Viviendo con el enemigo es un ejemplo cabal de cine apolillado; esto es, de un tipo de cine que se hacía hace 25 o 30 años y que hoy luce como extrapolado de su tiempo. Melodrama plagado de lugares comunes, la película propone un triángulo amoroso imposible en medio de la posguerra. Rachael Morgan (Keira Knightley, en su enésima participación en una película de época) llega a Hamburgo para reunirse con su marido Lewis (Jason Clarke), un coronel británico que tiene la misión de poner un poco de orden en medio de las ruinas. Lo que no sabe es que compartirán techo con un viudo alemán (Alexander Skarsgård) y su hija. Lo que ocurre es de manual: Rachael al principio desconfía del anfitrión, pero después empieza a mirarlo con otros ojos, todo mientras Lewis sigue enfrascado en su trabajo. Más allá de lo inverosímil de la situación, la película tiene un guión plagado de diálogos altisonantes que los actores enuncian en un tono grave y solemne, además de una serie de situaciones que parecen sacadas de una telenovela de Andrea del Boca. Por si fuera poco, la puesta en escena es tan majestuosa y elegante con fría y distante. Imposible que funcione una historia sobre la pasión cuando si algo no hay es justamente... pasión.
Jacques de Mahieu tuvo uno de esas vidas en las que lo mitológico y lo real se entremezclan hasta volverse un todo indivisible. Colaborador del nazismo, el francés llegó a la Argentina durante el peronismo y dedicó su vida a probar lo que para muchos es una locura: que mucho antes de Colón y sus secuaces, por Sudamérica pasaron varias expediciones vikingas, lo que explicaría la presencia de varias tribus de indígenas blancos en Brasil y Paraguay. El documental Memoria de la sangre va tras la huella de ese particular personaje articulando la investigación periodística con un andamiaje ficticio que no funciona del todo bien. Como si el director Marcelo Charras (Maytland, La Paz en Buenos Aires) no confiara en el magnetismo de su criatura, suma un personaje-investigador que lleva adelante el relato y entrevista a diversos expertos en esoterismo y a personas que lo conocieron, entre ellas su hijo, cuyos aportes son fundamentales para completar el rompecabezas. Memoria de la sangre construye un entramado en el que se mezclan teorías supremacistas arias, la relación de Perón con los nazis, la antropología regional y las sociedades secretas. El resultado es un film algo irregular en su desarrollo, sobre todo cuando apuesta por la ficcionalización, pero definitivamente entretenido cuando se lanza definitivamente a indagar en los pliegues de un personaje que merece conocerse.
María Angélica Barletta fue la madrina del director salteño Miguel Colombo. Unos años antes de su muerte, contactó a su ahijado para pedirle que la visitara porque tenía algo para darle. El realizador de Rastrojero, utopías de la Argentina en potencia (2006) y Huellas (2012) viajó hasta aquella provincia sin saber qué esperar. Lo que recibió fue una carpeta llena de recortes de diarios y revistas, cartas, afiches y fotos de su hermano mayor Leónidas Barletta, fundador en 1930 del Teatro del Pueblo y considerado el "padre" del teatro independiente latinoamericano. A partir de ese material, Leónidas indaga en la magnética figura de ese dramaturgo, escritor y periodista. Un personaje que hizo de la resistencia uno de los nortes éticos de su vida y obra, que abría diario opositores que el gobierno de turno cerraba, para luego inaugurar otros que correrían igual destino. La lectura de sus escritos -precisos, poéticos, nunca barrocos- son uno de los principales atractivos del film. Colombo apela a dos fuentes autorizadas en la materia para analizar la vida y obra de Barletta como los dramaturgos Tito Cossa y Mauricio Kartun. La profundidad y pertinencia de sus reflexiones son, también, muy valiosas. Leónidas pierde algo de fuerza cuando focaliza su atención en dos obras articuladas alrededor de Barletta, El cerco de Leningrado y El director, la obra, los actores y el amor. Las largas secuendas filmadas de ambas obras marcan un paso de lo testimonial a lo ensayístico, mixturando cine y teatro. Una combinación en principio eficaz, pero que dilapida parte de su potencia cuando la cámara parece engolosinarse con lo ocurrido sobre las tablas, dispersando así la atención sobre un personaje de enorme riqueza.
El director de Locos de ira, Como si fuera la primera vez y Ajuste de cuenta -habitual colaborador de Adam Sandler- construye una comedia irregular, pero con una buena primera mitad y varios momentos y personajes inspirados. Maya (Jennifer Lopez) es una empleada de una cadena de supermercados que no recibe el reconocimiento de sus jefes. No porque sea una mala empleada. Todo lo contrario: es una de las más responsables de toda la sucursal y tiene ideas muy interesantes para mejorar las ventas. Su problema es que no tiene estudios que le permitan subir algunos peldaños en la escalera de responsabilidades. Es su sobrino el encargado de armar un CV falso, pródigo en títulos que ella no estuvo ni cerca de tener, que llega hasta la cúpula de una poderosa empresa de cosméticos. Una entrevista personal maravilla al CEO, quien no duda en contratarla incluso cuando su hija y mano derecha (Vanessa Hudgens) opine lo contrario. Maya terminará a cargo de desarrollar un nuevo producto enteramente natural. La película tiene una primera hora con un aceitado funcionamiento como comedia, con varios chistes eficaces y personajes secundarios (las compañeras/compinches de Maya, su equipo de trabajo) que cumplen a la perfección con su rol de acompañar a la protagonista. Pero, como si no confiara en la nobleza de sus elementos, Jefa por accidente empieza a ahondar en el pasado de Maya, lo que da pie a la inclusión de diversas situaciones típicas de un culebrón televisivo. El resultado es un film irregular que sabe ser gracioso cuando se lo propone.
Luego de cinco películas de duraciones kilométricas, cada una más grande, desprolija y confusa que la anterior, la saga Transformers pega un giro de 180° con este spinoff (y precuela) centrado en los inicios del conflicto en la Tierra entre los Autobots y los Decepticons. Más allá del cálculo en la decisión de sumarse a la ola de títulos ambientados en los ’80, Bumblebee es un digno entretenimiento familiar. Las razones del cambio hay que buscarlas, ante todo, en el alejamiento momentáneo de Michael Bay de la dirección. El responsable de las cinco entregas anteriores, que aquí oficia como productor, cede el mando a Travis Knight. Formado en el terreno de la animación bajo el paraguas del estudio Laika (Coraline y la puerta secreta, ParaNorman), el director de Kubo y la búsqueda samurái abraza las postas habituales de los relatos de aventuras juveniles y le imprime a Bumblebee una escala humana. La acción transcurre en 1987, cuando Optimus Prime (el líder de los Autobots) envía a este pequeño robot amarillo a buscar refugio para su especie en la Tierra. Luego de años de abandono en un taller mecánico, este por entonces viejo Escarabajo amarillo cruza camino con Charlie (Hailee Steinfeld), una jovencita fierrera que descubre la verdadera identidad de este robot noble y juguetón. Ambos deberán luchar contra un grupo de soldados que, guiados por los Decepticons, intenta cazar a Bumblebee por su supuesta peligrosidad. Si las películas anteriores eran puro chapa contra chapa, esta reduce los enfrentamientos a la mínima expresión posible. Knight está más interesado en el núcleo emocional del vínculo entre la chica y el robot, al tiempo que evita cualquier atisbo de seriedad mediante el uso autoconsciente de chistes y situaciones cómicas. El resultado final es, entonces, un entretenimiento liviano que se asume como tal, a diferencia del resto de una saga que se tomaba demasiado en serio a sí misma.
Ulises de la Orden (Río arriba y Tierra adentro) tenía ganas de hacer una película sobre la problemática de los pueblos originarios del norte argentino cuando dos de sus alumnos de la ENERC vieron una manifestación en la Avenida 9 de Julio encabezada por el líder qom Félix Díaz que despertó su interés por una situación que hasta entonces desconocían. Aquel interés en común confluyó en este documental dirigido a seis manos llamado Chaco. Estrenada en la Competencia de Derechos Humanos del BAFICI del año pasado, la película se propone alumbrar una versión de la historia nacional a partir de retazos ausentes de los relatos oficiales. Para ello cuenta con cinco hombres de distintas comunidades originarias de la zona del Gran Chaco, entre ellos el propio Díaz, que guían a los realizadores en una suerte de viaje hacia varios de los puntos nacionales más oscuros. Hablada en qom, wichí y pilagá, entre otras lenguas autóctonas, Chaco registra los recuerdos de esos hombres que representan décadas de lucha y opresión. Diversas masacres del siglo XX –entre ellas la de la comunidad pilagá, hecho abordado en el documental de 2007 Octubre Pilagá, de Valeria Mapelman– son reconstruidas a través de animaciones de múltiples texturas, cortesía de los animadores Adrián Noé y Dante Ginevra. Esa realidad de marginalidad, violencia y menosprecio estatal está atravesada por los ecos míticos de sus leyendas, historias plenas de misterio que ahondan la pertenencia comunal. De esa forma, Chaco es menos un documental de denuncia que uno que apuesta por darle voz a quienes no la tienen.
Ex guionista de Disney (Enredados, Bolt, Cars 2) y uno de los responsables de la prestigiosa serie This Is Us, Dan Fogelman debutó como director en 2015 con Directo al corazón, una comedia previsible e incluso un poco pava, pero menos aleccionadora que graciosa, honesta antes que moralista. Las búsquedas y resultados son diametralmente opuestos en La vida misma, su segundo largometraje. La película comienza en Nueva York y encuentra a Will (Oscar Isaac) a punto de tener un hijo con Abby (Olivia Wilde). La primera de tantas desgracias llegará cuando ella sufra un accidente que empuja a él hasta un destino igualmente trágico. De allí el film salta a España, más precisamente a la hacienda de un millonario solitario (Antonio Banderas) que asciende a capataz a uno de sus mejores empleados, a quien además le deja la casa para que se instale con su familia. No conviene adelantar mucho más, puesto que el efecto sorpresa ante la escalada de desgracias y azares es una de los involuntarios atractivos de un film que, siempre desde la solemnidad más acartonada, somete al espectador a un largo y aleccionador recorrido por varias generaciones de estas familias. La vida misma se presenta como uno de esos dramones románticos de largo aliento temporal que entrecruza los destinos de sus protagonistas. Todas las situaciones tienen como fin máximo buscar la emoción del espectador. Una emoción que llega muchas a veces a raíz de situaciones forzadas e inverosímiles aun en una película cuyo universo tiene reglas lo suficientemente laxas como para permitir que pase prácticamente cualquier cosa.
Pete (Wahlberg) y Ellie (Rose Byrne) conforman un matrimonio feliz pero, entre charlas con amigos y parientes, descubren que se sienten incompletos y quieren formar una familia. La decisión, entonces, es adoptar, para lo cual deberán tener varias clases previas a modo de preparativo. Esas clases son, por lejos, lo mejor de la película, el único momento donde el guión coescrito por Anders y su habitual socio creativo John Morris apuesta por la incorrección a través de esa fauna de padres cada cual más freaks que los anteriores. Incluso se permite bromear sobre la orfandad y el maltrato infantil, dos temas a los que pocas historias se atreven. Pete y Ellie finalmente adoptan tres hermanos: una chica adolescente contestataria y rebelde, un nene que se golpea contra todo lo que se le cruza y una nenita que pasa de encantadora a diabólica en apenas segundos. Con esto empiezan los problemas tanto para ellos (el desorden y las dificultades para conectar con la mayor estarán a la orden del día) como para una película que regula su potencia cómica descansando en chistes familiares y aptos para todo público hasta llegar a un desenlace que, desde ya, marca la celebración de la unión y la familia, con foto en un juzgado incluida.
La autodenominada Revolución Libertadora derrocó del poder a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 e inmediatamente inició una brutal persecución a sus seguidores. Unidad XV toma como punto de partida un episodio real ocurrido dos años después, cuando un grupo de presos políticos ideó el escape de un penal de la provincia de Santa Cruz. Dirigido por Martín Desalvo (El día trajo la oscuridad, El padre de mis hijos), el film comienza cuando los dirigentes Héctor Cámpora (Carlos Belloso), John William Cooke (Rafael Spregelburd), Jorge Antonio (Lautaro Delgado) y Guillermo Patricio Kelly (Diego Gentile) llegan a la prisión patagónica del título con la certeza de un fusilamiento inminente. Mientras tanto, intentan llevar el cautiverio de la mejor forma posible. Lentamente algunos irán ganándose la confianza del responsable del penal (Germán De Silva), generando así los primeros quiebres internos dentro de un grupo integrado por hombres de ideologías muchas veces opuestas. El pedido de Cooke de no tener privilegios respecto a los otros convictos es la gota que rebalsa el vaso, llevando a una división del grupo que recién se saldará cuando tome forma la posibilidad de un escape. Unidad XV apuesta más por la recreación histórica de los hechos que por la carnadura de sus personajes, a quienes les toca encuadrarse en roles predefinidos y con pocos matices. Esta descripción aplica tanto a los protagonistas como al policía a cargo y su subalterno joven y silenciosamente cómplice, quienes cumplirán una función previsible en el andamiaje narrativo. Con una fotografía de Nicolás Trovato que realza las tonalidades grises y opacas, el film levanta vuelto en su última mitad, cuando el escape pase de una idea a un plan concreto. Allí, abraza de lleno al thriller, incluyendo buenas dosis de suspenso alrededor de la suerte final de sus protagonistas, pero dejando la sensación final de una película que se queda a mitad de camino.
Lorenzo (Ángelo Mutti Spinetta) es el hijo mayor de una familia de clase media instalada en la Patagonia, está en los últimos años del colegio secundario, tiene un rendimiento académico admirable, es maduro para su edad y está enamorado de una compañera. Pero todo eso cambiará cuando a su vida ingrese Caíto (Lautaro Rodríguez), el hijo de un viejo amigo de su papá, quien llega huyendo de algo que en principio no se sabe qué es, pero que indudablemente lo ha dañado. Mi mejor amigo es un retrato madurativo centrado en la relación que lentamente construyen esos personajes. Una relación va de la desconfianza a la contención y de allí a la confidencia, siempre punteada por las actitudes de un Caíto poco adepto a los límites de la madre (Moro Anghileri) y el padre de Lorenzo (Guillermo Pfening), lo que genera una serie de rispideces que acentúan los sentimientos tan intensos como contradictorios de Lorenzo. Los chicos, pese a los contrastes, tienen muchos elementos en común y una química innegable. Una química que de tan fuerte podría emparentarse al enamoramiento, con la salvedad de que el guión del también director Martín Deus apuesta por lo sugerido antes que lo explícito, por dejar flotando las preguntas en lugar de entregar respuestas. En ese sentido, Mi mejor amigo es un film tierno y cálido que explora la amistad masculina adolescente preocupándose únicamente por los sentimientos de sus personajes que por la valoración que el mundo adulto pueda hacer sobre esos vínculos.