Con sus dos películas anteriores, Solo contra todos e Irreversible, el director franco-argentino Gaspar Noé nos demostró que lo suyo no son las sutilezas, ni las medias tintas, que su cine es indivisible de la provocación que generan sus relatos que tarde o temprano probarán los límites de lo tolerable para el espectador. Claro que más allá de la impresión que puedan causar algunas de sus imágenes -aquí un repetitivo pasaje dónde se ve en detalle dos cuerpos destrozados por un accidente automovilístico-, Noé también impresiona por su capacidad para transformar un film en una experiencia sensorial bastante alejada del cine convencional. De hecho, Enter the Void poco tiene de narrativa tradicional, apenas un par de apuntes sobre la historia de Oscar (Nathaniel Brown), un joven dealer que vive en Tokio junto a su hermana Linda (Paz de la Huerta), y con el que el espectador compartirá el punto de vista desde el comienzo de los, por momentos, tortuosos 161 minutos de película. Todo empieza con una escena de títulos fascinante, atractiva hasta lo hipnótico, un bombardeo de imágenes y música que apelan a un estado de consciencia alterado que se derramará por todo el film. Una imaginería alucinante y alucinada creada gracias a unos efectos digitales que separan al film de la media. Lo mismo que la insistencia en la perspectiva subjetiva de la cámara que oculta al protagonista, ese que busca drogas como negocio y para su consumo personal por unas calles de Tokio que parecen -a veces son- maquetas imaginadas por un arquitecto en pleno viaje provocado por los mismos alucinógenos químicos que Oscar codicia. Obsesionado con el Libro de los muertos tibetano, suerte de guía para los muertos en su camino a la reencarnación, el personaje central emprenderá un recorrido en el que el pasado, el presente y los futuros posibles se superpondrán para crear una percepción tan artificial como visualmente atractiva. Los vuelos rasantes de la cámara sobre un Tokio estallado de neón hablan del virtuoso ojo del director que se regodea tanto en ellos como en la
Un gran film que cruza géneros para contar una historia violenta Hacia la mitad de Drive , uno de sus personajes más interesantes, un mafioso -interpretado por el comediante Albert Brooks- que con el correr del relato elevará de menor a mayor la incomodidad del espectador, cuenta que en un momento de su vida fue productor de cine. Las películas eran una porquería que le hicieron ganar dinero porque, dice, los críticos dijeron que tenían una mirada "europea". El comentario, intrascendente para algunos, cobra sentido y gracia al pensar que el director del film es un danés que tomó elementos del western y del cine de acción, géneros hollywoodenses por excelencia, y los reinterpretó hasta hacerlos propios. Lo que ya estaba gracias a su puesta en escena y particular punto de vista resultó en un todo novedoso. Aunque sus partes no lo sean. La historia gira en torno a un lacónico chofer de coches que cuando no trabaja en un taller mecánico -al que, nos cuentan, llegó sin explicaciones ni exigencias- se desempeña como doble de cine y necesario cómplice de ladrones que lo contratan para que los ayude a escapar una vez cometidos sus robos. Con planos precisos, ajustados perfectamente a las necesidades de la historia, Refn -ganador como mejor director en el Festival de Cannes de 2011 por este trabajo- y su director de fotografía (Newton Thomas Sigel) pintan a este hombre solitario en unas pocas escenas nocturnas. Las persecuciones policiales entre los puentes y las calles de Los Angeles, puro concreto, son el escenario ideal para esta historia dura que con el correr de los minutos se tensa y explota en una violencia gráfica, no apta para impresionables. El chofer sin nombre ni pasado, puro presente de mirada intensa y escarbadientes siempre en boca, se cruza con una vecina y su pequeño hijo y algo pasa. Algo similar a una amistad se forja en un par de encuentros entre estos dos personajes que no dicen mucho, casi nada, pero que parecen entenderse. Ella, interpretada por la británica Carey Mulligan, espera por su marido encarcelado que eventualmente quedará libre para complicar el incipiente romance de los protagonistas además de arrastrarlos a una compleja trama de deudas, robos y unos mafiosos que no perdonan. Aires de Tarantino Con el cruce de géneros y la utilización de una sorprendente banda de sonido que remite a la electrónica de los años ochenta, el film se acerca al cine de Quentin Tarantino, aunque mientras el realizador de Bastardos sin gloria utiliza el homenaje al género hasta volverlo pastiche, Refn se detiene antes, y el resultado es demoledor. Especialemente en su minucioso desarrollo de los personajes empezando por el protagonista que encarna Ryan Gosling. El actor de Secretos de E stado y Loco y estú pido amor consigue hacer del silencio de su personaje y de sus modos fríos e impasibles una bomba de tiempo. Un trabajo de interpretación que construye en cada interacción con el resto de los personajes. Además de su casto enamoramiento con la vecina, establecerá lazos con el pequeño hijo de ella y con su jefe, un perdedor empedernido, un amuleto de mala suerte al que Bryan Cranston (conocido por su papel en la serie Breaking Bad ) le exprime hasta la última gota de jugo. Lo mismo que hace con su personaje el mencionado Brooks jugando a ser ese criminal que va más allá de los estereotipos y clichés con los que suelen cargar este tipo de roles.
Una historia trágica que apunta a conmover al espectador Es muy complicado, casi imposible, juzgar y analizar los aciertos y desaciertos estéticos y formales de este film cuando lo que se pone en cuestión es su calidad, hasta su viabilidad, moral. Una película que toma una tragedia colectiva como el ataque terrorista a las Torres Gemelas y la transforma en un drama personal contado como si se tratara de un cruel cuento de hadas protagonizado por un niño profundamente perturbado alarma desde un lugar que supera la existencia o falta de méritos cinematográficos. ¿Era necesario mostrar el sufrimiento de ese chico que pierde a su padre en las Torres en un primer plano detallado que incluye la autoflagelación? Probablemente no. Si parte del pensamiento posmoderno discute fuerte con la idea de representar el horror, en referencia al cine dedicado a ficcionalizar el Holocausto, aquí, en otra medida, cabe una pregunta similar. La utilización de la imagen -la documental y la recreada para este film-, de las personas tirándose de los edificios a punto de derrumbarse para contar el drama de este niño resulta manipulatoria y más que cuestionable. Que todo se vuelva un juego de detectives como sólo un chico curioso pueda imaginar lo es más aún. Basado en la novela de Jonathan Safran Foer, la película cuenta con un estilo afectado, casi kitsch, la historia de Thomas (el debutante Thomas Horn), un nene que podría ser autista -las pruebas no fueron concluyentes, explica él mismo-, que vive fantásticas aventuras por Nueva York con su padre. El hombre (Tom Hanks), un joyero que quería ser científico, diseña misterios para que su hijo resuelva y así deba hablar con la gente, algo que al chico le cuesta bastante. Casi como el París de mentiritas que mostraba y explotaba Jean-Pierre Jeunet en Amelie , el director Stephen Daldry ( Billy Elliot ) construye un Manhattan y alrededores tan artificiosos como la tragedia que el guión del talentoso Eric Roth machaca. Porque acá más que relatar de lo particular a lo general la profunda herida que causaron las muertes de las víctimas del 9/11, todo apunta a conmover al espectador a como dé lugar. No hay espacio para la reflexión ni la emoción genuina cuando la historia vuelve una y otra vez a la imagen de un niño autoflagelándose física y emocionalmente. Ante tanta manipulación, las actuaciones de Hanks, Sandra Bullock y el precoz Horn, además de los aportes en papeles secundarios de Viola Davis, Max von Sydow y Jeffrey Wright, aunque notables quedan desdibujadas, un elemento más de un mecanismo que funciona sólo tracción a lágrimas.
El film está repleto de referencias localistas y chistes de dudoso gusto Una película escrita, producida y protagonizada por Adam Sandler puede ser un exceso para algunos. A quienes el humor del comediante norteamericano no les resulte gracioso huirán despavoridos ante la noticia de que en Jack y Jill Sandler redobla la apuesta y, siguiendo las enseñanzas de Eddie Murphy -otro comediante que divide al público-, interpreta a los dos personajes del título. Por un lado está Jack, un exitoso director publicitario, casado y padre de dos hijos que vive muy bien en Los Angeles. Por el otro, su hermana gemela Jill, una poco agraciada -obvio, es Sandler disfrazado de mujer- solterona que siempre se las arregla para decir las cosas más molestas y que parece vivir más como una anciana que como una persona de cuarenta y dos años. Empeñada en pasar más tiempo con su hermano, Jill dejará su Bronx natal para pasar las fiestas en la soleada Los Angeles, para profunda molestia de Jack, que está preocupado por el futuro de su negocio. Si no convence a Al Pacino de hacer una publicidad de capuccinos perderá a su mejor cliente. Si hubo películas en las que Sandler combinó su tempo para la comedia con una aguda observación de algunos aspectos de la sociedad norteamericana, aquí perdió el equilibrio y no logra compensar un puñado de buenos remates humorísticos con una gran cantidad de escenas de ridículas a vergonzosas. El objeto de la burla es esa mujer que el propio Sandler interpreta con gestos que toma prestados de sus personajes anteriores. El ceceo de Jill es un elemento que la hace supuestamente más insoportable y digna de lástima, mientras que en El aguador le agregaba cierta ternura al zonzo que interpretaba Sandler. Entre chistes de dudoso gusto y cierto coqueteo con la xenofobia que justifica poniendo todas las frases racistas en boca del reconocido humorista mexicano Eugenio Derbez, aparece Al Pacino, jugando a ser una versión chiflada de sí mismo. Burlándose de su trabajo en teatro interpretando a Shakespeare, citando clásicos parlamentos de El padrino II y Caracortada, el actor le prende fuego a su leyenda. Y resulta el punto más divertido y sorprendente -especialmente en la escena en la cancha de básquet- de una película que se apoya demasiado en referencias a la cultura popular norteamericana, un exceso de localismo que deja a mucho público afuera.
Un film que le debe todo a su protagonista, Meryl Streep Personaje controvertido tanto para sus compatriotas como para los ciudadanos del mundo en general y específicamente los argentinos, Margaret Thatcher merecía una mejor película que La dama de Hierro. Por su influencia en la vida social británica y sus fuertes posturas de política tanto interna en los 11 años que permaneció en el poder, fue uno de los personajes más influyentes del planeta. Una posición nunca antes alcanzada por una mujer. Y aunque el film de Phyllida Lloyd, cuya otra única experiencia en el cine fue al frente de la espantosa Mamma Mia!, intenta resaltar la determinación y fuerza que una mujer necesitó para llegar tan alto, lo hace "denunciando" su falta de interés en asuntos más femeninos como su matrimonio e hijos. Una línea del relato que borronea el supuesto feminismo del guión escrito por Abi Morgan que imagina a la Thatcher de la actualidad como una anciana al borde de la demencia que recuerda porciones de su vida tanto pública como privada. Contradictoria respecto de su mensaje sobre las mujeres en el poder e insulsa cuando se trata de tomar partido, o no, por las ideas conservadoras de la primera ministro, la película cuenta con un valor inestimable, una ventaja que por momentos equilibra su desequilibrado desarrollo. Meryl Streep es el ingrediente para nada secreto que eleva a La dama de hierro y hace de cada una de las escenas algo más que la suma de sus desprolijas partes. Decir que Streep es una actriz excepcional y que es muy difícil no creerle cualquier papel que interprete no es novedad. Tampoco lo es su gran capacidad para la mímica de acentos que en este caso combina el inglés británico con las peculiaridades del habla de un personaje conocido y ampliamente documentado. Claro que aunque todo esto el espectador lo sabe cada vez que ve una película de Streep, su talento es de esos que nunca se vuelve redundante ni superficial. En este caso es ella, más que la guionista o la directora, quien entendió y encarnó la esencia de Thatcher, sus aspectos más admirables y sus costados despreciables. Gracias a un trabajo de maquillaje notable que acerca las facciones de Streep a las de su criatura sin exageraciones ni trazos gruesos -algo que no consiguieron los expertos con Leonardo DiCaprio y su J. Edgar Hoover-, la actriz más que interpretar habita a esa anciana que deambula por una casa vacía alucinando a quien ya no está. Ni la corte de políticos y estadistas que la acompañaron tanto como resistieron su presencia ni su marido Dennis, interpretado por Jim Broadbent, con la suficiente habilidad para no ser sobrepasado por el festival de Streep. Que se da el gusto o el permiso de humanizar a un personaje complejo que de anciana llega a aleccionar a un médico que comete el error de preguntarle cómo se siente cuando a ella siempre la preocuparon y ocuparon los pensamientos y no los sentimientos. Una declaración que cobra especial sentido durante las duras escenas en las que la señora en pleno ejercicio de su poder se ocupa de la Guerra por las Malvinas y manda a hundir el General Belgrano.
El film de Clint Eastwood relata la vida pública y privada de un personaje polémico Cuando de películas biográficas se trata, J. Edgar es una rareza. Es que si bien relata hechos conocidos y documentados sobre la vida pública y profesional del temido director del FBI J. Edgar Hoover, también explora su intimidad. Esa parte de su existencia repleta de secretos, represión y traumas familiares que algunos -depende si se trata de defensores o detractores- niegan y otros afirman como la verdad detrás del hombre fuerte de las fuerzas de seguridad norteamericanas durante más de cuarenta años. Lo cierto es que el film dirigido por Clint Eastwood y escrito por Dustin Lance Black ( Milk ) consigue enlazar la historia política de los Estados Unidos y la influencia de Hoover en ella con el relato sobre su mundo privado formado por la educación a cargo de una madre implacable y unas frustraciones infantiles que dejaron profundas marcas en su personalidad. La película comienza en los últimos años del personaje frente al FBI, un hombre poderoso, en el ocaso de su vida, empeñado en contar su versión de los hechos para la posteridad. Para ello dictará la historia de la agencia de seguridad que ayudó a crear para perseguir a criminales y supuestos comunistas, una búsqueda que lo obsesionó toda su vida hasta límites que lo llevaron a abusar de ese poder que tanto luchó por conseguir y mantener. Así, el relato irá hacia el pasado para mostrar los comienzos del complejo hombre que Leonardo DiCaprio interpreta de la juventud a la ancianidad con la convicción y la seguridad del gran actor que es. Más impedido que ayudado por el maquillaje y la caracterización física del personaje, DiCaprio transmite la intensidad del hombre público y sus profundos conflictos íntimos. Especialmente en lo que respecta a su relación con Clyde Tolson, su mano derecha en el FBI y supuesto compañero sentimental. Y es ese vínculo, según la mirada de Eastwood, el punto de inflexión que despega al film de los rigores y rigideces de una película biográfica predecible. Sin forzar situaciones en función de acelerar el ritmo del film el director, fiel a su admirable estilo, se toma el tiempo para desarrollar cada una de las aristas del personaje y, especialmente, ese particular vínculo que lo unía a Tolson interpretado por Armie Hammer, conocido por su doble papel como los gemelos Winklevoss en Red social de David Fincher. Sutil y contenida la interacción entre uno y otro personaje evoluciona con el correr de la historia, mientras uno a uno los presidentes de los Estados Unidos intentan -y fracasan-, cuestionar el poder de Hoover. Eastwood dijo sobre esta película que es, más allá de su compleja trama política y los vínculos entre el pasado y la actualidad de su país, una historia de amor. Y así la interpretan ambos actores, brillantes cada uno en lo suyo al demostrar la represión y el sufrimiento que implicaba la expresión de la sexualidad en aquella época. Junto a ellos también se destacan las actuaciones de Naomi Watts, como la fiel secretaria que, entre la admiración y la preocupación, acompañó a Hoover hasta su muerte, y la de Judi Dench, en el papel de esa madre que formó a un hombre tan fuerte como atormentado.
Al tiempo de su lanzamiento en los Estados Unidos, la novela en la que está basada Historias cruzadas resultó un fenómeno deventas inesperado. Pocos apostaban por el éxito del relato de la vida y los sufrimientos de las mujeres negras trabajando en casas de empleadores blancos en el Sur de mediados de los años sesenta. Para muchos el libro resultó controvertido en su liviandad y por el hecho de que está contado desde el punto de vista de una inocente, aparentemente ingenua, hija de la clase dominante de Jackson, Mississippi. Algo similar se le podría achacar al film, que comienza con el retorno al hogar de la mujer en cuestión, Skeeter Phelan, que luego de graduarse de la universidad aterriza en el lugar en el que creció para verlo con renovados ojos. Así, la aspirante a periodista se da cuenta de que para destacarse en lo suyo tendrá que encontrar una historia que pinte su aldea y por ello decide armar un libro con el relato de esas mujeres negras que se ocupan de la casa y los hijos de su madre y amigas, pero que no tienen permitido usar el baño de los dueños. Así, logrará convencer de participar de la peligrosa tarea a Aibileen Clark y Minny Jackson, dos mujeres que sufren el racismo flagrante de sus empleadores. Sin ser un relato de denuncia ni un alegato por los derechos civiles de la población negra, Historias cruzadas prefiere contar los detalles cotidianos de la interacción entre un grupo de mujeres viviendo en un mundo con reglas tan estrictas como inhumanas. Y tal vez en manos de otras actrices esa dirección de la trama podría haber resultado en un festival lacrimógeno sin demasiada sustancia. Sin embargo, cada una de las intérpretes de este film lo eleva más allá de las circunstancias del guión que el director Tate Taylor adaptó de la novela. En el papel de la no tan ingenua Skeeter aparece la ascendente Emma Stone, una actriz con gran talento para la comedia y que no parece tan cómoda en el drama, aunque claro que eso puede deberse a que muchas de sus escenas las comparte con la enorme Viola Davis, que interpreta a Aibileen. Sin gestos grandilocuentes y apenas con unas sonrisas cargadas de tristeza y unos gestos de dulzura infinita, Davis se transforma rápidamente en el centro del relato, en el corazón de esta historia conmovedora. La interacción del personaje de Davis con los niños blancos que cría y cuida cuando no pudo hacer lo mismo por el propio compensa cierta rigidez en el desarrollo de las villanas de la historia: esas jóvenes amas de casa que defienden la segregación racial a capa y espada. Para equilibrar tanto drama el relato cuenta con el personaje de Minny, una mujer que se niega a seguir siendo maltratada por su empleadora y que la actriz Octavia Spencer despliega con humor y desparpajo. Algo de eso tiene también el personaje de Jessica Chastain ( El árbol de la vida ), una mujer que es despreciada por la sociedad blanca por sus humildes orígenes y que no comprende del todo que no está bien visto ser amiga de la mucama. Como una suerte de Marilyn doméstica, gracias a la interpretación de la habilidosa Chastain, ese personaje merecería su propia película.
Tom Cruise vuelve a brillar como el intrépido agente Ethan Hunt Hubo un tiempo en que Tom Cruise era la estrella de cine por excelencia. Un actor que parecía nacido para electrizar la pantalla grande con un carisma a prueba de todo. Pero ese tiempo ya no es éste. Y el intérprete que con su sola presencia elevaba la película en la que participara quedó eclipsado por años de alta exposición mediática sobre su persona. Sin embargo, esta cuarta entrega de la saga Misión: imposible muestra a un Cruise intenso, decidido a demostrar sus habilidades como héroe de acción a pocos meses de cumplir los cincuenta años y dispuesto a todo para entretenernos. Y lo consigue. La película comienza en una cárcel de Budapest y de allí se transforma en una carrera sin descanso por Moscú, Dubai y la India repleta de maravillas visuales y una liviandad que el género no suele equilibrar demasiado bien. Gracias a la atención por el detalle de Brad Bird, director formado en el cine animado responsable de Ratatouille y Los increíbles, de Pixar, la puesta de cada una de las secuencias de acción combina la dosis justa de tecnología, humor y efectos especiales que remiten más a la magia del primer cine que a una industria dominada por las imágenes digitales. Entre un argumento algo absurdo que involucra a misiles nucleares, un científico sueco fuera de sí y una asesina francesa salida de un aviso publicitario de perfume, aparecen escenas como la persecución que mete a Ethan Hunt (Cruise) en medio de una tormenta de arena o esa en la que una cascada de autos se interpone entre el héroe y un portafolio que tiene que conseguir para salvar al mundo. Para encarar semejante misión el entrenadísimo Cruise está acompañado por Simon Pegg (Paul),que regresa para interpretar al agente Benji, que justo ahora que la agencia se disolvió pasó el examen y puede trabajar en el terreno, la bella agente Carter (Paula Patton) y William Brandt, un analista aparentemente más acostumbrado a manejar un teclado que un arma. Claro que en el universo de Misión: imposible nada es exactamente lo que parece y para interpretar esa ambigüedad aparece Jeremy Renner, un gran actor ( Vivir al límite ) que acá se adapta con naturalidad a las exigencias del género de acción aportándoles a su personaje y a sus escenas una naturalidad y fluidez que al guión por momentos le faltan. Cada vez que la trama detiene su marcha para explicar algún detalle de la historia algo se pierde y todo se vuelve un poco menos entretenido. Sin embargo, apenas llega otra secuencia de esas que pueden tener al protagonista colgando del edificio más alto del mundo o saltando sobre un camión en movimiento, la acción comienza de nuevo, y la diversión, también.
Un hombre en crisis y una familia quebrada Hacia el final de este film uno de sus personajes acusa a otro, el protagonista, de sombrío. Más que acusación se trata de una burla amable, amistosa, aunque completamente acertada. El hombre en cuestión actúa, habla y vive como un nihilista de a pie, un pesimista crónico que no hace más que bufar mientras a su alrededor la gente intenta vivir como le sale. Y lo toleran porque lo quieren, aunque no se entienda nunca por qué. De hecho, en el recorrido de este hombre en crisis y los amigos y familiares que arrastra en su penar ocurren muchas cosas pero ninguna explica ni justifica el interés en seguirlo. Todo comienza con una escena interesante, un hombre que espía a una mujer, su novia, charlando con otro en un bar. Ella le miente, él también, y hasta paga la ayuda de un mozo para completar el cuadro de infidelidad que justifica toda su amargura. Y un machismo que el guión justifica a cada paso. La novia es infiel, la hermana también, la madre es medio tonta y algo resentida, la ex mujer cruel y la potencial nueva novia una histérica intratable. Y en medio de tanta femineidad puesta en negativo está este hombre que se pasea fumando e intentando ponerle un toque de bajón a la vida de todos. Con todo esto alguien podría haber realizado una comedia entretenida, esa que se asoma en un par de escenas que sin enmarcar quedan fuera de tono, pero no es ése el resultado que consigue el director y guionista Martín Viaggio. Cada una de las viñetas, de edición bastante desprolija, que muestran al hombre en cuestión logran empantanar al personaje, que se mantiene establemente insoportable de principio a fin. Aunque el desarrollo de la historia no les da demasiado espacio, se destacan las actuaciones del protagonista (Roberto Birindelli); su novia, Inés (un notable trabajo de Carla Pandolfi), y su mejor amigo, Fredy (Iván Esquerré), interpretado con tanta naturalidad y soltura que por momentos dan ganas de empezar a seguirlo a él y dejar las poses sombrías por un rato. Pero no hay suerte. De principio a fin -con alguna irrupción onírica que no ayuda-, quedamos en las sombras.
Un recorrido por la vida del músico que lo tiene a él como guía Hay una escena de este documental que define su objeto de observación, el músico Juan Tata Cedrón, y a sí mismo, en un solo movimiento. La cámara del director Fernando Pérez está siguiendo a Cedrón por las calles de La Boca mientras el músico recuerda, en detalle asombroso y fascinante, sus tiempos allí. El deambular los deposita en un almacén donde el músico insiste en charlar con los parroquianos, que lo miran con desconfianza cuando pide permiso para filmar unas imágenes para la película "de cuando yo vivía por acá". La conversación deriva en discusión cuando la Argentina de fantasía que Cedrón construyó en sus treinta años de exilio europeo se choca con la realidad de la xenofobia de los que se quedaron en el barrio. Allí está entonces desplegado el gran personaje que es el músico, que relata sus experiencias con la justa medida de nostalgia, alegría y una locuacidad que atrapa. Del mismo modo que lo hacen los pasajes musicales conseguidos por el director, intensos en sí mismos, además de un acierto de la edición que los intercala con las partes más emotivas del relato sin desestimar su fuerza, sino simplemente redirigiéndola hacia la música. Después de todo, éste es un film sobre un gran artista que es también un hombre que tuvo que dejar la Argentina por su militancia política durante la dictadura militar y que siempre supo que regresaría. "Pienso todos los días en volver. Seguro vamos a volver", dice un joven Cedrón en uno de los pasajes de archivo más valiosos conseguidos por el realizador. De hecho, es tanto el material con el que cuenta Pérez que a veces los pasajes más ricos -el violista Miguel Praino y su melancolía- aparecen apenas como notas al pie en el transitar de un personaje, el Tata Cedrón, inigualable.