Esto yo ya lo vi, esto ya lo escuché Si bien es cierto que, en materia de terror, la estructura del falso documental fue demasiado transitada desde El proyecto Blair Witch , dos datos daban esperanzas respecto de Donde habita el diablo . 1) Que su guionista y coproductor fuera Rodrigo Cortés (en Enterrado hizo algo digno con poco). 2) Que el debutante Carles Torrens asegurara que, aun sin el trillado recurso formal, la trama de Donde habita... tenía peso propio. Un peso leve, en todo caso. En torno de una familia conflictuada: un hombre viudo (Kai Lennox), una hija adolescente que no hizo el duelo por la muerte de su madre (Gia Mantegna) y otro hijo, de 4 años. En el departamento que habitan ocurren fenómenos siniestros. Y un equipo “científico” se instala para investigarlos. ¿Será la casa? ¿Será el fantasma de la madre? ¿Será algún familiar poseído? Enigmas que podrían sonar interesantes, pero cuya resolución, cuya puesta en escena, es pobre. Como el recurso de las numerosas cámaras que registran el hecho: el supuesto documental “encontrado”. Más de lo mismo. En estos filmes, en general, no se entiende -además- quién editó el material ni por qué las supuestas filmaciones amateurs tienen que parecer, siempre, espásticas.
Los condenados de la Tierra Sin palabras ajenas a los personajes que aborda, Sylvain George -realizador, filósofo, activista político- hace “hablar” enfáticamente a cada plano de Figuras de guerra . Este documental/ensayo/poema, en el que siguió durante casi cuatro años a inmigrantes clandestinos en Calais, Francia, se centra en fantasmas. En seres invisibles que intentan entrar en un mundo menos brutal que el propio. Aunque, para ellos, lo de menos brutal sea discutible. “Ni vivo ni muerto. Ni animal ni hombre”. Así se siente uno de los inmigrantes que quieren cruzar a Inglaterra. El blanco y negro granulado, del fílmico en 16 mm, retrata ese limbo frente al Canal de la Mancha. Durante dos horas y media, desde dentro de estos grupos, las imágenes nos arrastran a través de varios niveles sin lugar ni tiempo: la vida cotidiana callejera, la huida de la policía de Sarkozy y de razzias de fuerzas de deportación. La guerra que no solemos ver, al borde del sistema. George utiliza contrapuntos y contrastes: entre carteles publicitarios que prometen felicidad consumista y pintadas de odio; entre alguna familia burguesa que pasa en bicicleta y “los ilegales” que se trepan de polizones a la base de un camión cualquiera; entre esas grúas industriales y los refugios prefabricados que las grúas muerden, levantan y destrozan sin piedad; entre un cartel que prohibe la caza y estas cacerías humanas. La cámara se desliza por manos precozmente erosionadas. Difícil olvidar la secuencia, tan natural, en la que los inmigrantes mutilan las yemas de sus dedos con hojas de afeitar y tornillos al rojo vivo, para que ocultar (perder) la identidad. “Si pudiera cortarme las manos y cambiarlas, lo haría”. Una medida de la desesperación, de la pérdida de la condición humana. Con Recursos humanos , de Laurent Cantet, ganadora del BAFICI 2000, y Figuras..., ganadora del BAFICI 2011, se podría trazar un mapa, interno y externo, de sueños rotos, heridas y martirios de los expulsados del capitalismo.
Gángsters en Buenos Aires El debut de Tamae Garateguy como realizadora fue colectivo. El filme Upa! Una película argentina , que dirigió con Santiago Giralt y Camila Toker, funcionó como una notable broma al llamado Nuevo Cine Argentino (de hecho, su título aludía al prejuicio de los espectadores ante aquella corriente de filmes nacionales de autor). En Pompeya , la directora -que ya terminó su opus 3, Mujer lobo - mantiene el tono y la esencia de su opera prima y, además, se suma a una tendencia que viene creciendo: podríamos llamarla algo así como nuevo cine argentino de género. La trama de Pompeya apela, como la de Upa! , al cine dentro del cine. Por un lado, vemos a tres muchachos armando el guión de una película de gángsters ambientada en Pompeya (uno quiere darle mayor vuelo intelectual al libro; los otros prefieren ir directamente al género). Por otro lado, vemos secuencias de acción, furia y sangre: el filme que ellos están escribiendo convertido en realidad o, mejor dicho, en ficción. En algún momento ambas historias van a tocarse: después de todo, Garateguy muestra que el universo de los cinéfilos puede llegar a ser tan salvaje como el de los pandilleros. Otra similitud con Upa! ... La directora exhibe talento para las escenas de acción: violentas, intensas, por momentos gore , en las que se enfrentan miembros de la mafia rusa, de la coreana y un grupo de muchachos marginales del sur Buenos Aires. Los interiores, que podrían pertenecer a cualquier película de mafiosos, alternan con exteriores en los que vemos calles de Pompeya, camisetas de Huracán, frentes de clubes como Deportivo Riestra. En resumen: los arquetipos universales cobran otra dimensión al fusionarse con la identidad local. La ferocidad extrema de esta parte “policial” -con más acción que tensión; con toques de humor en medio de la ultraviolencia: a lo Tarantino, o al estilo asiático- queda mitigada, deliberadamente, por las secuencias de las internas de los tres creadores de esa trama. En ambos casos, Garateguy prefiere trabajar con cámara en mano, cambiando frenéticamente los encuadres, optando por una fragmentación a veces desordenada. Tras el auge de un cine de observación, el cine género va ganando mayor espacio entre los jóvenes realizadores argentinos. Ni mejor ni peor: en ambos casos, se harán buenas y malas películas. Todo indica que con Garateguy, premiada por Upa! en el BAFICI 2007, y por Pompeya en Mar del Plata 2010, veremos de las primeras.
Dicen que viajando se fortalece... El camino , de Emilio Estevez, es un drama aleccionador con alegorías bastante obvias. Martin Sheen, padre de Estevez en la vida real y en esta road movie de a pie, interpreta a Tom Avery, un oftalmólogo “corto de vista”, porque no llegó a hacer foco en el costado espiritual de su hijo Daniel. Y que ya no podrá hacerlo. Porque, en medio de un partido de golf en California, recibe un trágico llamado desde Francia: Daniel acaba de morir en los Pirineos, cuando empezaba a recorrer el Camino de Santiago, antiquísima peregrinación cristiana por Francia y el norte de España. Un hierático Tom, que es viudo, cruza el océano y, cuando está a punto de repatriar el cadáver, decide cremar los restos y hacer el peregrinaje que no pudo completar Daniel. Para la larga caminata, carga -metafórica y literalmente- con la mochila de su hijo muerto. Durante la travesía, con mucho de religiosa y también de turística, irá cruzándose con personajes estereotipados, obvios, construidos por Estevez de un modo rústico, a los que se les suma -de a ratos- el fantasma del propio Daniel, que sólo puede ver su padre. Entre alusiones al Quijote, a las corridas de toros y a otros tópicos de la cultura española, Estevez hace que sus criaturas (un holandés que quiere adelgazar, una canadiense que quiere dejar de fumar, y un escritor irlandés con bloqueo creativo) aprendan a quererse. Al llegar a la catedral de Santiago de Compostela, tendrán una suerte de epifanía, una de las “enseñanzas de vida” de la película.
Una Historia violenta Doscientos años de Historia argentina, a través de enunciados cargados de violencia, en una confrontación verbal y arquitectónica sin tiempo. Con la cadencia y el lirismo de un poema cinematográfico. Esta es la propuesta, nada convencional, interpeladora, bellamente feroz, de Nicolás Prividera, cuya opera prima, M , en torno de su madre desaparecida durante la dictadura, mereció adjetivos parecidos, aunque fuera distinta. En Tierra..., Prividera, de sólida formación intelectual, trabaja en base a “diálogos” -de muertos- y contrastes ideológicos y estilísticos. Sus herramientas: rigurosos planos fijos en el Cementerio de la Recoleta, encuadres múltiples -que abarcan desde suntuosos mausoleos hasta nichos abandonados- y, sobre todo, la lectura de textos de personajes históricos. Una dialéctica de -y sobre- la violencia argentina, en un ámbito de “paz” y también de muerte. Los que leen, muchas veces junto a la tumba del autor de cada texto, en medio del devenir cotidiano de la necrópolis, se esfuman al terminar: como si fueran médiums fantasmales. Queda el eco de las ásperas palabras de Sarmiento y Rosas, de Lugones y Alberdi, de Massera y Walsh, y tantos otros. Voces que resuenan entre los sepulcros y que son, cada una a su modo, revulsivas. Y que conforman un entramado de ¿viejos? antagonismos vueltos presente. El director no oculta influencias, como la de John Gavito, realizador de Profit Motive and the Whispering Wind : mudo abordaje de la historia de los Estados Unidos a través de tumbas y placas recordatorias, pero de aquellos olvidados que se movieron en los márgenes de la Historia oficial. Prividera, que no ofrece su filme como un ensayo histórico, acierta con un travelling final, aéreo, en el que panteones y voces se funden y confunden. Mientras suena Va pensiero , de Verdi, la cámara nos conduce hasta el Río de la Plata, ese otro cementerio, atroz. Mirada que nos remite a la del Angel de la Historia de Walter Benjamin: clavada en las ruinas del pasado, con dirección inevitable, ciega y angustiante, hacia el porvenir.
Un filme de cruces múltiples Película de Pablo Torre, con Jean Pierre Noher. Las voces, de Pablo Torre, es una película de cruces: de tiempos, de géneros, de historias, de realidad con fantasía. La trama, que combina elementos románticos, de misterio, de suspenso, de terror, de sagas familiares y de homenajes al cine blanco y negro, articula dos líneas temporales de un hecho, cuyo nudo es el vínculo entre un un oscuro ventrílocuo (Jean Pierre Noher) y una mujer hipoacúsica (Ana Celentano) que mitiga su soledad. Ambos actores, talentosos, remontan un libro y una puesta que los obliga a ser ampulosos. El interpreta (con notable manejo corporal) a un personaje desamparado, enfermizo, algo siniestro, que -a fines de los ‘40, comienzos de los ‘50- vive obsesionado por una muñeca de porcelana en un cuarto de paredes descascaradas y vidrios esmerilados. La desesperación económica lo llevará a conseguir un trabajo y a cometer un crimen. Su trabajo será un número en vivo en un antiguo cine. Ahí conocerá a una mujer (Celentano) encargada de cuidar el guardarropas y a una extraña chica (Wanda Brenner). Si bien Torre evita los lugares comunes del realismo, sin temor a la desmesura, en algunos casos sus puestas bordean un absurdo que no parece deliberado. Al principio del filme vemos a Celentano anciana, agonizando en una cama de hospital. Su imagen, con la cara tajeada de arrugadas no convence. Y, además, su audífono repite voces del pasado... En este punto, hay que aclarar que el director busca las atmósferas y los personajes ominosos, como si se volcara al terror, aunque no por completo. La música de Luis María Serra, bella, contribuye a la grandilocuencia.
Eterno retorno Woody Allen recorre sus obsesiones de siempre, con levedad y sin novedades, de regreso de casi todo. Para bien o para mal, a esta altura, ir a ver una película de Woody Allen es como asistir a un partido o a un recital de una vieja estrella que ya dio lo mejor de sí. El goce principal es seguir viéndolo en acción, esperando que con un toque, un tema, una escena nos devuelva su carga mitológica, aunque él luzca más cansado o más displicente o (mucho) menos intenso que durante sus épocas de gloria. Lo raro es que en Allen -pero cómo saberlo- esta “declinación” parece deliberada, una suerte de regreso de todo o casi todo. Uno imagina, siente, que él disfrutó haciendo A Roma con amor , en la que volvió a actuar. Su personaje carga con un nuevo dilema: qué hacer al jubilarse. La respuesta podría ser la película misma: seguir rodando, sin exigirse como antes. Grata laborterapia woodyallenesca : recorrer las viejas obsesiones, sin angustia, burlándose de ellas desde otra orilla, sin esforzarse en ser novedoso. Woody debe de ser consciente de las “carencias” de su cine actual: incluso parecería exponerlas como una broma más de un genio despreocupado. Otra vez rodó en Europa, haciendo eje en una ciudad a la que captó -sin pudor- desde una perspectiva turística. En este caso, enhebrando cuatro historias que felizmente no se cruzan y que combinan un aire de homenaje a la cultura italiana con otro aire, neoyorquino: el sello Allen. Su personaje, un director de ópera vinculado con la industria discográfica, en ambos casos retirado, se burla de su neurosis, de sus antiguas ideas progresistas, de él mismo, y le pide a su esposa (Judy Davis), psiquiatra irónica, que le solicite a Freud la devolución de la fortuna gastada en terapia al cabo de una vida. La película tiene un par de ideas ingeniosamente absurdas, aunque demasiado extendidas. La de un hombre formidable para el canto lírico que sólo mantiene el nivel cuando se ducha. Y la de otro (Roberto Benigni), sin atributos, al que todos toman, de pronto y sin justificación, como estrella mediática. Las otras dos historias están centradas, sin gran pasión, en un dilema pasional que es medular en la obra de Allen, como lo es -por dar otro ejemplo de un intelectual afín- en la de Philip Roth: el adulterio. Pero si Roth se volvió devastador con el paso del tiempo, Allen tomó el camino inverso: la comedia indolente. Uno de los personajes de A Roma..., interpretado por Alec Baldwin, le habla -como el Bogart imaginario al joven Woody de Sueños de un seductor - a un muchacho (Jesse Eisenberg) acorralado entre la tentación adúltera y la culpa. Al ver a estos dos personajes nada nos cuesta vincularlos con un Allen actual y otro pasado. Este último experimenta -aunque no demasiada- angustia. El otro se limita a lanzar ironías anticipatorias sobre las conductas de ciertas intelectuales manipuladoras. En resumen: Woody opta por una distante levedad para abordar sus persistentes miedos y amarguras: la pareja en crisis, la neurosis, el paso del tiempo, la muerte. En algún momento, cierra las cuatro historias como si fueran fábulas que ya no desea seguir. Algunos encontrarán, en esta actitud, un signo de decadencia irreversible. Otros, la posición de un artista que mientras mira las nuevas olas ya forma parte del mar. El personaje de Baldwin dice: “Los años traen sabiduría y también fatiga”. Para disfrutar las nuevas películas de Woody -a razón de una por año- conviene resignar la mirada cinéfila rigurosa y dejarse llevar por el personaje, el ícono, el mito y, obviamente, su filmografía, que en muchos casos es como dejarse llevar por la propia vida.
La ciudad infeliz Policial sobre crímenes ocurridos en Mar del Plata. Estos asesinatos tuvieron su fama. Ocurrieron en Mar del Plata, con prostitutas como víctimas. Los medios hablaron de El loco de la ruta , pero muchos sospecharon que la policía estaba involucrada. Carlos Balmaceda escribió una ficción, La plegaria del vidente . Gonzalo Calzada la llevó al cine. El resultado es un filme estilizado, ambientado en una Mar del Plata ominosa y opresiva, con buenas actuaciones -sobre todo, de Gustavo Garzón- y mayor eficacia a la hora de generar suspenso que al resolver enigmas. Los puntos de vista sobre estos crímenes en serie son múltiples: el de El Vasco (Garzón), un detective resentido, decadente y obsesionado; el de Mauro (Juan Minujín), un vidente que creer intuir los asesinatos; el de Natalia (Valentina Bassi), una forense que cada vez se involucra más en el caso; y el de Riveros (Vando Villamil), un periodista de policiales -demasiado arquetípico, aunque, claro, hablamos de cine de género-, el que toma el relato general de la historia. Bajo una impronta general de filme negro, Calzada le da a la película un ritmo frenético -en el que abundan las vueltas de tuerca, lo que no siempre es bueno-, a través de un montaje muy fragmentado y tomas con excesivo movimiento de cámara. Las atmósferas son logradas. También las actuaciones, tanto progatónicas como secuandarias, entre las que aparecen Mimí Ardú como fiscal y Rodolfo Ranni -¿un guiño, mezcla de cariño y humor, a los policiales de los años ‘80?- como jefe de la Bonaerense. El filme no sólo ofrece diversos puntos de vista: lo mismo hace con las líneas de su trama, que combina corrupción política/policial, con rencores personales y elementos fantásticos; tal vez, los que se resuelven de un modo menos convincente. Pero, más allá de sus altibajos, La plegaria... responde al reclamo de más cine nacional de género. Y lo hace con nobleza, convirtiendo a una ciudad emblema del descanso de los argentinos, en un sitio tan marginal y oscuro que podríamos hablar de la otra Mar del Plata, así como podríamos hablar de las otras Argentinas.
El lado B del amor La crisis de una pareja, sobre todo de una mujer, que tiene un bebé. Un suceso feliz empieza donde terminan las comedias románticas de Hollywood. La parejita perfecta se casó y tuvo su primer hijo. ¿Y ahora? El amor después del amor: la rutina; el lento, inevitable desgaste; los temores; el bachecito/pozo/abismo entre la realidad y aquellos grandes sueños. La vida: lo que suele quedar afuera de las películas. También, lo tabú: el desequilibrio que provoca ser padre o, mucho peor, madre, aun deseándolo. Basado en la novela de Eliette Abécassis, el francés Rémi Bezançon no nos impone hechos extraordinarios para justificar el malestar de una mujer antes y después del nacimiento de su primer hijo (en realidad, hija). Barbara (Louise Bourgoin, notable en un papel complejo) nos arrastra en su indeseado viaje desde la euforia hacia el hartazgo, la frustración, la contradicción y el vacío existencial. Su voz en off, a modo de monólogo interior, termina de sumergirnos de un modo casi naif en una pesadilla de origen dulce. Extraña y familiar, al mismo tiempo. “Estoy como Bill Murray en Hechizo del tiempo ”, se queja ella. “Parece Gregorio Samsa”, le lanza, sin mayor delicadeza, un médico. Así se siente Barbara: en una angustiante metamorfosis, encarcelada en la repetición. Además, con la maternidad han vuelto varias cuentas pendientes con sus padres. Y su marido (Pio Marmai), que no es malo sino infantil, juega videogames con la beba en brazos, cada vez más ajeno a su rol de marido. Los demás parecen exigirle a ella alegría, como si una madre primeriza no pudiera o no tuviera derecho a sentirse desdichada. Lo novedoso de esta película, difícil de encasillar en un género, es que mantiene un tono leve para transmitir una crisis profunda. Prescindiendo del maniqueísmo, los giros bruscos y los atenuantes forzados, va pasando -casi sin que lo notemos- de la ternura a la vaga amenaza, y, finalmente, a una gran amargura apenas mitigada por un humor que no suena impostado y por una realidad que seguirá abierta mientras haya vida. Hablamos, para ser más directos, de un filme políticamente incorrecto que no se jacta de serlo. Es curioso (o no) que el público masivo suela preferir comedias artificiales, previsibles, de fórmula, ajenas a lo real. En Un suceso feliz , ese público encontrará varios elementos comunes al género, pero no el alivio. Sí la empatía. La sensación de dos personas que se creyeron que la vida se parecía a los filmes de Hollywood y terminaron atrapadas en otra película, más riesgosa, parecida a la vida.
La trágica Triple A Documental que combina cabezas parlantes y recreaciones. Parapolicial negro es un documental sobre el origen de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), construido con abundantes cabezas parlantes y recreaciones ficcionales que transcurren en la actualidad. Dos elementos que podrían ser motivo de prejuicio. Pero no: la película de Valentín Javier Diment no tiene los típicos vicios didácticos de muchos documentales históricos. Tampoco su estructura. Es dinámica, por momentos asombrosa y abre preguntas sobre el pasado y sus efectos sobre actualidad argentina. En primer lugar, cuenta con una entrevistada -un personaje central- nada convencional: María Gil Calvo, viuda de Eduardo Almirón, uno de los cabecillas del sangriento grupo parapolicial que, en los años previos al golpe militar del’ 76, asesinó a alrededor de 1.500 personanas. Esta entrevista, realizada en España cuando Almirón había sido extraditado desde ese país hacia la Argentina, es un verdadero hallazgo: sobre todo por el modo trivial, casi festivo, con que la mujer cuenta intimidades -a medida que avanza el filme, cada vez más oscuras y al mismo tiempo reveladoras- sobre Almirón. También hay valiosos y dinámicos testimonios de periodistas de investigación, historiadores, ex militantes y ex delegados sindicales, mechados con la lectura de rabiosos manifiestos anticomunistas a cargo de Gabriel Luis de los Llanos, poeta nacionalista que publicaba esos textos en la revista El caudillo , de la derecha peronista. Las salvajes recreaciones ficcionales, que aluden a la Triple A pero que tienden vínculos con las estructuras policiales actuales, están a cargo de Luis Ziembrowski y Sergio Boris, entre otros. A medida que avanza el relato, los cruces entre lo histórico, lo policial e incluso lo psicológico -el retrato intimista y sentimental que Gil Calvo va brindando de su marido- se convierten en un entramado absorbente, vital para comprender más los complejos ‘70. Cerca del final, el filme abre interrogantes acerca del grado de conocimiento de Perón sobre los crímenes de la Triple A y sobre la participación de sindicalistas aún hoy en funciones. Diment, con inteligencia, no ofrece respuestas cerradas.