Cómo retratar fantasmas Decir que una película es hipnótica es caer en un lugar común. Caigamos: porque P3ND3JO5 provoca una suerte de trance que transporta -bajo la inducción de bellísimas y cadenciosas imágenes en blanco y negro, y de eclécticos cruces musicales- hasta el espíritu de jóvenes del conurbano, retratados como fantasmas a punto de esfumarse o como melancólicas apariciones místico-callejeras. No importa que el registro oscile entre el realismo sucio, la fábula elegíaca, el expresionismo, el noir, el documental y más: importa que capture una esencia, un estado de ánimo; que nos haga sentir: sin necesidad de narración, de juicio sobre los personajes ni de mayores explicaciones (En La novela luminosa, Mario Levrero se pregunta por qué no le pedimos explicaciones al mundo, y sí a las obras de arte). Raúl El Perro Perrone, un director rabiosamente independiente, ha logrado la mejor película de su carrera -si él tomara al cine como carrera-, y P3ND3JO5 es nada menos que su opus 30. Sus retratos de skaters están cargados de expresividad; sus secuencias en las calles de Ituzaingó -el lugar de Perrone en el mundo- o en un skatepark, desbordan de plasticidad. Sobran las palabras: la película, de 157 minutos, dividida en tres actos y una coda, es muda, o casi, porque hay algunos sonidos ambiente, como las notas de Escalera al cielo que un chico le arranca a su guitarra. Algunos pocos diálogos son transmitidos a través de intertítulos, La banda de sonido combina cumbia y música electrónica con Haendel y Puccini, en absorbente armonía. Los personajes se mueven con libertad sobre sus tablas, pero, al mismo tiempo, parecen cercados por padres, policías, desamores, crisis, tragedias. El tratamiento que Perrone les da se parece -entre otros- al que usa Sylvain George, director del formidable documental Fantasmas de guerra, para registrar a inmigrantes africanos marginados en Europa. Pero en P3ND3JO5 hablamos, apenas, de jóvenes humildes del Gran Buenos Aires, esa “amenaza” creciente para la burguesía argentina.
Machos italianos Un piso para tres es una película de fórmula. Antigua comedia italiana + nueva crisis económica europea. Guión con calculadas dosis de humor -que pocas veces funciona-, drama -tratado con levedad: lo lógico, en este tipo de productos- y redención con moralina -condena perpetua a la que estamos sometidos o, peor, acostumbrados-. Además: personajes sobreabundantes en ademanes, estereotipados, aunque mucho más en el caso femenino. Un piso... se centra en tres hombres maduros -uno de ellos interpretado por Carlo Verdone, director del filme- que perdieron sus trabajos y sus matrimonios: lo que vemos en flashbacks sucesivos, simplones, casi perezosos. Sin conocerse de antes y sin desearlo, estos personajes, de personalidades diversas aunque no tanto, deben convivir en un departamento alquilado, mientras sus ex esposas parecen acorralarlos tanto o más que la deblace económica y el impiadoso paso del tiempo. Pero, aclaremos: estos hombres, representantes del espíritu berlusconiano aun sin dinero y sin poder, son deseados por chicas hermosas, no muy lúcidas, en promedio treinta años más jóvenes que ellos. Un festival misógino que no se limita a ex esposas mediocres y vengativas ni a muchachas formidables que se entregan por interés o por amor: también aparece, por ejemplo, una señora, con cara de amargada, que le paga a uno de los protagonistas, de su misma edad, para tener sexo; y una fiesta en la que se destacan una obesa con tendencia al patetismo y una señora buscona, con aliento de oso carroñero. Más: la frívola hija de uno de los personajes principales persigue a su padre para que le pague una cirugía estética de nariz, mientras su hermano, que aparecerá más adelante, hace, solito, una brillante carrera universitaria. La lista continúa... Verdone pretende -a través de una trama repleta de artificios y lugares comunes- generarnos empatía con estos “chantas” supuestamente queribles: tipos que tuvieron distintos grados de poder, o de bienestar económico, y que ahora son víctimas de las leyes de mercado. Por último, nos subraya que (casi) todo tiempo pasado fue mejor y que siempre es necesario -por vil que uno haya sido, agregamos- retomar los vínculos familiares. Un mensaje conservador, para una película conservadora.
El otro campo de batalla Si alguien lee la sinopsis -hoy por hoy confundida con la crítica- de Declaración de vida, uf, las perspectivas son horrendas. Una pareja descubre que su hijo de 18 meses tiene un tumor cerebral y debe afrontar un cruel e incierto tratamiento de años. Para colmo, el título presagia algo peor en términos cinematográficos (el título argentino, porque el original es La guerre est déclarée): algo así como tras la larga y penosa enfermedad, un canto a la vida . Tantos indicios malos, aunque hay que admitir que hay otros buenos, refuerzan la sorpresa al ver esta película ecléctica, difícil de encuadrar, jugada al límite. Un intento de aproximación es decir que se trata de un drama/tragedia en el que irrumpen, a modo de exorcismo o de catarsis, la comedia blanca y negra, el musical dolido o desenfrenado, cierto lirismo rabioso y un registro cercano al documental. Lo más llamativo es que Valérie Donizelli, directora, coguionista y protagonista, jamás abandona la línea del realismo. En todo caso, la subvierte y la retoma, una y otra vez, transmitiendo esa especie de irrealidad, de sube y baja maníaco depresivo, de locura transitoria que provoca la lucha contra las calamidades. Donizelli -y éste era uno de los buenos indicios- sufrió una historia parecida en la vida real, junto con Jérémie Elkaim, su actual ex marido, coguionista y coprotagonista de Declaración... Así, la sospecha de manipulación del tema queda mitigada. Y se explica mejor la química intensa que uno percibe en pantalla: es claro que Donizelli y Elkaim, o sus personajes, se aman más allá de la extinción de la pareja. Y que, aun en los instantes en que logran gozar desenfrenadamente de su juventud, mantienen una suerte de telepatía de la angustia. Lo raro es que logren convertirla en arte. No tan raro: el amor y el arte son sus únicas, tal vez insuficientes, armas ante la ampliación del campo de batalla. En esta película disruptiva, desbocada, filmada con una cámara de fotos, hay influencias de la nouvelle vague: desde Truffaut hasta Demy o Varda. La música, usada en contrapuntos, incluye una canción de Donizelli, con arreglos de Benjamin Biolay, que Donizelli y Elkaim cantan a pesar o causa del dolor. Al final, uno no siente que la vida es bella, sino compleja y ambigua como esta película.
Conversión múltiple No es raro que Martina Juncadella tiente a directoras que deciden filmar el tránsito desde la adolescencia hacia la adultez. Milagros Mumenthaler acertó al darle uno de los tres papeles principales de Abrir puertas y ventanas. María Florencia Alvarez acierta al haberla elegido para el protagónico de Habi, la extranjera, en la que Juncadella interpreta con delicado talento a una chica de provincias que, de paso por Buenos Aires, en parte toma y en parte inventa una identidad musulmana. La conversión de Analía en Habiba, Habi, es menos religiosa que psicológica. Y, aunque parezca azarosa, en el fondo es menos casual que deliberada. Ella está en una etapa en la que es posible -y aconsejable- probar identidades, jugar con máscaras, tomar caminos que se bifurcan, antes de encajonarse definitivamente en el que no tiene retorno, el más angosto, al que llamamos madurez. Pero volvamos a la joven Analía. En la megalópolis porteña, donde nadie la conoce, experimenta el vértigo, el placer, la liberación de convertirse -por decisión propia- en otra, en ella misma. Uno de los aciertos de Alvarez es elegir, para esta historia de emancipación, a una cultura de la que poco o nada conocemos, pero a la que vinculamos con la opresión femenina. Aclaremos que la realizadora no busca demostrar que esta idea sea falsa. Sí busca romper los estereotipos, las generalizaciones: los prejuicios. Así, una chica islámica que se hace amiga de Analía/Habi le contagia su serena felicidad, mientras que una festiva brasileña -la representación que los argentinos nos hacemos de la alegría-, compañera de pensión de la protagonista, parece condenada al sufrimiento y el autoflagelo de estar en pareja con un golpeador. Habi... no es una película de trama, aunque sobrevuele el enigma, la iniciación sentimental y cierta confusión causada por la impostura. El filme, de atmósferas, pone en imágenes el estado de ánimo de la protagonista y su cambio de etapa, sus actos de independencia: la otra conversión. Con una ductilidad que jamás cae en la sobreactuación, Juncadella nos transmite su extrañada condición de extranjera, el modo en que un imán aconseja pasar por esta vida.
Fin de época Drama que retrata a cuatro preadolescentes a finales de los años noventa. Los protagonistas de A La Cantábrica son cuatro preadolescentes, y los años ‘90. Cuatro personajes, que ya no son chicos y todavía no son adultos, al final de una década cuyos aspectos devastadores -al menos para amplios sectores socioeconómicos- ya son inocultables. Ezequiel Erriquez, director de este drama asordinado, funde fragmentos de las vidas de los protagonistas con el ámbito en el que se mueven, sin añadir explicaciones ni peripecias. Estados de ánimo y atmósferas -como la de fábrica cerrada, con cordilleras de despojos industriales, en la que juegan los chicos- conforman un todo. El registro es casi documental, contemplativo. Lacónico y oscuro. En el interior de estos personajes en transición se agazapa el malestar y, luego, la tragedia. La película, sin embargo, no siempre logra bucear en las profundidades de los cuatro jóvenes -cuyas actuaciones son decorosas pero desparejas-, y en esos instantes se vuelve demasiado fría y distante. A La Cantábrica no sólo refleja el final de la década noventista; también tiene elementos en común con el Nuevo Cine Argentino, en auge por aquella época. También con algunas películas posteriores, como Una semana solos, de Celina Murga. Pero si la talentosa realizadora entrerriana se centraba en chicos de clase alta en un country, Erriquez lo hace con los de clase media suburbana, mostrando la contracara y el final de la fiesta menemista.
Manual de perdedores Comedia agridulce en la que cuatro jóvenes marginales buscan alguna redención. Algunos lo verán como un rasgo de coherencia; otros, de repetición: en La parte de los ángeles, el viejo Ken Loach se mantiene en su vieja línea del realismo social, firme en el punto de vista de las víctimas -que al parecer siguen siendo muchas- del conservadurismo tatcherista y sus derivados. En este caso, a través de una comedia agridulce, lo que tampoco es novedoso en su filmografía. Una película fresca y emotiva, es cierto, aunque también podría decirse: ligera y algo manipuladora. Una pequeña fábula con su correspondiente moraleja. En la primera parte, el joven Robbie (Paul Brannigan), condenado a trabajos sociales por un incidente de su pasado agresivo, intenta escapar de una violencia que tiene gran parte de su origen, aunque él no lo sepa del todo, en las leyes de mercado. Entre medio habrá búsquedas, retrocesos y un intento de redención, junto con otros tres marginales y un hombre bonachón que fiscaliza el cumplimiento de la probation de Robbie. La película se traslada desde una Glasgow plomiza hasta una luminosa Edimburgo; desde la ley de la calle, a puro puñetazo y borracheras, hasta la del refinado mundillo de la cata de whisky; desde el drama a la comedia. Con un humor de trazo grueso: verosímil para los personajes que el filme retrata. Lo que no es tan verosímil es la media hora final, cuyo sencillo desenlace podría corresponder al de cualquier comedia masiva, con “mensaje” y golpe de efecto sentimental incluidos. Y sin embargo, aun en la medianía, el talento de Loach: para filmar criaturas queribles, para contraponer -sin retórica- a ganadores y derrotados del sistema, para captar la esencia del capitalismo en la mera secuencia de una subasta. Y la actuación magnífica de Brannigan, que estuvo realmente en la cárcel y que no es actor profesional. Al verlo moverse en jogging por las calles de Glasgow, chiquito pero sacando pecho, orejón, la mejilla cruzada por una cicatriz, con mirada amenazante y triste, la de un animal atrapado en su trampa, uno siente que podría ser cualquier joven marginal de acá o de allá, el origen es el mismo.
Publicada en la edición impresa del diario.
Chicas Shakespeare, en versión siglo XXI Desde su opera prima solista, El hombre robado (2008), Matías Piñeiro mostró, además de talento, un estilo nada convencional en el que fue afianzándose. Viola, síntesis y perfeccionamiento de esas características iniciales, también se centra en personajes femeninos jóvenes que transitan conflictos sentimentales, articulados con obras de arte antiguas y vigentes. Pero Piñeiro alcanza ahora mayor fluidez y sentido del ritmo cinematográfico. Las protagonistas de Viola y el arte están casi fusionados, constituyen un todo: actrices que hacen una comedia de Shakespeare y que establecen, sin ser conscientes (¿o lo serán?), una rara dialéctica entre realidad y ficción, en la que termina siendo más importante lo formal que lo narrado en varias capas de sentido. La obra que ellas interpretan, ensayan y, digamos, experimentan es Noche de reyes. Pasión y desdén; identidad dudosa y deseos ambiguos; imposturas y juegos de poder: los viejos elementos del amor, siempre ajenos a la voluntad, en la frontera de los siglos XVI y XVII o en la segunda década del XXI. Elementos con los que Piñeiro arma una especie de coreografía que oscila entre lo lírico y lo prosaico, lo real y lo representado, lo íntimo y lo universal, sin límites claros. El realizador rompe una y otra vez la lógica del relato; cambia los puntos de vista; apela a la repetición, va construyendo un entramado oscilante; pone en escena, con naturalidad y fluidez, el artificio. Elige, en este caso, planos cerrados y largos, lo que -a partir del notable trabajo de cámara de Fernando Lockett y de la dirección de actores del propio Piñeiro- realza en detalle las buenas actuaciones. No es extraño que María Villar, Agustina Muñoz, Elisa Carricajo y Romina Paula, protagonistas del filme, hayan compartido el premio a la interpretación femenina en el último BAFICI. Esta película y Rosalinda (también de Piñeiro, que se exhibe junto con Viola) tienen muchos puntos en común. Ambas se niegan a ser encuadradas: ni comedia ni drama, ni realismo ni surrealismo; ni copia de..., aunque haya referentes. Piñeiro tiene personalidad e imaginación; su cinefilia no es impostada. Que su cine guste o no, que resulte libérrimo y radicalmente creativo o pretencioso y algo amparado en el prestigio del tedio, es otra cuestión, que depende de la subjetividad del que mira.
Tener la palabra Documental en torno de un taller literario en una cárcel. Empecemos por el título: “Historias de poetas presas”. Qué distinto habría sido “Historias de presas poetas”, ¿no? Las palabras -a veces, su mero orden- no sólo tienen peso; también tienen filo, ideología, propiedades destructivas o reparadoras, o liberadoras, en algunos casos. Las palabras, como escribe el personaje de Alexis o el tratado del inútil combate, de Marguerite Yourcenar, pueden ser actos. Es lo que transmite Lunas cautivas, documental que hace eje en un taller de poesía en el penal de mujeres de Ezeiza, evitando la retórica y las voces explicativas en off. Marcia Paradiso, su realizadora, prefiere darles la palabra a las protagonistas, que no explican ni se quejan ni se justifican: crean, con lirismo. “No paramos un segundo, aunque estemos detenidas”, bromea una. La película, de sencilla y precisa belleza cinematográfica, va de lo colectivo a lo personal, hasta centrarse en tres de las mujeres. El foco no está puesto en las causas del cautiverio ni en las condiciones de detención, aunque el microcosmos del penal y el de su biblioteca se contrapongan sutilmente a través de imágenes. El centro de la Lunas ... son los sentimientos de las protagonistas, mujeres de uñas chillonas, dientes mellados, exceso de maquillaje y de sensibilidad, que van recuperando la subjetividad gracias al ejercicio del arte. Paradiso no cae en la obvia condescendencia, que suele incluir sentimientos, conscientes o no, de superioridad: retrata, como si no tomara partido. Con una fuerte carga emotiva, que jamás se rebaja al sentimentalismo, el filme refleja miedos -por caso, a la libertad-, vínculos solidarios, angustias, pasados duros, logros, deseos de expiación, percepciones del mundo. Ni historias de vida ni historias carcelarias. Tampoco apologías de la conversión ni de la resiliencia (el patético Tú puedes ). Apenas, preguntas no enunciadas sobre las chances de goce, de cambio, de integración. Y retazos de sensaciones difíciles de expresar: materia prima de este documental y de la poesía.
La angustia corroe el alma Bello, potente, ecléctico filme que logra captar el malestar y la fragilidad humanas, sin obviedades. No es común, aunque sí en él: el mexicano Carlos Reygadas logra filmar el malestar, la incertidumbre, cierta angustia que no se puede traducir a palabras. Lo hace sin enunciarlo: con belleza, potencia y absoluta libertad creativa. Basta con ver la secuencia que abre Post tenebras lux. Una nena de dos años camina sola por un terreno rural anegado, cruzándose con bueyes, caballos y perros. Ese mundo -que ella conoce y nombra con su incipiente léxico- va volviéndose amenazante. Cae la tarde, un relámpago fractura el cielo. La naturaleza transmite ahora menos libertad que extrañeza, opresión, desamparo, en la nena y en el que mira. Reygadas (Japón, Batalla en el cielo, Luz silenciosa) envuelve con estas sensaciones, sin “narrar”: con movimientos de cámara y sonidos ambientales. Y evita el realismo de raíz, deformando vagamente la imagen. Un biselado en los márgenes, que multiplica y difumina contornos: como si uno observara a través de una botella, o desde un acuario, o desde unos ojos con lágrimas. En la escena siguiente, en una hermosa casa de madera a oscuras, un diablo fluorescente camina con un maletín entre sus garras. Ya no quedan dudas -si es que a alguien le quedaban- del quiebre naturalista, de la decisión de Reygadas de arriesgar sin temor al ridículo, de ser ecléctico. Varios expertos remarcaron la religiosidad que recorrería Post tenebras lux-título que, junto con un énfasis final puesto en la culpa, invita a sumarse a esta hipótesis-; pero al autor de estas líneas le queda la sensación de que la mirada de Reygadas es más bien iconoclasta. En el centro del filme, una familia burguesa -un matrimonio y dos hijos pequeños, los hijos del director en la vida real- que vive alejada de lo urbano. Todo lo que podría ser idílico está teñido de una ominosa inquietud, que aumenta como un sismo desde el interior de los personajes adultos. También, desde afuera. Una subtrama casi “policial” juega con los contrastes entre dos clases sociales: línea que recorre, con mayor o menor sutileza, la película entera. Todo, en el universo Reygadas , es susceptible de ser quebrado, empezando por el relato. La historia -por llamarla de algún modo- de Post tenebras lux, salta en el tiempo, las circunstancias, los registros y acaso las dimensiones. Y da lugar a la violencia -contenida o no-, el alcoholismo, la pornografía por internet o una orgía en un baño de vapor. La frágil, lógica, condición humana. En algún momento, acaso el más melancólico del filme, la esposa del protagonista toca en el piano y canta It’s a Dream, de Neil Young, cuya letra contiene la materia de esta película: sueños, sueños desvanecidos