Un film que intenta equilibrar fantasía romántica y realidad La comedia romántica suele ser un género que no admite medias tintas. Hay quienes la aman a pesar de sus tropiezos y están aquellos que la odian más allá de sus aciertos. Y luego están esos a los que les da igual porque no llegan a comprender a qué viene tanto alboroto. Sea como fuere, pocos se detienen a pensar en lo complicado de hacer una comedia romántica que satisfaga a los espectadores que al mismo tiempo exigen fantasía y realismo de sus guiones. Tal vez lo mejor que tenga ¿Cómo lo hace? sea su intento de cumplir con ese objetivo aparentemente contradictorio. Claro que aquí no se trata de una historia típica del género sino de un relato en el que la protagonista, Kate (Sarah Jessica Parker), ya encontró el amor, tiene un marido y dos hijos, pero está a punto de perderlos por culpa de su trabajo. Para estructurar el film, el director Douglas McGrath utiliza el recurso del supuesto documental en el que muchos de los amigos y conocidos de Kate opinan sobre su complicada vida, una existencia de malabarista en la que intenta que su vida como esposa y madre no se vea perjudicada por sus ambiciones laborales. Para interpretar la locura de correr de la oficina al supermercado, de afear una torta comprada para que parezca casera y al mismo tiempo transmitir seguridad e inteligencia profesional nadie mejor que Parker, una consumada actriz cuando se trata de escenas de comedia física, como esa en la que tiene que luchar por mantener la compostura frente a su nuevo jefe, mientras sufre de un ataque de pediculosis aguda. Parker también sabe cómo transmitir la neurosis femenina puesta en evidencia con el divertido recurso de listas escritas en el aire alrededor del personaje. Claro que más de una vez la actriz cae en la trampa de repetir los gestos de su papel más famoso: Carrie Bradshaw, de Sex and the City . Aun con un par de personajes algo desaprovechados, como la mejor amiga, que encarna Christina Hendricks ( Mad Men ), y el rival laboral, a cargo de Seth Meyers ( Saturday Night Live ), ¿Cómo lo hace? tiene bastante que aportar al género de la comedia romántica, aunque lo haga desde los márgenes.
Un relato de género que no consigue despegarse de las marcas de origen Este film comienza con una cita de Sigmund Freud en relación con el concepto de lo siniestro como aquello que "debiendo permanecer oculto se ha manifestado". Así queda expresamente manifiesta la intención de realizar una película de terror psicológico recurriendo a la fuente académica más autorizada y conocida. Se trata de explorar cómo los secretos de la infancia, la tragedia reprimida, afectan la vida actual de Clara, una mujer que sufre por el maltrato de su marido y unas pesadillas que representan imágenes terroríficas que podrían tener que ver o no con su pasado. Un pasado que se inmiscuye en el desarrollo de la trama como viñetas que muestran a dos nenas, hermanas, cuyos juegos terminan muy mal cuando caen en un pozo en el sótano de la casa de sus abuelos, escenario claustrofóbico y de abandono propio de los malos sueños de la infancia. Mientras un hombre las busca, ellas intentan consolarse mutuamente, aunque está claro que una tragedia está a punto de ocurrir. A esa misma casa volverá Clara (Paula Siero) buscando resolver incógnitas de su pasado, que la muerte de su madre y unas cartas llegadas desde el pueblo costero Mar Sereno dejaron sin responder. Utilizando todas las herramientas visuales de género que el espectador reconocerá inmediatamente, el director debutante Sergio Muzarek no consigue aportar demasiadas novedades estéticamente a este tipo de historias, bastante transitadas antes. Con el aporte del interesante trabajo de Siero y la participación de Luis Ziembrowski como un inspector de policía que intentará ayudar a la protagonista, el film consigue momentos prometedores, cierta ambigüedad en el relato que el propio guión ignora. La posibilidad de que todo lo que se ve sea creado por Clara, tan perturbada por la violencia a la que su esposo (Carlos Echevarría) la somete cotidianamente, se insinúa y abandona para seguir el camino más obvio entre las posibilidades narrativas. Entre luces que parpadean, escaleras que rechinan, una visita a la morgue y otra a un hospital psiquiátrico donde un personaje insinuará la resolución de un misterio que a esa altura el espectador habrá adivinado por su cuenta, Lo siniestro acumula marcas, huellas que hablan de un verdadero conocimiento del género del terror, del relato de fantasmas. Y tal vez el exceso al exponerlas sea la mayor debilidad del film, que, como algunos de sus personajes más macabros, queda atrapado en las mismas raíces que le otorgan su identidad y su origen.
El cuarto film de la saga respeta al pie de la letra su original literario; fanáticos, agradecidos Desde Crepúsculo , el primer film de la sagaadaptada a partir de los libros para adolescentes de Stephenie Meyer, la migración de la página a la pantalla fue respetuosa de las novelas y sus seguidores. Claro que la fidelidad con el material original no se traduce necesariamente en mérito cinematográfico. Más evento audiovisual que película que pueda sostenerse de manera independiente de su propio fenómeno literario, Amanecer-Parte 1 seguramente será muy disfrutada por los seguidores de la historia entre Bella (Kristen Stewart) y Edward (Robert Pattinson), un vampiro centenario, enamorados hasta la obsesión. Con todos los elementos del melodrama romántico y algunos tomados del cine de terror, este nuevo film -el primero de una despedida en dos pasos-, dirigido por Bill Condon ( Dreamgirls ), se ocupa de mostrar en detalle el casamiento de los jóvenes enamorados. Un poco de alegría y festejo para esta pareja que durante tres películas no hizo más que sufrir. Con la ayuda de la fotografía de Guillermo Navarro -habitual y talentoso colaborador de Guillermo del Toro-, el paso de la culminación de la historia de amor al horror transcurre con fluidez. Aunque no se pueda decir lo mismo de los diálogos entre los protagonistas. Almibaradas hasta lo empalagoso, las declaraciones de amor eterno entre Bella y Edward, además del despecho del tercero en discordia, Jacob (Taylor Lautner), el lobisón, alcanzan el absurdo y allí se quedan. Especialmente ridículas son las escenas en las que la manada de lobisones discuten, telepáticamente, qué hacer cuando la parejita de recién casados regresa de la luna de miel en Brasil con una sorpresa inesperada. Después de tres libros -y sus correspondientes films- predicando la abstinencia sexual y asfixiando todo aire de seducción relacionado con los vampiros en el cine y la literatura, finalmente en Amanecer-Parte 1, Bella y Edward, con casamiento de por medio, consumarán su amor. Que la consecuencia del sexo sea la destrucción anímica y física de la chica daría para más de un debate sobre el mensaje que la historia intenta transmitir a la legión de adolescentes que la consumen. Esos que por otro lado sólo están interesados en ver cómo se resolverá -si no quiere enterarse de elementos de la trama deje de leer ahora- el paso de humana a vampiro de Bella. Un desafío que Condon asumió con todas las imágenes que el cine de terror más sanguinolento le pudo prestar. Claro que los clichés, el ridículo y los cuestionables mensajes seudorreligiosos se hacen bastante más fáciles de procesar como entretenimiento inocuo gracias a la presencia de Stewart, una gran actriz en potencia que logra dotar de humanidad a un personaje empeñado en perderla.
Retrato sensible y agudo sobre la adolescencia y los afectos en la adultez En la adolescencia, Lalo y Bruno eran inseparables. Un dúo de amigos que de un día para otro se vuelve trío cuando Lisa, una chica recién llegada al pueblo de Victoria, se mete entre ellos, no para separarlos sino para unirlos distinto. El nosotros infantil se vuelve despertar sexual, amoroso y un triángulo como sólo la adolescencia puede producir, tolerar y luego demoler. A partir de esa relación es que Paula Hernández construye el relato de Un amor, una historia que funciona entre el presente de los tres personajes como adultos y el pasado que los une a pesar de más de treinta años de separación. En el hoy, Lisa (Elena Roger) reaparece de improviso en la vida de Bruno (Diego Peretti) que ya no vive en el pueblo, ni lo visita y prefiere no hablar de Lalo (Luis Ziembrowski). Aunque ella insista impulsada por la nostalgia y algún problema médico que nunca se aclara del todo. En el pasado, Bruno está enamorado de Lisa, la hija de profesores universitarios en la clandestinidad que la obligan a mudarse de un momento para el otro y sin despedirse. Ni siquiera puede contarle a Lalo, su novio, que la ve irse y después no puede abrir las "19 cartas y una postal" que ella le envía. En la adolescencia primero y en la adultez después, Hernández consigue establecer los intensos lazos de amor, confusión, celos y resentimiento entre los tres personajes construidos con una complejidad que no siempre se refleja en los diálogos que sostienen (aunque sí en sus miradas de anhelo, deseo, amor y oportunidades perdidas). Y de eso se trata Un amor y el peregrinaje de Lisa hacia el pueblo: de recuperar lo perdido, de "volver a estar los tres juntos" como dice ella. A pesar de que en realidad se trate de una reunión de dos y uno más, Bruno, que siempre estuvo en los márgenes, testigo necesario de la relación de Lalo y Lisa. Evitando las obviedades y el subrayado de las diferencias evidentes entre la exiliada Lisa y el pueblerino Lalo -diferencias que el personaje de Peretti intenta destacar, celoso-, Hernández supo sacar lo mejor de sus actores. En el caso de Ziembrowski, su brillante interpretación de este personaje sencillo, profundo y contradictorio eleva las apuestas del film que Peretti y Roger también sostienen. Además se destacan las actuaciones de Agustín Pardella, Alan Daicz y Denise Groesman, que interpretan a Lalo, Bruno y Lisa en la adolescencia. Tal vez el costado menos consistente de Un amor sean sus diálogos que por momentos intentan explicar con cierta ampulosidad lo que ya estaba claro. Sensible y contundente, el tercer largometraje de Hernández la confirma como una cineasta talentosa y necesaria.
Luis Ortega construye un film personal en el que se destaca la actuación de su hermana Julieta Cineasta personal y siempre capaz de construir universos tan densos como encerrados en sí mismos, Luis Ortega consigue con Verano maldito su obra más madura y convencional. Aunque lo convencional del director de Caja negra sea mucho más inspirado e interesante de lo acostumbrado en el cine nacional. El guión que el propio Ortega -junto a Alejandro Urdapilleta- adaptó de un cuento de Yukio Mishima utiliza pocas palabras para contar la historia de una familia en la que todo parece ser perfecto. Hasta que se la mira de cerca. En un puñado de secuencias, el director enuncia lo suficiente de sus personajes centrales como para que quede claro que bajo el lujoso exterior se esconden complejas relaciones familiares y personales. Sin adornos y apenas con una línea de texto -"¿Esa quién es? Qué linda"-, queda al descubierta para quien quiera oírla la inseguridad que Julieta (Julieta Ortega), la protagonista, lleva escondida entre ropa de marca y tonos displicentes. Ella, su marido Federico (Joaquín Furriel) y sus tres hijos reciben a Tito (Urdapilleta), un familiar caído en desgracia que no parece encajar en su mundo de apariencias y comodidades. Aun así, será el encargado de cuidar a los tres hijos de la pareja mientras juegan frente al mar y su madre duerme de espaldas a la ventana, más allá de todo lo que sucede fuera de la casa que su marido diseñó para unos ricos clientes. Repartiendo el peso dramático entre la subjetiva y algo desviada mirada de Tito y la obsesiva fijación en el cuerpo de Julieta, la cámara de Ortega consigue construir una tensión que anuncia la tragedia que vendrá. Los dos hijos mayores desaparecerán en el mar mientras su hermano menor los mira jugar desde la orilla. A partir de allí, el cuerpo en reposo, suave y seductor de la madre devendrá en envase de un dolor desgarrador, puro nervio a punto de estallar en desvaríos y fantasías destructivas. La enorme tarea de interpretar el descenso a los infiernos de esa madre desesperada recayó en Julieta Ortega que, al igual que su hermano, consigue su trabajo más maduro. Ausente esposa y mamá primero y paranoica detective de su propia tragedia después, la actriz transmite sus cambiantes y turbulentos estados de ánimo con gestos contenidos, sin recurrir al golpe bajo aunque sin caer tampoco en el desapego emocional. Cierta insistencia en la repetición de imágenes del lugar de la tragedia y una banda de sonido que por momentos cae en obviedades que el resto del film evita no le quitan mérito a una película tan perturbadora como valiosa.
Anacrónica y desprolija versión del clásico de Alejandro Dumas La obra literaria de Alejandro Dumas fue adaptada y readaptada al cine muchas veces, con resultados más o menos exitosos y casi siempre entretenidos. Las características de folletines decimonónicos como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo parecen calzar cómodamente en la forma de los films de aventuras. Tal vez por eso, cada tanto aparece una nueva versión que intenta que algo de aquellas ingeniosas historias se contagie a los deslucidos guiones del género en la actualidad. Algo que no ocurre en la película de Paul W.S. Anderson. Conocido por adaptar el videojuego Resident Evil al cine, el director británico y sus guionistas, Alex Litvak y Andrew Davies, consiguen transformar un jubiloso relato clásico en un pastiche absurdo, anacrónico, y a sus protagonistas, en los personajes más molestos de todas las versiones pasadas (y futuras posiblemente también). Todo comienza bastante bien, con la representación del polvorín que era Europa en el siglo XVII a través de ejércitos de soldaditos de plomo y bellos mapas antiguos que pronto serán reemplazados por filas de militares creados digitalmente con tanto descuido que todo vira hacia a la animación, aunque ésa no haya sido la intención. Claro que el exceso digital no sería más que una anécdota si Los tres mosqueteros no consiguiera herir de gravedad a la leyenda de los personajes que le dan nombre. En esta nueva aventura, Athos (Matthew MacFayden), Porthos (Ray Stevenson) y Aramis (Luke Evans) empiezan robando los planos de un prototipo de Leonardo da Vinci con el que Francia planea construir una cruza de galeón y globo aerostático que le otorgará al reino que lo tenga el dominio de todo el continente. Así, junto a Milady de Winter, los mosqueteros se harán de los planos sólo para ser traicionados por la mujer, doble agente que trabaja para el duque de Buckingham (Orlando Bloom). La inescrupulosa espía es interpretada con notable torpeza por Milla Jovovich, protagonista de la saga Resident Evil y esposa del director, un dato que se menciona porque sólo el nepotismo puede explicar las numerosas escenas en las que aparece su personaje utilizando movimientos vistos en películas de acción, de Matrix en adelante, que nada tienen que hacer en este relato. Lo mismo puede decirse de la desafortunada elección de Logan Lerman ( Percy Jackson y el ladrón del rayo ) para el papel de D'Artagnan. Con el tono del alumno más canchero -e insoportable- del colegio, el actor norteamericano hace lo posible por quitarle todo lustre a un personaje legendario.
Una pareja en conflicto es el centro del fallido film Todos sabemos qué se siente ser oyente de los conflictos amorosos de una amiga/o. Ante la angustia del otro, uno escucha comprensivo un rato hasta que ese rato se transforma en horas, y esas horas, en días y semanas. Y entonces uno soporta la repetición y el discurso poco interesante o coherente por el cariño que le tiene a esa persona que sufre por amor. En el caso de los personajes protagónicos de Solos en la ciudad, resulta muy difícil tolerar y ser testigos de sus conflictos después de unas cuantas secuencias organizadas en viñetas que pretenden aleccionarnos sobre la naturaleza del amor. Todo comienza en la Costanera con Florencia (Sabrina Garciarena) y Santiago (Felipe Colombo) mirando el amanecer mientras charlan sobre el casamiento al que acaban de asistir. Muy rápidamente el momento romántico -aunque cinematográficamente poco inspirado- se transforma en pelea por la diferencia de expectativas que cada uno tiene de sí mismo y de la pareja. El es profesor del secundario y sólo se entusiasma con un posible casamiento propio cuando piensa en la despedida de soltero que hipotéticamente le armarían sus amigos. Ella es abogada, paga las cuentas y ambiciona formar una familia empezando por el lavarropas. Así comenzará entonces un recorrido que los seguirá en su búsqueda de respuestas frente al conflicto amoroso que se les puso enfrente. El muchacho comenzará por el peor lugar y el peor interlocutor si de salvar la pareja se trata: Javi (Santiago Caamaño), un amigo siempre dispuesto a la fiesta y bastante adverso al compromiso. Con un monólogo escrito con un preocupante exceso de misoginia y una evidente falta de ritmo, la película inicia un desfile de personajes tan poco interesantes como los consejos que tienen para darle al protagonista.
Buenos actores en función de un guión que no los acompaña "Tengo un don", dice Kenny Waters con una sonrisa entre irónica y resignada. Es cierto, el hombre es simpático, camorrero y encantador, capaz de hacer reír a los policías de su pueblo que siempre lo tienen en la mira y de transformar una situación violenta en una broma. Pero, sobre todo, el mayor tesoro del tipo es su hermana Betty Anne. Ella lo va a buscar a la cárcel cada vez que lo detienen, se ríe de sus chistes y hasta pondera sus habilidades como padre, aunque él haya decidido llevar a su bebe de meses a un bar. Kenny y Betty Anne se criaron a los golpes -literales y figurados- entre la casa de sus abuelos y varios hogares adoptivos con una única constante: la mutua compañía. En el comienzo de Justicia final varias escenas establecen ese vínculo además de mostrar aquello que lo pondrá a prueba: un asesinato brutal del que Kenny será acusado por una policía interpretada por la ganadora del Oscar Melissa Lea. En un comienzo la película, inspirada en un caso real, logra evitar las trampas del melodrama al explorar la relación entre los hermanos, pero una vez que comienza las luchas legales, todo lo que apuntaba a un profundo drama familiar se transforma en un superficial derrotero de lucha contra el sistema. Ni siquiera las actuaciones de Hilary Swank como Betty Anne y de Sam Rockwell como Kenny consiguen elevar el material que el director Tony Goldwyn resuelve de manera convencional. Si bien la historia y sus protagonistas son interesantes y hasta insinúan ciertas ambigüedades prometedoras, el desarrollo del film no cumple. De todos modos, la acumulación de obviedades no opaca del todo la maravillosa presencia escénica de Rockwell, que encarna los matices de su personaje de la cabeza a los pies. Un chanta simpático y entrador que podría también ser capaz de asesinar a sangre fría. En el caso de Swank, la intensidad y la emoción de su composición impresionan pero sobre todo provocan una pregunta incómoda.¿Cuando encontrará esta actriz (y este actor), un guión digno de su talento? Alguno que, como Justicia final , no quede atrapado, -enredado-, por los hechos reales que lo inspiraron y que se anime a superar las constricciones de un relato demasiado apegado a fórmulas probadas y demasiado transitadas.
Remake del clásico de fantasía que no cumple las reglas del género Muchas veces ver una película exige del espectador habilitar al máximo la capacidad del disfrute sencillo y clausurar por un rato el pensamiento racional. Se trata de desconectar ese mecanismo que ayuda a distinguir lo que es creíble de lo que no lo es para apreciar un entretenimiento puro, directo, sin dobleces. En teoría, en ese grupo se debería alinear esta nueva versión de Conan, el bárbaro , personaje de la literatura más popular que hizo famoso a Arnold Schwarzenegger allá por los años ochenta. Pero algo se interpone en el desarrollo de esta fantasía de aventuras que no consigue su principal objetivo: entretener. Tal vez sea el guión que utiliza cada una de las funciones del relato más clásico y esquemático -el héroe solitario en busca de venganza que debe sortear todo tipo de obstáculos para conseguirla-, pero sin aportar nada demasiado nuevo o interesante a la fórmula. La historia comienza en un campo de batalla donde hombres y mujeres pelean a la par, incluso si la fémina en cuestión está embarazada y a punto de parir. El retoño, arrancado del vientre de la madre por el hacha del padre, es Conan, y su traumática llegada al mundo intentará explicar futuras aptitudes para la pelea. Y una notable insensibilidad para nada más que la venganza cuando su papá/partero sea asesinado. Que el villano sea un ambicioso general interpretado por Stephen Lang ( Avatar ), desesperado por ganar poder a través de las artes oscuras que practicaba su esposa muerta y ahora intenta su malvada hija, no modifica demasiado el tedio que las rígidas imágenes digitales provocan. Tampoco aporta mucho Jason Momoa como el Conan de físico imponente y poca expresión. Algo que no sería necesariamente malo -después de todo, pedirle profundidad o sensibilidad a su personaje sería no entender el género-, pero que sí necesitaba un estilo visual distinto del elegido por el director Marcus Nispel. El realizador -abusando de las posibilidades técnicas a su alcance- decidió darles un tono realista a las sangrientas batallas que el 3D vuelve exageradamente detalladas y explícitas. Poco espacio queda para la fantasía y el disfrute pochoclero después del decimonoveno plano de un desmembramiento visto desde todos los ángulos posibles como si se tratara de la imagen de un noticiero.
Una película con una aguda mirada sobre el mundo y destacadas actuaciones La vida de Julián Lamar no está nada mal. El tipo es un actor profesional que tiene trabajo en teatro, en cine y está cerca de conseguir un papel que podría cambiar su carrera para siempre. Además su familia parece quererlo y apoyarlo. El único problema es que él no está de acuerdo con nada de lo anterior. Y lo dice. Aunque nadie lo escuche porque sus opiniones las expone de la boca para adentro en una serie de monólogos interiores amargos, tan ruines consigo mismo como con quienes lo rodean. Del lado del derecho, Julián sonríe mientras en el revés odia visceralmente a quien se le ponga enfrente. En ese juego de contrastes entre el exterior y el interior de un personaje central tan gracioso como patético y denso, se desarrolla Vaquero, ópera prima de Juan Minujín, quien también escribió el guión -junto con Facundo Agrelo Quintar-, e interpreta al profundamente neurótico Julián. Un esfuerzo notable que resulta en una película de igual medida. Puesto a pintar su aldea -el mundillo de los actores jóvenes consagrados o en camino de estarlo-, Minujín acierta con detalles que marcan el tono de una tragicomedia que vira hacia el drama unipersonal a medida que avanza el relato. Desde el inicio con una escena en el hall de un teatro donde el papá de Julián (un inspirado Daniel Fanego) insiste en lo bueno que son los otros, nunca él, pasando por la situación seudodegradante del casting, un ejercicio del auto marketing que les arruinaría el humor -y la vida- a muchos, Minujín construye un personaje que genera empatía pese a su agresivo mundo interior. Una dicotomía que el cuidadoso trabajo de fotografía de Lucio Bonelli interpreta impecablemente. Para aprovechar varios ángulos de la profesión del actor, Vaquero se detiene bastante en el rodaje de una película de época en la que Julián se cruza con los personajes interpretados por Leonardo Sbaraglia y Esmeralda Mitre, estrellas de ese film en el que al personaje de Minujín le toca un papel menor. Con pocos minutos en pantalla tanto Sbaraglia como Mitre consiguen sacarles el máximo provecho a personajes pequeños, pero de gran impacto para la trama. Lo mismo ocurre con Pilar Gamboa, como la seductora vestuarista que no se rinde ante los desplantes de Julián. En sus escenas compartidas Minujín y Gamboa logran algo tan difícil de conseguir como la química del romance: la química de la incomodidad. Así, mientras ella lo acorrala, a él sólo parece conmoverlo conseguir un papel en el western que un gran cineasta norteamericano llega para rodar en la Argentina. Esa figura mítica ni siquiera necesita aparecer en pantalla para aportarle densidad al relato e intensidad a la pelea interna de Julián, un vaquero suelto en la ciudad.