Honrar la vida El segundo opus del realizador francés Stéphane Robelin aborda el tema de la vejez y la soledad de la tercera edad desmitificando todos los aspectos negativos y en franca apuesta al deseo de vivir cuando aún se tienen ganas de hacerlo. Los protagonistas de este film que mezcla con sabiduría momentos de comedia, humor y drama, atemperados con cierta crítica social de trasfondo forman parte de un elenco de lujo donde se destacan las actuaciones de Jane Fonda en el rol de Jeanne, quien intenta ponerle un poco de pimienta al último tramo de su enfermedad terminal para dejarle a su esposo Claude (Pierre Richard), quien padece trastorno de memoria reciente, el camino allanado junto a sus amigos de juventud entre quienes se destacan Geraldine Chaplin, casada y propietaria de una casa confortable en la que todos intentarán convivir para escaparle a los geriátricos y acompañarse mutuamente. Es de reconocer que estamos en presencia de un grupo de ancianos de clase media francesa, con recursos suficientes como para sobrellevar su situación, sin la intervención del estado o de la seguridad social, aspecto que el film no toca en ningún punto porque se concentra en las peripecias de sus personajes y en esta suerte de experimento de la tercera edad cuando la Europa contemporánea presenta mayores índices de expectativa de vida que hace unos años, experiencia que formara parte de una tesis de un joven etnólogo alemán que se une a los ancianos y registra en un documental su quehacer cotidiano. A diferencia de otras películas donde el tema de la sexualidad en la tercera edad o el deseo no se tiene en cuenta, en esta ocasión particular en Y si vivimos todos juntos aparece y siempre ligado al pasado como detonante de conflictos entre los hombres y las mujeres como parte de una subtrama que vuelve más atractiva la anécdota.
Traición, familia y propiedad Elena es el nombre de este drama intimista con algún elemento de thriller que bucea sobre las relaciones parasitarias entre padres e hijos y lo hace a fuerza de una narración sutil y bien trabajada, con un despojo aleccionador o moralista bajo un código de una leve amoralidad. El director ruso Andrei Zvyagintsev, quien hace varios años ya había sorprendido con otra película sobre la familia y la relación padre e hijo, llamada El regreso, vuelve a desarrollar una trama atravesada de tensión donde se pone en juego la condición humana desde su faceta menos complaciente. Nada se hace por amor en esta película rusa contemporánea que tiene como marco referencial la fría atmósfera de un lujoso condominio habitado por un anciano con dinero, quien convive hace 10 años con la persona que fuera su enfermera, Elena (Nadezhda Markina), que más allá de su rol de ama de casa mantiene con la plata de su marido a un hijo completamente holgazán que ha formado una familia con un hijo adolescente, destinado a seguir los pasos de su padre, una mujer sumisa y un tercero que está por venir. Por otra parte, la relación del anciano con su única hija es prácticamente nula hasta que se produce un incidente que provocará un encuentro fortuito entre ambos y a partir de ese hecho toda una serie de situaciones en relación a la herencia y al legado donde la protagonista del relato cobrará un papel decisivo. Sin necesidad de revelar más información sobre la trama, lo único que resta por decir es que más allá de su previsibilidad y alguna que otra licencia del guión, Elena es un cruel y despiadado retrato del individuo en función a su comportamiento grupal cuando pesa la progenie y la sangre en algo que se parece mucho a una familia; es un breve tratado sociológico de la conducta humana en situaciones límites cuando los dilemas morales y la culpa religiosa queda fuera de discusión o por lo menos desplazada a un segundo plano. La virtud de este film ruso consiste por un lado en la línea que logra trazar su director al tomar distancia de sus personajes con una cámara no intrusiva en rol observador, eso permite a la historia y a sus personajes un mejor crecimiento dramático en el que el uso de los tiempos muertos o los planos secuencia permiten que el relato fluya sin interrupción pero a un ritmo lento que abre el espacio a la contemplación y a la reflexión si es que el público está dispuesto a hacerlo.
Anexo de crítica Sin tratarse de una biopic sobre el padre de La Ventana indiscreta, el guión de John J.McLaughlin se basa en la novela biográfica de Stephen Rebello y se concentra básicamente en el proceso creativo y la producción de la película Psicosis (1960), un hito en la carrera de Sir Alfred y una gema del cine de horror que luego inspiraría hasta el hartazgo a tantos directores como malos plagiadores y copiadores de este realizador británico que jamás fue tenido en cuenta por la Academia y mucho menos por los Estudios hollywoodenses que siempre ponían un pero a sus propuestas alocadas en las que como todo artista con mayúsculas el riesgo de perder prestigio en pos de no repetirse estaba a la vuelta de la esquina. Entre los mayores defectos no puede dejar de remarcarse que la elección de Anthony Hopkins para dar vida a Hitchcock no fue la más acertada porque en ningún momento el actor logra desprenderse de su avasallante personalidad y carácter para jugar el rol del director de cine, a pesar de sus esfuerzos por copiar actitudes, gestos, maneras de hablar y un trabajo pormenorizado con el cuerpo que cumple con el objetivo de caracterización no del todo lograda por el maquillaje, pero no llega a deslumbrar. El beneplácito de que se hayan acordado de Alfred Hitchcock para esta época de productos sin contenido lamentablemente lleva a preguntarse si era tan difícil realizar una película con mayor peso -como el telefilm de HBO The Girl- a nivel cinematográfico o como reza el mito el indescifrable y misterioso genio anda rondando entre nosotros como un fantasma que no quiere ser recordado más allá de sus obras maestras y prefiere que lo dejen descansar en paz.
El instinto no muere El director argentino Andrés Muschietti, actualmente radicado en España, sale airoso en su debut cinematográfico con este relato originado a partir de Mamá, corto de 4 minutos que lleva el mismo título de este film, bajo la tutela nada menos que de Guillermo del Toro, responsable de convencer al argentino para entrar a las grandes ligas del cine industrial con un presupuesto importante que ya se ha recuperado con creces tras su estreno en los Estados Unidos. El abandono, la desprotección y el instinto maternal son las ideas nucleares de este relato terrorífico que puede enrolarse en el tipo de terror psicológico sobrenatural con un abundante ingrediente melodramático que sintoniza de manera perfecta con el tono elegido cuando el protagonismo se lo llevan dos hermanas de 6 y 8 años, Victoria (Megan Charpentier) y Lilly (Isabelle Nélisse), a quienes su padre se las lleva a una casona de un bosque para suicidarse junto a ellas debido al embate de una crisis económica que tuvo como principal víctima a la madre de las niñas. Pero la casa está habitada por un ente que pertenece a una joven madre de hace 100 años y que las protege primero de las intenciones filicidas del padre y luego de la presencia de cualquier extraño que rompa el vínculo o lazo emocional entre las tres. No obstante, tras la desaparición de la familia, un tío, Lucas (Nikolaj Coster-Waldau), continúa durante 5 años con la búsqueda de sus sobrinas y para ello costea la logística precaria con la que cuenta hasta que finalmente sus empleados las encuentran. Sin embargo, la prolongada ausencia y el sometimiento a un estado salvaje ha generado en Victoria y Lilly un vínculo demasiado sólido con aquel ente a quien denominan mamá y que se ha instalado en sus vidas a pesar de haber encontrado en su tío y su pareja Annabel (Jessica Chastain), la familia sustituta en lo que significa un intento de reinsertarse a la vida social y familiar. Si hay algo que puede definir el derrotero de Mamá es la presencia de lo femenino durante todo el desarrollo dado que los hombres parecen quedar en un segundo plano y por otra parte la justificación de lo monstruoso o lo que está fuera de los parámetros normales planteado como una lucha de fuerzas entre dos mujeres: una que pese a estar muerta no ha perdido su nexo maternal y otra que no necesariamente desea convertirse en madre pero que de a poco transita por ese proceso de manera involuntaria al tener que hacerse cargo de las sobrinas de su novio. El otro concepto interesante que maneja con sutileza el director argentino obedece a la idea de relacionar lo fantasmático con una emoción distorsionada que logra materializarse en la figura monstruosa, aceptablemente construida desde los efectos visuales y la contextura alargada que de cierta forma disuelve el aspecto corpóreo cuando el rostro no se encuentra en un primer plano. Al respecto, durante las dos primeras mitades, Andrés Muschietti se las ingenia para dosificar la presencia fantasmal valiéndose de los recursos cinematográficos como las sombras o el poder expresivo de sus actrices menudas a partir de la mirada y de la subjetividad más que de la muestra concreta de la criatura. Los climas de tensión y suspenso, algún que otro sobresalto bien logrado, se acumulan frente al drama y en eso es de destacarse la buena actuación de Jessica Chastain con un cambio absoluto de look y personalidad que hacen de esta actriz realmente algo serio en materia de género. Tal vez pueda reprocharse la última parte donde el lirismo llega un tanto forzado pero no deja de ser bienvenida la apuesta a algo que huye de los lugares comunes aunque es justo decir cumple a rajatabla con los códigos del género incluso en los momentos en los que debe exponer el artificio y mostrar más de lo recomendado para no despertar suspicacias en aquellos espectadores que siempre buscan ver la misma película de fantasmas.
El arte de la ilusión El doble homenaje a los primeros pasos del cine y a la clásica película El mago de Oz (1939) se encuentran más que presentes en esta auto declarada precuela a cargo del director Sam Raimi y protagonizada por un elenco importante, encabezado por James Franco, Mila Kunis, Rachel Weisz, Michelle Williams y Zach Braff, entre otros, que cuenta además con el aval de los estudios Disney como ya ocurriera hace unos años con la nueva Alicia en el país de las maravillas dirigida por Tim Burton. De aquella película de Víctor Fleming en la que se consagrara Judy Garland que mezclaba la fantasía con una historia de iniciación, la esencia de lo mágico a partir de creer continúa intacta en el manifiesto de Oz, el poderoso pero creerle a un embaucador, a un falso mesías (cualquier parecido con un político es mera coincidencia) depende más del truco o del artificio que de la credulidad del público per se. Por eso, para disfrutar de esta aventura cinematográfica para todo público con un más que interesante uso del 3d que hace de la ilusión y la falsedad del artificio cinematográfico un valor es necesario fijar un pacto como espectador con lo que la imagen propone y con aquella fábula de redención que termina coronando el derrotero de Oscar Diggs (James Franco). Diggs es un mago de Kansas de principios de siglo, quien realiza un espectáculo bastante rústico en una feria circense a cambio de unas pocas monedas. Dueño de un poder de seducción con el sexo débil, que siempre le trae problemas con sus compañeros de trabajo, el protagonista se sube a un globo para escapar de una golpiza mientras se desata un feroz tornado que finalmente lo conduce a la tierra de Oz. En ese reino multicolor, con monos que hablan y vuelan; con flores inmensas y muñecas de porcelana, vivientes, creen que Oscar no es otro que el mago de la profecía que acabará con el reinado de la bruja mala y recuperará la felicidad de todo un pueblo pacífico que tiene prohibido matar entre otras cosas. Sin embargo, los deseos de grandeza y la ambición desmedida de Oscar le juegan en contra al caer en las sugestivas redes de la malvada bruja (Rachel Weisz), quien además ejerce la manipulación de su hermana (Mila Kunis) para convencerla de que la verdadera malvada es la bruja buena (Michelle Williams), interés amoroso que provocará el despecho en una de las dos hermanas, en un doble juego de apariencias donde las máscaras y las pócimas ocultan los verdaderos rostros en un principio hasta que se subvierte el código y la bruja ya no se escude en el rostro del hechizo sino en su verdadero aspecto. Como un mecanismo de muñecas rusas que va de la representación a la puesta en escena pasando por la ilusión y finalmente la realidad menos mágica, la propuesta de Sam Raimi expone el artificio sin ocultarlo en efectos visuales o en la parafernalia y pirotecnia visual del 3d. Por otro lado lo exterioriza desde el punto de vista del registro de las actuaciones en primer lugar para generar ambigüedad en los personajes pero sin llegar a la caricaturización de ninguno. Esa frescura, exageración controlada, que se respira a partir del diseño visual del mundo de Oz, permite introducir por ejemplo situaciones desopilantes o no tomarse demasiado en serio la épica del viaje exterior pero sí aquella que marca el viaje interior y su arco transformador, tanto para el personaje de Oscar como para el de su antagonista la bruja. Así, con el camino amarillo legendario; con un James Franco over the top, vuelos en pompa de jabón, la introducción del zootropo y una banda sonora muy similar a otras de Danny Elfman, la propuesta de la Disney alcanza y no defrauda al gran público y mucho menos a los nostálgicos que ahora encontrarán otro gran pretexto para volver un rato al arco iris algún día y en algún lugar.
Infancia interrumpida Cuando se es chico un aspecto de la fantasía de actuar como los adultos forma parte de los juegos cotidianos. La imitación de lo que hacen los grandes como fumar, decir malas palabras o hablar raro, también entra en el código de un juego. Martina y Micaela Mendes tienen 8 años; viven en una casa modesta, en el suburbano barrio de Quilmes, junto a su madre Norma Poncio y a su padre. Duermen en la misma cama; concurren a la misma escuela y van a misa algún que otro domingo. Asisten a clases de catecismo, prontas a tomar la primera comunión, y cuando viajan a capital es para quedar seleccionadas en algún casting con la esperanza de los padres (el hombre prácticamente ausente y fuera de campo) depositadas en el anhelo de que las hijas se conviertan en famosas y ganen el dinero suficiente para paliar la situación económica. La infancia de ambas hermanas no dista de la de cualquier niño de esa edad hasta que las circunstancias y la realidad de su entorno familiar se alteran y entonces quedan solas tanto para educarse como para aprender y sobrellevar el tránsito de la niñez a la pre adolescencia a diario, como retrata este documental de observación, opera prima de Ezequiel Yanco, presentado en el Bafici y que ahora se estrena a partir del sábado 9 en un reducido circuito de salas cinematográficas. Los Días bucea en la intimidad de estas dos niñas que sueñan con transformarse en la imagen de lo que la televisión les enseña y entonces la espontaneidad demostrada a cámara se contamina de cierta manera en la propuesta, pero la observación no deja que ese elemento exógeno modifique la mirada o actúe disruptivamente en la distancia emocional que es la adecuada, algo muy difícil de sostener tratándose de niños que transparentan su fragilidad y vulnerabilidad, sin especulación o sobreactuación. Los tirones de pelo que forman parte de la pelea entre Mica y Martina son creíbles, así como esos berrinches que surgen durante el lapso en que su madre intenta educarlas con ayuda en los deberes escolares o en el acompañamiento doméstico antes de que su situación se modifique drásticamene y tenga que salir a trabajar todo el día. Los Días no es otra cosa que una radiografía perfecta de un presente que a veces no se quiere ver y de un futuro mucho más oscuro y peligroso en el que los niños dejan de ser ingenuos e infantiles a fuerza de convertirse sin escala en adultos y adquirir responsabilidades para las cuales no están preparados. La virtud en este caso de Yanco respecto a la puesta en escena y al cuestionamiento interno sobre la representación cinematográfica de la infancia es haber encontrado el equilibrio entre el aspecto social y el cotidiano, exponerlo sin especulaciones ni reveses discursivos como dos caras de una misma moneda: la de la supervivencia de una clase media baja que hace mucho tiempo abandonó la infancia, forzada a convertirse en adulta en un país donde ya nada forma parte de un juego, ni siquiera uno de niñas.
Todo sobra El único pretexto para dar luz verde al estreno de esta tercera parte del film coral Manual de amor, que se estrenara hace unos años en nuestro país con singular éxito, no es otro que la presencia de Robert De Niro y Mónica Bellucci, protagonistas del tercer episodio del film que nos compete: Las edades del amor, también dirigida por Giovanni Veronesi. La estructura narrativa se apoya en tres relatos que dan cuenta de distintos tiempos para enamorarse, como la juventud, la madurez y la última etapa de nuestras vidas, la cual se identifica bajo el rótulo de más allá. En ese contexto dramático, revestido de cursilería, diálogos imposibles y una música omnipresente realmente perturbadora son evidentes las fallas del guión y el muy desparejo resultado del conjunto de la propuesta teniendo en cuenta además que la única anécdota interesante resulta la menos romántica y a la vez la más graciosa porque gira en torno al cambio de rumbo que sufre un popular presentador de noticieros que vive un tórrido romance con una psiquiatra bipolar. Sin moverse un ápice de la comedia de enredos, este segundo capítulo es el único que vale la pena destacar gracias a las buenas actuaciones de Carlo Verdone y Donatella Finocchiaro. El primer episodio donde sobra absolutamente todo es un cúmulo de clichés que recicla la historia de un joven abogado (Riccardo Scamarcio) a punto de casarse con Sara (Valeria Solarino), pero a quien Cupido le juega una mala pasada al ponerle en el camino a una chica durante un viaje por trabajo en Toscana y así quedar tan enamorado como para dudar de su futuro y apostar a otro incierto presente. El registro telenovelesco para mezclar el costumbrismo de un pueblo chico resulta realmente insoportable hasta que el alivio llega con el ya citado segundo episodio. Respecto al último tramo no puede agregarse demasiado salvo una correcta actuación de De Niro en el rol de un profesor de historia del arte, divorciado y trasplantado del corazón, quien se enamora de la hija de su portero y amigo italiano interpretada por la sensual Mónica Bellucci. Sin embargo, el relato trata de insuflar algo de romanticismo en la ocasional pareja que por momentos se vuelve verosímil aunque en otros parece muy forzado. Las edades del amor en definitiva es otro despropósito que arriba a las carteleras locales con un importante número de salas a su disposición para ocupar un espacio que un cine de mayor calidad y también proveniente de Europa necesita y con suma urgencia, pero que lamentablemente se le niega de manera sistemática.
Generación partida Con dos temporalidades bien definidas y yuxtapuestas a lo largo del relato, la ópera prima de Daniel Gimelberg –codirector junto a Csecs Gay de Hotel room- construye un retrato intimista y generacional a fuerza de sutileza y un in crescendo dramático permanente que marca el derrotero del protagonista (Nahuel Viale) en dos etapas claves de su joven vida: un verano donde cumple 21 años y el invierno donde ya cuenta con 23. El Nacho del presente es completamente distinto al Nacho del pasado y eso se hace sentir tanto estética como dramáticamente, en una pendiente de desesperación originada a partir de un hecho que no revelaremos aquí pero lo suficientemente importante como para alterar el rumbo de una historia en cualquier circunstancia crítica. De forma fragmentada, la trama acopia situaciones que luego de conectarse dialécticamente configuran un mejor mosaico de la personalidad del protagonista y sus actitudes cada vez más angustiantes o peligrosas para el entorno. En ese transitar caótico, a veces a la deriva, de las emociones, los recuerdos, amigos que regresan del exilio o novias que se dejan sin saber muy bien porqué, la repetición de conductas o reiteración de situaciones conllevan una carga afectiva que a veces logra transparentar la angustia interior de Nacho si es que la violencia contenida no aflora desde el dolor o el sentimiento de culpa, muchas veces insoportables. Antes es un alentador debut en solitario de Daniel Gimelberg que acierta primero en la elección del casting para conformar un buen puñado de secundarios entre quienes debe destacarse Nahuel Pérez Biscayart, Carlos Portaluppi, Guadalupe Docampo, Alejandra Flechner, Horacio Acosta, el español Gabino Acosta y Verónica Llinás, todos ellos muy bien dirigidos y con sustanciales aportes desde sus personajes. El segundo acierto lo constituye el guión en materia de diálogos que con el correr de los minutos se aclimatan a la historia y se vuelven naturales al oído, sin excesos verbales o frases grandilocuentes aunque cargados de sustancia. En su rol de director, Gimelberg encuentra la distancia adecuada para seguir a sus personajes y de vez en cuando escudriñar con zooms rabiosos al protagonista en sus estados anímicos o perturbaciones de la mente que abren el espacio a otro ámbito mucho más sutil pero que no desentona con el clima de la película, incluso en esas partes más densas e íntimas. Esos logros son compartidos gracias a la buena actuación de Nahuel Viale y la fotografía a cargo de Diego Poleri capaz de definir a partir de tonos veteados o colores muy fuertes que estallan en la imagen dos dimensiones disimiles en las que también la música juega un importante papel.
Anexo de la crítica No es culpa del chancho sino de aquel que le da de comer, ese podría ser el mejor resumen de este deslucido policial negro dirigido sin mucha idea por Allen Hughes sin la tutela de su hermano Albert esta vez y que cuenta con las actuaciones correctas de Mark Wahlberg y Russell Crowe porque Catherine Zeta-Jones está tan dibujada como esta trama elemental que se adentra en el mundillo de la corrupción política, en Nueva York, sin aportar absolutamente nada atractivo más que algunos gestos simpáticos de la caricatura de un alcalde inescrupuloso encarnado por Crowe, quien intenta ponerse en la palma de la mano a un detective culpógeno al que Mark Wahlberg personifica sin despeinarse. La atmósfera del film noir en la decadente Nueva York apenas perceptible configura cierto atractivo estético que se diluye en el tedio de un relato que hace agua por donde se lo mire.
Gira mágica y misteriosa Pocos privilegiados en el mundo tienen la posibilidad de asistir cada vez que se anuncia en algún rincón del planeta a un espectáculo en vivo de esta compañía que sigue deslumbrando a los espectadores con su inagotable fuente de creatividad, que fusiona los códigos del circo viejo con el moderno, en un estilo que espectáculo a espectáculo se consolida como único e inimitable. Hoy por hoy Cirque du Soleil representa en lo que hace a performances de destreza física, elasticidad corporal y puesta en escena fastuosa lo mejor en plaza artística del mundo no sólo por el nivel de excelencia de sus integrantes pertenecientes a distintas latitudes sino por su propuesta integral y artística que se vale de un trabajo arduo en el perfeccionamiento de coreografías, cuadros o actos, donde el uso sinérgico de lo corporal junto a la tecnología y a la imaginación conforman un concepto muy cercano a la perfección. Ahora bien, qué podía surgir de la unión de este colectivo artístico con la cabeza de James Cameron para aportar la experiencia inmersiva del 3D y no perder detalle en el despliegue visual de este espectáculo único llamado Mundos lejanos sino la garantía de calidad que solamente puede apreciarse en cine. No alcanzan adjetivos calificativos para describir cada uno de los segmentos que se entrelazan en esta aventura para los sentidos. El pretexto es una mínima historia de amor protagonizada por Mia en busca del volatinero, trapecista de un circo tradicional que cae en su presentación y se sumerge arenas adentro en diferentes mundos a los que la heroína visitará y descubrirá junto a nosotros con la misma mirada de asombro y la inocencia de quien se deja hipnotizar por el fluir de un espectáculo donde están presentes los cuatro elementos pero con predominio de lo acuático tal vez porque el cuerpo humano se compone de un 70% de agua. Es el cuerpo y su constante capacidad de transmutación en algo etéreo e ingrávido aquello que prevalece entre contorsionistas, trapecistas y bailarines, quienes acompañan el hilo conductor de este viaje onírico, cinematográfico gracias al director Andrew Adamson (Narnia) delante de la cámara y a Cameron detrás como artífice y voz creadora que pone al servicio del show la profundidad del 3d y el uso de la cámara lenta para apreciar con detalle el movimiento de los cuerpos tanto en el aire como en el agua. La banda sonora incidental se acomoda y acopla perfectamente con los climas del show pero merece un párrafo especial el homenaje a The Beatles, con melodías antológicas y reconocibles por cualquiera que alguna vez haya escuchado al menos Lucy in the sky with diamonds, aunque también Elvis Presley dice presente en el convite musical. Algo de Alicia en el país de las maravillas; otro poco del Mago de oz; una pizca de Lili (1953) y los guiños pueden encontrarse a montones forman parte de este universo mágico y misterioso llamado Mundos lejanos, que ahora gracias al cine 3D puede descubrirse y por casi 90 minutos viajar con la imaginación a un acontecimiento audiovisual sin precedentes.