Aunque no sea sofisticada, esta comedia dramática de enredos es rara. Su centro es el adulterio. Un tema tentador, no sólo para el espectador sino para los protagonistas: dos hermanos croatas en (merecidos) problemas con sus parejas y acaso con la del otro. Lo extraño es el tratamiento: la película sobrevuela con liviandad dilemas complejos; por momentos, parece descender al simple melodrama, pero, justo entonces, impulsada por un humor ácido, remonta hacia la desbocada tradición tragicómica balcánica. Lo mejor es que el director Rajko Grlic jamás juzga a sus criaturas, pertenecientes a la burguesía de Zagreb. Y las actuaciones: en especial la de Miki Manojlovic, actor fetiche de Emir Kusturica. Su personaje, que al comienzo espera el resultado de una biopsia y parece arrepentido de sus infidelidades, tiene amplias zonas oscuras que Grlic muestra con total naturalidad, dando cuenta de que, para él, son comunes a todos o casi todos los seres humanos. Lo más flojo es la exagerada cantidad de giros y cruces de historias -con varios cambios de puntos de vista-, la extrema sencillez con que ocurren -lo que les da un carácter unidimensional a los personajes-, cierta misoginia y una musicalización constante. Los hermanos, hijos de un artista plástico mujeriego, muestran contrapuntos que no terminan de estallar. Nikola (Manojlovic) es un bon vivant , empresario, que vivió en los Estados Unidos. Braco (Bojan Navocec) es más bohemio, usa remeras del Che, se quedó en Zagreb durante la guerra. Ambos beben, mienten, manipulan, tienen problemas con la paternidad: en el fondo se parecen y se apañan. Grlic los muestra en situaciones revulsivas, aunque los aborda con indulgencia: sus debilidades pasan, así, a ser deslices humanos lógicos, sin importancia.
La utopía roja y negra Documental argentino sobre la revolución sandinista de 1979. Hay que aclarar que Nicaragua... el sueño de una generación es un documental modesto y algo esquemático. Tanto en el tratamiento de su tema -la revolución sandinista que derrocó a Somoza en 1979- como en su estructura cinematográfica. Nicaragua...está construida en base a cabezas parlantes, clásicas, que comparten un punto de vista, y a algunas valiosas imágenes de archivo. Su rasgo distintivo es el abordaje que sus jóvenes directores, Roberto Persano y Santiago Nacif Cabrera, hacen de un hecho histórico complejo a partir de historias de los márgenes. Argentinos que se fueron del país perseguidos por la dictadura militar y que encontraron su lugar en una utopía centroamericana que duró más de diez años (en 1990 Violeta Chamorro triunfó en las elecciones nicaragüenses y desde 2007 volvió a ganar el sandinismo, liderado por Daniel Ortega). Este filme rescata los sueños y las acciones de hombres y mujeres que lucharon contra la dictadura de Somoza o que colaboraron, después de que el sandinismo alcanzó el poder, en la alfabetización, en la cosecha de café o en el avance social y cultural de un pueblo humilde. Todos los entrevistados transmiten el fervor, la entrega y la falta de temor con los que vivieron el momento histórico. Un cine que procura acompañar las transformaciones de los pueblos.
La broma infinita Los hermanos Farrelly lo lograron. Su película Los tres chiflados funciona como una prolongación de aquellos cortos mitológicos -un modo de recobrar y disfrutar, un rato más, lo que ya no existe- y a la vez como un tributo que prescinde de la solemnidad. El que haya crecido viendo el programa -por caso, este periodista- recuperará un goce primario y, al mismo tiempo, sentirá lo que intuía en la remota infancia: la pena, la brutalidad, el malestar agazapado detrás de un humor a los golpes. Peter y Bobby Farrelly supieron cómo poner en escena aquella salvaje felicidad de trasfondo amargo: la comedia triste. En los ‘60/’70, sentados frente a la TV blanco y negro, no lo sabíamos: Los tres chiflados habían surgido como alivio cómico ante la Gran Depresión, habían tenido vidas más o menos miserables, habían muerto -Curly y Shemp- jóvenes, se habían burlado -con antiheroica, aunque contundente sencillez- del status quo , habían “triunfado” cuando ya estaban acabados: el broche irónico de sus melancólicos destinos de tipos comunes. Nada de esto explica su vigencia: un grato misterio. La película los muestra, al inicio, como tres bebés abandonados en una bolsa en la puerta de un orfanato. En la fachada se lee 1936, el año de fundación del trío. Adentro los espera Teddy, un niño cuyo destino se unirá al de ellos (Ted Healy fue un cómico vinculado a los “proto” Tres chiflados ). Larry aparecerá, de chico, tocando el violín, como ocurría en la vida real... De adultos, los tres intentarán restañar, sin ser conscientes de esto, las grietas del desamparo. Este hilo argumental y estos detalles evocativos le dan espesor dramático al filme, aunque nunca le entorpecen el ritmo frenético ni le cambian su esencia de simple comedia slapstick , basada en el humor físico, terreno en el que Los tres chiflados fueron imbatibles. Chris Diamantopoulos (Moe), Sean Hayes (Larry) y Will Sasso (Curly) -cuyas caras, no muy famosas, jamás nos distraen- responden notablemente al desafío de interpretar a personajes célebres desde la veneración o el denuesto: con talento, dirigidos con pulso firme. Lo malo, acá, es que la película llega sólo doblada. A los extraordinarios lugares comunes del original (incluso en el plano sonoro), los Farrelly les añaden chistes ácidos, gags levemente escatológicos y dominio del lenguaje cinematográfico. Aciertan al obligar a Los tres chiflados , ya adultos, a salir del severo orfanato -comandado por una monja interpretada por Larry David, cocreador de Seinfeld - y lanzarlos al mundo actual, desconocido para ellos. Los Farrelly, cual hábiles yudocas, usan en su favor la supuesta debilidad del anacronismo. Los tres chiflados siempre fueron perdedores, ridículos (alcornoques, zopencos, según Moe): impostores que intentaban hacerse pasar por tipos aceptados por el sistema, aunque en el fondo no menos patéticos que ellos. Que en este filme Moe termine adentro de un reality show, pegando cachetazos reales ahí en donde otros apelan a peleas falsas y donaciones de supuesta caridad, funciona como una broma infinita.
En las montañas de la frescura Arrieros , parte de una trilogía que completan Soy Huao y Pescadores de Manguiseco (sobre pequeñas comunidades sudamericanas) es un documental de observación: sin cabezas parlantes ni voces en off. Un filme que respeta los tiempos, costumbres y modalidades de vida en un ínfimo caserío en medio de la cordillera, cuyos habitantes se encargan principalmente de arrear ganado. Una existencia al margen de la globalización. Que, en un principio, puede parecernos dura y rústica, pero que, tras ver esta parca aunque luminosa película, se nos antoja feliz y libre. En una zona aislada de lo urbano, aunque se encuentre a apenas dos horas de auto de Santiago de Chile, Baldana captura la repetida comunión ancestral entre humanos, animales y un paisaje que hipnotiza de belleza. Arrieros , centrada en dos familias, jamás condesciende a las explicaciones. Nos muestra -desde una determinada subjetividad: lo inevitable- y nos invita a experimentar. El que se acerque al cine deberá olvidarse de los entretenimientos de costumbre y estar abierto a un viaje antropológico. Algunos podrán sentir tedio; otros, tal vez, se preguntarán si no estarán ante destinos más gratos que el propio.