La comedia negra escrita y dirigida por Martín Salinas -quien ya se había adentrado en este terreno con Ni un hombre más- va al grano desde la primera secuencia para ilustrar el efecto dominó que atraviesa su historia. El presidente de los Estados Unidos, un símil Donald Trump, comunica a través de sus redes sociales que no prolongará sus acuerdos económicos con China, motivado por la necesidad de disrupción más que por la búsqueda de cambios concretos. Los tuits, mitad sardónicos, mitad ignorantes, generan una indetenible crisis mundial que se nos muestra a través de un montaje acelerado á la No miren arriba. Luego, Salinas abandona las explicaciones narrativas para enfocarse en las consecuencias micro de esa acción primigenia, y para ello elige tres puntos geográficos en los que plantarse: Ciudad de México, Buenos Aires y Uruguay. A través de un relato coral, percibimos cómo ese capricho del jefe de Estado impacta directamente en la vida cotidiana de invididuos que se enferman por el contexto en el que trabajan, las farmacéuticas se ven afectadas y las problemáticas de salud mental son resignadas a uno de los últimos eslabones de la cadena, y los medios de comunicación buscan su tajada a través de un approach sensacionalista. Al tratarse de un relato polifónico, la estructura de Lunáticos a veces tambalea, y no siempre logra la homogeneidad buscada. Las secuencias ambientadas en Buenos Aires, con situaciones reminiscentes a las de Relatos salvajes, son las más logradas, sobre todo cuando Salinas pone de fondo una placa casi imperceptible en la que van pasando los años en los que la Argentina entró en crisis. Si bien todo está encapsulado desde el humor (el realizador se propone encontrarles una veta cómica a hechos opresivos), esos momentos tan reconocibles dejan un sabor amargo que no hacen más que incentivar un necesario debate posterior, función clave de la sátira que este film toma como bandera.
Realidad y ficción se entrecruzan en Una villa en la Toscana, ópera prima del actor de Broadchurch y Agent Carter James D’Arcy, en la que Liam Neeson abandona momentáneamente su papel de hombre rudo en busca de venganza para comandar con su hijo, Micheál Richardson, una historia intimista que toca fibras personales. De hecho, ambos aceptaron protagonizar el film por el derrotero de sus respectivos personajes, Robert y Jack, padre e hijo que se distanciaron por años luego de la muerte de la madre del joven. Una de las curiosas decisiones que toma D’Arcy con su guion es la de no ahondar en la cotidianidad de sus protagonistas previa al reencuentro. Por el contrario, ambos se vuelven a ver al comienzo del film, sin que predomine la incomodidad, la angustia, el enojo, o cualquier emoción propia de ese acontecimiento. Luego, llega la excusa narrativa que los motiva a compartir tiempo juntos: la visita a la casa familiar en la región de Toscana que el joven quiere poner a la venta. D’Arcy muestra la refacción del derruido inmueble mediante todos los lugares comunes posibles, desde la simpática ayuda de los vecinos hasta el inevitable cariño que sus dueños le empiezan a tomar al lugar. Sin embargo, lo más llamativo de un film tan personal para Neeson y su hijo (la muerte de la actriz Natasha Richardson sobrevuela el largometraje) es que los actores comparten tan solo un puñado de escenas, ya que su director se distrae con personajes secundarios que no tienen mucho para aportar. Asimismo, tampoco ayuda que esas secuencias sean visualmente pobres, y con una banda sonora que sobreexplica diálogos reveladores, aunque un tanto forzados. Con excepción de un tramo final menos impostado, Una villa en la Toscana es una película predecible que tenía todos los elementos para conmover, pero cuya lasitud va en detrimento de ese objetivo.
Aunque en ocasiones su trabajo remita a un descarnado documental, la realizadora Natalia López Gallardo, nacida en Bolivia y residente mexicana desde hace más de dos décadas, quiso correr a la vereda opuesta. Su ópera prima nace, de hecho, desde los silencios, desde lo que permanece fuera de foco, desde una imagen de un escenario inhóspito donde están sucediendo más cosas de lo que ese terreno vasto parece decirnos. Manto de gemas -que le valió a su directora el Premio del Jurado en la última edición del Festival de Cine de Berlín- es una película de denuncia, pero revestida por tramos de realismo mágico y secuencias impenetrables (por momentos, demasiado distantes) que desafían a observar aunque busquemos apartar la vista. Es por ello que una de sus tres protagonistas femeninas rompe la cuarta pared para clavar sus ojos en quien la contempla, con la mirada vidriosa por su incansable derrotero. El largometraje entrecruza la vida de tres mujeres, Isabel (Nailea Norvind), su empleada doméstica María (Antonia Olivares), y la comandante de la policía local (Aída Roa), quienes pelean, en una desoladora zona rural, contra el narcotráfico y la desaparición de mujeres. La directora, quien demostró ser una montajista extraordinaria en películas como Post Tenebras Lux de su marido, Carlos Reygadas, y en Jauja, de Lisandro Alonso, aquí ratifica la contundencia en la elección de postales contaminadas por el viento, la humedad y la violencia que se esconde lindera a un árbol a punto de ser talado o en una camioneta que se mueve impávida en medio del abandono.
La película de Nicolas Pariser (El gran juego) comienza con una secuencia que marca el tono de un relato sobrio, clásico, carente de estridencias, delicado. En ella vemos a Alice (Anaïs Demoustier, ganadora del César por su interpretación) preparándose para acudir a su nuevo trabajo, caminando por las calles y arribando al lugar con una mirada que muestra tanto temor como desconcierto. Se trata de una escena que, filmada con elegancia, empieza a configurar la personalidad de esa joven filósofa de 30 años, una muchacha errante a quien le pesan los dictámenes socioculturales. En una posición similar se encuentra Paul Théraneau (Fabrice Luchini), el alcalde de Lyon, quien atraviesa una etapa de desencanto con la política, lo cual reduce notablemente su productividad en el peor momento posible: mientras aspira a la presidencia por el partido socialista. Las vidas de ambos colisionan cuando Alice es contratada para asesorar al alcalde, quien nota de inmediato la capacidad de la joven para esbozar ideas concretas sobre el liderazgo y tópicos de relevancia para la actual coyuntura como la crisis medioambiental, aunque siempre con un ojo en los grandes pensadores del pasado que modificaron sus contextos. Pariser, también responsable del guion, va construyendo sin premura ese vínculo que inicia con el respeto como base, y que se sostiene gracias a la admiración mutua. Así cómo Alice ve en ese hombre progresista una herramienta clave para un futuro menos contaminado por los negociados, él logra ver más allá de la coraza de su asistente. De este modo, empiezan a entablar una amistad sin proponérselo, uno de los aspectos más destacables del film que obtuvo el Premio Europa Cinemas Label en la sección Quincena de Directores del Festival de Cine de Cannes, en 2019. La diferencia generacional está presente en el relato, pero no es un escollo para los protagonistas, quienes se sienten estancados en su cotidianidad. El letargo con el que Paul emite sus discursos o se dispone a escuchar a sus colegas es proporcional a la pasividad de Alice respecto a lo que quiere para sí misma. A través de recomendaciones de libros, intercambios de conceptos (a fin de cuentas, Alicia y el alcalde es una película sobre las ideas como fuentes de inspiración) y charlas a la madrugada, ambos van asomándose a otro mundo, van saliendo de ese estado de parálisis. Con un abordaje sutil y encantador de esa relación, Pariser habla sobre la conclusión inevitable de las cosas, sobre los estadios, sobre las etapas cumplidas. Por lo tanto, si bien se grafica el lobby político con algunas escenas alusivas, no es el eje en el que se mueve el director. Por el contrario, su mirada nunca se aleja de ese micromundo sin cinismo que edifican Alice y Paul, uno que no solo no concluye sino que queda en un tiempo suspendido y con un libro, una vez más, como el tercer actante de su historia.
En principio, los astutos responsables del estudio de animación Illumination aprendieron una lección. Minions (2015), la primera película protagonizada por los diminutos e inquietos personajes amarillos revelados en Mi villano favorito, había mostrado que por sí solos no podían sostener una historia con la extensión de un largometraje. A lo sumo funcionaban (a veces muy bien) en cortos pensados como sketches para aprovechar la gracia natural que estos estos extraños seres tienen para la comedia física y lo divertido que resulta escucharlos en esa jeringonza que mezcla onomatopeyas con palabras en francés e italiano. Por lo tanto, esta segunda película de los Minions es en realidad la cuarta de Gru, el villano que no tardó en hacerse querer desde que en su notable primera aparición debe afrontar el desafío de convertirse en padre a la fuerza. A partir de allí, él y su movedizo staff amarillento nunca perdieron del todo el ingenio, pero a la vez el justificado éxito de aquélla producción inicial pasó demasiado rápido a una segunda etapa marcada por el relajamiento y la rutina. Así llega Minions: nace un villano, una precuela con todas las letras. Aquí, Gru es un niño de 12 años con un aire de familia a Los Locos Addams que padece el bullying cotidiano de sus compañeros en la escuela y tiene como única aspiración de futuro sumarse al mayor equipo de “tipos malos” disponible en 1976, tiempo en el que transcurre la acción. Hay unas cuantas ocurrencias lúcidas en la descripción de ese marco (la disquería de San Francisco en la que se ocultan los villanos, las referencias al estreno de Tiburón, un delirante viaje en avión), desplegado a través de la colorida, creativa y vistosa paleta visual que caracteriza a todas las producciones del estudio. Pero la película nos sugiere de entrada todo lo que podríamos imaginar sobre la evolución de Gru y el vínculo que establece con los Minions, dueños de casi todos los chistes. Algunos son francamente graciosos, otros muy previsibles y hasta inevitables. Quienes tengan la suerte de acceder a alguna de las contadísimas proyecciones en inglés con subtítulos comprobarán cómo las voces de Alan Arkin, Taraji P. Henson, Michelle Yeoh, Jean Claude Van Damme, Dolph Lundgren y Lucy Lawless construyen y definen en buena medida a sus respectivos personajes. En especial los tres primeros: Arkin es Wild Knuckles (Wally Kobra en la versión doblada), el antiguo líder de la banda de villanos, traicionado por ésta en la búsqueda de un codiciado tesoro, que encontrará en Gru a un inesperado compinche. Henson encarna a Belle Bottom (Donna Disco), una típica chica afroamericana de los 70 que integra el grupo de los malos, y Yeoh es la acupunturista que enseña kung fu a los Minions, dato vital para justificar la explosiva (y desmesurada) secuencia final ambientada en el Barrio Chino de San Francisco. Demasiado ruido y fuegos artificiales de más para una aventura que sigue funcionando mejor en el ámbito familiar y en formato más bien acotado. Los Minions nunca dejan de agradar y divertir, pero algunas historias les quedan demasiado grandes.
La realizadora alemana Eliza Schroeder, se propuso, con su ópera prima, gestar una comedia autorreferencial abriendo varias líneas argumentales y no siempre con resultados óptimos. Una pastelería en Notting Hill comienza, a contramano de lo que veremos a posteriori, con una tragedia: la muerte de Sarah, una mujer estrella de la pastelería que sufre un accidente y deja atrás a una hija adolescente, una madre con la que tenía una relación áspera y una amiga con la que iba a abrir el local gastronómico en el borough de Kensington y Chelsea. Esto conduce a esas tres mujeres de diferentes generaciones a cumplir ese sueño a pesar de los contratiempos. Ese golpe bajo con el que abre el film se siente un tanto artificioso, un mero artilugio para poder mostrar la creación de la pastelería con situaciones salidas de una comedia de enredos. Por tratarse de una película que pretende girar en torno a la ausencia de Sarah y el homenaje que buscan hacerle con la puesta en marcha de ese negocio que era el sueño de su vida, el guion se toma apenas unos minutos para que la conozcamos, e incluso los propios personajes la olvidan tiempo después. En Una pastelería en Notting Hill también hay un intento de emular los largometrajes feel good de Richard Curtis como Realmente amor, aunque aquí las subtramas no cobran vuelo porque esas figuras que ingresan al local para compartir anécdotas tampoco tienen suficiente peso. Con excepción de una acertada mirada cosmopolita de Schroeder sobre el universo de la gastronomía y de la interpretación de Celia Imrie como la madre de Sarah, el film tiene pasajes forzados (como la historia de una prueba de ADN de previsible resolución) y carece de la emotividad que su realizadora pudo haberle imprimido al basar su obra en tópicos que la tocan de cerca.
En Telma, el cine y el soldado se nota que hay amor, candidez, disfrute, no solo por el proceso de filmación y todo aquello que puede romperse y rearmarse en ese recorrido tan sinuoso y maravilloso al mismo tiempo, sino también por esas figuras que entran y salen de pantalla que, en el caso de la ópera prima de Brenda Taubin, no son simplemente objetos de estudio. Mejor dicho: no son en absoluto herramientas al servicio del relato que la cineasta concibió junto a Mariano Pozzi, sino que son figuras dignas de su admiración y respeto, las verdaderas protagonistas. Taubin nunca subestima a Telma, esa mujer de 74 años que, desde que aparece en pantalla, se gana la empatía del espectador, un punto clave a la hora de concebir un documental, incluso uno que trastoca las reglas. Telma asegura, en la primera secuencia del trabajo de la realizadora, que tiene tres sueños por cumplir, y uno de ellos será el puntapié de un recorrido de tintes detectivescos: la búsqueda de un soldado de Malvinas apodado “El Tano”, con quien su hija Lili se enviaba cartas de amor cuando tenía 15 años. En sintonía con lo que hizo Maite Alberdi con su brillante documental nominado al Oscar, El agente topo, Taubin gesta una obra inclasificable con una protagonista carismática, un objetivo claro a cumplir y un interés por cruzar ocasionalmente hacia el terreno de la ficción con ingeniosos recursos, como si nos estuviera reafirmando que lo más fascinante de un rodaje son los momentos de espontaneidad, las infinitas posibilidades, el camino que se va desplegando a medida que un director va conociendo a sus entrevistados. Taubin, sin embargo, entrevista muy poco, lo suficiente. Su película se desarrolla a partir de conversaciones de Telma con su familia y amigas del cineclub, de sus salidas, de sus ocurrencias, de sus llamados telefónicos a su hija, de su ímpetu y curiosidad. Cuando empieza la búsqueda de ese hombre, la directora retrata esa investigación amateur muchas veces exponiendo el artificio, un ejercicio osado que le juega siempre a su favor y que es la génesis de su impronta. Por otro lado, en su documental (que fue parte del Marché du Film del Festival de Cannes, del Mercado del Festival de Málaga y que se proyectó en el último BAFICI) Taubin alude a lo absurdo de la guerra con flashes de la época, pero nunca olvida que es el humor (la más honesta de las manifestaciones de su obra) lo que siempre deberá terminar imponiéndose. Asimismo, hay una revaloración de los intercambios epistolares que la cineasta aborda con una secuencia de un lirismo conmovedor mediante la cual nos retrotrae a un tiempo en el que dos adolescentes proclamaban su amor de la forma más genuina posible. Telma, el cine y el soldado es, justamente, una carta de amor a la evolución creativa, al impacto que puede tener una imagen proyectada ante una audiencia que se abstrae de su realidad. Como sucedía con ese soldado y esas cartas. Así es cómo nace un documental circular extraordinario y destinado a perdurar, como la tinta sobre el papel.
Alex se encuentra atravesando, con extrema dificultad, los pormenores de la preadolescencia. El joven no tiene un gran vínculo con su hermanastro, su novia lo rechaza por no considerarlo lo suficientemente temerario y su único amigo es un ninja de peluche. “Soy tan solo un niño”, se lamenta con tristeza cuando se siente compelido a emprender una peligrosa misión para hacer del mundo un lugar un poco menos cruel. El largometraje de la dupla Anders Matthesen-Thorbjørn Christoffersen se presenta, inicialmente, como una buddy movie, con Alex y ese ninja viajando a Tailandia para encontrar al villano de la historia, Phillip Eppermint, un fabricante de juguetes que salió de la cárcel a pesar de haber cometido actos inhumanos contra sus empleados. En ese sentido, el film es mucho más oscuro de lo que deja entrever en un comienzo, y se va tornando cada vez más áspero cuando Alex y su peculiar amigo buscan salvar a una niña del castigo de ese hombre inescrupuloso. El pequeño ninja sale airosa al momento de tomar riesgos narrativos dentro de esa historia de denuncia contra las grandes corporaciones, sobre todo cuando la entrañable amistad sobre la que se erige se deja en un segundo plano en pos de tamizar las viñetas cómicas para concebir un relato de aventuras con toques de thriller, cruza de géneros que funciona sorprendentemente bien, pero que quizá no conecte con los más pequeños. Cerca del final, sus directores también dejan en evidencia su interés por las narrativas coming of age [de camino a la adultez] cuando Alex, ese ingenuo protagonista, se ve obligado a crecer de golpe para demostrarse a sí mismo lo mucho que vale, ignorando así un microcosmos que lo agrede y subestima.
Lo que se propone Mike Mills con su nuevo largometraje es una tarea, podríamos decir, monumental: responder el interrogante de qué es verdaderamente la autenticidad en el cine. El realizador, quien comparte con su pareja, la escritora y realizadora Miranda July, una mirada empática y sensible sobre el mundo que lo rodea, realizó C’Mon C’Mon, una brillante respuesta cinematográfica a lo que había hecho su esposa con Falsos millonarios, esa producción atravesada ciento por ciento por una óptica casi ingenua del entorno. Desde que Mills y July fueron padres comenzaron a trasladar a sus creaciones, cada uno a su manera, reflexiones alusivas a esa transformación. No es casual que los protagonistas de sus obras, con mayor o menor grado de excentricidad, busquen conectarse con el espectador con diatribas sobre la cotidianidad que se ve irrumpida por un cambio drástico. En el caso de Mills, su abordaje en su flamante película está más ligado a lo documental (el homenaje al cine de Wim Wenders no pasará inadvertido), y es apuntalado en este aspecto por una excelente fotografía en blanco y negro de Robbie Ryan (frecuente colaboradora de la directora Andrea Arnold, desde Fish Tank a American Honey) y por la banda sonora de los hermanos Bryce y Aaron Dessner, integrantes de la banda The National, cuyas composiciones experimentales contribuyen a la espontaneidad de la película. Un enorme Joaquin Phoenix interpreta a Johnny, un periodista radial que viaja por los Estados Unidos para entrevistar a niños y adolescentes partiendo siempre de la misma pregunta: “¿Cómo ves tu futuro?”. Las respuestas, bien disímiles pero todas francas, dialogan con la realidad de sus contextos y la gravedad de sus preocupaciones. En medio de uno de sus viajes, Johnny recibe el llamado de su hermana Viv (Gaby Hoffmann, excelente como siempre), con quien se encuentra distanciado y quien le pide que cuide por unos días a su sobrino Jesse (Woody Norman, la gran revelación del film) mientras ella resuelve un conflicto. El lazo entre ese hombre retraído y algo parco y ese niño de nueve años histriónico y curioso pone de manifiesto cómo Johnny se acostumbró a ser quien hace las preguntas, sin jamás trasladarlas a sí mismo; pero también revela cómo ese pequeño tiene la capacidad de ayudarlo a reconfigurar un pasado opaco que regresa intermitentemente. En Beginners, Mills trabajaba sobre la relación padre-hijo, mientras que en Mujeres del siglo XX ponía a la figura matriarcal en el centro. En C’Mon C’Mon, la dinámica tío-sobrino añade una nueva capa a una filmografía breve y sólida, sobrevolada por el miedo al olvido, la principal inquietud de su protagonista, quien valora los pequeños instantes con su sobrino, pero siendo consciente de que ese niño los olvidará eventualmente. El contraste entre un mundo y el otro, entre cómo las diferentes generaciones procesan las vivencias, es el punto de partida de un largometraje que no tendrá una urgencia dramática o un punto de llegada concreto, pero que es consciente de su objetivo. La belleza de C’Mon C’Mon se desprende de ese pedido de continuar en movimiento, y de cómo se absorbe todo aquello que cabe en esa suerte de tiempo suspendido.
Cuando lo vemos por primera vez a Mountakha, un inmigrante senegalés que se instala en la ciudad de Buenos Aires, lo hallamos con el anhelo de querer seguir trabajando de camionero como hacía en su Dakar natal, y al mismo tiempo con la cabeza en su país de origen, en la familia que dejó atrás, en un pasado demasiado fresco como para emanciparlo de una cotidianidad compleja. Desde cómo se muestra su rostro taciturno -que se vincula estrictamente con el desarraigo- hasta sus conversaciones con ciudadanos argentinos que se interesan por su lucha diaria, la cámara del realizador Andrés Guerberoff se posa en el protagonista de su documental como quien contempla tímidamente. Si bien hay secuencias que se hubiesen beneficiado de un montaje más ajustado, el cineasta recorre no solo Buenos Aires sino también Las Grutas, acompañando a Mountakha en los trabajos que va obteniendo con dificultad con un abordaje muy emotivo. Como exponente nos encontramos con las charlas entre ese hombre que dejó todo para venir a la Argentina con esa familia que lo necesita y lo extraña. Esos tramos recuerdan a Time, el excelente documental de la directora Garrett Bradley. A pesar de que ese trabajo ponía el foco en una historia bien diferente, se hermana con Borom Taxi en esa empática mirada sobre lo que implica la distancia, el enojo, la culpa y todo lo que conlleva el aceptar que el tiempo avanza impávido en un microcosmos desconocido. En esos viajes de Mountakha en las noches porteñas y en esas caminatas extensas hacia una posibilidad de trabajo percibimos la naturaleza escindida de un hombre que se adapta al entorno y lo reconfigura, pero cantando sobre la ciudad de Touba con una indisimulable nostalgia.