Con films como Pride & Prejudice, Atonement o incluso esa excelente pieza de fábula de acción que es Hanna, el inglés Joe Wright demostró desde el inicio de su carrera en la dirección un estilo sofisticado para nada frío, más bien lo contrario. Detrás del manejo extremadamente correcto de la narrativa y sus imágenes, Wright apostaba a transmitir la pasión y la fuerza que el relato poseía. Atreviéndose a exprimir de las imágenes todos los elementos y el poderío a favor de la historia y su estética. Pero en algún punto de su filmografía, a medida que su perfeccionismo estético iba en crescendo, el poderío de las historias a contar disminuyó considerablemente. Y tal vez Darkest Hour sea por lejos el mejor (o peor) ejemplo de ello. El correctismo, político y fílmico, es algo que se respira en todo momento en esta adaptación sobre cómo Winston Churchill (Gary Oldman) asume el puesto de Primer Ministro y carga con el deber de salvaguardar el bienestar de toda una nación en tiempos de guerra. Y si bien se transmite perfectamente las fuertes convicciones y el poder de oratoria de su protagonista, un hombre difícil de tolerar pero que con dicha personalidad es la mejor opción para hacerle frente a otro ser intolerante como Hitler, el film no cuenta con el mismo nivel de fortaleza. No posee en su narrativa más que las intenciones de ser una oda a la figura de Churchill, y con ello como único elemento a sostener por dos horas, el trabajo de Wright se vuelve sumamente tedioso y que difícilmente pueda llegar a ser recordado con el correr de los días. El film brilla en todo su apartado técnico, las puesta en escena y la manera en que el director utiliza la cámara como un leve paneo sobre el coreográfico movimiento al caminar de extras y personajes principales, dota a las imágenes de una identidad pictórica que al verlo funciona como si se estuviera ante una seguidilla de cuadros, retratos de una época histórica. Pero es también ese carácter museístico lo que le brinda al tono del film una frialdad que no logra hacer conectar al espectador (excepto que se trate de un patriota británico o de la reina) con la figura de Churchill. La relación de Churchill y su secretaria Elizabeth (Lily James) funciona como unión entre la mirada política del Primer Ministro y la opinión del pueblo, aunque luego esto también se ve de manera más banal cuando el político se atreve a tomar el metro y se relaciona con “la gente común” en un forzado momento de patriotismo desmedido. Más allá de eso, la función de la secretaria es mecanografiar los importantes discursos de su empleador y es así como básicamente la trama se desarrolla a través de la preparación y la emisión de discursos que ponen en la apasionada voz de Gary Oldman las palabras pensadas alguna vez por Churchill. Con muchos más discursos pero menos tartadumedo que en The King’s Speech (Tom Hooper, 2010). Y si bien no se puede negar el poder de convicción y el férreo espíritu combativo del histórico Primer Ministro, sus palabras por sí solas se encargan de demostrarlo, el film de Wright carece en su ejecución la forma de transmitir por sus propios medios la misma energía y relevancia de Churchill y su retórica. Dando entonces en su totalidad un film correcto pero no por ello bueno. Demostrando a finde cuentas, y paradójicamente, lo poco correcto que termina resultando (W)right.
¿Cuánto está dispuesto alguien a sacrificar en contra de aceptar sus propias culpas? Una pregunta que todos pueden hacerse pero que pocos se contestan, o al menos deniegan la existencia de la pregunta. Yorgos Lanthimos es una de las máximas mentes cinematográficas de la actualidad y desde que despertó el interés del público, insertándose inmediatamente a partir de Kynodontas (2009), se ha atrevido a formular las preguntas que nadie quiere oír o responder. Pero en manos del director griego, un más que digno sucesor de Michael Haneke, es casi imposible no hacerle frente a la verdad. Su provocador cine es el espejo ante el que nos vemos y por más duro que sea nos obliga a no apartar la mirada. Con su nuevo film, The Killing of a Sacred Deer, Lanthimos hace uso del mejor terror psicológico al continuar construyendo su particular estilo en sintonía con la mirada cruenta sobre el ser humano. Perturbadoramente delicioso, el film transmite (e impone) su incomodidad a través de espacios fríos y personajes extravagantes, cuasi autómatas. Desde un primer instante se puede percibir la intranquilidad como atmósfera. La pantalla en negro es invadida por música operística que enseguida da a lugar a los latidos de un corazón que está siendo sometido a una cirugía. Cual director de orquesta el autor marca su tempo audiovisual con elegancia e impresión. Algo que mantendrá a lo largo de todo el film y que es muestra de la genialidad artística con la que logra alterar su ficción y a su espectador. Paso a paso, o mejor dicho plano a plano, la vida del cirujano cardiovascular Steven Murphy (Colin Farrell) es presentada y desarrollada como una pesadilla sin fin, sensación aumentada por el uso fílmico de grandes angulares que alteran el orden del espacio, construyendo arquitectónicamente los extensos pasillos que recorre. Una calma intranquila que se va acentuando cada vez más desde la composición de la imagen y desde la extrañeza en situaciones que no deberían serlas. Sea desde el comportamiento frío que Steven mantiene con su familia, especialmente por ese deleite cercano a la necrofilia que tiene en la cama con su mujer Anna (Nicole Kidman), o con la amistad malsana que roza el acoso por parte de Martin (Barry Keoghan), el hijo de un paciente que murió en la mesa de operaciones. El nivel de tensión y suspenso se ve reflejado en lo extraño y perturbador, en la incomodidad como experiencia cinematográfica y en la forma de la “enfermedad” que ataca a su familia cuando los hijos de Steven y Anna pierden la movilidad en las piernas, aparentemente sin explicación alguna. El trastorno es estudiado en la mirada del director como síntoma, como factor de causa y efecto en todo lo acontecido. El hecho de que le suceda a un matrimonio de médicos (Anna es oftalmóloga) refleja la incapacidad de entendimiento y de hacer algo al respecto que escape al raciocinio científico. Lanthimos altera el orden de lo denominado como normal al brindarle un aspecto cuasi inexplicable pero muy vívido al igual que el mal que aqueja a los niños. Transmite y castiga las culpas de su protagonista a través de la creciente sensación de malestar por la que nos pasea, transformándonos también a nosotros, su público, en víctimas y pa(de)cientes. La enfermedad en forma de obra de arte que no tiene otra cura más que la de experimentarla. Sentirla, vivirla y sobrevivirla. ¿Cómo? Aceptándola al ser consciente de ella, haciéndose cargo sin apartar la mirada. Disfrutando lo extraño, lo perturbador, como parte de todos. Abrazando el cine de este director.
The Post seguramente esté lejos de ser uno de los mejores films de Spielberg, en este punto de su carrera y en adelante es poco probable que algunas de sus futuras obras supere o esté al nivel de las predecesoras que lo convirtieron en el gran cineasta que es. Sin embargo, el que uno de los pocos directores clásicos que aún continúa trabajando realice un film como éste, habla mucho más del valor de la obra en cuanto a la necesidad relevante del tema que aborda, en este caso de la labor del periodismo. Con el impecable manejo del lenguaje de las imágenes, Spielberg asume responsablemente su lugar y visión de los hechos que llevaron a los periodistas del Washington Post a investigar y denunciar los engaños y secretos del gobierno estadounidense detrás de la guerra de Vietnam. Así como las máquinas de escribir y las imprentas son las herramientas a utilizar para que la verdad y la libertad de prensa lleguen al pueblo, Spielberg se encarga de lo mismo a través de la cámara como elemento transmisor de los hechos. Y se encarga de hacerlo sustentado por dos pilares del periodismo ideal, aquel que mantiene sus principios a pesar de todo, desafiando todo a su paso, y sobre todo a los poderosos. Las figuras de Katherine Graham (Meryl Streep) y Ben Bradlee (Tom Hanks) glorifican al verdadero periodismo en una doble lucha contra la imagen de la institución periodística como empresa y la publicación de documentos secretos. Ambos personajes, desde distintas posiciones pero luchando por una misma causa, se enfrentan a un golpe de realidad. Un golpe que implica dolorosamente aceptar la mentira vivida por años, ambos tuvieron fuertes vínculos con ex presidentes y burócratas de los gobiernos antecesores a Nixon, y separarse de la zona de confort no borrando el pasado, sino haciéndose cargo del mismo al exponerlo para cambiar el presente. Y si para hacerlo hay que eludir toda presión política y censura institucional, que así sea. Todo lo que se pone en juego, desde la carrera profesional del grupo de prensa del Washington Post, el lugar de Katherine como mujer que se divide en proteger los intereses de su herencia familiar o el abrirse paso por sus propios medios en una sociedad poco dispuesta a permitírselo y hasta las vidas de los soldados que son enviados a su propia muerte, es narrado con la eficacia de los grandes clásicos del suspenso. No por ser un film de periodistas manteniendo diálogos en oficinas significa que pueda privarse del lenguaje rítmico del género para poder contar esta historia. El elemento de suspenso como herramienta narrativa le aporta la intensidad y el sentido del riesgo que corren estas personas dentro del periodismo investigativo. The Post quizás tenga en su conformación todo lo que suele buscar para premiar una institución frívola y políticamente correcta como lo es la Academia de Hollywood, pero es en su importante mensaje y la ejecución del mismo donde el film halla su razón de existir. Dimensiona aún más lo relevante que es la labor de la prensa, y que sobre todo nunca debería dejar de serlo. Un recordatorio de lo que alguna vez fue y debería ser siempre el periodismo. Si eso es entendido, o al menos tenido en cuenta, entonces Spielberg ha dejado con esta obra una importante enseñanza. Razón suficiente para que exista y sea vista. Films así nunca están de más, los cuales siempre son y serán necesarios. Tanto como la libertad de prensa y la responsabilidad de sus principios para con la sociedad.
A través de la comedia negra el director angloirlandés Martin McDonagh, quien proviene de la dramaturgia, supo forjar su particular e irónica visión en el plano cinematográfico. Con In Bruges y Seven Psychopaths definió desde un principio su contenido brutal que iba más allá del lugar explícito y se transformaba en recurso estilístico, en atmósfera artística de la crueldad humana. Con Three Billboards Outside Ebbing, Missouri retoma el humor negro pero desde un lugar mayormente centrado en el carácter dramático. Y a través de ello, se permite jugar con distintos sentimientos relacionados a la pérdida El film inicia con una descripción geográfica de las afueras de Missouri y de los carteles en cuestión. Tres espacios publicitarios venidos a bajo, desgastados, olvidados. Los mismos se encuentran en sintonía con el dolor de Mildred (Frances McDormand), metáfora física de su tristeza e indignación por la muerte y violación de su hija y la ausencia de justicia por parte de las fuerzas policiales. La lucha de Mildred muy probablemente no la ayude a esclarecer lo ocurrido con su hija, pero McDonagh utiliza las acciones de su protagonista para realizar la catarsis de necesita, para enfrentar no solo el horror vivido sino también para prevenir que continúe ocurriendo con tanta impunidad. Mildred alquila por un año los tres carteles para utilizarlos como fuerza de choque, como un grito de justicia imposible de acallar. Tres frases que exigen un acto de esperanza ante tanto dolor. Y si bien el estar ante ello es un constante recordatorio del horror vivido por Mildred y su familia, como bien lo sufre también su hijo menor Robbie (Lucas Hedges), los tres anuncios también son los elementos canalizadores de la ira y el dolor de gran parte de esa comunidad. En especial para el jefe de policía Willoughby (Woody Harrelson), receptor principal al que está dirigido el mensaje de Mildred, y también el del detestable y racista oficial Dixon (Sam Rockwell). Ambos, más allá de su lugar como miembros de la ley, son ejemplos personificados del manejo de la ira y el dolor. Willoughby enfrentando un cáncer, el cual se presenta como síntoma de las faltas de resolución del caso. Dixon como ejemplo de la ineficacia y la tergiversación del uso de la ley en camino de atreverse a redimirse. La lucha llevada a cabo contra la institución policial desata una de serie de incidentes y resentimientos que hallan su epicentro en los tres personajes mencionados, los dos oficiales y la mujer, pero que también extienden su golpe de efecto al resto del pueblo, exponiendo a la doble moral y su hipocresía idiosincrática como hacedora y víctima del horror. Todo resulta ser producto del problema de una sociedad que solo se convierte en la forma de perpetuación y acrecentamiento de dicho mal. Sí, en medio de todo ello está nuestra protagonista como aguerrida luchadora contra ello, pero ella también puede desdibujar por momentos la causa, siendo devorada por la misma. Así como el cáncer devora la culpa de Willoughby, el fuego los crímenes de Dixon, el duelo a Mildred y su familia, y a todos, sin excepción alguna, los devora la ira que todo ello desata. Los tres anuncios a las afueras del pueblo ficticio de Ebbing, en principio derruidos, se erigen sobre sí mismos con la fuerza de su contenido, de su pedido de justicia. Tres monumentos que llaman a recordar y a luchar por lo que es justo y que inyectan de furia y vida a los personajes con la misma fuerza de ese rojo poderoso que rodea al mensaje. Un mensaje que no es fácil de afrontar, pero que en manos de su director y la excelente labor de McDormand, se disfruta y admira con la misma fuerza que es llegada al público. Y de esta forma, se logra que los tres carteles, y los hasta ahora tres films del director, sigan de pie con la impactante fuerza que los caracteriza.
Al momento de escribir esta nota es difícil poner en palabras, o hacerle justicia, a esa vorágine de poética audiovisual que es Blade Runner 2049. Por lo tanto, a quien lea esto, le pido disculpas por adelantado. Pocos son los casos, por no decir nulos, en los cuales se retoma un clásico en particular, tres décadas más tarde, y en contra de toda mala premonición termina siendo una obra inmensa. Tanto en relación con el film original como también por cuenta propia, de manera independiente al forjar su propia identidad. Arraigado en los elementos y planteamientos del film de 1982, Blade Runner 2049 hace uso de ellos en forma de expandirlos y enriquecer de forma intelectual la mitología de ese universo. El mundo en el que se encuentra este futuro distópico es construido a través del fuera de campo, de todo lo sucedido para que las cosas se encuentren así con los espacios en blanco que depositan al espectador en dicho futuro tratando de imaginar el pasado, así como el protagonista del film debe revisitar el suyo para entender su presente. Es interesante como el director Denis Villeneuve, con elegancia y sutileza, introduce el contexto y las preguntas que se hace su protagonista en forma similar pero inversa a lo que le ocurría a Deckard (Harrison Ford) en el film original. Lo primero que sabemos de K (Ryan Gosling), es que es un Blade Runner replicante que se encarga de encontrar y eliminar a otros replicantes, en un 2049 donde prácticamente ya es imposible diferenciar la inteligencia artificial biogenética del mal llamado ser humano. Y es que si antes estaba presente la posibilidad de que las diferencias se borraran, aquí prácticamente no existen. Uno de los mejores logros del film es hacer que el protagonista se cuestione su realidad al mismo tiempo que, con elementos discursivos y conforme avance la trama, quede más que claro la postura –y por qué no la verdad- de que las diferencias no existen. ¿Acaso no todos lloramos y sangramos? Para lograr ello, el film apela a todo el excelente nivel artístico que posee en el uso de la poética, de lo emocional como nexo. Villeneuve y el director de fotografía Roger Deakins juntos elevan la calidad cinematográfica a niveles olímpicos, poniéndola en sintonía con contexto y subtexto de la obra. A través de un elemento típico del policial, la pista de un antiguo caso ahora desenterrada para cambiarlo todo –el único atisbo de este género, sabiendo marcar que el tono no pertenecerá al film noir como el anterior-, K se pregunta quién es él realmente, dudando de su existencia y de todo lo que lo rodea. El film interpela al espectador con una complejidad nacida del existencialismo como también del discurso visual que le da forma a ese mundo, nuestro mundo, a la vez que cada aspecto posee su lugar y (re)significancia en relación a los sentimientos y la vida de K. El carácter visual de un futuro que vive comprimido dentro de bloques, donde los espacios cerrados transmiten la claustrofobia de una ciudad siempre en movimiento y los espacios abiertos son descritos por la soledad y la muerte natural de su geografía. Cada plano trabajado y sostenido de manera que se queden grabados en la memoria como una serie de pinturas o fotografías que no permiten que se pierda la capacidad de asombro. Imágenes que de la mano de Deakins y Villeneuve envuelven a quien las ve con lo trágico de su contexto y con la fascinación que despierta su creación artística. Deleite visual que, a pesar de las grandes producciones que colman las carteleras, demuestra que un film puede hacer uso de su máxima expresión y que el cine lejos está de morir. La artificialidad de una vida encuentra su máxima expresión en Joi (Ana de Armas), la pareja artificial de K que se percibe sincera, cariñosa, real. El romanticismo de un beso bajo la lluvia o un tierno encuentro sexual, es interrumpido por la realidad de la ficción que remarca ante el ojo el artificio. Pero que también logra expresar el sentimiento auténtico de esa relación, más allá de lo que indique un anuncio luminoso con el lema “Todo lo que quieres oír”. K recibe de ella todo lo que quiere oír, pero también siente todo lo cualquier ser humano puede llegar a sentir. E incluso más. Más humano que los humanos. Es así que incluso en los momentos más calmos o mundanos, todo se encuentra presente en pos de ligar al espectador emocionalmente con K, donde todo lo que vive y siente, incluyendo su relación con Joi o la duda acerca de si sus recuerdos son reales o implantados, importan significativamente porque a él le importa y podemos depositarnos en su piel, artificial o no. El milagro de un replicante que pudo dar a luz y la posibilidad de que K pueda ser producto de ese milagro depositan todo el núcleo de importancia del film en la figura de él. De allí que el plano final del film arruine apenas la experiencia quitando brevemente lo que importa del foco de atención. Y sí, tal vez los recuerdos de K recuerdos no sean suyos y lo que concebía de una forma sea de otra, pero eso no arruina de ninguna forma su desarrollo narrativo. ¿Por qué? Porque en cierta forma fue real para él y fue real para nosotros y el sentimiento nacido de ello, la vivencia sentimental de ello importa. De allí que esta historia gana su poética y el amor despertado por la figura de su protagonista sin la necesidad de recaer en el uso desmedido de la nostalgia. Un cuerpo se recuesta sobre una escalinata y lanza un aliento que se pierde en el aire como lágrimas en la nieve así como uno se pierde dentro de la calidez majestuosa del relato. Si algo siempre hemos tenido en claro es que lo que recordamos difícilmente sea exactamente cómo ocurrió, pero lo que perdura del recuerdo es el sentimiento vivido. Y algo que puedo asegurar desde mi lugar de espectador y de persona que vivió, que experimentó esta experiencia enorme regalada por Villeneuve, es que el sentimiento de la fuerza con que este film supo embargar mi ser jamás será olvidado. Con suerte tal vez, todo eso generado en mí pueda ser llegado a otros -implantado quizás- al leer esta nota.
Tobey Maguire, Andrew Garfield y Tom Holland. En un transcurso de quince años, y hasta el momento con seis films propios, se ha contado y recontado la historia del héroe arácnido. Con grandes aciertos y enormes errores, el vigilante de las telarañas supo ganarse su lugar en la pantalla y, en cada nueva entrega, despertar intriga y entusiasmo con sus nuevas aventuras. Al contrario de lo que probablemente terminaría agotando al público, con una franquicia explotada y rebooteada tal cantidad de veces, la gente de Sony y Marvel reincide con el personaje y vuelve a sorprender con un primer film (si es que se le puede seguir llamando así) que le hace justicia al trepamuros. Spider-Man: Homecoming es un film de superhéroes, de aventuras, en el estilo al que nos suele tener bien acostumbrados la gente de Marvel. Pero, sin desmerecer a dichos elementos del llamado género “comiquero”, lo que principalmente es este film es una gran comedia que aprovecha cada oportunidad para mofarse con cariño de su protagonista. Arraigándose en el fiel espíritu del personaje, ese que además del sentido arácnido y las ingeniosas líneas de diálogo que tiene para los malhechores, entiende a la perfección que el protagonista es un adolescente. Algo que las adaptaciones anteriores nunca tuvieron muy en cuenta. Es así que, comprendiendo esto, el director Jon Watts nos presenta grandes secuencias y conflictos que atraviesa Spider-Man, pero lo hace sabiendo que detrás del traje se halla Peter Parker. Por lo cual, momentos icónicos de la cultura superheroica, como lo es el vestirse por primera vez en pantalla con el traje o columpiarse de los edificios, aquí son presentados como grandes escenas de humor que siguen la lógica de lo que le ocurriría a un verdadero adolescente en dichas situaciones (y musicalizados de manera perfecta con Blitzkrieg Bop de The Ramones). La falta de madurez y experiencia en el personaje es vital para el arco principal de la trama y también lo es para la comicidad de la misma. Esto hace que el balance entre tanque de film de superhéroes y la típica comedia de secundaria estadounidense, sea prácticamente perfecto. Un ritmo dinámico con el único fin de mantener al espectador con una sonrisa de oreja a oreja. No es por nada que, en un momento dado, aparece en la pantalla de un televisor una escena de esa gran comedia estudiantina que es Ferris Bueller’s Day Off (John Hughes, 1986). El film no escatima en secuencias de acción, tiene varias y algunas de ellas bastante memorables –como la persecución del camión o la caída del ascensor en el monumento a Washington-, pero el mejor resultado nacido de ellas es el villano en cuestión. The Vulture (Michael Keaton, quien tiene una debilidad por los personajes alados, como ya demostró con Batman y Birdman), es un contrincante que se aleja considerablemente de otros villanos del universo cinematográfico de Marvel. La razón principal de ello es que su propósito es mucho más terrenal, siendo que se trata de un traficante de armas y no de un ser todopoderoso que desea la destrucción del mundo. Algo que ya no solo resulta reiterativo, sino que también suele encontrar una resolución algo pobre en comparación del peligro que suponía. Y si bien el duelo final pierde fuerza y no llega a los niveles de interés que debería generar el clímax de la historia, logra mantenerse en el tono que venía trabajando el film, sin desatar algo que luego resultaría difícil de contener para los guionistas. Spider-Man: Homecoming corría el riesgo de no estar a la altura del vecino amistoso, sobre todo con la presencia de Iron-Man (Robert Downey Jr.) en la historia. Sin embargo, lo que parecía un elemento que podía sacarle protagonismo al querido Peter Parker, se reduce a aparecer únicamente cuando es funcional a la trama. Lo cual deja brillar a Spidey por sí solo, permitiendo que crezca con fuerza en pantalla como lo que es. Un gran ícono que no necesita de la presencia de otro para hacer valer la experiencia. La actuación de Holland y el tono cómico le aportan al film una frescura a este género, muy similar a ese aire nuevo que había traído consigo la primera Guardians of the Galaxy. Un aire que regresa para bien del público, dándole ganas de continuar sorprendiéndose, conforme el nuevo Peter siga creciendo en pantalla. Aunque eso sí… sin madurar demasiado, por favor.
La pérdida y el proceso del duelo son un tema fundamental que Manchester by the Sea se atreve a tocar de distintas formas. Todas ellas igual de hermosas y profundas, sabiendo hacerlo con respeto, sentimiento y gracia. Todo proceso válido para hacerle frente tanto a la vida como a la muerte. El director Kenneth Lonergan se posiciona en la relación de un tío y su sobrino para echar un vistazo a las distintas maneras en que estos personajes afrontan la pérdida de su hermano y padre respectivamente. Para lograr ello, se manejan dos líneas narrativas que alternan entre el tiempo presente, en el cual Lee (Casey Affleck) debe hacerse cargo del cuidado de su sobrino Patrick (Lucas Hedges), y flashbacks que ayudan a explorar la vida y el trasfondo de los personajes. Si bien por momentos puede darse un abuso con ese ir y venir de sucesos, la totalidad de los flashbacks van en pos de construir y desarrollar un lazo mayor de intimidad para con los personajes y el espectador. Otorgándole a los personajes (y por lo tanto a los actores) un amplio espacio para lucirse y atravesar plenamente el espectro de sentimientos y dramatismo. Lo íntimo como aspecto compartido. Y si bien todo actor o actriz en escena cumple con su metido, sobre todo con un notable momento entre los personajes de Casey Affleck y Michelle Williams, es la relación tío/sobrino la que destaca por sobre el resto, incluso en sus escenas compartidas como también las individuales. Un recorrido rodeado por la belleza marítima e invernal de esa Manchester, por la sencillez y la calidad humana que nace del film y complementa sus paisajes. Y a la vez, como todo ello se encuentra equilibrado entre la tragedia y la comicidad, entendiendo que ambas formas parte de la experiencia de vida de estos personajes. Incluso necesitando de ambas para afrontar lo perdido. El personaje de Lee trabaja en el mantenimiento de hogares. Reparando inodoros, cañerías, pintando y construyendo, repara todo lo posible. La tragedia que tocó a su puerta, con los propios nudillos de Lee, y la futura pérdida de su hermano lo posicionan en parte como causante de ella y también como, a diferencia de su labor, incapaz de reparar nada del daño sufrido. El film se toma el tiempo para procesar cada estado vivido, y para sanar las heridas y conflictos a través de la relación con su sobrino, el cual lo sobrelleva a través de la música, el bote de su padre y manteniendo relaciones con más de una novia. Sin apresurarse, el film se toma el tiempo necesario para darle su espacio al drama y el humor. Éste segundo no con intenciones de perder el contenido dramático del film, sino con intenciones claras de alivianarlo y naturalizarlo aún más. Manchester by the Sea supone ser un pequeño gran film y una grata sorpresa para todo aquel que lo ve. Un encuentro con el dolor pero también con la caricia y el abrazo que ayuda a superarlo. Un bello acto de amor junto al mar y frente a la butaca.
2016 supuso ser un año con pocos aciertos en lo que se refiere al MCU (el universo cinemático de Marvel).Tanto con sus films –la algo fallida Civil War- como también con sus series –la segunda temporada de Daredevil no estuvo al mismo nivel de la primera en su desarrollo y la serie de Luke Cage resultó ser un fracaso olvidable en su totalidad- el universo creado comenzó a desmoronarse. Por suerte, con la llegada de Doctor Strange el director Scott Derrickson se convierte en un hechicero supremo de la cinematografía que, con su magia visual, de momento logra reconstruir y salvar el MCU. Con un prólogo inicial lleno de misticismo y un despliegue visual que maravilla entre secuencias de acción, el film presenta en parte el tono estético y dinámico a manejar. Uno que va más allá de su similitud “a lo Inception de Nolan” y que manipula los terrenos que rodean a los personajes al dotarlos de una dimensión nunca antes vista en otros de los films de la franquicia. Como si se tratara del propio Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), el film da un salto abismal y ofrece abrir el tercer ojo de todo espectador que quiera arriesgarse a vislumbrar que hay detrás del velo, entrando al plano astral que este film supone ser al lado de los otros que componen a este universo cinematográfico, perteneciente a este mundo de sagas pero manteniendo un carácter en gran parte independiente del resto. Strange es un experto neurocirujano tan egocéntrico como talentoso (por momentos se lo puede visualizar a Cumberbatch como un Gregory House lejos de las adicciones) que verá su mundo cambiar drásticamente al sufrir un accidente que daña por completo las manos que antes salvaron tantas vidas. Su búsqueda por una cura lo termina llevando a lo más recóndito de un templo en Nepal donde, tras un largo entrenamiento bajo el tutelaje de la Ancestral (Tilda Swinton), aprende los secretos místicos de un mundo totalmente distinto al que conocía. Es interesante presenciar cómo el desarrollo del film se toma su tiempo para narrar el viaje iniciático del héroe -el entrenamiento y las distintas revelaciones que formarán parte de su aprendizaje pertenecen a toda la primera mitad de la trama- y cómo lo logra de manera siempre ágil y diferenciando los aspectos y el tono entre la vida de Strange antes y después de su incursión al misticismo. Si bien todo lo que tiene que ver con la temática mística, espiritual e incluso lisérgica es lo más destacable de la trama, la misma cuenta con ese aspecto al parecer infaltable de los films de Marvel Studios: la comedia. El problema es que lo que puede resultar simpático y producir esporádicas carcajadas, termina volviéndose cansino al adquirir una presencia cuasi constante que interfiere y desentona con la identidad del film. Algunos de dichos momentos humorísticos funcionan muy bien pero es la cuantiosa cantidad que se hace presente lo que termina agotando su recurso y se convierte en un mero exceso, un elemento tóxico que atenta un tanto contra el poderío temático y visual de Derrickson. Es en la segunda mitad del film donde la constante humorística se fortalece (para mal) y ciertos elementos narrativos pierden su fuerza ante ello (también para mal). Sin embargo, el viaje que tanto héroe como villano emprenden- el peligroso fanático Kaecilius (Mads Mikkelsen siempre genial en cada momento en pantalla pero también algo desaprovechado siendo un actor de su talla)- continúa en todo su transcurso con una fuerza que maravilla con su notable presencia, la cual nunca cede del todo ante los ataques destructivos que se autogenera el propio film. Secuencias que vislumbran el plano astral de Strange -una locura totalmente lisérgica que maravilla, divierte y aterroriza a la vez, dejando entrever un poco la identidad del director que proviene del género de terror- y las batallas entre él y Kaecilius son el disfrute máximo que toma como excusa una historia para alcanzar niveles de perfección cinematográfica donde lo visual y el entretenimiento ganan por igual. Todo dado entre saltos entre teletransportaciones, deconstrucción del tiempo-espacio y dimensiones con aspecto de teleidoscopio que sumergen todo elemento en un deleite de la retina. Tras una seguidilla de producciones no tan exitosas en su desarrollo, Doctor Strange sale airosa con tan solo algunos traspiés. Algo inevitable entre tanta manipulación del espacio y el conocimiento cósmico. Quizás, con una búsqueda aún más centrada en la temática fantástica, el director pueda con una segunda parte evitar caer en un bucle temporal donde la comedia, cual devoradora de mundos, consuma su talento y el de su personaje principal. Solo el tiempo, y tal vez el espacio, lo dirán.
Volviendo a tocar temas que recorren toda la filmografía hasta el momento de Mariano Cohn y Gastón Duprat, tales como el arte, el cinismo y la eterna lucha entre lo sofisticado contra lo burdo, El ciudadano ilustre se convierte en el film más entretenido de los directores de El hombre de al lado (2009). A la vez encuentra nuevas fallas que, desafortunadamente, no lo vuelven el trabajo mejor logrado de la dupla. Después de haber estado lejos de su pueblo natal por más de cuatro décadas, el ahora exitoso escritor Daniel Mantovani (Oscar Martinez), ganador del premio Nobel de literatura y exiliado en España, decide volver al pueblo argentino de Salas donde será condecorado como ciudadano ilustre. Siguiendo las reglas clicherísticas de “pueblo chico, infierno grande”, la estadía de Mantovani en Salas se irá transformando paulatinamente en un calvario que por momentos parece responder a la estructura de los films de horror estadounidense donde el o los visitantes quedan a merced de unos provincianos más que locos. El protagonista se haya atrapado a voluntad entre muestras y actividades culturales de escaso talento, la pasividad agresiva con el que lo trata su viejo amigo Antonio (un Dady Brieva que no llega molestar pero que denota el empeño, por parte de él y los directores, de crear un nuevo Victor, el personaje de Daniel Araoz en el film de 2009) y el absurdo de los variopintos provincianos que rodean a Mantovani con invitaciones a cenas, una entrevista televisiva y paseos en camión de bomberos o en camioneta, manejando un genial antes y después visual. Con ello, Cohn y Duprat ofrecen una serie de gags que, siendo el factor humor donde resalta lo mejor de la historia, divierten y mantienen el interés sin dejar lugar a tiempos muertos como ocurría con otros de sus films. Sin embargo, cuanto más adentrado se encuentra uno en el relato (dividido en cinco capítulos), los mismos por momentos tiendan a agotarse siendo víctimas de una reiteración presente que incluso devela el camino que tomarán ciertos eventos a posteriori. Pero quizás el mayor defecto de la historia sea recaer en un discurso sofisticado que posiciona a los directores y al guionista (Andrés Duprat) al mismo nivel de pretensión egocentrista del protagonista. Y es que los temas que aborda el film, como el lugar del artista, lo rústico de ciertas sociedades, la hipocresía cultural y la mediocridad presente más allá del éxito, están bien tratados siempre y cuando no son acompañados por un discurso transformado en mensaje literal y algo burdo, carente de sutileza, como algunos de los habitantes de Salas. Si en El artista (2008) o El hombre de al Lado para bien o mal quien triunfaba era el artista con aires de grandeza, posicionado falsamente por encima del resto, con El ciudadano ilustre lo sofisticado pierde ante el humor de efecto directo dando por resultado un film disparejo, que cumple pero con ciertos baches que lo vuelven algo tosco en su estructura. A fin de cuentas, un habitante más de Salas.
El director James Bobin, responsable del genial resurgimiento de los Muppets gracias al film de 2011, se pone al hombro una secuela que nadie pidió de un film (también secuela de otro film animado) que tampoco nadie pidió. A la fallida primera entrega, basada en parte en las dos obras literarias de Lewis Carroll, se le podía atribuir su fracaso a la ya no talentosa mano de Tim Burton. En manos de Disney, aquella casa del ratón que por tantos años fue su principal némesis, el director se convirtió en una copia vacua y reiterativa de lo que alguna vez fue. Ahora, con Bobin a cargo de la segunda parte, se lograba atisbar un pequeño halo de esperanza que invitaba al espectador a atravesar el espejo junto a Alicia (Mia Wasikowska). Desafortunadamente, mientras Alicia pasa por el espejo sin daño alguno, el espectador lo atraviesa con un estallido, encontrando del otro lado un despojo del mismo. Un film hecho añicos que, en vez de que alguien recoja sus pedazos como lo hacen con Humpty Dumpty las piezas de ajedrez con vida (única referencia basada en el libro original), los personajes pasan por encima de él resquebrajándolo con cada paso dado en el transcurso de las casi dos horas de duración. El film carece de la presencia del director, sosteniéndose como una copia de esa autocopia llamada Tim Burton. No hay prácticamente lugar para que el director de turno despliegue su impronta, solo una ráfaga momentánea que brilla con luz propia cuando se permite dejar entrar el humor irónico del director en una escena compartida entre el Sombrerero Loco (Johnny Depp), sus comensales para tomar el té y el Tiempo (Sacha Baron Cohen, un crack del humor que salvo por la escena en cuestión está prácticamente desaprovechado). Sin presencia del director y sin elementos concretos de la obra de Carroll más allá de los personajes utilizados, no hay para ofrecer más que una aventura de viajes en el tiempo (Alicia viaja una y otra vez al pasado dentro de Wonderland para lograr ayudar a un depresivo Jack Sparrow… ehm, Sombrerero Loco). Un viaje que de seguro entretenga a los más pequeños, pero que lo haría aún más para todos si no se subiera a la fama de una obra que no tiene casi nada que ver con el material desarrollado. Un gran acierto ha sido el desarrollo de criaturas, lo cual se llevaba los aplausos dirigidos a la primera parte, si bien aquí se ha explorado de buena forma en la inclusión de nuevos personajes, la mayoría carecen de sorpresa al haber una extremada presencia de personajes ya conocidos. Aunque es agradable ver la evolución lograda en el personaje de Absolem (El querido y difunto Alan Rickman, a quien está dedicado el film) quien ha pasado de ser una oruga a una mariposa. En cierta forma exteriorizando que, donde quiera que esté el actor británico, ha evolucionado a otra forma. Lo cierto es que la invención de personajes y lugares sin duda son de una imaginación soberbia, pero que no perdería el efecto de sorpresa y la sensación ver más de lo mismo de no ser por ese capricho tan actual de que todo esté rodeado de los efectos digitales y las pantallas verdes. No hay diferencia entre el mundo real del cual viene Alice y el país de las maravillas al que ingresa. Basta tan solo recordar a The Wizard of Oz (Victor Fleming, 1939) para encontrar un producto que hoy en día continúa sorprendiendo gracias al manejo del arte que diferencia ambos mundos. Seguramente muchos recuerden que en las cajas de juegos de mesa por lo general se aclara la restricción de edad de los jugadores a los que va dedicado el entretenimiento en cuestión. Alicia a través del espejo también la posee, limitando el visionado del film tan solo para aquellos que no hace mucho aún usaban pañales. El mundo que visita Alicia ya no posee tantas maravillas, incluso el Sombrerero en su depresión ha perdido algo de su propio encanto en el camino, y entre viajes en el tiempo y moralejas poco sutiles no hay sorpresas gratas para todo aquel que ya haya viajado un poco por terrenos similares. Para Bobin el tiempo no está de su lado y termina siendo tanto némesis del director como de los personajes de su film.