Entre caminos No siempre se llega a buen puerto cuando se utiliza el recurso del viaje de un punto a otro como curva transformadora de personajes. Si los que viajan son idénticos a los que vuelven; arrastran las mismas virtudes y miserias, eso significa que hay algo que no funcionó en la película. Afortunadamente, con Villegas ocurre todo lo contrario y es por eso que la ópera prima de Gonzalo Tobal presentada en la Competencia Argentina en el último Bafici no puede pasar desapercibida o recibir el mote de road movie convencional, aunque su primera mitad adopte los códigos de ese tipo de propuesta, en su segunda etapa el relato se estaciona –por así decirlo- en el pueblo de General Villegas en un muy corto período de tiempo para remover historias y construir desde los fragmentos por un lado la identidad del abuelo que falleció, por otro el retrato de una familia y en un segundo plano la radiografía íntima de un pueblo con más de 100 años de historia. La precisión a la hora de delinear el reencuentro entre dos primos, Esteban y Pipa, distanciados, que deben verse nuevamente las caras para asistir a su General Villegas natal y despedir los restos de su abuelo junto a las respectivas familias habla a las claras de un guión de Gonzalo Tobal muy bien escrito que sirve de marco a situaciones cotidianas donde se ponen en juego los sentimientos y se renueva la mirada sobre lo perdido: la familia, la infancia, los amigos, los recuerdos, los miedos y los proyectos futuros. También el contacto con la fisonomía de un pueblo, sus espacios (en especial el campo familiar) y sus rostros. Esteban Lamothe y Esteban Bigliardi, indiscutidos exponentes de una nueva camada de actores muy interesantes, merecen un reconocimiento por sus actuaciones pero más allá de eso por lograr el verosímil en el vínculo y en la historia, nunca sobreactuando ese sutil distanciamiento que por momentos parecería reducirse al aflorar los sentimientos ligados a la infancia antes de partir a buscar suerte en Buenos Aires aunque en otros se prolonga cuando las irreconciliables diferencias, Esteban estructurado y a punto de casarse con Rosario mientras que Pipa no tiene conflicto con fluir y dejarse arrastrar por lo que el camino propone, emergen entre reproches, envidias, experiencias distintas de vida y maneras de ser y afrontar los caminos hacia un horizonte. Como reza una de las estrofas del leit motiv de Nacho Rodriguez (Onda Vaga): sólo queda salir si hasta los ojos que nos miran están vacios. Villegas explora ese vacío que genera todo duelo y hace de la búsqueda su verdadero camino.
Las causas y sus consecuencias Cada película de Paul Thomas Anderson representa un enorme desafío para todo aquel espectador que busca que el cine lo problematice o inquiete a tal punto de dudar de lo que se está observando en pantalla. Como si en la textura cinematográfica de cada fresco visual, lo visible o revelado, existiera una capa más profunda e insondable a la que puede llegarse superando el mero formalismo. Petróleo sangriento es el ejemplo acabado de esta idea al plantear en los parámetros de un drama intenso y con personajes fronterizos la crítica contundente al modelo capitalista, bandera de Los Estados Unidos y estandarte del falso sueño americano que con The master, último opus de este gran director, se derrumba y precipita desde el costado menos visible que no es otro que el humano. Cómo pasar entonces de la tensión irresuelta de conceptos abstractos como poder, sometimiento, obediencia, odio, amor, fe, religión, culto, seudociencia, dogma, sino a través de la historia de un solo hombre o de un grupo de hombres inmersos en un experimento social que pretende elevarse por encima de los valores intangibles para proponer algo nuevo. Si hablamos del hombre en su constante lucha interna por vencer la animalidad intrínseca para conectarse con algo mucho más elevado y trascendente como el espíritu es imprescindible señalar un contexto histórico o época para comprender las causas y las consecuencias. La postguerra por ejemplo, escenario donde comienza este viaje iniciático y alucinatorio, significó para el planeta un momento de crisis de valores muy profundo que habilitó la necesidad imperante de unir en vez de continuar fragmentando. Los modelos de pensamiento más radicales vieron en ese momento crítico un terreno fértil en principio en aquellos sobrevivientes y su conflictivo modo de reinserción en un mundo donde la paz y la concordia fueron absolutamente derrotadas y el cinismo y escepticismo superaron con muy poco esfuerzo a la fe o a la esperanza del escape religioso para fusionarse en otras ramas y despabilar conciencias dormidas o masas dóciles que no se atrevían a siquiera preguntarse cuál es el sentido de la vida y qué nos une o separa a los unos de los otros. La película de Paul Thomas Anderson establece como estructura central la convulsionada y ambigua relación entre un líder carismático, Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), propulsor errante de una filosofía cuestionadora que se enrola a partir de una serie de postulados en algo que se denomina La causa (aquí se debe agregar el dato que este personaje se inspira en el creador de la cienciología) pero que en realidad puede sintetizar conceptualmente la figura de cualquier gurú, que a fuerza de retórica, técnicas de persuasión y adiestramiento cognitivo acapara voluntades de fieles y los somete a verdades que dan respuestas a las angustias existenciales más primarias pero que también cataliza los deseos individuales para transformarlos en metas colectivas bajo la pretensión de una selectividad frente a la masa ignorante que siempre genera una amenaza para los objetivos de la empresa seudoespiritual. En ese camino de reclutamiento de voluntades débiles o necesitadas de contención se atraviesa Freddie Quell (brillante actuación de Joaquin Phoenix), ex marino alcohólico y capaz de elaborar tragos destilando las sustancias más insólitas, que regresado de la guerra no encaja bajo ningún concepto en las coordenadas de la vida mundana ni tampoco califica como modelo para concretar ese ansiado American Dream. Conejillo de indias, golpeado por las circunstancias de la vida y el despecho amoroso provocado por el distanciamiento de la guerra; o desafío personal para Lancaster Dodd y su séquito la relación entre maestro y aprendiz se desdobla en un constante juego de seducción y manipulación psicológica en el que el objetivo fundamental consiste en desprogramar los hábitos o derrumbar la estructura psíquica de Freddie para que no reaccione de manera violenta e irracional frente al dolor o la frustración. Sin embargo, despojar al hombre de su personalidad para construir uno nuevo no siempre persigue un fin noble y en ese grado de ambigüedad y dialéctica entre dominado y dominador transita de manera vertiginosa la audaz propuesta del director de Magnolia con la mirada escrutadora y poco complaciente ante lo religioso y el libre albedrio en permanente roce pero sin descuidar la vulnerabilidad de los hombres que se estancan en un tiempo o repiten un episodio traumático del pasado que se resignifica en el presente y ahuyenta el futuro. ¿Es posible reparar algo que está roto? En consonancia con esta mirada introspectiva se asocia otra mucho más aguda e histórica que se arraiga con la propia historia de una Norteamérica que tras la guerra y las sucesivas cicatrices de otras guerras se enfermó de su propio cáncer social, de lo que puede desprenderse el triunfo del capitalismo salvaje y la ambición desmedida que deja víctimas en un largo tendal hacia un horizonte que parecería ser infinito. Como contracara del mito del buen salvaje explotado hasta el hartazgo por el cine, Paul Thomas Anderson intenta desmitificar sin cinismo este preconcepto para ir más allá de los postulados antropológicos o filosóficos convencionales y sumergirse en las profundidades del agitado océano de la consciencia, la irracionalidad, bajo las olas de la sensibilidad y la emoción que estallan en la pantalla y salpican a cada espectador que se entregue al enigmático universo de The master.
Campo adentro El desarraigo y la pertenencia aparecen trabajados en esta ópera prima de Maximiliano Schonfeld, Germania, film que integrara la Competencia Internacional del último Bafici, sin grandilocuencia ni subrayados innecesarios para teñir al relato con un aletargante ritmo y una impronta visual muy personal, que siembra la información a cuentagotas para dejar que los personajes desde su silencio y el juego constante de miradas construyan la historia. El protagonismo del relato recae en una familia alemana del Volga, en un campo de la provincia de Entre Ríos (de donde es oriundo el director), que debe abandonar sus tierras y su producción avícola para comenzar de cero en otro lugar dejando atrás toda una tradición y un pasado que parecía mucho más próspero que el presente opaco que se avecina y que llevó a la quiebra de la empresa familiar. Brenda y Lucas (Brenda Krütli y Lucas Schel), ambos hijos adolescentes, deben acompañar a su madre viuda en el duro tránsito hacia lo incierto con la sensación de que cierta maldición los acompañará donde quiera que vayan. La información que llega de manera ambigua sugiere la presencia de un virus que diezma la población de gallinas o el agua saturada de cloro. Schonfeld se vale del recurso de la metonimia cinematográfica eligiendo metódica e inteligentemente qué partes mostrar para dejar el espacio de construcción del todo sin apelar a golpes de efecto y con la absoluta confianza en sus imágenes, aunque tampoco descuida los aspectos relacionados con los dos jóvenes en conflicto permanente al tener que abandonar su círculo de amistad y en el que se desliza cierto amor prohibido entre los hermanos, elementos dramáticos que aportan a la trama la tensión necesaria que sintoniza perfecto con el clima opresivo del film. Germania es una propuesta audaz, sutil desde el punto de vista narrativo y con su propio universo y mirada muy particular, que por momentos la asocia con el tipo y estilo de cine del mejicano Carlos Reygadas más en lo que a tono se refiere y al distanciamiento entre la cámara y la acción.
Bazofia neogótica El axioma reza que segundas partes nunca son buenas; las continuidades por lo general son mucho peores que las primeras películas, si no tomemos por caso Matrix para decir que todo está dicho. Sin embargo, a esta altura a nadie le importa absolutamente nada cuando de dividendos se trate, por lo tanto subirse al tren de una franquicia originada por la mente afiebrada de un par de programadores que construyeron un video juego, que se ha vuelto popular en el ámbito de las consolas y que tuvo su aceptable versión cinematográfica en el 2006, comete el pecado de querer repetir ese buen inicio y lo hace de la peor manera: reduciendo a la mínima expresión cualquier atisbo de originalidad, creatividad a la hora de planificar una puesta en escena y colmando la paciencia del público no fanático del juego. Esta suerte de mamarracho ciberpunk, Terror en Silent Hill 2, La Revelación (3D), que encima pretende explotar el peor 3d en el que cabezas y dedos mutilados saltan a cámara para que uno los esquive bajo el hueco pretexto de generar la idea de brindarle al espectador una proximidad a esa pesadilla digitalizada y barata, no se contenta con un vacío desde el punto de vista estético sino que además lo prolonga en el tratamiento narrativo con una trama por demás absurda a la que se le suman sobreactuaciones que realmente vuelven a esta experiencia una verdadera pesadilla pero en el peor de los sentidos. El argumento es básico y se concentra en las peripecias de la protagonista Sharon adolescente (Adelaide Clemens), quien se muda junto a su padre (Sean Bean) a un nuevo pueblo al resguardo de La Orden, la cual pretende devolverla a Silent Hill, ese oscuro reino de la maldad donde la niña demoníaca Alessa ha convocado a todos los demonios para venganza de sus miserias cuando fuera entregada en calidad de sacrificio. También aparecerá en escena un detective (Martin Donovan) y un muchachito enviado por la orden para llevarse a Sharon, aunque se termina enamorando y por ende pasa a ser traidor a la causa. El resto es un cúmulo de monstruos que se apila entre la torpeza de los guionistas, el desgano del director Michael J. Basset, los largos pasillos lúgubres, un parque de diversiones tétrico y freak y el enorme bostezo que genera este insalubre raid al que le falta talento, ideas y sobre todas las cosas actores. Fans le sobra.
Anexo de Crítica -Cabe aclarar de antemano que el estreno de este nuevo opus del director Michael Haneke, Amour, sorpresivamente tenido en cuenta por la Academia como mejor película no hablada en inglés y también como mejor película, suscitará todo tipo de polémicas y abrirá falsos debates sobre los límites de la crueldad en el cine, con detractores que tildarán al director de La cinta blanca como oportunista y provocador profesional y otros defensores de su honestidad y coherencia a lo largo de una trayectoria, que más allá de los premios internacionales y el reconocimiento de la crítica, mantiene un grado intacto de estilo ascético, filosofía profunda y enorme conocimiento de la condición humana sin tapujos, ni concesiones o alivios moralizantes como siempre se pretende desde las huestes de Hollywood y su doble discurso constante. Se bastardea tanto el término arte en cine que cuando surge un verdadero artista como Haneke, quien más allá de sus intenciones como cineasta consigue integrar estética, pensamiento, narración, en un discurso poderoso no en términos visuales sino conceptuales, se cae en la obviedad de analizar sus intenciones a partir de lo que se ve cuando en realidad se debería partir desde lo que se oculta o no se revela. Amour es una película sobre el deterioro del amor de una pareja de ancianos interpretados por los geniales Jean-Louis Trintignant en el rol de Georges y la nominada Emmanuelle Riva en el papel de Anne. El progresivo extrañamiento, las etapas de ausencia y el no reconocimiento de su esposo se prolongan en el tiempo en que transcurre entre silencios, tiempos muertos, actos de cuidado, desprecio, cansancio, dolor, angustia, impotencia, culpa y emociones contradictorias arraigadas a lo más profundo de los sentimientos en un in crescendo dramático donde Haneke no especula un segundo con el atajo moralista para mostrar de manera descarnada hasta dónde puede manifestarse el egoísmo o la bondad entendida desde la empatía con el sufrimiento ajeno. Lo mejor que le podría ocurrir a Amour y a Haneke es no ganar el Óscar como mejor película y sí como película extranjera porque la calidad de sus competidoras salvo la chilena deja bastante que desear. Pablo E. Arahuete (9 puntos).
Anexo de crítica A pesar de las irregularidades e inconsistencias narrativas varias no deja de entretener esta coproducción hispanoargentina más que nada por sus virtudes formales muy cercanas al cine de Tarantino y su estética cuando no se vislumbra el tono de algunas películas de Guy Ritchie, otra innegable influencia para su director Paco Cabezas que se vale de su galería estereotipada de personajes fronterizos y reventados para salir airoso del convite siempre que transita por los carriles del exceso o lo bizarro y se aleja del melodrama que para el registro elegido no se integra en esta trama de prostitutas, mafiosos, travestis y perros que se arrojan por la ventana en medio de un festín de sangre y drogas. Un film pasatista, llevadero y divertido que llega bastante tarde a las carteleras locales.-
Anexo de crítica: -No alcanza para eximir del aplazo a Mala con justificar que su director Caetano buscaba filmar un culebrón violento absolutamente despojado de todo contexto social o de corte realista para jugar con el lenguaje de las imágenes y narrar un melodrama nihilista e irónico donde incluso uno de los personajes se llama Carlos Javier como cualquier personaje de telenovela. Ni siquiera como ejercicio de estilo, este sexto opus convence en su viraje hacia el género o coqueteo meta discursivo con el cine clase B utilizando el tópico de la venganza por amor como base de esta premisa, en que a la idea de la mirada ajena sobre el mismo personaje el director de Bolivia la subraya poniendo a cuatro actrices -que por cierto actúan pésimo- en el mismo personaje de una asesina que sólo mata hombres que hacen sufrir a mujeres. Nada se resuelve de manera razonable dentro de los márgenes de lo aceptable para este tipo de propuestas: no hay violencia en exceso; no hay sexo en exceso ni osadía alguna en mostrar cuerpos desnudos o un poco de sangre. Tampoco la simbología o la segunda lectura pretenciosa sobre la imagen que se proyecta y se bifurca en diferentes tipos de mujeres, supera lo predecible, por no decir lo obvio. Mala es mala, no hay otra explicación.-
Sobreviviendo El título de este quinto largometraje del director Tomás Lipgot (Moacir) refleja tan vívidamente una imagen para sintetizar un testimonio viviente de lucha ante la atrocidad que cometen los hombres y que tiene nombre y apellido: Jack Fuchs. A sus casi 90 años, este excepcional ser humano polaco ha sabido sobrellevar la peor carga de la culpa del sobreviviente al Holocausto sin resentimiento, odio, abatimiento o cualquier acto de desesperación que pudiera conllevar el día después del infierno que tuvo que padecer desde su temprana infancia en el guetto de Lodz con su familia primero y luego en la soledad cuando fue deportado a los campos de concentración de Auschwitz hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Recordar aquellos tiempos significa abrir las puertas al dolor y es por eso que durante cuarenta años tomó la decisión de no hablar sobre el pasado e intentó recomenzar una vida en Estados Unidos y posteriormente en Argentina, con una esposa (ya fallecida), una hija y tres nietas, su única raíz familiar que sigue viva. Igual que aquel árbol, recuerdo difuso en la mente de Jack, la resistencia, la voluntad y la pulsión de vida pudieron contra la muerte y encontró de cierta manera el camino de acopiar testigos de la historia que intenta ocultarse o negarse aún en nuestros días a través de la publicación de dos libros: Tiempo de Recordar (Editorial Milá, Buenos Aires, 1995) y Dilemas de la Memoria (Editorial Norma, Buenos Aires, 2006), a la que se suman charlas y conferencias en universidades para transmitir a las nuevas generaciones su sabiduría, sus lúcidas reflexiones producto de mucho recorrido y experiencia acumulada con el paso del tiempo. Sin embargo, el realizador llegó a conocer a su protagonista de una manera indirecta al ser contactado por la psicoanalista Eva Puente, autora del libro que da título al film, quien pensó siempre que la historia de Jack debía ser conocida como un testimonio muy particular y singular de un sobreviviente al nazismo y fue así como Tomás Lipgot aceptó el desafío de construir el retrato de Jack Fuchs haciéndolo partícipe del proyecto y en la búsqueda permanente y caótica para sortear los lugares comunes de la pornografía de la representación del Holocausto, pero sin desdramatizar el contexto en el que ocurrieron los hechos. El material de archivo, de grabaciones de un viaje que el propio Fuchs decidió emprender para volver al lugar de su niñez y no encontrar absolutamente nada, que se suma al propio aportado por esta larga entrevista segmentada, connota de manera contundente los mecanismos de la memoria y el olvido y el abismo existente entre el pasado, los recuerdos, el presente, lo vivido y lo reprimido en varias capas que se van desestructurando a lo largo del relato en primera persona y con la cámara de Lipgot siempre presente y dispuesta a escuchar distintas voces. A esa estructura se le debe agregar el aporte significativo del dibujo y animación para recrear las imágenes del pasado a cargo de Nahuel Ferreyra en los dibujos y la dirección de animación en manos de Pablo Calculli, y la utilización del sonido con fines narrativos, donde el trabajo de Andrés Polonsky merece un reconocimiento. Cada vez que Jack Fuchs nos interpela con su mirada vital y transparente; nos contagia su energía y tranquilidad la cámara desaparece y la verdad germina entre los escombros del olvido como ese árbol que aferró sus raíces a la vida sin que la muerte pudiera derrumbarlo.
Apocalipsis y obsesión La mística, historias y anécdotas relacionadas a la figura del artista Benjamín Solari Parraviccini –no confundir con el comediante Florencio- es un enorme caudal de elementos para cualquier interesado que piense una ficción dado que cuenta con todos los aditamentos y atractivos de cualquier relato revestido de fe, teorías conspirativas, realidades paralelas y un personaje que encierra desde su hermetismo pero a la vez transparencia todas las características para convertirse en gran ordenador o imaginador. Al realizador Gustavo Glannini, quien debutara en la desafiante industria con la animación en 3d y confeccionada a partir de software libre, Plumíferos, el coqueteo con el mundo de Parraviccini y sobre todo con sus psicografías, dibujos que el pintor elaboraba en trance y donde además iban acompañados de frases proféticas, le despertó el interés por conocer con profundidad ese universo a partir de la inflexión del 2001 en la que Argentina parecía ser el escenario ideal en el que las profecías apocalípticas se cumplieran. Su investigación rigurosa lo conectó con textos pertenecientes a tres discípulos del propio pintor Sigurd Von Wurmb, Pedro Romaniuk y Norberto Pakula, todos ellos especialistas en la vida y obra del autor que en vida lograra reconocimiento del propio presidente Marcelo T de Alvear y que falleciera en 1974 cuando muchas de sus profecías o mensajes premonitorios correspondían a los años 40 o 30. A partir de los dibujos de Parraviccini y en especial de aquel que puede interpretarse junto al texto como la predicción del atentado de las torres gemelas, el director ideó un guión que se estructura a partir del derrotero y obsesión de un profesor de filosofía y lógica (Antonio Birabent) de una escuela nocturna que comienza a obsesionarse por una alumna misteriosa y muy atractiva, Amnis (Belén Chavanne), que lo conecta con el universo de las psicografías y luego desaparece sin dejar rastro o pista alguna para que Gabriel encare por un lado una búsqueda de ella y por otro comience a unir una serie de premoniciones para entender un orden y llegar a la conclusión de que el fin del mundo se avecina. El otro personaje que talla fuerte en esta historia, representa en cierto modo al propio espectador, está a cargo de Gonzalo Suárez (reconocible tanto por sus papeles televisivos como por la publicidad de la tarjeta de crédito), quien interpreta a Tony, primo del protagonista que descree absolutamente de sus interpretaciones y teorías conspirativas pero que no le quita el apoyo ni un segundo, aunque no puede ocultar una preocupación mayor por su fragilidad psíquica en un momento de crisis muy aguda del protagonista con su ex mujer. Gonzalo Suarez además aporta el escape humorístico necesario como contrapunto ante tanto cúmulo de información. Si bien la propuesta es atractiva desde el punto de vista de la historia per se y el avance paranoico que contagia la trama, al que se añade una interesante galería de personajes secundarios de corta pero efectiva aparición, entre quienes pueden destacarse Nancy Anka, en el rol de ex esposa, Adrián Yospe, el periodista Rolando Graña, Ricardo Bauleo, Atilio Pozzobón, Daniel Fanego y Norman Briski, la película presenta ciertos altibajos y desniveles narrativos que por momentos la vuelven demasiado predecible. Antonio Birabent carga a sus espaldas con un personaje difícil y a veces ese peso se nota en su sobreactuación y falta de ductilidad para resolver escenas que requieren un registro menos grandilocuente. No obstante, pese a estos obstáculos debe reconocerse que la apuesta al cine de género y más aquella que abraza un tópico como lo sobrenatural, sin descuidar los elementos constitutivos del thriller psicológico, insumen un trabajo mucho más cuidado y meticuloso en el orden formal y eso 5-5-5 lo logra en gran parte de su desarrollo, con buenos climas, buen manejo del ritmo y una narración prolija que se puede comprender prestando la debida atención y mucho más si se cuenta con algún conocimiento previo sobre Benjamín Solari Parraviccini.
El llanto de los oprimidos A pesar de los marcados desniveles en cuanto a la integralidad de la propuesta, Los miserables, dirigida por el inglés Tom Hooper, es un musical que eleva el estándar de los musicales cinematográficos de la última década porque su factura técnica y cuidado estético resulta impecable desde todo punto de vista, así como la meticulosa selección del casting para conformar un reparto de actores y actrices multifacéticos que suman voces diferentes, registros altos y potentes que cierran ese anillo de coloraturas melódicas de manera casi perfecta, con las grandes performances de Hugh Jackman y Anne Hathaway como los más rutilantes en los papeles del redimido Jean Valjean y la sufrida Fantine. Un escalón por debajo se puede ubicar al neozelandés Russell Crowe en el rol del cuasi napoleónico Javert, antagonista y portador de la Ley que seguirá los pasos del prófugo Valjean a lo largo del recorrido histórico que propone la novela de 1862 del escritor francés Víctor Hugo, inspirada en la historia del delincuente Vidocq, quien purgara sus pecados delincuenciales creando luego el Departamento de policía, hecho que aquí se extrapola a la lucha interna de Jean Valjean y su necesidad perentoria de redimir un pasado tormentoso al hacerse cargo de la pequeña y desprotegida Cosette. Si hay algo que destaca este musical trágico, dotado de emoción genuina y épica, desde el punto de vista cinematográfico es su despojo de teatralidad que por ejemplo arrastraba el fallido film Nine o reflejaba en algunos segmentos Los productores. Ese elemento es nada menos que el movimiento a través del espacio escénico, que gracias a la cámara en mano se destaca en escenas de alta tensión dramática o en aquellas que requieren desplazamiento de masas en el cuadro. Las transiciones temporales marcadas con prolijidad por las elipsis que recogen el trayecto histórico que va desde la Revolución francesa hasta el fallido alzamiento de 1832 también guardan una estrecha relación con el movimiento, aspecto que aporta a la estética del film un plus en complemento con lo arrítmico del relato completamente conformado por cantos y canciones del repertorio creado por Boublil y Schönberg, con las letras de Kretzmer que sufren un tanto la pérdida de la cadencia poética del francés, la sonoridad de las palabras, al traducirse al inglés y mucho más aún al español como sucedió en la puesta teatral argentina. Tal vez era mucho pedirle a Tom Hooper y equipo respetar el idioma original y un esfuerzo extra para cada actor que sin lugar a dudas hubiese causado más que una sorpresa en las especulaciones de cara a los premios Oscars donde el film cuenta con 8 nominaciones que incluye las ternas principales, aunque es más que probable que pierda como mejor película ante Lincoln. Los miserables amalgama en casi dos horas y media una catarata de emociones y despliegue visual donde la fastuosidad se dosifica con la épica del pueblo oprimido en el contexto revolucionario y con trasfondo de crítica social a la burguesía y al poder, pero no abandona en ningún momento la historia de amor o luego el triángulo amoroso entre la joven Cosette (Amanda Seyfried), Marius y la no correspondida Éponine. Párrafo aparte merece la dupla cómica y burtoniana encabezada por Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter, alivio cómico frente a tanto drama para que el relato encuentre sus momentos de pausa y el espectador descanse como si se tratara de un intervalo teatral que permite mantener la fluidez de la acción y descomprimir las atmósferas de angustia o pesares que pululan en pantalla entre la fealdad de los mártires, la indiferencia de los poderosos y la fe de aquellos que luchan por lo que creen justo cuando los vientos de la injusticia se acallan frente al murmullo de las multitudes anónimas que cantan y reclaman su libertad.