Carmen es heredera de la tradición de las grandes bailaoras, cuya entrega al flamenco y la búsqueda de desafíos la llevan a concretar un anhelo: cruzar el océano Atlántico para conocer los Andes. Para concretarlo, mantiene esa ilusión viva desde su infancia y un amor por un argentino que muy pronto se desvanece. Así queda el baile como el solitario compañero que la identifica tanto como la matriz de ese deseo. Carmen Mesa nació en un pueblo andaluz y se formó en Sevilla y la película dirigida por Lupe Pérez García consigue que el encargo de la productora Marta Esteban tome forma en el impreciso cruce entre documental y ficción, permitiendo que el retrato entre la representación y el registro directo se difumine en ese viaje que encuentra a Carmen en sitios humildes pero siempre acompañada de una maleta que guarda las imágenes religiosas y de su tradicional vestuario, que son su compañía junto a sus recuerdos. El periplo la llevará a enseñar su arte allí donde las diferencias sociales y culturales parecen clausurar cualquier posibilidad de complementariedad. Aunque la filmación del baile flamenco no entrañe el vuelo estilístico y el sincretismo del cine con la danza que concretaron desde el documental Jana Bokova o en el cruce creativo el descomunal Carlos Saura, la aproximación a la mujer que derribó barreras y a la artista que se sobrepuso a la adversidad consigue en la lente de Pérez García un trabajo sensible que juega con astucia en esos límites entre testimonio y la recreación.
Jimena es una chica que, como buena parte de su generación, vive sin posibilidades de progreso. Luego de la muerte de su madre y de quedarse sin casa, deambula por la ciudad con un destino tan lejano como utópico: llegar a Río Grande, donde vive su hermano, y lugar que a ella ilusiona con un futuro dentro de alguna de las empresas de fabricación y ensamblado de artefactos electrónicos. El viaje es largo, los apremios económicos son muchos, y el hermano de Jimena recibe con cierta frialdad a su huésped, con la promesa de brindarle techo por “unos días”. Con perseverancia, ella conseguirá trabajo en una de las tantas industrias en Tierra del Fuego. Con un tratamiento común a otras películas que exploran la falta de posibilidades de la juventud, la singularidad de La chica nueva radica en vincular la mirada a los jóvenes con el entorno social de una fábrica (la cooperativa ex Audivic, donde tuvo lugar el rodaje), pero fundamentalmente explorar las relaciones entre humanos como de la construcción de la lógica del poder. Micaela Gonzalo busca, de la mano sólidos trabajos de las actrices Arenillas y Anganuzzi, instalar la problemática del empleo de baja calidad existente en la Argentina, sustentada en un discurso de reivindicación obrera en esa fábrica que va al paro unida a una mirada al abandono de la juventud contemporánea. Lo consigue mediante una fotografía fría, el ulular del viento austral y una geografía que metaforiza -y agiganta- la soledad de sus protagonistas.
Una delicada y memorable seducción a la francesa El film de Emmanuel Mouret narra la relación de una irrefrenable madre soltera con un reprimido hombre casado; la enorme química de sus protagonistas y la sensibilidad no exenta de humor con la que se cuenta la historia refrendan las virtudes que el director había mostrado en su película Las cosas que decimos, las cosas que hacemos Todo comienza un viernes 28 de febrero cuando en un bar, un hombre y una mujer se encuentran y conversan sobre un beso fugaz que ocurrió en una fiesta y el deseo irresistible que los envolvía entonces y en ese reencuentro furtivo. Él es un hombre casado y ella, una madre soltera que no reprime sus deseos cuando se produce la atracción y la “sincronía” -como dice ella- y que para él, llamado Simon no deja de ser un salto al vacío. Pese a todos los reparos y devaneos, Simon acompaña a Charlotte a su casa. AD Así comienza el vínculo entre ellos y una historia que pareciera solo ser un instante fugaz, pero la inteligencia del cine de Emmanuel Mouret –conocido en nuestro país recientemente por Las cosas que decimos, las cosas que hacemos– es expandir lo trivial a un análisis de las relaciones afectivas desde la óptica de la inteligente comedia romántica. Aquella que Eric Rohmer o Woody Allen cultivaron con infinita sensibilidad, humor y claridad conceptual. La relación de la irrefrenable Charlotte y del acomplejado -y complejo- Simon sirve al director para desarrollar un guion brillante que se explicita en los largos parlamentos que -en otras manos- pudieran ser un pasaporte al tedio y aquí resultan una hermosa experiencia sustentada en la química y la extraordinaria solvencia actoral del dúo protagónico. Ella separada hace años, él casado hace dos décadas. Mouret continúa explorando los vínculos sentimentales que son la base de su filmografia de la mano de sus actores-fetiche y el resultado -mientras avanza el calendario de esta relación de sexo ocasional hasta que todo se complica- es, si bien esperable, sencillamente encantador. Consigue como pocos realizar una película “tan a la francesa” del affaire amoroso pero, sin embargo, tan personal, tan lúdica y entusiasta, que así se permite una nueva marca muy personal dentro del nutrido universo de este tipo de historias para el cine de su país AD ¿El amor puede sobrevivir a la dicha? parece preguntarse Emmanuel Mouret en clave “proustiana” frente al fracaso sentimental y al vacío de la existencia. Pero la reflexión, de naturaleza filosófica, se encuentra presentada en sutiles metáforas, en simpáticas situaciones, y en conversaciones que nutren el pensamiento, a veces luminoso y otras melancólico, sobre la verdadera naturaleza del amor. Así, regala al espectador un momento donde todo se va develando de manera sensible -sin efectismos ni golpes bajos- para quien esta sentado en la butaca, en sintonía con esos personajes que juegan una coreografía verbal propia de la labor de aquellos grandes maestros de la pantalla.
La relación del espectador argentino con la cinematografía griega puede resumirse en pocos nombres de impacto como Michael Cacoyannis (Zorba, el griego), Theo Angelopoulos (La mirada de Ulises) y Yorgos Lanthimos (Canino). Sumados Costa-Gavras, desde lo internacional, y Pantelis Voulgaris, desde lo local, como las marcas permanentes de un cine que se ha conocido fundamentalmente a través de ciclos y retrospectivas como la que –paralelamente a este estreno– se hará en el Malba. Así, la ópera prima de Jacqueline Lentzou merece la atención y más si se busca una propuesta arraigada en las coordenadas del cine de autor contemporáneo más exigente. Porque más allá de la historia, donde una joven regresa a cuidar de su padre enfermo descubriendo un secreto oculto durante años con un pasado reconstruido a través de cintas VHS, lo interesante de Lentzou es el depurado y riguroso tratamiento de una dura temática con una cuidada forma narrativa que puede sintetizarse a través del subtítulo del film: “Una película sobre el amor, el movimiento, la fluidez (y la falta de ellos)”. Cuatro cartas de Tarot estructuran los episodios donde los principales protagonistas tienen, asimismo, nombres de la mitología que hubiesen podido significar la explicitación del drama familiar. Pero la inteligente mirada de Lentzou a su extraordinario dúo protagónico y la singular puesta de cámara y fotografía hacen que lo cotidiano sea elevado a una experiencia visualmente subyugante y sensiblemente conmovedora.
Un anciano pasa por un elegante y clásico salón correteando vestido con un conjunto deportivo y luego lo vemos haciendo gimnasia. La fisonomía tarda unos segundos en devolver el semblante del gran compositor Ennio Morricone sin sus clásicos anteojos. La gimnasia alterna el ensayo orquestal en su estudio, atiborrado de papeles, mientras la cámara sigue al detalle la dirección a una orquesta invisible que luego se materializa en escena. De allí el recorrido se instala en la cronología que el mismo Ennio Morricone desarrolla desde los primeros contactos con la música de la mano de su padre trompetista. Pero los recuerdos se unen a la historia de la Italia de posguerra y la dura vida para una familia de artistas hasta que la figura del compositor Goffredo Petrassi se erige para el joven tanto como maestro como horizonte en el universo de la composición y también en una marca, a veces difícil, para toda la vida. Pero la larga vida de Morricone, fallecido el 6 de julio de 2020 a los 91 años, permite asimismo a través de su figura realizar un racconto de la cultura italiana, en la cual el director de esta película -celebrado mundialmente por Cinema Paradiso- consigue nuevamente como en aquella ficción narrada en un cine de pueblo convocar la memoria sensible del espectador. Aquí lo hace desde un perfil documental que descubre a uno de los más grandes compositores de la historia del cine pero también uno de los más misteriosos en relación con su vida y a sus obsesiones como artista. El numeroso, y por momentos sorprendente, material audiovisual logra omitir la reiteración de las clásicas “voces aclamatorias” que existen en todo documental que busca exaltar las virtudes del biografiado. La mirada iluminada de Morricone al referirse a la estructura musical de sus composiciones (sus inspiraciones en Bach para Por un puñado de dólares o en el compositor del barroco italiano Girolamo Frescobaldi para La batalla de Argelia); su emoción ante los recuerdos de la larga vida vivida y, un poco, ese perfil entre tímido y cascarrabias que devuelve en el momento de confesar sus pensamientos son un gran documento cinematográfico que, junto al manantial musical plenamente identificable de su usina creativa, constituyen un disfrute cinéfilo que se convierte de la mano de Tornatore en el reverso certero de aquella fábula que construyó hace más de tres décadas donde la fantasía creaba el homenaje al cine. Aquí, el testimonio de la realidad de quien construyó parte de la memoria del cine italiano y su legado sonoro, sirven para que a través de infinitos testimonios de gran relevancia el cine brinde homenaje a Morricone. En definitiva, otro trabajador del cine como Alfredo (aquel operador de ilusión de Cinema Paradiso que delineó Philippe Noiret), pero que gracias a un talento único emergió de la larga lista de créditos de un film como una figura insoslayable y de existencia propia pero también como poderosa síntesis de aquella candorosa palabra que define y es definida como “cinefilia”.
Con la firma de un realizador que entregó al cine películas tan perdurables y disímiles como Mad Max, Las brujas de Eastwick, Babe, el chanchito valiente o Happy Feet, cada reaparición del veterano George Miller genera un revuelo cinematográfico. Miller ha cincelado un puñado de largometrajes notables, con un cine que puede interesar de maneras diversas, pero nunca es indiferente gracias a su nutrido imaginario visual. En ese sentido, 3000 years of longing -o 3000 mil años esperándote, nombre que resume y define la fantasía romántica que contiene mucho mejor que el burdo título de estreno local, Érase una vez un genio-, se añade al universo de sentidos que propone el realizador en su cine otra vez de manera identificable y difícilmente olvidable. Pero este no es un producto logrado o con destino de clásico como tantos otros de su filmografía. Ese sitial indeterminado entre un fallido relato ampuloso y una excelsa fantasía anacrónica pareciera buscado intencionalmente por el realizador, enfatizando los recodos narrativos que escapan del convencionalismo mientras enuncia un relato tan antiguo, y en buena medida convencional, como es el del genio atrapado en una botella que es liberado. Así, lo ingenioso y caprichoso de su mítico protagonista parece trasladado a la historia que lo contiene y presenta a la doctora Alithea Binnie, quien asiste a una convención sobre su especialidad intelectual -“el arte de contar historias”-, que se desarrolla en Estambul. Llega hasta allí con las Aerolíneas Scherezade, para hospedarse en la misma habitación en la cual Agatha Christie escribió Asesinato en el Orient Express. En todo el periplo se le aparecen extrañas criaturas y visiones “paranormales”, hasta que en un típico bazar turco compra una botella que, luego al abrirla, liberará al genio encerrado con su clásica oferta de tres deseos. A partir de allí el relato hilvana los siglos en los cuales el genio entró y salió de la botella junto al vínculo que va uniendo a los protagonistas. Miller se vale para cautivar de su extravagante universo visual y de la íntima sensibilidad que rodea a la doctora Binnie (Tilda Swinton) y al genio (Idris Elba). También con su inteligente uso del metarrelato (un relato acerca de un relato), para incluir en su historia una crítica al discurso de la posmodernidad y el progresivo abandono de estas historias ancladas en el imaginario colectivo. Y aquí es donde la película no encuentra a su público, porque es demasiado compleja y hasta sensual para niños pequeños pero resulta, asimismo, demasiado convencional para un público adulto que si no se entrega al relato podrá verse defraudado. En cambio, dejándose atrapar por el poderoso imaginario visual de Miller, por momentos con una estética un tanto kitsch y sin dudas demodé, se conseguirá el efecto deseado: cerrar los ojos y que el estallido de colores a pura fantasía se haga presente en la memoria. Pablo De Vita
El cine del finlandés Mika Kaurismäki creció a la sombra del genio descollante de su talentoso hermano menor Aki (Nubes pasajeras, Juha, Un hombre sin pasado, Luces al atardecer, El otro lado de la esperanza), aunque la voz propia del mayor de los Kaurismäki se hizo presente en la pantalla con títulos muy convocantes como Zombie y el tren fantasma, Tigrero y particularmente una película de alto impacto a mediados de los ochenta como Helsinki-Nápoles, todo en una noche. Varios de esos títulos se conocieron en nuestro país gracias a la labor, en otros tiempos, de la embajada de Finlandia, aunque Helsinki-Nápoles tuvo estreno comercial. Mika luego se instaló en Brasil, donde rodó importante cantidad de documentales y, de regreso en su tierra natal, títulos como Divorcio a la finlandesa o la superproducción Reina Cristina que protagonizó la sueca Malin Buska y pudo conocerse en la Argentina a través de Netflix. Pero Mika y Aki lograron (de manera conjunta en sus comienzos, autónoma luego), revitalizar al cine finés y otorgar también un fresco de la realidad europea siempre con una mirada plena de humanismo en historias sin didactismos pero de sencillo entendimiento pensando en un cine de autor pero de llegada a las mayorías. En esa combinación de sencillez y calidad se desenvuelven los horizontes creativos de Un amor cerca del paraíso. Un bus se detiene en un pueblo de Finlandia llamado Pohjanjoki y descienden dos personas, un adulto y un niño, que muy pronto se descubrirá que son migrantes. Cheng llega con su hijo buscando a un amigo que debe vivir en ese pueblo pero ninguno de los parroquianos del pequeño restaurante local entiende el nombre o conoce a ese sujeto. Las profundas diferencias idiomáticas contribuyen a que nadie comprenda el sentido de su búsqueda y Cheng queda varado en ese pequeño local de comida al paso hasta que un grupo de turistas lo lleva a involucrarse en la cocina asiática que tan bien conoce, para satisfacer el apetito del contingente de aquella región del mundo que visita el pueblo. Así comienza un vínculo más consolidado con la dueña del restaurante, llamada Sirkka, y las diferencias culturales dan paso a un vínculo de reconocimiento y cooperación que, poco a poco, hacen que Cheng se convierta en una referencia para el pequeño pueblo, básicamente poblado por ancianos. Pero la expiración de su visa turística parece delimitar los alcances de su presencia cuando la policía busque al extranjero que ha modificado la dinámica local. El diálogo entre civilizaciones que promueve el sensible film de Kaurismäki busca superar la ignorancia por la natural coexistencia amigable entre construcciones culturales distintas pero con un fondo de humanidad que hermana las diferencias. Su música, su cuidada fotografía y un relato construido (si bien con cierta previsibilidad inicial) con sutil encanto otorgan la experiencia que subyace en las pequeñas grandes obras.
Reconocido internacionalmente por Los lunes al sol, que retrataba la vida de unos trabajadores sumidos en el desempleo, el cine de Fernando León de Aranoa siempre tuvo el foco en los conflictos sociales, desde los cuales erigió lo fundamental de su filmografía. Una labor estructurada en el drama social y en las realidades postergadas de la sociedad española pero sustentada en la mirada a los márgenes sociales que, como un cúmulo de asimetrías, retrató con pulso firme, extraordinaria humanidad y bastante desencanto sobre el porvenir. Suponer que el director de Princesas podía instalarse en el lugar de la comedia sin abandonar un ápice su cine comprometido con lo social parece imposible. El buen patrón así lo demuestra, además de rescatar un elemento modélico tan importante para el arte español como el esperpento, que acentúa lo grotesco y sórdido presente en la realidad y que de la creación de Valle-Inclán devino en su matriz cinematográfica en la lente, principalmente, de Luis García Berlanga. El cineasta fue un gran retratista de esa sociedad mirada a través de un espejo deformante en películas inolvidables como Bienvenido Mister Marshall, El verdugo o La escopeta nacional, que permitieron -unida la burla con la sátira social- brindar una profunda lección moral sobre la realidad. Aranoa encuentra la herencia de esa tradición y se instala en el lugar de la carcajada inteligente y la risa ácida para entregar una obra que posa su mirada sobre cierto tipo de empresariado que va del cinismo a la manipulación sustentada en la más completa ignorancia por el semejante, sólo interesado en un poder que busca ampliarse. La vida de Julio Blanco, dueño de la tradicional Básculas Blanco, es seguida en un compendio de días que son sólo una sucesión de problemas y contrariedades mientras el empresario intenta mostrarse comprensivo y hasta paternal con los empleados de su fábrica. En la trama, sus trabajadores aportan principalmente cuatro conflictos de diversa índole y se añade uno vital para el protagonista: ganar el concurso de modelo empresario, lo que involucra la visita de una comisión evaluadora. Las tramas paralelas confluyen en un gran final que suma en efectividad gracias al gran pilar de la película que es la formidable, efectiva y contundente labor de Javier Bardem como ese jefe que busca ser ejemplo social mientras se enreda tanto en los manejos políticos de su localidad como en los conflictos personales de sus empleados, sin importarle nada más que conseguir el trofeo que le falta colgar en su pared. Radiografía social y eficaz entretenimiento, El buen patrón estructura una impresionante mirada al mundo laboral pleno de ironía en su desarrollo de comedia negra, potenciado por ese gran simulador que es el Blanco que interpreta Bardem para quien, tanto en la vida como en la industria, la balanza debe estar en equilibrio aunque, sin una perspectiva humana, se justifiquen todos los medios para conseguir arbitrarios fines.
Muy probablemente la labor de los hermanos Dardenne sea el gran cine de realismo social de los últimos veinte años, en los cuales han sido capaces de renovar las indagaciones y ejemplificar las contradicciones presentes en el continente europeo. Lo lograron desde una mirada plena de humanismo con la que han abordado en diferentes films el mundo del trabajo, la legislación laboral, la difícil integración de los jóvenes a una realidad plena de asimetrías, la desintegración del núcleo familiar en el acuciante desempleo y la ambigüedad moral de las sociedades modernas frente a los desprotegidos, que son un mosaico de reflexiones unidas en la permeable fragilidad allí donde todo parece perfecto. Por fuera del cine político, la construcción dramática de los hermanos Dardenne siempre ha apostado por un naturalismo que determina, casi de manera espontánea, la evolución del relato sin bregar en discursos, posturas ideológicas o didactismos. Dentro de todo este retrato de las contradicciones presentes en la sociedad europea estaba ausente el fenómeno del integrismo religioso, y así lo era hasta esta película. Porque el joven Ahmed del título es un chico que, según reclama su madre, hasta un mes atrás estaba interesado en jugar videojuegos y, casi sin pausas, comienza a seguir a un Imán que lo atrae con un discurso vibrante en la búsqueda de la pureza. En esa mirada construida en condenar la diferencia, poco a poco, germinará en él la semilla del integrismo religioso que lo llevará ciegamente a intentar completar un círculo de expiación de la culpa de manera tan radical como es su entendimiento del mundo. Pero más allá del tema formal que es parte del análisis de los Dardenne –y que es tan acuciante en la realidad europea contemporánea- no puede sustraerse una reflexión sobre el fanatismo que se distrae de la raigambre religiosa del relato para tornarse universal en esa mirada que por definición niega el discurso de la contraparte e incluso su existencia misma. Lo consiguen con un relato impecable y que acrecienta su tensión, aunque el desenlace no ofrezca el pulso compacto que observa la totalidad del film, gracias a la mirada precisa de su esmerado trabajo de cámara en mano (que es clásico en un cine que así brinda un tratamiento casi documentando su urgencia). Y también gracias a un joven protagonista, Idir Ben Addi, que resulta, como en otros films de los hermanos, el núcleo mismo de un relato pleno de aciertos cuando la narrativa se amalgama a la solidez interpretativa de jóvenes actores que en muchos casos salen de un universo no profesional. Como en otros relatos de los Dardenne, en El joven Ahmed también se ciñe la pregunta de qué lugar existe para los adolescentes en la sociedad de hoy. Y aunque no se encuentren todas las respuestas, siempre es vibrante en la formulación de los interrogantes, que consigue explicar de manera clara y sencilla, en su ya clásica reflexión moral sobre la profunda naturaleza de un conflicto presente donde todo a simple vista parece perfecto.
“¿El hombre es capaz de desear por sí solo?”. Esta pregunta estructura Mentira romántica y verdad novelesca y el desarrollo teórico de su autor, el filósofo Rene Girard, sobre el deseo mimético donde formula que nadie desea de manera libre y nuestro deseo es imitación del deseo de otro. Girard exponía su teoría en el análisis de obras fundamentales de la literatura como Don Quijote o Madame Bovary para concluir que, inevitablemente, ese impulso de mediación desemboca en la triangulación del deseo. La aplicación de la teoría de Girard en la comedia romántica es la base conceptual de este film de Emmanuel Mouret que puede sintetizarse como la enunciación de “vivir el amor a destiempo a causa de este deseo inducido”. En la historia, Daphne recibe a Maxime (el primo de su novio, que tuvo que viajar a París por motivos laborales), en la campiña francesa durante el verano. Maxime es un aspirante a escritor que cuenta a Daphne historias personales de su turbulento -y no del todo feliz- pasado amoroso. A su turno, Daphne también confesará cómo construyó el vínculo con el primo de Maxime. Este recurso genera un atractivo relato coral en la historia, que permite que varias capas narrativas vayan yuxtaponiéndose, porque en la formulación triangular que propone Mouret de la mano de Girard -a quien evoca en algunos pasajes del film- muchos de estos novios antes de serlo fueron amantes y, por lo tanto, tuvieron otras relaciones formales que asimismo los llevaron a otros vínculos que, de manera sublimada o concreta, responden a este deseo negado o abrazado con desbordante pasión. Bajo estas premisas Mouret realiza una sobria película inserta en el más puro academicismo francés (incluso con su banda sonora presa de los magnificentes acordes de Schubert, Chopin, Debussy o Satie), estructurando argumentalmente su mirada a la naturaleza del amor de manera casi cercana a la perfección. Por momentos evocará los cuentos morales de Eric Rohmer o se podrán descubrir otras sutiles referencias cinematográficas en esta obra coral, un poco acartonada en un comienzo, pero que en su estructura pasa de una primera parte de vínculos amorosos infieles y “menage a trois” (que tan bien le sientan al cine francés), a un drama ajustado con eje en las turbulencias del amor, aunque su mirada agridulce no olvide que es una comedia romántica vitalmente intelectual. El deslumbrante elenco desafía esa mezcla de horizontes y amores contrariados respetando las intenciones filosóficas del director, para quien el amor es tanto una pasión inmanejable como un candoroso objeto de estudio.