Encuentros con el diablo Un filme de exorcismos, centrado en un joven escéptico, con Anthony Hopkins en el papel de un cura que combate al demonio. En El rito , como en la reciente El último exorcismo, dos de los muchos productos derivados de la imbatible El exorcista (1973), los protagonistas descreen de la posibilidad de extirpar al demonio del cuerpo humano o, directamente, suponen que el fenómeno de posesión tiene más explicaciones psiquiátricas que religiosas. En El último... se trata de un pastor cínico que hace un (falso) documental para demostrar que el procedimiento de los exorcismos, practicados tantas veces por él, es un engaño. El rito es más solemne, menos innovadora y se toma más en serio -lo que no es una virtud-, aunque se permita bromas. El director, Mikael Hafström ( 1408 ), aclara, desde el principio, que se basa en “hechos reales”: la experiencia del sacerdote Gary Thomas, extraída del libro The Making of a Modern Exorcist , de Matt Baglio. El filme, además, abre con una frase de Juan Pablo II, sobre el combate incesante del arcángel Miguel contra Satanás. No es casual que el protagonista se llame Michael (Colin O’Donoghue), un muchacho cuya familia se dedica, desde hace varias generaciones, a acicalar cadáveres para rituales fúnebres. El papel del padre lo interpreta Rutger Hauer. Para escaparse de ese destino, Michael elige otra vertiente laboral de sus antepasados y entra, sin convicción, en un seminario. Cuatro años después, cuando completa su formación, amaga con abandonar todo. Pero el Padre Matthew (Toby Jones) lo amenaza (lo extorsiona) con cobrarle los 100.000 dólares que costó su educación y, de paso, lo manda al Vaticano a formarse como exorcista. Ahí, el joven incrédulo -al menos al principio- conocerá a un sacerdote poco ortodoxo, Lucas Trevant (Anthony Hopkins), experto en exorcismos, aunque admite que por momentos duda de su fe. Otro personaje, bastante desdibujado, es una periodista (Alice Braga) que tiene un hermano, internado, que se queja de estar endemoniado. La historia -con guiños a El exorcista , como el (futuro) joven cura practicando boxeo- ofrece atmósferas ominosas, algunos sustos, bromas y dilemas filosóficos. Pero, sobre todo, propicia el “lucimiento” de Hopkins, que en la última parte entrega un histrionismo alla Hannibal Lecter. Tramo en que la película declina en su interés y riesgos, hasta convertirse en un mero pasatiempo previsible. Diablos.
Viaje al fondo de La Salada Documental de observación sobre la megaferia de lo “trucho”. Hacerme feriante, que hace foco en el inabarcable fenómeno económico, social y hasta político que genera La Salada, es un documental de observación, netamente cinematográfico, que jamás condesciende al informe periodístico. Julián D’Angiolillo no sólo muestra gran capacidad para crear un relato en base a imágenes fragmentarias, sin voces en off de “guía”: también se luce en todos los rubros técnicos. Y logra entrar en el corazón de esta industria/mercado tan famosa como clandestina: la megaferia de lo “trucho”. Hacerme... tiene algo de documental de “construcción” (y desarme), sin protagonistas claros (su carácter es deliberadamente masivo y confuso), con multitudes en tránsito. Al mismo tiempo, sin énfasis ni juicios, muestra sistemas de producción al margen de la legalidad, de consumo, de organización social, de rituales étnicos y de búsquedas de acuerdos políticos, en donde el Estado revela su carácter poco confiable para los trabajadores que están fuera del sistema. Aunque funciona como alegoría del país, la película no subraya ni toma partido. Muestra, con criterio y morosidad, cierta dispersión, muchas virtudes y nulo maniqueísmo, un universo que se abre a la subjetividad del espectador. Otro gran acierto.
Terror con toques de Historia El filme nacional alude a episodios violentos de los ‘70. Sudor frío es de Adrián García Bogliano: un cineasta que tiene trayectoria y forma parte de la productora Paura, con filmes como No moriré sola , Masacre esta noche o 36 pasos . En este caso contó con importantes apoyos de producción y lanzamiento (Pampa Films y Disney), más actores conocidos, como Facundo Espinosa y Marina Glezer, quienes interpretan a dos jóvenes que se meten a buscar a una chica en una casa siniestra. El resultado es impecable a nivel técnico. No se puede decir lo mismo del resto de la película. Por ejemplo de la trama, floja, con algún toque gore , algún toque zombie, que empieza con alusiones a supuestos hechos ocurridos en los ‘70, vinculados al ERP y la Triple A. Un comienzo que aporta localismo, pero nada más: en todo caso hace que el argumento y desenlace -alejado de lo que ocurrió en la Historia argentina- sean más previsibles. Las actuaciones, sobre todo las de los intérpretes de viejos represores, son desparejas. Hay secuencias forzadas, efectistas: como la que obliga a Camila Velasco a irse desnudando. Lo mejor: la atmósfera y el cover de Jugo de tomate frío
Comedia amarga Woody Allen cruza el humor con la desesperanza. Desde cerca, la vida parece una tragedia; desde lejos, una comedia”. La frase, de Chaplin, se invierte en esta película de Woody Allen. Desde cerca, los personajes de Conocerás... parecen inmersos en una farsa leve; desde lejos, en un drama sin salida: la amarga existencia. Ni dioses, ni psicoanalistas, ni química, ni quimeras: apenas les quedan esperanzas estériles -un nuevo amor, la negación del paso del tiempo, la redención a través del arte- de llenar un vacío imposible. O, en un par de casos, el triste alivio que proviene de la negación de lo real, de un chapucero misticismo. Es cierto que este Allen -el de los últimos 20 años- no es el mejor. Uno ve sus filmes como ve a un jugador que fue magistral y, todavía en actividad, muestra destellos de antiguas genialidades. Aun así, cansado o displicente, juega con mayor claridad y eficacia que la media y que muchas “revelaciones”. Tal vez ocurra algo similiar con la literatura de Philip Roth: a esta altura, nadie busca en el cine de Allen la innovación -que suele pasar tan rápido de moda-, sino la repetición de un goce clásico. Conocerás... lo brinda. Transcurre en Londres, pero podría tratarse de Nueva York. Tiene jazz, dilemas sentimentales (no tanto morales), neurosis, personajes que parecen moldeados por El malestar en la cultura, de Freud: intuyen que la felicidad no está en los planes de la naturaleza y que el amor los hará más vulnerables. Además, les queda poco tiempo: de vida, de procreación, de creatividad. Entonces, son inevitablemente humanos, destructivos, egoístas: niegan, se niegan, engañan, se engañan, dañan, se dañan. Saben, en el fondo, que hasta su desesperación será barrida por el olvido. En esta amable comedia sin esperanza, con un elenco de gran nivel, nadie sale indemne. Cercado por la vejez y el terror a la muerte, Alfie (Anthony Hopkins) abandona a su esposa de décadas, Helena (Gemma Jones), y se refugia -cree refugiarse- en una prostituta joven. Helena, deprimida, encuentra seguridad -delirante, evasiva- en una adivina (Pauline Collins). La hija de esta pareja madura recién separada, Sally (Naomi Watts), no vive mejor que sus padres: está casada con Toy (Josh Brolin), médico que no ejerce (en Conocerás..., la ciencia le deja paso a la charlatanería): un escritor mediocre y frustrado. Talento que sólo existe en el deseo, hijos que no se tuvieron, pasiones erosionadas: la libido se aferra a nuevas ilusiones. Sally -gran actuación de Watts- se siente atraída por su jefe (Antonio Banderas); Toy, por una vecina a la que ve a través de una ventana (la bella Freida Pinto). En pocos trazos, delicados, a veces graciosos, nunca subrayados, Allen nos muestra su escepticismo respecto del amor. Un breve ejemplo: Toy llega, finalmente, a la habitación de la mujer de sus fantasías. ¿Y qué ve desde ahí? La ventana de enfrente, la que fue suya, en la que su mujer o ex mujer se cambia. El deseo siempre está en otra parte: en lo que no se tiene o en lo que se ha perdido. Conviene ver Conocerás... como parte de un corpus fílmico/existencial de Allen. Desde aquel joven con problemas para conseguir chicas (Sueños de un seductor), pasando por otro más maduro, que mostraba al amor y a la vida como absurdos necesarios (en Annie Hall, Manhattan, Hannah y sus hermanas, Maridos y esposas), llegamos a éste que filma Conocerás al hombre de tus sueños (frase con la que se embauca a las que preguntan por su suerte sentimental) y matiza el humor con tragedia, con fragmentos de Macbeth. Dijo Woody, ya de 75 años: “Al final, cien años después, estos personajes y todos los demás ya no estaremos. Y pasarán generaciones. Y, tras todas nuestras ambiciones, plagios, adulterios, lo que una vez fue tan trascendente ya no tendrá trascendencia alguna. Nada sobrevive. Todo es estruendo y furia y, al final, no significa nada”. Su filme refleja, con ráfagas de talento añejo, este pesimismo, esta resignación, este cansancio.
El lento derrumbe Drama de Nuri Bilge Ceylan sobre la pareja, la familia y el poder. En Climas se centraba en la crisis de una pareja, en Tres monos la crisis se abre y abarca una pareja, una familia, una cierta estructura social turca: Nuri Bilge Ceylan hace un cine del malestar y la desesperación contenida, a través de un lenguaje netamente visual, con encuadres virtuosos, planos compuestos minuciosamente -como si fueran pinturas móviles-, excelente dirección de actores y fotografía -la profesión original del director- y una narrativa lacónica, que apela más a la plástica que a la palabra y avanza a pura sutileza elíptica. Desde el comienzo de la película, el sometimiento de clase. En una ruta nocturna, lluviosa y vacía, un político atropella y mata a alguien, escapa, y luego le propone a su chofer -que también tiene rasgos de sometedor, pero con su familia- que vaya preso por él. ¿El pago? Su sueldo y una suma importante cuando salga, varios meses después: la propuesta es aceptada con la naturalidad de un trabajo más. El empleado va a prisión: su esposa y su joven hijo quedan en un vacío de espera, una deriva existencial. En algún momento la mujer decide pedirle dinero adelantado al político, un hombre muy desagradable en todo sentido: la idea es que el hijo de ella se compre un auto y trabaje. Con inteligencia, Bilge Ceylan toma el punto de vista del muchacho y esconde parte de la información de lo que vendrá. Todo sugiere que la mujer y el político empiezan a tener sexo: en un principio, no se sabe si por extorsión o por deseo. Lo cierto es que, así como el chofer entregó la libertad, su esposa entrega el cuerpo. Puede ser por necesidad, por coerción o por atracción, la que provoca el poder. O por todo junto, por dominación pura. Sería imprudente revelar más. Pero digamos que el odio, los celos, la humillación y la violencia -que en Climas también existían, como elementos inseparables del amor pasional- irán in crescendo . Captados en imágenes. Porque Bilge Ceylan, que a algunos puede resultarle manierista, tiene talento. Sus primeros planos de rostros nos hablan, con más contundencia que cualquier frase, del tormento interior de sus personajes. Sus planos generales, atmósferas cargadas, bellas y opresivas, nos dan el marco ominoso que los envuelve. Lo climático es central en el cine del realizador turco. La desesperación contenida son esos nubarrones que presagian una tormenta devastadora, la misma que los protagonistas se niegan a ver, oír o mencionar, como los tres monos a los que alude el título.
Terror de interiores Filme de horror uruguayo, hecho con una cámara fotográfica. El efecto de La casa muda sobre el espectador dependerá, en parte, del interés que éste tenga por el modo de producción y las particularidades de la película. En primer lugar, se trata de un filme de terror uruguayo: una rareza. Además, hecho íntegramente con una cámara fotográfica y un presupuesto ínfimo, con pocos actores. Supuestamente, en un solo plano secuencia. Un ejercicio, un método o una necesidad que provocan curiosidad y le dan un valor suplementario al filme, aunque no suplen ciertos desniveles. La película, según la promoción, se basa en un caso real ocurrido en los ‘40. Tras verla, con su carga de subjetividades y su resolución psicologista , queda en claro que, en todo caso, es la libre interpretación de un hecho real. La trama, básicamente, se centra en una joven humilde que va con su padre a reacondicionar una casa de campo que el dueño está por vender. Ahí, en medio de una noche asfixiante, claustrofóbica, empezará una suerte de terror, en más de un sentido, de interiores. Se sabe, Hitchcock incluso habló del tema, que una casa de más de una planta puede representar distintos niveles de la conciencia. ¿También bipolaridad, desdoblamiento? Desde lo formal, la película -que trabaja el tiempo real, el fuera de campo, la “desprolijidad” documental- tiene algo en común con El proyecto Blair Witch y toda la corriente que le siguió. En otros puntos, que conviene no revelar, tiene influencias de la francesa Alta tensión , de Alexandre Aja. Pero el director de La casa... , Gustavo Hernández, prescinde de los impactos gore y del vértigo desmedido: todo un mérito, sobre todo en tiempos de chata pornotortura. El realizador uruguayo se toma su tiempo -y se distancia del mero cine de género- apoyado, entre otros elementos, en la buena actuación de la protagonista (Florencia Colucci) y en una notable fotografía (de Pedro Luque). La homogénea oscuridad del lugar sólo cede a los halos de linternas y hendijas, los temblores de faroles o los relampagueos de flashes. La atmósfera es opresiva. Una música tenue y elementos infantiles van dando pistas de un final que resignifica -y acaso hace sentir forzado- al resto del filme, que atrae, aun con reparos.
La imaginación y la risa al poder Filme hecho casi íntegramente con fotos: sin recursos, con creatividad y humor. Sidra , opera prima de Diego Recalde (que luego dirigió dos filmes más), está plagada de datos llamativos. La película, de 2002, realizada con 700 pesos, fue hecha casi íntegramente con fotografías y voces en off, a modo de una original fotonovela con audio. Con humor sarcástico y festivo: políticamente incorrecto y naif, al mismo tiempo. El tono general es sencillo, creativo, mordaz y muy, muy efectivo. A las solemnidades -antagónicas- del viejo y del nuevo cine argentino, a los mundillos cerrados, cargados de prejuicios y temores a la mirada ajena, Recalde les opone diversión pura, basada en elementos simples y originales, que nacen de su agudeza de observación y de su capacidad para plasmarla en un guión dinámico, por momentos desopilante. En Sidra, cruza una trama de “tensión”, vinculada con una chica que puede o no ser portadora del HIV y un muchacho que teme haberse contagiado, y mucha parodia a los jóvenes estudiantes de cine. Un muchacho, Diego Ogeid (interpretado por el propio Recalde), se presenta a un concurso oficial con una película “porno para toda la familia”; otros dos, fanáticos de Quentin Tarantino, compiten contra él, pero corriendo con el caballo del comisario... Los clichés de los nuevos y viejos teóricos del cine son satirizados con mucha gracia. Una secuencia de antología, musical, filmada en la puerta de la ENERC (la escuela de cine del INCAA) se centra en un tema dedicado a los “barba candado”, estudiantes snobs, crónicos. La música es de Recalde y su Trío Ibánez. Aunque la emprende contra distintos ámbitos y personajes, Sidra elude el cinismo: provoca la simpatía de los que se burlan, primero, de sí mismos. Por momentos, sorprende la variedad de recursos desplegada con ínfimos medios. A los “actores” se les suman algunos famosos, como Luisa Delfino, el ya fallecido Federico Klemm y Gastón Pauls, haciendo de sí mismos o algo parecido. Desde su programa radial, “la Luisa” alienta al muchacho aterrado ante la idea de ser portador del HIV con un bienintencionado y desafortunado: “Tenés que ser positivo”. Sidra juega con el cine dentro del cine y con el cine argentino joven: con corrosiva simpatía. Sus personajes son hipocondríacos, obsesivos, misóginos, petulantes, pero graciosos e identificables. Algunos dirán que lo de Recalde no es cine puro o que ni siquiera es cine. Recalde será el primero en reírse de eso y, como comprobarán los que vean su filme, de todo lo que es y lo que lo rodea.
Una cuestión de tamaño Jack Black recrea, en parte, la obra de Swift. ara que nadie se haga falsas ilusiones: Los viajes de Gulliver es una comedia de aventuras amable, simpática -si es que a uno le resulta simpático Jack Black-, con imágenes digitales impactantes (aunque no nuevas) en 3D. Pero del clásico de Jonathan Swift (publicado en 1726) sólo se utiliza la carcasa o la excusa. El motor, el alma de aquella obra, la feroz e imaginativa sátira sobre la estratificación humana, no fueron trasladados en esencia a la película. En definitiva, el filme se centra en un perdedor enamorado de una mujer que parece fuera de su alcance, convertido -con poca justificación argumental- en héroe accidental. Punto. La película empieza en tiempos actuales, sin demasiado apego por la verosimilitud, como si todas las expectativas se centraran en las aventuras por venir. Jack Black -que hace una suerte de introducción con su transitado show antiheroico- es un oscuro empleado del correo de un diario, un hombrecito conformista en la base de una pirámide laboral. Inmaduro, ama a una mujer que parece inalcanzable: la editora del área turismo (Amanda Peet), que, engañada por un tosco copy/paste de Lemuel Gulliver (Jack Black), le ofrece hacer un viaje al Triángulo de la Bermudas: solo, para escribir una crónica, sin que él sepa siquiera navegar. El hombre cruza el mar y, de pronto, es tragado por un remolino que lo escupe en el universo lilliputiense: allí, inesperadamente, su “pequeñez” se transforma en gigantismo: un problema inicial, una ventaja a futuro. Desde entonces, la película, basada sólo en la primera parte de la novela de Swift, apunta al gag y a la acción, por momentos de un modo lavado, acaso en su intento de abarcar a un público demasiado diverso. En resumen, en medio de la guerra entre el reino de Lilliput y los invasores de Blefusia, “La bestia” se transforma en héroe, en mito, con traspolaciones entre el pasado y el presente, chistes (a veces) efectivos y, de paso, alusiones a éxitos de la Fox, como Titanic o Avatar . Hay secuencias, como la de la batalla entre Gulliver y la armada de Blefusia, muy bien logradas desde lo visual. Otras ingeniosas, como la construcción de una Times Square lilliputiense, en homenaje al nuevo prócer, con todos sus carteles luminosos con gigantografías de Gulliver. Tampoco faltan, típico de las películas con Jack Black, referencias al rock; esta vez a través de un grupo de mini Kiss. Hay, además, algún chiste escatológico. Pero, en realidad, todo es muy correcto, nada memorable. Y así el hombrecito pasa a gran hombre, aunque su ego enorme tal vez lo devuelva a su condición de hombre a secas. Cuestiones más propias de Swift. Los autores de esta película se conformaron con una fábula término medio.
Apología, aberrante, de la ley del Talión Una chica violada aplica brutalidades extremas. Escupiré sobre tu tumba , de Steven Monroe, se encuadra dentro de dos modas: 1) ser una remake de una película de los ‘70, 2) buscar al (numeroso) público aficionado a las vejaciones y torturas en pantalla. Por lo demás, aunque sería riesgoso hablar de modas, digamos que adhiere a una tendencia repetida en el cine y fuera de él: la idea de la justicia por mano propia; para colmo, disfrazada de corrección política. De hecho, el filme hace una curiosa vindicación del feminismo: a través de un personaje brutal, aunque sea con causa. El filme original, de 1978, fue dirigido por Meir Zachi, convertido en productor ejecutivo de la nueva versión. Aquella película, de bajo presupuesto y búsqueda de transgresión, causó escándalo. Hoy, en pleno auge de la pornotortura, nada se transgrede y poco escandaliza. Pero la intención de quienes hicieron esta nueva versión es buscar esto último, y poco más. La trama se centra en una joven escritora con aspecto de modelo de Pancho Dotto (Sarah Butler, quien soporta con estoicismo tanta humillación, aunque sea ficcional), que se refugia en un cabaña alejada para escribir ficción. Se lleva unos vinitos y un poco de marihuana: nada que moleste al prójimo. Pero desde que para a cargar nafta, antes de llegar, es evidente que un grupo de tipos -asquerosos y, peor, imbéciles- la pone en la mira libidinal/sádica. Curioso: lo nota hasta el espectador menos sagaz, pero no ella. Qué no le harán a esa pobre chica. Incluido un jefe de policía que va a misa, le prepara el desayuno a su pequeña hija modélica, cuida de su mujer embarazada y acusa a la escritora de haberse fumado un porrito y tomar vino tinto (¡atención!: la película muestra que los conservadores pueblerinos, representantes del Estado, pueden ser peores que los artistas liberales), antes de sodomizarla con saña. Pero la chica volverá, no por justicia sino por venganza: y entonces habrá anzuelos en los ojos, caños de escopeta introducidos en el ano, castraciones. Ley del talión; sadismo extremo, que curiosa e inquietantemente atrae a tantos.
La balanza del bien y del mal Filme irregular basado en el clásico de Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray es su tercera película basada en una obra del elegante y corrosivo escritor irlandés (las anteriores fueron Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto ). Y, sin embargo, más allá de la atracción, en El retrato... el director traiciona -deliberadamente o no- la esencia wildeana . El encanto original se transforma en severidad; la revulsiva agudeza, en signo de maldad; la filosofía del placer en fábula moral. En plenos tiempos victorianos, Wilde construyó una gran obra, y escribió y dijo frases -de aparente ligereza- que aún hoy pulverizan los cimientos de la corrección social, de nuestras pobres e incuestionadas convicciones acerca del bien y del mal o, si se quiere, de lo moral y lo inmoral. En El retrato..., el personaje que defiende el sibaritismo sin culpas, Lord Henry Wotton, es interpretado por Colin Firth. Sus palabras transforman la existencia del joven, rígido y cándido Dorian Gray (Ben Barnes), y lo empujan hacia una vida hedonista que se convertirá en un íntimo infierno. El tercer protagonista es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pinta el retrato que envejecerá en el lugar del verdadero Gray. Entre ellos se despliega una relación homoerótica. Lo mejor de este filme es la ambientación de época, algunas secuencias de ominosa belleza y, desde luego, el ingenio inagotable de Wilde, bien transmitido por Firth (las frases de Wilde son, desgraciadamente, carne de repetidores de aforismos). Las actuaciones, en general, son correctas, pero no la progresión dramática, demasiado abrupta, casi injustificada. En la segunda parte, Parker se inclina más por el género fantástico que por las acciones impulsadas en confrontaciones filosóficas. Dorian Gray termina más cerca de Jeckyll y Hyde que de sí mismo. O mejor: Parker termina más cerca de Stevenson que de Wilde. Con estas salvedades, muchas, hay que reconocer que la ironía fina, la irreverencia y el festivo nihilismo del irlandés alcanzan para que la película se mantenga a flote en una cartelera mediocre, de la que Wilde, sin dudas, se burlaría.