Incorrección sin límites El ex policía se mueve entre prostíbulos y cárceles. Seamos sinceros: la corrección política no se lleva bien con el cine; mucho menos, con las comedias. José Luis Torrente, personaje creado e interpretado por Santiago Segura, no tiene, felizmente, afanes pedagógicos. Tampoco pretensiones de generar empatías: tal vez por esto, o tal vez porque las genera muy secretamente, arrastra multitudes. Su propuesta tiene algo de goce dionisíaco, de catarsis irreflexiva y primaria. “Por suerte, no todo el mundo se parece a Torrente; apenas la mayoría”, explica Segura. En todo caso, a esta altura, a Torrente se le puede criticar su fidelidad a sí mismo: sigue siendo xenófobo, racista, homofóbico (aunque sea fanático de las pajillas con amiguetes en el asiento delantero de su auto), retrógado, vil. En esta cuarta entrega, que no se impone fronteras morales ni de buen gusto, él se mueve en un territorio propicio: prostíbulos y cárceles de una España empobrecida, en crisis, más intolerante que nunca. Allí está Torrente, antihéroe y perdedor (lo que hace más “tolerable” a su discurso), luchando contra niños por comida de la basura, durmiendo con travestis feroces en la vereda, subalquilando un pequeño departamento a una multitud de sudacas. En su monólogo inicial, nostálgico, ante la tumba de El Fary, lloriquea: “Ahora, Fary, los maricones se casan. Los socialistas arruinaron a España. Y en la Casa Blanca han puesto a un negro. No para limpiar, sino como presidente. Sólo falta que pongan a una tía. Eso sí, el año pasado ganamos el Mundial. Pero no importa: eran casi todos del Barsa ”. La película, tridimensional, con efectos especiales sofisticados -que contrastan con la precariedad de personajes impresentables- arrastra a Torrente a un presidio, donde abundarán las parodias a películas como La gran evasión o Escape a la victoria . El cenit es un partido de fútbol entre un equipo del director penal, formado por jugadores del Real Madrid, como Gonzalo Higuaín, frente al dirigido por Torrente, con camisetas del Aleti y un arquero tullido. El Kun Agüero queda afuera por “no entender nada de fútbol”, según palabras del técnico/ex policía, quien manda a un vasco (“A tí te gusta la violencia, ¿no?”) a quebrar a un jugar negro de su propio equipo. Aunque en el humor torrentiano predominan -como siempre- los trazos gruesos, Segura confirma su agudeza para captar conductas sociales. Y su talento como actor: Torrente podría tener su correlato en cualquier país y, sin embargo, es casi imposible imaginarlo sin la impronta de Segura. Es probable que los defensores de la delicadeza y el vanguardismo le opongan reparos a esta película. Seguramente, tendrán razón. Es una pena... para ellos, que no podrán disfrutar a pleno de una propuesta para reírse de lo que no hay que reír y que, por lo tanto, causa más risa. Desde luego: sensibles abstenerse.
El hombre, el mito Rodrigo de la Serna interpreta a San Martín en la campaña de 1817. Las biopics sobre famosos ilustres plantean dificultades. Las de los próceres, en este caso la del prócer de los próceres nacionales, muchas más. El San Martín de Rodrigo de la Serna elude algunas de estas complicaciones. No todas: aun en los momentos en que el realizador Leandro Ipiña intenta despegarse de los lugares comunes del subgénero -de la impostación y la solemnidad mitológicos-, la película tiene un aire de artificio: como si ciertas palabras coloquiales, algún escupitajo, algunos destellos de dolor, de desazón, de paranoia del protagonista estuvieran ahí para recordarnos, de un modo obvio, que sí, que San Martín era humano. El resto tiene una matriz clásica, un tanto antigua. Revolución... empieza con un planisferio y una voz en off que nos expone brevemente el conflicto en contexto: lo que veremos es la campaña para liberar a Chile de los realistas en 1817. A continuación, un personaje (ficticio), ya anciano, le cuenta a un periodista cómo fue haber participado de aquella epopeya durante su juventud: primero como amanuense de San Martín; luego, como soldado temeroso y por lo tanto heroico. La historia está contada con flashbacks en el que el gran prócer es visto desde la admirada distancia de un personaje secundario: una especie de subprócer anónimo, pobre y olvidado, desde un presente en el que irrumpe la Generación del ‘80. Rodada principalmente en la cordillera, la película luce una fotografía y una edición de sonido logrados, igual que algunos encuadres y efectos visuales y digitales. De la Serna, actor sólido, debe lidiar con un papel que sin duda le resultó complejo. Su San Martín es, desde luego, un hombre grave, apasionado, pertinaz. También un hombre que sufre la revolución en todo el cuerpo. Su mente, con toda lógica, está puesta en la batalla, no en las frases grandilocuentes, aunque a veces diga algunas (pocas), como: “Es más importante empuñar una pluma que un arma”. Las escenas de combates masivos tienden a cierta dispersión, lo que acaso les dé un toque más realista (con el perdón nacionalista de la palabra). Pero hay un combate cuerpo a cuerpo, medular, que tiene la doble función de ensayar la alegoría y de recordar que la guerra tiene algo de gloria y mucho, muchísimo de sangre y de barro. A la hora del fragor decisivo, el personaje de San Martín, gran estratega, dirige los movimientos y el coraje colectivo desde las alturas. No funciona, en este sentido, como un mero “santo de la espada” ni un héroe solitario. Los personajes secundarios tienen poco desarrollo, pero el filme, sin descollar ni sorprender, logra ser digno.
Del amor al odio Una pareja separada sigue conviviendo en esta comedia. El principal problema de Divorcio a la finlandesa , comedia negra estilo La guerra de los Roses , es el delta de subtramas que desembocan en el ancho río de los conflictos de pareja. Demasiadas. El amor/desamor en un matrimonio de años tiene los componentes necesarios como para hacer humor trágico: Mika Kaurismaki decide agregar historias y personajes vinculados con la mafia, un artificio deliberado que le quita efectividad a la película. El filme empieza con una pareja adulta, sin hijos, ya quebrada. Juhani (Hannu-Pekka Björkman) es terapeuta familiar. Es decir: le aconseja a los demás cómo superar conflictos que él no puede superar. Su esposa, a punto de convertirse en ex, se llama Tuula (Elina Knihtilä) y trabaja de consultora empresarial: en las primeras secuencias da una conferencia sobre la importancia de la motivación en el trabajo; motivación que... ya no encuentra en su matrimonio. ¿O sí? Porque este matrimonio en supuesta etapa terminal se odia profundamente y el odio es un impulso pasional, a veces más poderoso que el del amor erosionado por la rutina. El caso es que Juhani, que tiene compulsión a comer en exceso, y Tuula, una mujer fría, abandonada por la madre durante su infancia, intercambian denigraciones. Ella le dice que la avergüenza que lo vean con él, con un tipo tan gordo; él le contesta que come para compensar la falta de sexo con una mujer muy masculina. Degradación en tono cómico. Con una música de resonancias tangueras (el mítico “tango finlandés”), el matrimonio establece los límites territoriales del campo de batalla y una serie de reglas “bélicas”. Se supone que las cumplirán. Pero no. Porque la principal, no llevar amantes a la casa que comparten, es violada por ambos. Los celos, incluso la sobreactuación de bienestar para buscar la envidia del otro, toman el centro. En este punto, los personajes funcionan como los de Muertos de risa , de Alex de la Iglesia. El divorcio civilizado no funciona, sí la barbarie. Pero la historia se va poblando de personajes secundarios e historias vinculadas con robos, venganzas y prostitución, muchas de ellas protagonizadas por familiares. Juhani, que da consejos políticamente correctos mientras tiene la teoría de que nadie conoce a su esposa hasta que no la enfrenta en un divorcio, notará que hay cosas peores que el matrimonio. Tuula también. Entre tanta violencia verbal, tal vez la pareja irá pensándose como mal menor. Lo mismo puede pensarse del filme, que de a ratos se sale de norma, aunque tampoco dé para la felicidad o el festejo.
La demolición Basado en una autopista que empezó a construir la dictadura, este filme muestra un corte social porteño. A simple vista, se podría decir que este documental de Alejandro Hartmann, muy propicio para épocas en que se discute el destino de los espacios urbanos de la Ciudad de Buenos Aires, se centra en una de las tantas autopistas comenzadas durante la última dictadura por el intendente de facto Osvaldo Cacciatore. Pero no: la vieja e inconclusa AU3, Autopista Central, funciona -en este filme- como un tajo que abre no sólo a la ciudad sino al cuerpo social; una vivisección en la que realizador nos permite ver con claridad, sin retórica militante, algunos cortes de clase: las razones de vencedores y vencidos. Esta película empieza (y termina) con sutil contundencia visual, sin voces en off ni explicaciones. Al principio vemos planos de paredes y edificios derruidos: devastación de otras épocas, cuando un gobierno que impuso un sistema económico basado en la sacralización de la propiedad privada expropiaba viviendas -aunque fuera con compensación económica- para construir autopistas. Con los años, y la inoperancia y el desdén, se fue formando una cicatriz urbana, hecha de terrenos y casas abandonadas en las que se fueron instalando ciudadanos de bajos recursos, expulsados del sistema. Entre la dictadura y la actualidad abundaron los planes de reubicación, las confrontaciones vecinales, las promesas de soluciones políticas, los cálculos de lucro con esos terrenos. En silencio, como si fuera un científico que observa con la lente de su cámara sin tomar partido -aunque todo acto, en especial hacer una película como ésta, implica tomar partido-, Hartmann nos muestra que los problemas no perdieron vigencia. Comienza por observar un desalojo, actual, y una grúa que se acerca para hacer su tarea de demolición. Los habitantes recibirán un suma que, ellos dicen, difícilmente les alcanzará para comprarse otra vivienda. Mientras las topadoras destruyen y los políticos ofrecen salidas, Hartmann acota el conflicto a una zona de Belgrano R, hasta hacer un corte del tejido social en un cuadrado cuyos bordes son las calles Holmberg, Donado, Rivera y Monroe. Ahí, contrapone mansiones con cercanas viviendas miserables: y, también, posiciones de propietarios y “ocupas”. Ellos y nosotros. “Negros usurpadores” y “gente que quiere una ciudad mejor”. Estigmas. Una vecina comprensiva dice: “Entre la gente humilde hay buena gente, también expuesta a la delincuencia, como cualquier vecino normal”. ¿El que no es propietario es, acaso, un vecino anormal? Hartmann deja que las palabras hablen solas. Un jubilado, cuya casa no fue demolida, pero sí quedó aislada en zonas tomadas, asegura: “Hay que imponerles respeto: yo tengo más poder que vos. Vos me vas a atacar, yo te voy a matar”. Hay, también, gente que, en medio de un baldío, evoca con rabia y melancolía lo que fue su hogar. Y una grúa, que parece un animal prehistórico envuelto en una polvareda, comiendo con indolencia más edificios, como hace tanto.
Música del alma Comedia dramática sobre un director de orquesta, censurado en la ex URSS, que busca redimirse. Radu Mihaileanu, realizador de El tren de la vida y Ser digno de ser , nació en Bucarest en 1958. Por una cuestión generacional, y porque estudió cine y se radicó en Francia, sus películas no se parecen a las de Nueva ola de cine rumano , como las de Cristian Mungiu ( 4 meses, 3 semanas y 2 días ), Cristi Puiu (La noche del señor Lazarescu ), Corneliu Porumboiu ( Bucarest 12:08 ), Radu Muntean ( Martes, después de Navidad ) o Catalin Mitulescu ( Cómo celebré el fin del mundo ). Aunque podría compartir el tono farsesco/histórico/político con Bucarest...y, sobre todo, con la fábula Cómo celebré..., El concierto es un producto más cercano al transitado cine europeo de qualité . Estamos ante una comedia dramática prolija, emotiva, convencional, estereotipada, que alude, con humor y finalmente con solemnidad, a los abusos del comunismo en la ex Unión Soviética. Muchos de sus personajes, sobre todos los secundarios, condescienden a la parodia y -en algunos tramos-, a los excesos colectivos, en un tono que los acerca a Emir Kusturica. Pero, por otro lado, predominan el esquematismo, la corrección política, la “delicadeza” -la película transcurre en el mundo de la música clásica- y una estética por momentos de postal turística, que incluye desde la Plaza Roja de Moscú hasta un crucero por el Sena. Desde el principio, queda en claro que Mihaileanu utilizará un recurso típico en su cine: la impostura, el juego con los cambios de identidad. Un ex director de la Orquesta del Bolshoi, Andreï Filipov (Alexeï Guskov), devenido empleado de limpieza del teatro, logra capturar una invitación de Théatre du Chatelet, de París, y decide reunir a la vieja formación y hacerla pasar por la orquesta rusa. No sólo necesita reclutar a los antiguos músicos sino también a un ex funcionario de la KGB, que fue manager del Bolshoi y ahora lo será de la falsa formación del teatro. Filipov carga con la angustia de haber sido echado por orden de Brezhnev en 1980, en pleno concierto para violín de Tchaikovsky . El gobierno comunista pretendía expulsar a los músicos judíos de su orquesta, pero Filipov siguió adelante: el concierto -una obsesión para él- fue interrumpido en plena ejecución. Desde entonces, el ex director carga con sueños rotos, culpas, alguna adicción y un secreto, vinculado con una violinista talentosa, interpretada por Mélanie Laurent ( Bastardos sin gloria ). El tono inicial de comedia amable va dejando paso al de (bello, aunque artificial) alegato contra el totalitarismo. Dos rarezas de muy distinta matriz: 1) Una mención a Messi, como “el mejor delantero del mundo”, 2) La rara crítica que hace el filme del antisemitismo. Uno de los músicos, judío, no para de intentar hacer negocios durante su viaje a Francia. Un estereotipo que parece convalidar, más que invalidar, los prejuicios.
Tiempos violentos Acción, humor negro y desmesura, con Nicolas Cage. Infierno... tiene mucho en común con la lograda Piraña 3D (aún en cartel): ambas homenajean a películas de acción/terror clase B setentista, con imágenes tridimensionales tremendistas y excesos gore, nula verosimilitud general y mucho sentido del humor -negro, delirante, casi alucinógeno- aplicado sobre sí mismas. Hablamos de un cine que ofrece, deliberadamente, un goce que no tiene nada de intelectual y mucho de físico. Un disfrute cinéfilo primitivo y sensorial -vulgar y vergonzante, para espectadores exquisitos-, pero también ingenioso, creativo, divertido: autoconsciente. Infierno... podría ser definida como una película olvidable hecha de secuencias inolvidables. Un ejemplo: la escena en que Nicolas Cage -tan desquiciado como su personaje de Un maldito policía en Nueva Orleans - liquida a balazos a una decena de sicarios que van entrando a la habitación de un motel para asesinarlo. ¿Y? Que él estaba teniendo sexo con una rubia tonta. ¿Y? Que logra la matanza sin dejar de penetrar a la chica platinada... Histórico. Además, una -apenas una- de las muchas muestras de desmesura. No es raro que Nicolas Cage, un actor sin temor al ridículo -de hecho, suele hacerlo en un grado superlativo- sea el protagonista. Acá, con un peluquín dorado, tono Mostaza Merlo, interpreta a Milton, un asesino que, desde un viejo auto deportivo, llena de plomo al que se le cruce. No queda claro de dónde viene; sí que busca vengar la muerte de su hija en manos del líder de una secta satánica (Billy Burke). En el camino, porque hablamos de una road movie hacia el averno, persigue y es perseguido: por miembros de la secta, en la que abundan el alcohol y las chicas desnudas; por policías de gatillo fácil (“Cuando digo tiren a las ruedas, tiren a la cabeza”, ordena un jefe, que no es argentino); y por un personaje misterioso, violento, cínico, trajeado en medio del caos: un enviado del más allá, un gran papel de William Fichtner. En medio de persecuciones automovilísticas, riff metálicos y matanzas magnificadas por el 3D, Milton (Cage) es acompañado por Piper (Amber Heard), una moza que, harta de ser manoseada en un bar rutero, escapa con el extraño héroe/antihéroe. Patrick Lussier (director de Sangriento San Valentín 3D ) combina adrenalina, gracia y absurdo. Y, sobre el final, procura un giro apocalíptico/metafísico, no del todo resuelto. ¿Más extravío o presagio de secuela?
Producto para fanáticas Documental sobre un fenómeno musical juvenil. Punto uno: una crítica de cine, en productos como Justin Bieber: Never Say Never , no refiere a la calidad del espectáculo musical en que se centra el filme sino al filme mismo, al abordaje que hace de un artista. Punto dos: el punto uno no le interesa a nadie y sólo sirve para explicar la calificación; las fanáticas de Justin Bieber encontrarán extraordinario a este documental -muy bien logrado desde lo formal, aunque el 3D es muy pobre- y llenarán los cines, mientras que aquellos que no sean devotos del músico pop canadiense, de apenas 16 años, se abstendrán de ir a salas trémulas de alaridos histéricos, y estallidos hormonales (pre) adolescentes femeninos. En ambos casos, la actitud estará más que justificada. La película funciona como una larga, impecable, hiperplanificada, pomposa publicidad de Bieber. Una suerte de biografía audiovisual autorizada: exactamente lo que se busca, lo que se logra y lo que termina de convencer -aun involuntariamente- de que el chico es parte de una maquinaria propagandística, al margen de su talento. ¿Qué vemos? Recitales (Bieber tiene carisma sobre el escenario y una gran parafernalia de apoyo) + gestación del fenómeno masivo (comparado, en uno de los tantos excesos retóricos, con el de Los Beatles) + parte de la historia del adolescente, presentado como talentoso, carismático, humilde y tenaz: un s elf made boy . La moraleja, repetida por su protagonista, es: “Tú puedes ser Justin”: a las groupies no les interesa; además, es mentira. Advertencia para adultos: los aullidos de las chicas en la sala duran más que la película y, a veces, no tienen el menor justificativo. Salvo que celebren -por motivos desconocidos- el logo de una empresa o el mero plano de una bandera estadounidense (su ídolo es canadiense). Más lógico es pensar que los fenómenos de masa colonizan la subjetividad. Y que detrás de estos fenómenos está la propaganda; y detrás, el negocio. Esto no invalida un respetable fenómeno artístico cargado de vitalidad juvenil: le agrega otro prisma. El director Jon M. Chu estructuró el “relato” como una cuenta regresiva de diez días -plagados de viajes y shows-, cuyo cenit se alcanzará en el Madison. En principio, Bieber no parece sufrir los efectos de la presión y el esfuerzo: en una escena se para frente a una chica que toca el violín en la calle y le aconseja luchar por sus sueños. Al instante lo vemos, en el mismo lugar, tocando la guitarra de pequeño. Una buena imagen del pasado... pero, ¿qué tan buena, qué tan pasado? Justin es tan joven que su infancia es muy reciente y casi todo lo que hizo está en Youtube... A pesar del intento por imitar a un documental clásico, todo tiene un aire artificial. Aire que, en ciertos pasajes, es beneficioso: como cuando el filme se burla del culto al pelo del músico y él aparece en pantalla sacudiendo su melenita de cabellos siempre oblicuos, que parecen peinados por una brisa lateral y prolija. Entre tanta blancura tiene que haber un conflicto: antes del Madison, a Justin se le inflaman las cuerdas vocales. El problema, incluido para mostrar el esfuerzo y la generosidad del chico (que debe posponer un show y twittea pedidos de disculpas a sus fans), podría haber sido el centro de otro filme, sobre los efectos de una vida tan poco natural para la edad. Una película más interesante, pero, claro, mucho menos taquillera.
Sangre y humor, con dientes bien afilados Filme de terror que apela al gore, la gracia, la liviandad y el homenaje. Piraña 3D sería una película completamente tonta -muchos de sus personajes lo son- si se tomara en serio. No es el caso. Tampoco el contrario. El realizador francés Alexandre Aja sabe, como ya lo demostró otras veces, trabajar en varios registros simultáneos: acá combina el terror gore , el humor que deriva del extremismo de ese terror gore -y así se diferencia de tanto filme sádico y solemne-, y el homenaje a grandes películas. ¿Uno de (los tantos) ejemplos? Piraña 3D comienza con Richard Dreyfuss pescando en medio del Lago Victoria, de Arizona, vestido igual que en Tiburón (1978), cantando la misma canción que en aquel clásico inoxidable. Pronto, un movimiento submarino lo dejará en el centro de un remolino y un cardumen de pirañas se lo comerá como aperitivo. Sin olvidar a Piraña de Joe Dante ni a la secuela de James Cameron, Aja llena a esta versión tridimensional (que podría haber dado mejores resultados en este aspecto) de chicas semidesnudas y jóvenes musculosos, de sol y jolgorio, de hectolitros de cerveza y falta de sentido común, de erotismo soft y violencia heavy . O no tanto: lo impresionante del filme no son los ataques sino sus consecuencias. A un personaje, las pirañas le devoran el pene, en una secuencia tan sangrienta como humorística, que provoca risa y espanto: exactamente lo que busca el realizador. Hay una sheriff (Elisabeth Shue) que, como suele ocurrir en este tipo de productos, lucha con el dilema de si cerrar o no playas tan pobladas. Más que a una progresión dramática, asistimos a una suerte de sucesión de viñetas, a una bacanal de carne y sangre humanas, con algunos personajes que pegan algún giro un segundo antes de la caricatura. Pirañas 3D es, además, algo así como una película clase B hecha con producción clase A y, hay que admitirlo, con buenas cuotas de un ingenio deliberamente superficial. Un producto que puede parecer fruto de la estupidez, aunque claramente lo es de la inteligencia para atraer al público juvenil, el que puebla las salas en este tipo de películas.
El rival más temible: la familia opresiva Filme sobre la historia real de un boxeador con entorno disfuncional. Al margen de los gimnasios y el ring, del mundillo de perdedores que intentan revertir sus destinos a través del boxeo, El ganador es un drama (atenuado) sobre una familia disfuncional, con eje en la relación de amor-odio -gran iceberg del que vemos sólo la punta- entre dos medio hermanos. El irlandés Micky Ward (Mark Wahlberg) -cuya historia, al menos boxística, es real- combate contra sus rivales, pero principalmente contra su entorno: contra la neurosis endogámica familiar; contra el rol que le asignan y acepta; contra el deseo grupal, consciente o inconsciente, ambiguo, de que él los redima. Aunque no haya voluntad de daño, la familia puede ser más peligrosa que un gancho al hígado. En el principio, David Russell ( Secretos íntimos ) nos muestra a Micky Ward y Dicky Eklund (Christian Bale), boxeador y ex boxeador, como dos cabezas parlantes de un documental televisivo. En rigor, “una” cabeza parlante, porque Micky parece resignarse, silenciosa, pasivamente, al estilo verborrágico, comprador, maníaco de Dicky, quien, en un pasado supuestamente glorioso, supuestamente derribó una vez a Ray Sugar Leonard. Más tarde sabremos que el documental no es deportivo sino sobre la adicción al crack, que Dicky no fue citado por su talento; apenas por su debilidad. Toda la película bordeará este tipo de patetismo, mitigándolo a través de la simpatía o del módico heroísmo del protagonista que decide ser mejor que sí mismo. Dicky, en el pozo absoluto, fue el que formó estilísticamente a Micky, aunque los estilos de ambos sean antitéticos. No sólo frente a la vida: también en el ring. A la hora de pelear, Dicky era pícaro, ecléctico, ágil, escapista; Micky, en cambio, absorbe los golpes estático, con “nobleza” y frontalidad, casi como si los mereciera. Hasta que el odio (¿hacia sí mismo?) lo hace reaccionar: entonces intenta un único golpe letal, la victoria pírrica. Con su hermano como entrenador, un tipo que lo quiere y que acaso lo envidia, pero que se debate entre la megalomanía, la adicción a las drogas y la negación de la realidad, Micky parece condenado a la derrota eterna. Todo se complica con una madre manager, dominante y manipuladora (gran actuación de Melissa Leo), y nada menos que siete hermanas que funcionan como un bloque, un coro, un solo personaje chillón y agobiante. La vida de Micky comienza a cambiar cuando conoce a Charlene (Amy Adams), una chica que estaba para más que lo que hace: atender la barra de un bar. Y que chocará contra la estructura matriarcal de la familia. En síntesis, en un mundo de viriles luchadores, los personajes de mayor personalidad son femeninos: una de las particularidades de un filme que, hay que admitirlo, también transita muchos lugares comunes. En el ámbito barrial de Lowell (Massachussets), Bale -con su cara chupada, su coronilla pelada, su afición por los personajes desquiciados- y Leo -que jamás condesciende al sentimentalismo- se lucen en los papeles de mayor histrionismo. Sin embargo, Wahlberg y su sequedad son un correcto, necesario contrapeso. El actor se entrenó como un boxeador profesional y lo parece, salvo que su cara no está tallada por los golpes: sólo por la tristeza.
Dudar hasta de uno mismo Thriller con mucho misterio, angustia y dudas de identidad. Gran actuación de Liam Neeson. Algunos podrán decir -dirán, con razón- que algunos vuelcos de Desconocido no son verosímiles, que ciertas puntadas se pierden en el vacío, incluso que sus recursos fueron usados. Hitchcock ya lo hizo todo y mejor: es cierto. Pero también hay que aclarar, sin prejuicios hacia el entretenimiento, que este thriller protagonizado con categoría por Liam Neeson -capaz de transmitirnos angustia, ansiedad, intriga- nos propone y permite un goce clásico, primario: el de distraernos del mundo a puro misterio y acción, con una película bien pensada, resuelta y actuada. ¿Qué más pedir, si se busca divertimento? El realizador catalán Jaume Collet-Serra ( La casa de cera , La huérfana ) nos propone un filme de identidad o de pérdida de ella. Neeson interpreta a un científico estadounidense que llega a Berlín con su esposa (January Jones) para un congreso de biotecnología. Antes de entrar en el hotel, él nota que se olvidó una valija en el aeropuerto: toma un taxi y para volver ahí. En ese viaje, sufre un terrible accidente que lo deja en coma. Al recobrar la conciencia, cuatro días después, con su memoria inundada de lagunas, nota que su mujer no lo reconoce y que otro hombre -que parece saber más de su vida que él mismo- tomó su identidad. Ese estupor, ese extravío, esa intriga, ese terror a lo cotidiano cuando se vuelve extraño (sobre todo si se trata de uno mismo, no sólo del mundo circundante) imantan al espectador a pura empatía. Collet-Serra y Neeson nos otorgan el punto de vista del protagonista, que empieza a dudar de sí. Pero pronto, un ataque de desconocidos lo convence de que no está loco, de que tiene que haber una lógica. En medio de una ciudad ancha, nevada y ajena -que le suma angustia y belleza a la historia- los aliados del científico devenido marginal serán otros marginales. Otros héroes antiheroicos: una inmigrante ilegal (Diane Kruger) y un ex espía de la Stasi, servicio secreto de la desaparecida Alemania Democrática (Bruno Ganz). Habrá giros esperados e inesperados, persecuciones logradas, espionaje, pero, sobre todo, la infinita desesperación y la paranoia del protagonista, que recuerda a la de grandes personajes de Roman Polanski. La interpretación de Neeson está bien secundada: por los actores nombrados y por otros, como Sebastian Kock ( La vida de los otros ) o Frank Langella. Neeson actor está amparado, mientras su personaje, el doctor Martin Harris, sufre un atroz desamparo.