Romance plagado de clichés Para que una comedia romántica funcione, es decir, que sea entretenida, creíble y fantástica al mismo tiempo, son muchos los elementos que se necesitan poner en el juego. El principal pasa por presentar personajes que resulten interesantes y complejos en sí mismos y que su atractivo aumente cuando aparezcan juntos en pantalla. También se trata de contar una historia que suene realista y al mismo tiempo retrate el inexplicable instante del enamoramiento y todo lo que viene después. En el caso de El karma de Carmen, casi ninguna de esas reglas se cumple y lo que empieza como un intrigante retrato de una mujer peculiar y repleta de contradicciones avanza hasta convertirse en una sumatoria de estereotipos y clichés. Carmen, interpretada por una sólida Malena Solda que a pesar de sus esfuerzos no consigue dotar de simpatía a su criatura, se debate entre sus manías neuróticas y un malhumor que no ceja. Ni siquiera cuando gana un viaje a Mar del Plata en una rifa o cuando su hermano intenta emparejarla con Javier (Surraco), uno de sus amigos. Entre las pocas pulgas de ella y los irritantes modos de él, el guión no construye la necesaria empatía con los protagonistas-el personaje más carismático es el de la mejor amiga, interpretado por Laura Azcurra-, ni logra transmitir el encanto del género al que pretende pertenecer.
Tontos, graciosos y puro corazón Desde la primera escena hasta la última, Comando especial 2 es una comedia llena de energía, absurdo, pequeños momentos desopilantes y grandes despliegues de acción que no da respiro. Pero esta secuela de la exitosa Comando especial, que al mismo tiempo era una versión de la serie televisiva 21 Jump Street -más famosa por haber sido la plataforma a la fama de Johnny Depp que por su calidad-, es bastante más que una película divertida. O tal vez no se trate de ser más que divertida si no de la manera de serlo. En este caso, el modo es inteligente, autorreferencial y desprejuiciado. La consigna parece haber sido probar los límites del juego de la comedia física y verbal y ver cuán elásticas y flexibles eran las capacidades de Jonah Hill y Channing Tatum, los protagonistas de todo el asunto, para ponerse al hombro una película que contiene una pelea contra un pulpo bastante agresivo, reflexiones sobre la homofobia y, entre muchas otros cosas, referencias más o menos veladas al funcionamiento de la industria del cine. Ante el desafío de los directores Phil Lord y Christopher Miller, responsables de las notables Lluvia de hamburguesas y La gran aventura Lego, Hill y Tatum respondieron con un par de actuaciones brillantes. Gracias a ellos, lo que podría ser una comedia más, otra zarpada -aunque siempre necesaria- excursión de Hollywood por un género que parece casi haber abandonado, resulta un film que además del humor juvenil cuenta con un corazón enorme. Porque gracias a la química que generan los actores en pantalla cada escena tiene una emoción inesperada. Con un cruce de miradas de los policías Jenko (Tatum) y Schmidt (Hill), el relato pasa de la situación más ridícula y divertida -para muestra alcanza la escena del procedimiento en el que se cruzan con el villano de turno, el siempre efectivo Peter Stormare- a transitar los sensibles caminos de la amistad puesta a prueba. Esta vez, el vínculo entre los despistados Jenko y Schmidt se tensará cuando una nueva misión los lleve a infiltrarse como estudiantes de primer año en una universidad donde se vende una nueva droga de diseño. Casi un calco de su aventura de la película anterior, aunque aquélla transcurría en una escuela secundaria. Antes y ahora, el hecho de que su aspecto juvenil ya no lo es tanto forma parte de toda la gracia. "Hagan lo mismo que antes y todos seremos felices", les dice uno de sus jefes, interpretado por Nick Offerman (que, como en la serie Parks & Recreation, hace muchísimo con pocos minutos en pantalla), y el comentario funciona como un guiño a la lógica de las secuelas. Una estructura que Comando especial 2 hace volar por el aire burlándose de ella en un juego metadiscursivo que incluye la carrera de los protagonistas, el personaje que interpreta el actor y rapero Ice Cube y unos créditos finales que se ríen de esa afición de Hollywood por repetir fórmulas exitosas ad infinitum y hasta exprimirles la última gota. Un chiste efectivo que es también advertencia para lo que viene: un tercer capítulo de las aventuras de Jenko y Schmidt.
Un plato demasiado artificial y empalagoso En los primeros minutos de este film se define rápidamente el tono de lo que se verá a continuación. Al relatar la historia de su vida y las razones de su familia para ir a Europa, Hassan Kadam (Manish Dayal) le cuenta a un oficial de migraciones que su salida de Mumbai ocurrió luego de una tragedia en la que murió su madre y perdieron todo lo que tenían. Y entonces vemos los actos de vandalismo provocados por -según nos explica el joven- "una elección donde alguien ganó y otro perdió". Si el diálogo pretendía ser gracioso falló estrepitosamente, pero sí advierte sobre lo que vendrá: un relato superficial que roza temas como la xenofobia, las obligaciones familiares, la identidad y hasta la patria, pero no se detiene en ninguno de ellos ni le interesa dotarlos de emoción o profundidad. Porque acá lo que importa es la comida. "Sí, la comida te hace recordar", dirá uno de los personajes mientras unos tomates y ajíes tendrán la dudosa suerte de ser enfocados con tal cuidado que en lugar de parecer apetitosos resultan plásticos, artificiales. Tan artificiales como las emociones que provoca el relato que cruza a los Kadam, comandados por Papá -interpretado por el maravilloso Omar Puri- con Madame Mallory, la dueña del sofisticado restaurante que quedará justo a 10 metros del que abrirán ellos llevando consigo algo de los sabores de la India a un pintoresco pueblito francés. Dirigida por el sueco Lasse Hallström, este film queda bien lejos de su trabajo en Un amor imposible (Salmon Fishing in the Yemen) y, en cambio, se suma al grupo de sus películas como Chocolate, Un lugar donde refugiarse y Querido John, todas ellas, como ésta, adaptaciones de best sellers en las que el director se debate entre el empalago y la insipidez. Pero claro, Helen Mirren está ahí para insuflarle vida al film y a todas las escenas en las que participa, aunque el acento francés al que está obligada a utilizar no lo sienta. De todos modos, consigue dotar a su Madame Mallory de un espesor que eleva todo el film, especialmente cuando comparte escenas con Puri. Juntos insinúan lo que la película podría haber sido, pero no es. Es que en el afán de contar la historia de vida del genio culinario Hassan insistiendo con poco inspiradas metáforas gastronómicas -los peligros de una descuidada adaptación de la página a la pantalla- Un viaje de 10 metros termina convertido en un producto que a papá Kadam y al resto de los suyos los hubiera dejado helados.
Acción sin encanto A poco de comenzada esta película, entre una escena de acción confusa y otra de diálogos más confusa aún, uno se pregunta a qué público está dirigida. En quiénes pensaban los que decidieron que era una buena idea volver a contar el origen de las tortugas ninja adolescentes, nacidas en un cómic de los años ochenta y transformadas en protagonistas de una serie de dibujos animados -ya con varias remakes encima- y de unos films bastante olvidables. Por lo que se ve en pantalla (violentas escenas de peleas en la oscuridad realizadas con una inquieta cámara en mano que hasta para los adultos resultan difícil de seguir) la idea no era convocar al público infantil que adora los dibujitos que emite la señal Nickelodeon. Es posible que todo esté dirigido a sus padres, esos que disfrutaron de las primeras aventuras de las tortugas bautizadas con nombres de artistas del Renacimiento (Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Ángel), adultos nostálgicos que se merecían una película con algo más de sustancia, más divertida y respetuosa del original, aquel que tenía cierto encanto, mucho de absurdo y varios elementos paródicos. Después de todo, se trataba de una historieta protagonizada por cuatro tortugas ninjas mutantes y adolescentes entrenadas por un maestro de las artes marciales que además era una rata de alcantarilla y una intrépida periodista, April O'Neil, que descubría su existencia y se unía a su lucha contra el malvado clan criminal El Pie. Sin embargo, todos esos ingredientes que bien integrados resultan muy divertidos para chicos en edad preescolar, al ser contados con los modos de una película de artes marciales encabezada por personajes anabolizados y despejados de toda ternura, no consiguen más que desconcertar al espectador. Hasta pueden molestarlo con la interpretación que Megan Fox hace de April, la supuesta heroína de todo el asunto que gracias a esta versión es poco más que una muñeca Barbie no demasiado articulada y el remate de unos desagradables "chistes" misóginos.
Esta es una de esas películas cuya entrada debería venir acompañada por un pequeño manual de instrucciones en el que se recomiende dejar de lado los pochoclos e ingresar en la sala con una caja extra large de pañuelos de papel y anteojos de sol para cubrir las consecuencias de pasar dos horas llorando en la oscuridad de la sala. Porque hay que decirlo: más allá de sus méritos (que los tiene) y sus fallas (que las tiene también), lo que más se recordará de Bajo la misma estrella es lo mucho que hizo llorar. Algunos espectadores ya sabrán, especialmente si son adolescentes, de qué trata el film porque está basado en la novela escrita por John Green, que fue y sigue siendo un suceso entre los jóvenes lectores. El relato empieza siendo triste (su protagonista y heroína es una adolescente enferma de un cáncer que más temprano que tarde terminará con su vida) y termina siendo tristísimo. Lo que sucede entre uno y otro extremo es la tierna historia de amor entre Hazel, la chica en cuestión, y Augustus, un joven al que conoce en un grupo de contención para quienes sufren la enfermedad. Casi una trampa para el golpe bajo y la resolución melodramática, el film dirigido por Josh Boone y adaptado por Scott Neustadter y Michael H. Weber (500 días con ella) logra evitar el tropiezo en buena parte de su desarrollo, que incluye visitas al hospital, un viaje en busca de respuestas existenciales y el temor de la protagonista a enamorarse porque es una "granada a punto de explotar". Inteligente, ocurrente y necesitada de la vida de adolescente normal que nunca tuvo, Hazel es un personaje interesante, divertido y vivaz (o todo lo vivaz que puede ser alguien con un tanque de oxígeno como accesorio permanente). Tal vez interpretada por otra actriz que no fuera Shailene Woodley, podría provocar más lástima que otra cosa, pero lo cierto es que gracias a los aciertos del guión y la actuación de la perfectamente fotogénica Woodley, Hazel ocupa cada rincón de la pantalla y consigue una empatía que no sólo está hecha de la pena que le tenemos. A su lado, todos parecen estar algo fuera de registro, exagerados en su dulzura (como la mamá que juega Laura Dern) o en su amargura. Es que, entre tantas buenas intenciones, aparece el personaje de Willem Dafoe, el autor del libro favorito de Hazel, un misántropo que funciona como una suerte de villano externo en una historia en la que el enemigo es siempre interno e implacable. A medida que avanza el relato y la fantasía del romance juvenil que llena corazones e inunda lagrimales, el film se enreda en pasajes demasiados esquemáticos y cae en la tentación de resolver situaciones con un sentimentalismo exagerado. Sin embargo, por cada escena fallida (ver la del museo de Ana Frank) hay muchas otras que funcionan y cumplen con el mandato del subgénero de las películas para llorar: contar una historia de amor que dé rienda suelta a las lágrimas y empape los pañuelos.
Novela cursi salvada por sus actores Si no fuera por una muerte violenta, una depresión aguda y un secuestro en el centro del relato, Aires de esperanza podría ser un cuento de hadas o el argumento de una novela rosa de ésas que ya ni siquiera se producen para las tardes televisivas. Nada de lo que sucede en pantalla a partir del momento en que el dúo de madre agorafóbica e hijo adolescente sobreadaptado se cruzan con un fugitivo de la Justicia resulta creíble o tiene siquiera atisbos de realismo, aunque el director Jason Reitman tampoco se anima a desarrollar su film como una fantasía. Si así lo hiciera, al menos el confundido tono de su historia tendría alguna justificación. Lo cierto es que el realizador de muy interesantes películas como La joven vida de Juno, Gracias por fumar, Amor sin escalas y Young Adult aparentemente agotó su provisión de humor irónico y cinismo en aquellas películas y para ésta sólo pudo cargar las tintas de una cursilería que siempre había esquivado. Adaptada de una novela de Joyce Maynard, la historia de Aires de esperanza transcurre en 1987, en un pueblo donde todo el mundo se conoce y todo el mundo sabe que Adele no sale mucho -casi nada-, de su casa y que su hijo Henry se ocupa de ayudarla en sus esporádicas excursiones. El chico, un adolescente entre asustado y preocupado por la evidente depresión de su mamá, es el responsable de relatar los eventos que cambiarán para siempre su vida cuando Frank, un hombre preso por asesinar a su esposa, escape y se cruce en el camino de ambos. A partir de ese encuentro, lo que parecía ser otro cuento sobre adolescentes aprendiendo a vivir y adultos creciendo junto a ellos vira a ensoñación romántica sostenida por un personaje que podría ser un príncipe azul, si los príncipes azules pasaran 18 años en la cárcel y se escaparan con unas ganas terribles de jugar a la casita con una mujer depresiva y su hijo. Todo es bastante absurdo y la búsqueda de metáforas es demasiado forzada; sin embargo, el film cuenta con una ventaja que compensa muchas-no todas- sus fallas. Se trata de Kate Winslet, una actriz capaz de darle vida hasta al más esquemático y plano de los personajes. Una intérprete que con una mirada, un suspiro y esa belleza tan real consigue hacer algo más creíble la relación que se establece entre su personaje y el Frank que juega Josh Brolin, quien también logra defender a su criatura. Con mucho carisma, el actor hasta consigue otorgarle cierto aire de amenaza que el guión apenas insinúa, pero nunca se anima a desarrollar, al transformarlo en un amo de casa repleto de frases entre tranquilizadoras y seductoras que resultan más incómodas que otra cosa.
Ya hace unos años los estudios Disney descubrieron que más allá de crear nuevas historias animadas desde cero contaban en sus extensos archivos con un material y unos personajes que les servían de base para construir todo un universo. Y todo a partir de una hadita verde que en castellano solía llamarse Campanita, pero que en el camino de tener sus propias películas adoptó su nombre en inglés, Tinker Bell, en todo el mundo. El film que se estrenó ayer es la más reciente entrega de una serie que transcurre en la tierra de las hadas y que sigue las aventuras de Tinker Bell y sus amigas, un grupo en el que cada una tiene su habilidad y tarea designada, un arreglo que las hace a todas muy felices porque, cuestión de magia o destino, sus profesiones coinciden con sus personalidades e intereses. Claro que no todo es tan perfecto en el ordenado mundo de las hadas. Una aldea plena de colores y bellos personajes que vuelve a demostrar el valor del sello de Disney cuando se trata de este tipo de animación. Así, en medio de las hadas dedicadas al cuidado de los animales, las plantas, el viento o el agua aparece Zarina, una obrera de la fábrica de polvillo mágico que se produce en cuidadosa cadena para que todos puedan seguir volando a gusto y placer por todos lados. Claro que la hadita sueña con algo más que esa labor llena de reglas y restricciones que le tocó en suerte y que no coincide con su espíritu inquisitivo y curioso. Zarina es una rebelde que no deja de cuestionar a sus superiores y que dejará todo atrás para surcar los mares junto con unos piratas encabezados por James, un personaje que algunos reconocerán como el capitán Hook de la historia de Peter Pan y la Tierra de Nunca Jamás, de J.M. Barrie, punto de partida de todas las aventuras de Tinker Bell y los suyos. Con un gran atractivo estético y algunos pasajes bastante entretenidos, este film no sabe qué hacer con su personaje más novedoso, la cuestionadora Zarina. Curiosa e incomprendida, la hadita se transforma en interesante villana, pero enseguida y sin demasiadas explicaciones todo debe volver a la "normalidad" en el universo de las hadas para que Tinker Bell y compañía sigan haciendo cada una lo suyo. Y sin chistar.
En 1983, cuando se publicó la novela de Mark Helprin en la que está basado este film, el crítico de The New York Times Benjamin De Mott escribió en su reseña: "Hacía tiempo que no leía un trabajo tan gracioso, reflexivo, apasionado o tan sentido. Bien usado, podría inspirarnos y reconfortarnos. Un cuento de invierno es un gran regalo para tiempos de gran necesidad". Lamentablemente, en esta adaptación del consagrado guionista y director debutante Akiva Goldsman es poco lo que queda de aquella maravilla literaria. Considerada una obra infilmable por los elementos de realismo mágico y fantasía, además de los múltiples saltos temporales que llenan sus 700 páginas, la tarea de adaptar la novela parece haber superado las habilidades de Goldsman. Es que el experto guionista y productor de films como Soy leyenda y Una mente brillante , entre otras películas de gran éxito, quedó atrapado en el laberinto de los saltos de tiempo, el relato romántico y la historia de ángeles y demonios que decidió contar. En el centro de todo el enredo está la historia de Peter Lake, un bebe que en 1895 llega con sus padres inmigrantes a las costas de Nueva York, de donde son rápidamente expulsados por problemas de salud. Desesperados, los padres deciden transformar a su hijo en un moderno Moisés a bordo de un bote que lo llevará, literalmente, a buen puerto. Unos años más tarde, el huérfano es un ladrón con talento y más bondad que la que su jefe, Pearly Soames, puede aceptar. El muchacho es interpretado por Colin Farrell, un buen actor que acá debe superar el doble escollo de hacer creíble que tiene poco más de 20 años y evitar -sin éxito alguno- que el espectador se distraiga de sus conflictos por el espantoso peinado que le tocó en suerte. Perseguido por el malvado Soames, jugado con ridícula exageración por Russell Crowe, Peter Lake conocerá el amor encarnado por la bella y moribunda Beverly Penn, un personaje que gracias a la interpretación y la fotogenia de la británica Jessica Brown Findlay resulta lo mejor de la película. Y, de hecho, consigue que al menos por un rato Un cuento de invierno tenga sentido y hasta emocione con ese romance cruzado por el destino, un par de milagros y la lucha entre el bien y el mal.
Un documental que pronosticó la caída Hacia el final de este documental protagonizado y producido por Justin Bieber y sus colaboradores más cercanos, después de cuidadas imágenes de canciones perfectamente coreografiadas y pasajes del detrás de escena igual de ensayados, y cuando ya nadie lo esperaba, algo de verdad se mete por la ventana de la historia. "Él en realidad no entiende qué es el fracaso", dice el productor musical Rodney Jerkins con tono de resignación. Y esa reflexión honesta, una de las pocas que aparecen en el film, resume todo lo que se vio antes en la película y lo que sucedió después en la vida y la carrera de la estrella caída del pop. Un chico que a los 19 años ya tiene más éxito, fama y millones que sensatez y que aun antes de su arresto en Miami la semana pasada estaba necesitando limpiar su imagen para mantener el negocio a flote. Especialmente para conservar a esas fans infantiles de las que no para de hablar cada vez que aparece en pantalla. Esporádicos segmentos filmados durante una charla con su representante, un par de amigos y el director del film, Jon M. Chu, que en algún momento le preguntará si no teme convertirse en un desastre como Lindsay Lohan, Britney Spears o Michael Jackson. La respuesta de Bieber podría pasar por inocente y algo arrogante si no fuera por los hechos recientes. El muchacho sonríe, dice que no, que él tiene los buenos valores que le enseñó su mamá y que cuando era chico nunca faltaba a misa los domingos. Claro que, más allá de lo que dice, la tensión y la incomodidad se perciben claramente, un clima muy diferente del que tenía Justin Bieber: Never S ay Never, el documental de 2011 en el que se relataba el ascenso de la estrella desde su pueblito canadiense natal hasta el show agotado en el Madison Square Garden. También dirigido por Chu, aquel film insistía en la importancia de los sueños, en la fidelidad de los fanáticos y el poder de YouTube como un medio de difusión inmejorable. Pero, sobre todo, dejaba entrever las razones del suceso de Bieber, su simpatía y su carisma, que, sólo dos años después, se perciben cuando está sobre el escenario. De hecho, para los buscadores de poco felices coincidencias, el show que constituye la columna vertebral del relato es uno que el cantante dio en 2012 en Miami, la misma ciudad en la que la semana pasada Bieber parece haberle puesto punto final a la ilusión de inocencia que muchas de sus jóvenes fanáticas aún defendían. Muy parecido a otros documentales promocionales de su tipo, con un gran despliegue a la hora de mostrar el concierto y muy poca sinceridad en el resto de los pasajes, Justin Bieber: Believe fue pensado para fanáticos y terminó siendo material de archivo sobre la caída libre de su ídolo.
Hacia la mitad de El misterio de la felicidad , cuando parte de la intriga que plantea el desarrollo del film empieza a resolverse de manera algo abrupta, mostrando transformaciones en los personajes principales que no responden a una evolución dramática demasiado coherente, es imposible no preguntarse qué pasó. Cómo Daniel Burman partió de una premisa interesante, rica en situaciones tanto humorísticas como dramáticas para llevarla a un territorio que desnuda las carencias de un guión que en lugar de fluir se demora en episodios que no consiguen hacer avanzar la trama. Todo comienza en una entretenida secuencia de presentación de los personajes centrales, Santiago (Guillermo Francella) y Eugenio (Fabián Arenillas). Amigos y socios de toda la vida ambos estructuran su vida alrededor de su negocio y sus hobbies, pero sobre todo alrededor de una complicidad que no requiere palabras para expresarse. Se ve que Santiago y Eugenio aman las rutinas tanto como ganar los torneos de paddle y buscar tipos en el Veraz. Sin embargo, las apariencias engañan y mientras Santiago está más que satisfecho con su existencia a Eugenio no le pasa lo mismo. Y por eso, de un día para otro, desaparece dejando el negocio, a su mujer Laura ( Inés Estévez) y, claro, a Santiago, que no puede entender ni aceptar lo que está sucediendo. Que su socio le ocultara algo tan esencial como sus sueños. Y así el interesante aunque rígido esquema del comienzo con Francella y Arenillas usando cada parte de sus considerables talentos actorales para hacer de estos dos hombres y su relación un enredo de amor, celos y anhelos, se transforma en una especie de comedia romántica. Para eso, el personaje de la mujer abandonada, de esa señora que funciona a tracción a pastillas, debe cambiar prácticamente de una escena a la otra. De la rival insoportable, parlanchina y algo tonta o atontada que Estévez interpreta con solvencia, pasa a ser una mujer en busca de una salida a su achatada existencia que hasta despliega un costado seductor que atrae a Santiago. Forzado, apoyado en pasajes que no se justifican con el resto de la trama, el acercamiento de Santiago y Laura deja pasar las más interesantes aristas que surgen en la búsqueda del fugado Eugenio. Acá, como sucedía en el film anterior de Burman, La suerte en tus manos, en tren de explorar el universo masculino, el director y guionista parece abandonar el femenino a un negativo repleto de clichés y prejuicios que hacen muy difícil de reconciliarlo con la historia de amor y autoconocimiento que elige contar.