Una segunda parte sin gracia ni sentido Pocas historias aprovecha mejor Hollywood que aquellas centradas en la realización personal, el triunfo y la redención. Y si esos elementos del relato pueden combinarse con la presencia de estrellas prometedoras dispuestas a exhibir sus cuerpos como si se trataran de mercancía, el negocio parece ser redondo. Y lo fue en Magic Mike, la primera parte de este film basado ligeramente en las experiencias de su protagonista, el carismático Channing Tatum, como stripper. Ante el éxito de taquilla y público de esa película dirigida por Steven Soderbergh (que esta vez se encargó de la fotografía y la edición utilizando los seudónimos que figuran en la ficha de más arriba), la llegada de esta continuación era inevitable. Lo que sí se podría haber prevenido es la transformación del interesante estudio planteado por Soderbergh sobre la sordidez de un mundo supuestamente divertido en una comedia alocada carente de progresión dramática y de coherencia narrativa. La reflexión original devino en festejo descerebrado de la supuesta fantasía y alegría que brindan Mike (Tatum) y sus amigos. "Sanadores", como se autodenomina uno de ellos implicando, claro, que las mujeres que los siguen rociándolos con billetes y gritos histéricos están enfermas, tan carentes de afecto que hasta la fantasía -transacción económica- que los inflados muchachos le ofrecen es preferible a su realidad. Con su presencia escénica intacta y su habilidad para el baile puesta en primer plano, Channing merece algo mejor que un par de escenas apenas graciosas que lo deja más cerca de la parodia de sí mismo que del actor serio que puede llegar a ser. Los momentos más logrados de la película recaen en Joe Manganiello y Matt Bomer, dos de los bailarines que sueñan con ser quienes le devuelvan la sonrisa a las mujeres. Aunque sea más mueca desesperada que una verdadera muestra de alegría.
Queremos tanto a Hugh Grant En una de las escenas de este film, que se ocupa de desplegar la incapacidad de su protagonista para captar y seguir las reglas necesarias para el intercambio social armonioso, el guionista caído en desgracia (o más bien en desuso) se burla de una profesora de literatura especializada en el análisis de las novelas de Jane Austen. Su comentario, que intenta ser gracioso pero resulta desubicado, se refiere específicamente a Elinor Dashwood, la protagonista de Sensatez y sentimientos. La secuencia -graciosa, ilustrativa e incómoda-cobra más interés por su valor metadiscursivo, algo que sucede en todo el film escrito y dirigido por Marc Lawrence. Es que Hugh Grant, quien interpreta al desencantado Keith Michaels, fue Edward Ferrars en la versión cinematográfica del clásico de Austen, el tímido enamorado de la citada Elinor. Todo en la película de Lawrence parece pensado para que Grant se sienta cómodo y aproveche al máximo su probada habilidad en el género que lo hizo famoso, allá lejos y hace tiempo, con Cuatro bodas y un funeral. Es la cuarta vez que el director y el actor trabajan juntos, y si bien Escribiendo de amor es una película mucho menos ambiciosa que su primera y mejor colaboración, Amor a segunda vista, también es cierto que consigue revitalizar al género del que Grant fue estandarte hace 21 años. Esa época en que aquella pequeña película británica se volvió un fenómeno global también es recordada en Escribiendo de amor a su modo, describiendo el complicado pasado del protagonista: otrora guionista ganador del Oscar, Michaels no consigue trabajo en la industria del cine y la mejor solución que encuentra su agente para ayudarle a pagar las deudas es conseguirle trabajo como profesor de guión en una pequeña universidad al norte de la ciudad de Nueva York. Tan desesperado por un sueldo fijo como reacio a admitir su mal momento como escritor, Michaels intentará el traslado con todas las intenciones de boicotear la que tal vez sea su última oportunidad laboral (y personal también). Es que con sutileza el guión irá mostrando, como si fuera parte de las clases que imparte Michaels, todas las capas de las que está hecho su protagonista, que se desplegarán cuando conozca a Holly Carpenter, una madre divorciada decidida a completar su educación universitaria. Optimista y sensata, Holly podría haber sido un personaje demasiado esquemático, pero escapa de esa trampa gracias a la actriz que la interpreta: la talentosa Marisa Tomei. De hecho, cada uno de los personajes secundarios está construido con cuidado y a pesar de que Grant aparece en todas de las escenas del film, ellos también tienen posibilidades de desplegar sus habilidades. Allí está J. K. Simmons que, a diferencia de ese profesor psicópata que interpretó en Whiplash -y por el que ganó un Oscar este año-, acá le saca todo el jugo al amable decano de la universidad. Lo mismo hacen el comediante Chris Elliott y la siempre perfecta Allison Janney, otros integrantes de la facultad impactados por la aparición del personaje de Grant. Sin grandes despliegues técnicos, el trabajo de fotografía y la musicalización son más bien convencionales. Lo que más se destaca del film es su cariño por la palabra, la educación y, sobre todo, por su protagonista.
La espía que mata de risa En los últimos años, la comedia norteamericana se llenó de grandes dúos creativos. Sociedades compuestas por quién está detrás de cámara y un intérprete dispuesto a todo para llevar adelante el proyecto compartido. Ahí están, entre otros, los films de Will Ferrell y Adam McKay y Ferrell (El reportero: la leyenda de Ron Burgundy); los de Judd Apatow y Seth Rogen (Ligeramente embarazada) y los del propio Rogen con su coguionista desde la adolescencia, Evan Goldberg (Este es el fin). Y en medio de tanta fructífera colaboración masculina, la dupla que conforman el director y guionista Paul Feig y la actriz Melissa McCarthy parece ser la más popular por estos días. Luego de conocerse en la brillante Damas en guerra, en la que McCarthy conseguía destacarse en un papel secundario que le valió todo su éxito actual, Feig y su musa volvieron a trabajar juntos en Armadas y peligrosas, una comedia de acción que abrió el camino para que ambos llegaran a Spy: una espía despistada, su mejor película hasta el momento. Escrito por el propio Feig, el film cuenta las aventuras de Susan Cooper, una inteligente y capaz agente de la CIA, confinada a un trabajo de escritorio por el espía Bradley Fine (Jude Law), al que asiste en sus misiones y del que está no tan secretamente enamorada. La combinación de comedia e intriga internacional a lo James Bond no llega a la parodia -aunque muchas veces la roza- gracias a la versatilidad de todos sus intérpretes, entre los que se destacan en papeles secundarios la comediante británica Miranda Hart, la gran Allison Janney y, especialmente Rose Byrne y Jason Statham. Mientras que Byrne consigue transformar a la villana del cuento -la traficante de armas Rayna Boyanov- en un personaje hilarante y ridículo sin volverla una caricatura, el gran actor de acción que es Statham también demuestra su tempo para la comedia como el espía más intenso, torpe y exagerado del que se tenga memoria. Y entre todos ellos, cada uno con su justo momento para brillar gracias a un guión impecable e implacable, está la protagonista, que es digna heredera de comediantes como Lucille Ball o Carol Burnett. Todos ellos intérpretes, como McCarthy, con una especial habilidad para el humor físico y para transmitir emoción aun en las circunstancias más disparatadas. Claro que, a diferencia de aquellos próceres de la comedia norteamericana, McCarthy consigue colar entre espectaculares escenas de acción y las cataratas de inventivos improperios, una reflexión sobre el lugar de las mujeres en el mundo. Que una comedia de Hollywood se proponga cuestionar la importancia que se la da al aspecto físico, los cánones de belleza impuestos y el desprecio con el que deben convivir quienes no los cumplen podría parecer una tarea tan desubicada como potencialmente solemne. Sin embargo, en manos de la dupla McCarthy-Feig, el mensaje no acalla las risas y, de hecho, consigue potenciarse entre tanto humor a veces físico, a veces escatológico y siempre imperdible.
Cuento de hadas en el reino animal. Los estudios Disney tienen una larga tradición de presentar a los animales con rasgos humanos, fieles compañeros del héroe o el villano, cómicos al paso en historias que a veces pueden tornarse demasiado oscuras para el público infantil. En este caso, esa tendencia antropomórfica se aplica a una nueva entrega de la serie de documentales que antes mostraron aspectos inéditos de los felinos de África o los chimpancés. Aquí los protagonistas son un grupo de monos de Sri Lanka, una sociedad estratificada y con jerarquías tan marcadas y aparentemente inamovibles que en un principio la didáctica explicación del entramado social selvático deja poco lugar para las historias de superación y triunfo que tan bien le funcionan a este tipo de producciones, apuntados al público familiar y especialmente infantil. Sin embargo, luego de presentar a los integrantes del grupo, el líder Raja y las tres soberanas todopoderosas, el film se esfuerza por encontrar a su Cenicienta. Y allí está ella, Maya, inteligente, habilidosa para sobrevivir aun en las peores circunstancias y con un peinado de lo más moderno. Cada día en la vida de la protagonista es una lucha por conseguir alimento, por seguir las reglas de la realeza y soportar lo que la película presenta como sus abusos, una peculiar manera de representar los modos de la naturaleza que se supone que esta serie de documentales celebra. Sin embargo, hasta la más humilde de los simios tendrá su momento de solaz. Como si se tratara de un cuento de hadas entre monzones y peligrosos depredadores, a Maya le llega su príncipe azul, Kumar. Claro que el cortejo no será sencillo, como describe en detalle el recargado relato en off. Una constante catarata de explicaciones y bromas que las bellas imágenes no necesitaban. Especialmente en pasajes bellamente evocativos como el día del vuelo de las polillas, que suena muy prosaico y, sin embargo, resulta en uno de los momentos más poéticos de una película que los esquiva a favor de cierto humor zumbón que en la versión en inglés (con subtítulos) ni la voz de Tina Fey consigue rescatar.
Los hermanos sean unidos. "¿Te acordás?", pregunta uno. "Sí, me acuerdo", contesta el otro. No importa si la que interroga es Dina y el que responde es su hermano Pascual -Pascualino en realidad por un capricho de su madre fanática de "los cantantes de los sesenta"-, o viceversa. Lo que importa, lo fundamental en el relato de Pistas para volver a casa, es el intercambio entre los dos. El ida y vuelta entre dos hermanos adultos que de maneras distintas, pero igualmente traumáticas llegaron a esa adultez golpeados por el abandono de su madre. Una herida que vuelve a abrirse inesperadamente cuando su padre tiene un accidente en medio de una ruta camino a Entre Ríos para recuperar a la mujer que nunca olvidó. A partir de ese accidente, además de aquel dolor y abandono se pondrá en juego el amor filial nunca sencillo pero inquebrantable entre Dina y Pascual, un vínculo que el guión escrito por la también directora Jazmín Stuart construye con cuidado y habilidad notable. Un eje narrativo sutil y emocionante al que contribuyen las actuaciones de Érica Rivas y Juan Minujín como los hermanos en cuestión, así como Hugo Arana y Beatriz Spelzini, en el papel de los padres. Sin embargo, el film no se limita a explorar la interesante relación entre Dina y Pascual, sino que en tren de seguir de cerca cómo evoluciona el encuentro al que los obliga un padre que parece estar perdiendo contacto con la realidad, por momentos todo se transforma en una búsqueda del tesoro literal. Y aunque se entiende el intento de Stuart de utilizar algunos de los recursos del thriller para hacer avanzar el recorrido de los hermanos, lo cierto es que el cambio de tono resulta algo brusco, y ciertos giros argumentales se resuelven con encuentros casuales y situaciones poco realistas. Aun así, aunque la mezcla de géneros no termine de funcionar y desvíe o diluya la intensidad del conflicto familiar, Pistas para volver a casa logra mostrar la capacidad de su directora y guionista para plantear una trama sensible y para conseguir inesperados momentos de humor entre la tristeza y las lágrimas de una familia partida. Que siguen preguntándose qué pasó y qué recuerdan, y a pesar de que no puedan ponerse de acuerdo sobre el pasado, de alguna manera, consiguen encontrarse en el presente.
Hadas, bestias y una tierna amistad. Después de seis películas dedicadas a Tinker Bell y sus amigas, está claro que el personaje conocido por formar parte del relato de Peter Pan ya hace tiempo que tiene vuelo propio. De hecho, el vuelo y esas alitas brillantes que aparecen siempre en primer plano, demostrando una y otra vez el carácter mágico de todo el cuento, hicieron mucho por establecer la popularidad de esta serie de films entre el público infantil. Aunque los primeros intentos de establecer a Tinker Bell (la Campanita de antaño) no se destacaban por la sutileza de sus mensajes pedagógicos y en algún momento exageraban con las lecciones camufladas entre haditas varias, lo cierto es que en este caso la fórmula alcanzó su mejor medida. Esta vez en el centro del relato que transcurre en el bellísimo y pacífico mundo de las hadas está Fawn, cuya labor y pasión en la ordenada sociedad mágica es ocuparse del bienestar de los animales con los que conviven. Claro que el cariño y el cuidado de Fawn por todo bicho que se le cruce a veces provocan más de un inconveniente para el resto. Sus amigas, con Tinker Bell a la cabeza, la protegen y defienden incluso cuando insiste en cuidar a un pichón de águila que podría devorarlas sin esfuerzo, pero sus impulsos no son tan bien vistos por las exploradoras, una fuerza de elite encargada de cuidar la seguridad del valle de las hadas. Una seguridad que se verá seriamente amenazada cuando la tierna e impulsiva Fawn se cruce con la bestia del título. Una cruza entre oso, mono y comadreja, Gruff, así bautizado por su protectora, tiene unos ojos verdes y unos colmillos que no auguran nada bueno, al menos eso piensan todos menos Fawn. Con muchos momentos de humor que nunca abandonan la vocación familiar de todo el film (aquí no hay guiños cómicos diseñados para los adultos que dejen a los chicos afuera), la historia avanza de una escena de acción a la otra con alguna secuencia de emoción para equilibrar todo el asunto. Gracias a un papel protagónico bien escrito, a quien acompaña un grupo de personajes secundarios que aportan coherencia y variedad de miradas al relato, Tinker Bell y la bestia de Nunca Jamás entretiene, emociona y consigue que aun el mensaje lleno de lecciones sobre la vida resulte parte integral y necesaria de la trama.
La historia de un chico y su robot Pasó un año, una eternidad cuando se trata de medir el interés sostenido del público infantil, y la pasión por Frozen, sus personajes y sus canciones (con "Libre soy" como himno y estandarte) aún no se extingue. En ese contexto aparece Grandes héroes, la respuesta para varones al relato de amor fraternal que latía en el centro del cuento de princesas. Que aquí son reemplazadas por robots y superhéroes marca Marvel. De la belleza visual del mundo helado del reino de Arendelle pasamos a las maravillas de San Fransokio, un lugar en el que la occidental San Francisco se cruza con la oriental Tokio. Y algo de esa combinación, de ese espíritu de amalgama global, se traslada al estilo del relato, que se apoya en ciertos rasgos del animé sin dejar de ser esencialmente Disney. Con varias cucharadas de Marvel. A veces, la mezcolanza funciona muy bien, especialmente cuando aparece en escena el robot Baymax, un torpe gigantón, primo cercano del muñeco de Michelin, que funcionará como el guardián y conejillo de Indias de Hiro, el protagonista, un adolescente de 14 años genial, capaz de inventar los más fantásticos artefactos sin abandonar cierta resistencia a la paciente guía de su hermano mayor Tadashi. Huérfanos que viven con una tía algo despistada, Hiro y Tadashi parecían destinados a revolucionar el mundo con sus creaciones, pero esto es Disney: entre tantos detalles visuales y unos personajes secundarios con carisma suficiente para tener su propia película, una tragedia cambia todos los planes, además de volver denso un guión que se hubiera beneficiado con una narrativa algo más sutil. Por suerte, para equilibrar el melodrama están las escenas de acción dignas de formar parte de cualquier tanque de Hollywood y que, como en esas películas, demuestran el alcance de la animación actual. Un arte apoyado tanto en los prodigios de la tecnología como en fantásticos personajes como Baymax.
Un plato sin demasiado sabor Los reality shows dedicados a la gastronomía están de moda. El género -nutrido, interesante y con potencial para presentar brillantes episodios televisivos- transformó en pocos años a los cocineros en estrellas y a sus manjares y cocinas en paraísos aspiracionales para el vulgo freidor de minutas. Para aquellos que gustan de seguir los concursos en busca del nuevo niño terrible de las hornallas y los viajes por el mundo de cocineros/celebridades/gurúes del buen vivir, todo lo que muestra y cuenta Chef: la receta de la felicidad tendrá poco de novedoso. Y demasiado de cuento autoindulgente. En el mundo que escribió, dirige y protagoniza Jon Favreau, él es Carl Casper, un chef que empezó su carrera como el joven maravilla de los sabores, pero que en algún momento perdió el Norte, tal vez cuando se separó de la bella, comprensiva y sexy Inez, interpretada por Sofía Vergara. O quizás el tropezón haya ocurrido cuando empezó a trabajar en el restaurante propiedad del conservador Riva (Dustin Hoffman). Lo cierto es que divorciado, con una relación apenas funcional con su hijo y empeñado en cambiar el rumbo de su carrera, Carl desbarranca cuando un crítico culinario a cargo del siempre brillante Oliver Platt lo destruye con malicia. El film se tomará tanto tiempo en desarrollar la caída que al llegar el momento del proceso de reconstrucción personal y profesional habrá más fatiga que intriga. Y entonces el viaje que llevará a Carl, a su hijo y a su fiel ladero Martin (un caricaturesco John Leguizamo) a recorrer puntos clave de la gastronomía norteamericana a bordo de un camión/cocina repetirá fórmulas ya probadas en ciclos televisivos con una edición de la que Favreau se podría haber beneficiado. Pero claro, esto es cine y para demostrarlo ahí están en pantalla los famosos amigos del director como Robert Downey Jr. (confirmando su capacidad de robarse escenas), Dustin Hoffman y Scarlett Johansson, estrellas que les disputan el centro de la escena a esos apetitosos platos mejor preparados que el film que quedó lejos de su punto ideal.
Comedia romántica tras los pasos de Harry y Sally Si esta película no se empeñara tanto en intentar acercarse de todas las maneras posibles a la decana de las "comedias románticas de amigos", la decepción que produce tal vez pasaría más inadvertida. Después de todo, a pesar de buscar hacernos pensar todo el tiempo en Cuando Harry conoció a Sally, la historia de Wallace y Chandry tiene bastante encanto por sí misma. Él, un estudiante de medicina con el corazón roto y una actitud más que cínica sobre el amor, la conoce a ella, una tierna animadora con la que enseguida congenia lo suficiente como para dejar de lado la amargura que lo acompaña desde que su antigua novia lo engañó. El problema, claro, es que Chandry tiene un novio del que está enamorada y su interés en Wallace es meramente platónico. Así se plantea el dilema: ¿es posible, o incluso aconsejable, llevar adelante una amistad sobre esas bases? La respuesta no importa tanto como el desarrollo del relato, en el que Wallace y Chandry empiezan a pasar mucho tiempo juntos y las líneas divisorias empiezan a ser cada vez más borrosas, al menos para él. Con más de un guiño tomado de (la mucho más interesante) 500 días con ella, ¿Sólo amigos? se despega del montón de películas románticas que no consiguen dar con la elusiva fórmula del éxito gracias a su elenco. Daniel Radcliffe le aporta a Wallace toda la energía nerviosa y la sensibilidad que el personaje requiere, mientras que Zoe Kazan logra contener el exceso de dulzura de Chandry. Aunque el que se roba cada escena es Adam Driver, como el siempre necesario mejor amigo del protagonista.
Cronenberg, en el paseo de la fama Hay cuerpos lastimados, con heridas de las visibles y de las otras. Hay personajes certificadamente inestables y otros que, sin certificado, igual podrían concursar para el premio de desequilibrado del año. Hay familias disfuncionales que con sus retorcimientos renuevan y refrescan el concepto hasta darle nuevas y perversas declinaciones. Hay fantasmas, tramas en espejo y un poema -"Libertad", de Paul Eluard- que funciona como leitmotiv de varios de los personajes y del desarrollo de la narración. Hay tantas cosas en Polvo de estrellas y todas ellas son reconocidas marcas de autor de David Cronenberg, que esta vez llevó a Hollywood su festival de sangre, dolor y heridas. Casi como si se tratara de un neuropsiquiátrico a cielo abierto, la capital de la industria cinematográfica sirve como marco para que Cronenberg despliegue sus preocupaciones habituales. Claro que esta vez, quizás por su afán -o el de su guionista, Bruce Wagner- de mantenerse actual y en contexto, la historia coral carece del espesor de films como Pacto de amor;eXistenZ, mundo virtual o Crash, extraños placeres, por citar un puñado de obras en las que el sexo, el amor filial y la violencia son, como aquí, armas de doble y triple filo que lastiman a todos los involucrados. En este caso, el tono es más paródico y más cercano al humor negro -negrísimo- que al terror psicológico de antaño, aunque ahora también asomen imágenes gore, escatológicas y no aptas para espectadores sensibles o poco acostumbrados a los modos del cineasta canadiense. Más allá de la transparente denuncia a los excesos de la sociedad de consumo e información representada por Hollywood, la historia y los personajes de Polvo de estrellas tienen vida, respiran, aunque sea un aire más bien contaminado. Y ninguna más contaminada que la estrella en decadencia que interpreta Julianne Moore, una patética y malvada actriz que entre masajes, terapias alternativas y desesperados intentos de salvar su carrera, se cruzará con Agatha, una misteriosa joven, aparente víctima de un incendio, que llega a Los Angeles en busca de algo más que las mansiones de las estrellas. El duelo entre la explosiva interpretación de Moore y la restringida actuación de Mia Wasikowska como la perturbada Agatha le da impulso a un relato que a veces se detiene demasiado en nombrar famosos (de Tatum O'Neal a Drew Barrymore, pasando por Emma Watson, Juliette Lewis, Al Gore y P.T. Anderson) y en aludir a situaciones reales. De hecho, cuando el relato se aleja de las minucias de Hollywood para volver a centrarse en la psicótica familia que integran los personajes de John Cusack, Olivia Williams y Evan Bird (un joven que parece resumir todo lo que está mal con la industria del cine), el film recobra la inquietante densidad por la que Cronenberg es tan conocido.