Asfixiados abre su historia con las minucias de la vida laboral de Nacho (Leonardo Sbaraglia), un productor al que el director Luciano Podcaminsky se va aproximando lentamente, marcando así el tono de un film que busca a un espectador cómplice de su retrato inmersivo del ocaso de un matrimonio y el inminente vendaval que ocasiona lo no dicho. Si es a Nacho a quien vemos primero es porque el personaje que compone Sbaraglia se erige como el titán de la historia, una suerte de macho alfa narcisista que considera que todo lo que sucede alrededor tiene que ver con él. Su ego no da espacio para los deseos de su esposa ni para los de su hija adolescente. La conversación que entabla virtualmente con Natalia Oreiro (quien se interpreta a sí misma en el largometraje) al inicio del relato es una prueba del modus operandi de Nacho: quiere convocarla para su nueva serie, se envalentona en su propuesta, pero jamás escucha la devolución de la actriz, quien le advierte que tiene una agenda apretada como para sumarse un trabajo más. El desaire de Nacho ante un planteo lógico es uno de los tantos que configuran una serie de micromachismos que, en Asfixiados, podrían funcionar perfectamente como un MacGuffin. La desestimación del entorno es el talón de Aquiles de Nacho, como luego veremos en el vínculo que tiene con su esposa Lucía (una excelente Julieta Díaz), quien está buscando el momento ideal para contarle un plan que deja al descubierto el estado de ese matrimonio de más de dos décadas en el que se percibe un desequilibrio en la concreción de los anhelos individuales. Cuando ambos se van de viaje en un velero con un amigo, Ramiro (Marco Antonio Caponi), y su novia, Cleo (Zoe Hochbaum, una presencia natural en pantalla, de la que el film se podría haber beneficiado mucho más), la película esboza interrogantes sin respuesta (su fuerte es, precisamente, moverse en la búsqueda más que en la resolución), en su gran mayoría centrados en el desencuentro amoroso y todo lo que se desprende de esto, desde reproches por secretos ocultos, comentarios pasivo-agresivos que incomodan a otros modelos de pareja (la de sin ataduras ni proyección que componen Caponi y Hochbaum) hasta las diferentes formas de desconexión que puede generarse cuando las cosas no se hablan. En este punto, hay un interesante trabajo de puesta en escena, con Nacho y Lucía ubicados siempre en lugares distintos de ese yate, el escenario único que se va volviendo cada vez más claustrofóbico, el lugar en el que se comunican con la bronca de un pesado que pesa. Con similitudes a Antes de la medianoche de Richard Linklater en esos idas y vueltas brutales de sus protagonistas en pleno estallido, pero también con un toque satírico que permite explorar las dinámicas sexoafectivas (y cómo Nacho no parece registrarlas al llevarse todo a su paso), Asfixiados es una película romántica porque se atreve a discutir en qué consiste exactamente el amor y si es realmente posible precisar su comienzo y su final.
El segundo largometraje de la realizadora cordobesa María Aparicio luego de Las calles (2016) abre con la imagen de una joven que limpia la ciudad de Córdoba y quien canta mientras lo hace. Luego, cuando reaparece en otra secuencia, evoca lo que produjo en ella realizar ese trabajo mientras el mundo amanecía y nadie la miraba, “como si no estuviera ahí”. La frase se dice en un contexto que encapsula las temáticas y el tono de Sobre las nubes: en una charla fortuita que entabla con Hernán (Pablo Limarzi), un ingeniero desempleado que había compartido una entrevista laboral con ella. La joven lo recuerda y se disculpa por haber hablado más que él en una jornada que marcaría el destino de ambos. Ese gesto, tan humano, tan sencillo y monumental al mismo tiempo, lo encontramos también en otros vínculos que se suscitan en este largometraje, que obtuvo el premio a la mejor película en la competencia argentina de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Desde los momentos más simples a los que se aferra Ramiro (Leandro García Ponzo) para abstraerse del destrato en su ámbito laboral, pasando por la búsqueda de Nora (Eva Bianco), una enfermera que halla en clases de teatro un espacio cargado de vigor, y Lucía (Malena León), quien trabaja en una librería y encuentra en las palabras la belleza para motorizar su cotidianidad, Sobre las nubes es un film coral en el que las grandes cosas que les suceden a sus protagonistas están atadas por un hilo invisible. Su directora nunca compromete su visión, se mantiene fiel a una manera poética de capturar esos relatos mínimos donde no hay lugar para el cinismo. De esta forma, a medida que llega un final que, en realidad, es el inicio de otras vivencias, las nubes, la lluvia y una canción se apoderan de la película (filmada en blanco y negro) y la vuelven memorable.
El segundo largometraje del realizador español Eduardo Casanova es un paso en falso tras la mucho más efectiva Pieles, en la que la que el humor negro se utilizaba en pos de un acercamiento, díscolo y fascinante, a aquellos individuos a los que la sociedad no puede mirar más allá de su superficie y ante quienes reaccionan con una mezcla de repulsión y extrañamiento. Si bien Pieles no escatimaba en secuencias que buscaban provocar al espectador, ponerlo al borde de la incomodidad, había un objetivo detrás de esa decisión: el fijar la cámara en los rostros de los excluidos como forma de rebelarse ante una unívoca concepción de la estética. Con La piedad, lamentablemente, no podemos decir lo mismo. Casanova apuesta un shock heredado de, entre otros referentes, Todd Browning, David Lynch y David Cronenberg, pero lo convierte en un fin en sí mismo. No hay nada por fuera de este. En este caso, el cineasta aborda una relación madre-hijo bajo el prisma del horror, con una Ángela Molina que avasalla en su composición de Libertad, esa figura materna para Mateo (Manel Llunell) que, lejos de acompañarlo cuando el joven es diagnosticado con cáncer, se pone en el centro y se va transformando en una presencia posesiva y espectral, cuyas apariciones son reforzadas por la banda sonora de Pedro Onetto. Secuencias musicales, escenarios con colores contrastantes, paralelismos entre ese vínculo tóxico y un régimen dictatorial de Corea del Norte, con La piedad, Casanova no utiliza su claro virtuosismo en función del relato, simplemente se detiene en pasajes pretenciosos más de lo debido, cautivado por sus propias criaturas, pero sin mucho para decir sobre ellas.
La ópera prima de la cineasta australiana Renée Webster tiene algunos puntos de contacto con Buena suerte, Leo Grande, especialmente cuando centraliza su premisa en el personaje de Gina (la británica Sally Phillips, una presencia carismática que saca el film a flote en reiteradas ocasiones), una mujer de presente deslucido, con un matrimonio sin vida y un trabajo monótono para el que está sobrecalificada. Como consecuencia del hartazgo y la falta de estímulos para levantarse todas las mañanas, Gina traza un plan que no la satisfaga solo a ella sino a sus mejores amigas, quienes también padecen problemáticas similares, como el no poder manifestarles sus deseos a sus respectivas parejas. Por una casualidad, la mujer conoce a un equipo de hombres que realizan mudanzas y decide invertir en su negocio, pero con un giro: que los integrantes, además de limpiar, se conviertan en trabajadores sexuales en la denominada “empresa de bienestar”. Si bien el punto de partida de Cómo complacer a una mujer es interesante ya que permitía la exploración de otros tópicos (el rol de sexo en la vida cotidiana, la falta de comunicación en las relaciones, el valor de la empatía en las amistades femeninas), al ampliar el foco y esbozar un relato coral, varias subtramas se desarrollan con esa monotonía a la que la película misma aspira a desafiar. Los descubrimientos de Gina por fuera de ese vínculo en el que está atrapada (aquí se alude a la violencia económica de manera superflua) le aportan cierta osadía a un largometraje que busca ahondar en lo tabú de la vida adulta sin tomar demasiados riesgos. Sin embargo, eso no es suficiente para que la comedia cobre vuelo.
Cuando Ana (la estrella de Avenida Brasil, Débora Falabella) arriba a un laboratorio de escritura ubicado en la Cordillera de los Andes, lo hace con la ambición de poder concluir la novela que monopolizó su vida, una obra ambiciosa titulada Violeta. Al momento de narrar la premisa a sus compañeros en esa residencia que da título al film, muchos la comparan con Lolita de Vladimir Nabokov y le subrayan los lugares comunes que Ana se empecina en eludir. Cuando intenta explicar cuál es el punto neurálgico de su texto, Holden (Darío Grandinetti), el líder de ese grupo, no le permite expresarse; Violeta ya no le pertenece a su autora, ahora es del lector. El concepto de soltar una obra para que un tercero la aprehenda no es novedoso, pero en La residencia, la película de Fernando Fraiha basada en la novela Cordilheira de Daniel Galera, se le da un giro cuando se vuelca al thriller para explorar los límites entre realidad y ficción. Si bien su desarrollo es un tanto previsible desde el momento en que Holden le pide a Ana que se defina a sí misma a través del personaje de Violeta -el espiral en el que cae la mujer se vincula, precisamente, con la obsesión con su criatura-, esa condición sine qua non se traslada a todo el grupo. Los escritores que habitan allí sienten un alivio al poder manifestarse con un disfraz de por medio. Holden, ese hombre persuasivo y carismático que parece estar formando su propia secta en ese escenario inhóspito, empuja a sus “discípulos” a la entrega completa a su obra, lo que conduce a La residencia a ser víctima de su propia literalidad. Como manifiesta uno de sus protagonistas: “Que la vida sea tan real como lo son nuestras ficciones”. Se trata de una frase que anticipa el diluvio que se viene y lo fácilmente manipulable que puede ser el hombre cuando busca desesperadamente aprobación.
“Ser bombero no es normal”. La frase, que se desprende de uno de los tantos reveladores testimonios que tiene el documental de Jorge Gaggero, alude a cómo la vocación los compele a ir hacia los escenarios escalofriantes de los que todo el mundo escapa, siempre con la dura certeza de que podrían dejar la vida en uno de los operativos diarios. La yuxtaposición entre dicha aseveración y las imágenes de archivo del incendio del depósito de la empresa Iron Mountain, acontecido el 5 de febrero de 2014 en Barracas, le imprime al trabajo de Gaggero una contundencia que luego encontraremos en otros pasajes en los que se examina la investigación del siniestro. En cumplimiento del deber, ya desde su título, evoca a las 10 víctimas del incendio y retrata la lucha de sus familiares, cuyas palabras resuenan fuerte, sobre todo cuando se ahonda en las consecuencias de esas pérdidas, desde la falta de respuestas y contención al estrés postraumático de los sobrevivientes. Para la recreación del incidente (el impacto del derrumbe abre y cierra el documental, dejando una marca indeleble), las pericias posteriores y las ramificaciones del incendio, el director apostó por la voz en off de Cecilia Roth, una que sirve de guía y que colabora al corte didáctico del trabajo, a sondear en detalle un caso al que las familias de las víctimas le siguen poniendo el cuerpo. Si bien En cumplimiento del deber no toma demasiados riesgos a nivel visual, es evidente que su objetivo es otro: arrojar luz sobre una tragedia con imágenes de archivo devastadoras y con numerosos entrevistados que contribuyen a ampliar la mirada sobre el hecho.
La saga animada de Rock Dog — hasta el momento, una trilogía, pero con la puerta abierta para más entregas — fue alterando su equipo con cada film y esos cambios bruscos se fueron reflejando en las diversas historias protagonizadas por Bodi, el perro protagonista cuyo sueño siempre fue el de abrirse paso en la industria musical. El primer largometraje fue el más logrado, con un director interesante como Ash Brannon (Reyes de las olas), y con las voces en su versión original de J.K. Simmons, Sam Elliott, Matt Dillon y Luke Wilson, como el perro rockero. En 2021 llegó su secuela, Renace una estrella, con Mark Baldo como realizador, voces renovadas (Wilson se fue para no volver) y la historia de Alec Sokolow, coguionista de Toy Story, centrada en la concreción del anhelo de Bodie y su alejamiento del entorno familiar, una comedia musical sin demasiadas aspiraciones que se quedaba a mitad de camino entre la crítica a la industria y el abordaje sentimental de la relación del perro con sus seres queridos. La flamante Rock Dog 3: rockeando juntos presenta, otra vez, modificaciones en su tándem, con Anthony Bell (Adult Swim) como director de esta entrega que tiene una primera hora muy atractiva, con Bodi sumándose como jurado y coach a un cruel certamen de canto y su lucha por hacerles encontrar “la armonía en la música” a las integrantes de una girl band que perdió el rumbo. La propuesta, aggiornada para los tiempos que corren, cuenta con canciones pegadizas y diatribas filosas sobre la complejidad de ser genuino cuando se fomenta lo prefabricado. Sin embargo, sobre el final, Rock Dog 3 cae al incluir caprichosamente escenas de aventura que no aportan demasiado y que estiran el metraje más de lo necesario.
Con el reciente estreno de la serie de HBO The Last of Us se puso de manifiesto cómo las ficciones ancladas en invasiones zombis pueden, a través de variedad de formatos y estilos, darle un giro a una premisa que se repite, pero cuyo desarrollo fluctúa de acuerdo a la mirada. El nido, la ópera prima del realizador Mattia Temponi, propone un abordaje acotado de una pandemia en la que los infectados no se mueven en grupo ni tampoco pululan en una metrópolis apocalíptica. Por el contrario, el cineasta achica el foco con un film minimalista (no así menos aterrador) en el que Sara (Blu Yoshimi), una joven infectada, es rescatada por un voluntario, Iván (Luciano Cáceres), quien la refugia en ese “nido”, el nombre que se les puso a los lugares para cumplir una cuarentena indefinida. La película de Temponi, con una austera puesta en escena -la acción transcurre en ese único espacio cerrado- y dos protagonistas que forjan un lazo a pesar de las limitaciones, logra un clima asfixiante, sobre todo cuando se aproxima a Sara con una mirada contemplativa de su padecer. En este punto, el largometraje recuerda la pandemia de coronavirus y sus pormenores (los síntomas, las fases y las formas de cuidado se mencionan reiteradamente) y busca contraponer posiciones. Por un lado, la joven cuestiona el motivo por el que contrajo el virus. Por el otro, el voluntario alude a la inmigración como una causa de su diseminación, lo que deriva en un interesante ida y vuelta entre dos protagonistas que acercan posiciones. Cuando El nido se aleja de esos intercambios e incluye un tercer acto con golpes de efectos no del todo cohesivo con el tono que venía manejando, pierde fuerza. De todos modos, se posiciona como una original relectura de lo que implica la división de mundos cuando irrumpe el pánico y no hay salida a la vista.
Álbum para la juventud es un cándido retrato del tiempo suspendido El largometraje de Malena Solarz llega al Gaumont tras su estreno en la Competencia Internacional del Festival de Cine de Mar del Plata Álbum para la juventud es una película que habla de la libertad y que se concibió del mismo modo. El largometraje de Malena Solarz -quien codirigió junto a Nicolás Zukerfeld El invierno llega después del otoño y el cortometraje Una película hecha de- fue pensado y trabajado junto a sus actores, en un ejercicio polifónico en el que el guion se fue construyendo a base de espontaneidad, de los aportes frutos de las vivencias de la posadolescencia, de la valoración del dejar ser. Así se fue gestando una coming of age [film de camino a la adultez] donde no hay sensación de urgencia. Por el contrario, los jóvenes Pedro y Sol, protagonistas excluyentes, dialogan sobre esas trivialidades que van, paulatinamente, creando un escenario suspendido en el tiempo, a partir de charlas acerca de qué colectivo tomar para llegar a un determinado lugar, cómo van avanzando los estudios de cada uno y qué harán al día siguiente. Desde viñetas de un taller de escritura en el que Pedro va aprendiendo sin premura hasta la reminiscencias de Sol de sus inicios en la música mientras prepara un examen para el conservatorio, a Solarz le interesan esos pequeños momentos habitados por esas figuras nobles que disfrutan del ahora. Con ciertas similitudes a La vida de alguien de Ezequiel Acuña -cuya dirección de fotografía también estuvo a cargo de Fernando Lockett-, pero con una narrativa sin conflictos para destrabar o pasados agobiantes, Álbum para la juventud se va escribiendo sobre la marcha, con candidez, y con un cierre que no es tal: más bien el prólogo a una nueva historia.
El largometraje de Cecilie A. Mosli cubre varias bases, piensa a gran escala. Por un lado, se nutre del personaje clásico de Cenicienta, respetando ciertas tradiciones que vienen por añadidura, como el baile real como punto neurálgico, el príncipe como interés romántico, y la madrastra despiadada que complota con, en este caso, una hermana que busca ser el centro de atención. Por otro lado, Tres deseos para Cenicienta también toma elementos de la película homónima de 1973 del realizador checo Václav Vorlíček que se convirtió en una obra de culto, fruto de sus ribetes navideños. Si bien la fusión de ambas ópticas está lograda, algunos tramos de la historia exudan una ingenuidad que no es cohesiva con su desarrollo, donde prima la sensación de peligro y una oscuridad disonante con la génesis del inocente derrotero de la protagonista y su enamorado. En cuanto al vínculo entre los jóvenes, uno que se desarrolla a partir de secuencias de aventuras con una imponente fotografía, este impide que el relato se estanque, sobre todo cuando se empiezan a percibir ciertos guiños a Noche de Reyes de William Shakespeare, ya que el tópico de las máscaras es recurrente. Asimismo, nos encontramos con un auspicioso debut como actriz de la modelo y estrella pop noruega Astrid S. La cantante interpreta con soltura y carisma a esa Cenicienta que es mucho más que el objeto de afecto de un hombre, una sobreviviente que no necesita de la figura del hada madrina para concretar sus objetivos, un bienvenido giro de timón en pos de aggiornar el relato y de prescindir de ciertos arquetipos.