Infiltrados para el descontrol Realmente poco importa que en los ochenta haya existido una serie orientada al público adolescente de la época, que arrancara allá por 1987 para culminar en 1991 con un tendal de capítulos y cinco temporadas detrás llamada 21 Jump street. De ese producto televisivo norteamericano, creado por Stephen J. Cannell y Patrick Hasburgh, quedan en el recuerdo de cualquier adolescente que hoy ha pasado los treinta y pico dos elementos distintivos: Johnny Depp en sus momentos de principiante -que actuó 80 episodios- y la cortina musical de apertura con un emblemático tema de Bon Jovi en la versión argentina por lo menos. Que el tiempo haya hecho lo suyo y la serie para algunos sea considerada de culto es otro cantar que en este caso no nos atañe. Lo cierto es que los reyes del reciclaje, léase Hollywood, retoman la idea de remake de series con voz propia como ya lo hicieran con otras series iconográficas como Los ángeles de Charlie, Los duques de Hazzard, entre otras, en busca de aquellos nostálgicos irremediables y un público nuevo que gracias a la magia de internet como gran archivo planetario de imágenes tomaron de una u otra forma contacto con la serie. Por fortuna los directores Phil Lord y Chris Miller evitaron el recuento de la nostalgia para darle vuelo propio a esta comedia adolescente irreverente, que se burla de los estereotipos y contrapone dos épocas diametralmente opuestas a partir de la confrontación de dos personajes que no han llegado a su etapa de madurez a pesar de recibirse de policías y adultos en la vida real. En realidad, en 2005 tanto Doug (Jonah Hill) como Brad (Channing Tatum) en su época de secundaria no la pasaban del todo bien. El primero por no ser popular y el segundo por ser popular pero poco inteligente. Así las cosas, Mister Cerebrito y Mister Músculos tuvieron su segunda oportunidad y se enlistaron en la policía soñando con aquel día glorioso de poder atrapar a algún delincuente más allá de la rutina de recorrer las calles a bordo de su bicicleta. Sin embargo, el fracaso en un arresto los condena a un castigo que para la policía no es otra cosa que algo degradante: formar parte del grupo de policías que por no poder adaptarse deben cumplir misiones de poca trascendencia como hacerse pasar por alumnos en una secundaria de estos tiempos y desbaratar los planes de un dealer que instaló una nueva droga sintética en los adolescentes por la que perdió la vida un alumno a causa de una sobredosis. Pero toda infiltración tiene sus riesgos por los compromisos afectivos y el grado de involucramiento personal y esta misión no será la excepción para estos singulares policías que vuelven a experimentar el desborde de la adolescencia con gusto a revancha por el sufrimiento del pasado traumático. Ese intercambio de roles opera como detonante cómico al que se le irán incorporando situaciones que ponen en riesgo la identidad secreta de los policías al punto de exponerlos de tal forma que los planes fracasen en su conjunto. Con un guión firmado por Michael Bacall, Jonah Hill y el aporte de Patrick Hasburgh y Stephen J. Cannell (falleció en 2010), Comando especial se ubica cómodamente dentro de las comedias de incorrección política inteligentes con el desparpajo y la lucidez adecuada para superarse a sí misma en cuanto a propuesta y sobre todo partiendo de una premisa tan elemental. Si bien el film no es redondo y existe una enorme distancia entre la primera mitad y la última es innegable su efectividad a la hora de poner en Jonah Hill todo el peso de la comedia y en Tatum -que tiene menos expresividad que una guía telefónica- el contrapunto que equilibra el desborde. Tal es la desfachatez de los directores Phil Lord y Chris Miller (responsables de Lluvia de hamburguesas) que reservan un cameo de los principales referentes de la serie, Johnny Depp, Peter DeLuise y Richard Grieco poco habitual y muy gracioso que sorprenderá a más de un espectador.
El exilio de la memoria Seiscientos cuadros sobre su pueblo de adolescencia en Francia, pintados a lo largo de varias décadas, son el resultado de un meticuloso y obstinado viaje de la memoria que el pintor Nicolás Rubió lleva a cabo para recuperar aquel pasado de exilio -tras la guerra civil española- que ya no está. Quizás la memoria también se exilia, ayudada por el olvido, cuando el irreversible paso del tiempo tiñe todo de una bruma y una nebulosa que quita contorno a las siluetas; destiñe los colores vivos y anquilosa los movimientos para impregnarlos en una imagen fugaz. ¿Se puede filmar la memoria?; ¿Cuál sería el color para el olvido? En su ópera prima 75 habitantes, 20 casas y 300 vacas, el director Fernando Domínguez intenta reconstruir gracias a los recuerdos del pintor una parte de su biografía, tal vez la más importante que tuvo como escenario el pueblo de Vielles (cercano a Auvernia, Francia) que sirvió de refugio a la familia del pintor, burgueses a quienes la guerra civil obligó a tomar contacto con la vida rural y una clase social distinta. Para Nicolás Rubió esa etapa de su infancia significó el descubrimiento de un nuevo mundo y el vínculo con personas que se llevan sus mejores recuerdos y anécdotas que desde la reconstrucción ficcional de aquella época reproduce incluso el registro de diálogos como si hubiese sido ayer. Sin embargo, aquellos cuadros que con tanto esfuerzo ha pintado y sigue pintando para que la historia no se pierda no pueden devolverle las sensaciones o impresiones de juventud que recrea desde una prosa fluida cuando cumple el rol de narrador desde un voz en off muy bien utilizada durante el transcurso de este documental. El trabajo que realiza Fernando Domínguez para encontrar un espacio narrativo y dar curso a este viaje de los recuerdos del pintor consiste en insertar a las vivencias narradas sus propios cuadros en los que los atisbos impresionistas se perciben desde el vamos y más aún como espectadores somos participes del proceso de la pintura y la concreción de un cuadro, que a la distancia no es más que un conjunto de manchas distribuidas sobre una superficie negra y lisa pero que al acercarnos descubre contornos, figuras, paisajes, casitas y vacas, captadas por un ojo desmemoriado pero audaz. La obsesión de Nicolás Rubió por atrapar el recuerdo de una casa con la distribución exacta de las ventanas no es más que el pretexto de la lucha desigual contra el olvido y la distancia de un exilio, tanto geográfico desde la distante Argentina como íntimo y personal desde la memoria que huye agazapada como el gato negro que aparece en algún momento del film observando a quien observa.
Cuando la mentira es la verdad En La separación, quinto opus del realizador iraní Asghar Farhadi, premiado en la Berlinale con el Oso de oro y recientemente ganadora del Oscar a mejor película extranjera, las víctimas son la verdad y los niños por los actos mezquinos de los adultos. La diferencia entre ética y moral también se pone en juego a partir de situaciones cotidianas que llevan a cada personaje a tomar decisiones que afectan su entorno pero de las que se responsabilizan muy poco. Y hablar de moral en una sociedad tan retrógrada como la iraní es reflejar el peso de la tradición y la religión por encima de todas las cosas. Elementos que son incuestionables y que con inteligencia Farhadi a fuerza de un guión sólido expone sin ningún tapujo. El detonante es un pedido de divorcio solicitado por la esposa Simin (Leila Hatami, ganadora del Oso de plata) a su marido Nader (Peyman Moadi, ganador del Oso de plata) tras el rechazo de acompañarla en su proyecto de dejar el país junto a su hija preadolescente Termeh (Sarina Farhadi). El argumento del hombre es que no puede abandonar el cuidado de un padre que padece alzheimer pero a Simin no le alcanza y deja el hogar de todas maneras. Por ese motivo, Nader a cargo de su hija debe contratar a una cuidadora para que atienda las necesidades del anciano durante las horas que él no está en la casa. Acompañada por su hija pequeña, la cuidadora realiza su tarea como puede dado que está embarazada. Un incidente -que no se revelará aquí- desencadenará una serie de consecuencias que sumergen al relato en una especie de thriller judicial que hace blanco precisamente en las aristas de un sistema jurídico perverso, atravesadas por el prejuicio, las diferencias sociales y la falsa idea de justicia. Sin tomar posición en cuanto a juicio de valor sobre sus personajes y equilibrando los puntos de vista, el director iraní escarba en lo más profundo de la condición humana con un retrato descarnado de cada una de sus criaturas con la distancia necesaria para que se muevan en un microclima de mentiras, egoísmos, vanidades, orgullos, contradicciones y vulnerabilidades, que vistas desde los ojos de un niño -en este caso dos niñas- contribuyen a que se pierda la inocencia y lo que es mucho más grave el valor de la verdad. Reza el dicho popular que los niños siempre dicen la verdad porque no hay moral que los condicione ni ética que los ate a las vicisitudes de la vida. Sin embargo, cuando esos niños crezcan y se conviertan en adultos conocerán que la justicia no siempre es la búsqueda de la verdad.
Mucha agua bajo el puente De antemano, el director rumano Radu Mihaileanu advierte que la historia que se verá a continuación obedece a un relato o cuento para habilitar el tono y registro de fábula que operará como condicionante en el film La fuente de las mujeres. Si nos remontamos a épocas antiguas, el antecedente de esta historia se remonta a Aristófanes y a su obra Lisístrata del 411. Las semejanzas entre aquella obra teatral de la Grecia clásica a la versión moderna orquestada por el director de El concierto son varias. Todo sucede en el marco de un pueblo en el norte de África, de fuertes raíces islámicas, donde las diferencias entre mujeres y hombres son más que evidentes al tener ellas que buscar el agua que emana de una fuente, soportando el peso de baldes que deben cargar a diario en un terreno atravesado por piedras y muy riesgoso para su contextura física. El accidente que sufre una joven embarazada al tropezar en el camino y así sufrir la pérdida de su bebé despierta la indignación de la joven Leila (Leïla Bekhti), quien se niega a celebrar el nacimiento de otro niño hasta que no cambien las condiciones de sometimiento de las mujeres con los maridos y hombres de la comunidad. Ellos se amparan en la tradición para no hacer el trabajo pesado y depositan en las mujeres esa responsabilidad hasta que la protagonista de la historia, que se diferencia de sus pares por saber leer y escribir, propone hacer una huelga sexual hasta que la situación no se revierta y los hombres carguen con la tarea de la búsqueda del agua. Su rebeldía primero recibe un mínimo apoyo de las mujeres del pueblo, cuyo único esparcimiento es la posibilidad de ver novelas mexicanas por televisión y soñar con esas libertades que no tienen, aunque luego con el correr de los días el apoyo es casi unánime. La situación por un lado desencadena un conflicto entre hombres y mujeres, cuyas resonancias atraen otros conflictos de mayor envergadura y no previstos como por ejemplo la disolución de varios códigos que dejan de tener peso entre las mujeres, entre ellos casarse con un hombre para reproducción o la obligación de tener relaciones sexuales porque así lo establece la diferencia de géneros; la ausencia del gobierno en materia de generar mejores condiciones para que el pueblo tenga el agua que necesita y no dependa de la fuente. Como toda fábula, el peligro que debe sortear Radu Mihaileanu, más allá de sus buenas intenciones de denuncia sobre la penosa situación de las mujeres árabes, es el verosímil de lo que se está contando y más aún de cómo ese relato puede sostenerse sin que resulte ingenuo o forzado en sus acciones. Por ese conflicto -sin resolución- que genera ruido entre un corte realista más centrado en el costumbrismo y con una fuerte mirada ingenua para enfatizar la idea de fábula, el film rebalsa de metáforas y alegorías fáciles que pueden resultar un tanto chocantes así como el poco sutil constaste entre modernidad y tradición, primitivismo y tecnología. Así las cosas, esa fuente donde el agua fluye no es otra que la fuente de las ideas que cambian y chocan contra la piedra de la tradición; contra la rigidez de los dogmas que aprisionan el pensamiento o lo dirigen por un único cauce como es el caso de la interpretación de las sagradas escrituras del Corán por parte de los Imanes que son hombres y no precisamente imparciales. El atractivo del film lo constituye la fuerza de la protagonista al enfrentarse desde su condición de mujer a un universo machista y retrógrado como parte de la expresión del deseo de libertad, a pesar de los exabruptos y licencias poéticas de Mihaileanu, quien también al igual que en la obra teatral clásica de Aristófanes utiliza la danza y el canto para dejar en claro las ideas.
Tragedia de la vida posmoderna Hay dos escenas bien diferenciadas en esta segunda película del interesante director Steve McQueen también guionista junto a Aby Morgan que pueden resumir los aciertos y defectos de Shame: Sin Reservas: por un lado la majestuosa secuencia en la que Carey Mulligan interpreta en un perfecto tono de tristeza, melancolía y carisma la canción New York, New York donde el realizador exprime al máximo la atmósfera intimista y densa que prevalece a lo largo de la trama con una precisión admirable y por otro la que contrasta y que plantea el interrogante de cómo se presentan las escenas relacionadas con actos sexuales bajo la prédica conservadora, a pesar de que estamos en presencia de una producción inglesa que habitualmente son menos mojigatos que los norteamericanos para quienes no existe moral ante el exceso de violencia pero sí cuando de sexo explícito se trata. Algo similar ocurre con esta película aunque eso no quiere decir que el relato de alienación y decadencia de su protagonista no esté bien logrado, así como la parasitaria y tóxica relación con su hermana menor Sissy Sullivan (Carey Mulligan), quien llega en el peor momento de la existencia gris de Brandon (Michael Fassbender, intenso y soberbia actuación), un burgués neoyorquino adicto al sexo, que no puede mantener relación alguna con mujeres por más de una hora, salvo cuando contrata prostitutas para descargar su propia miseria y dolor arrastrado por una fuerte sensación de hastío por acumulación de deseos. Introspectivo hasta la médula, perturbador por el lugar en el que queda expuesto el espectador como testigo de la degradante metamorfosis del protagonista y su entorno que se va desdibujando como la ciudad que nunca duerme y que oculta detrás del brillo y las luces la tragedia de la vida postmoderna; el sentido efímero de todo lo que lleva al consumo material para tapar el vacío existencial, donde lo único que parece transparentar las heridas narcisistas es el cuerpo tanto desde su aspecto comercial como desde su lado más vulnerable y sagrado.
La autenticidad no tiene glamour Crepuscular, melancólica, emotiva y profunda son cuatro calificativos que calzan justo en El último Elvis, ópera prima de Armando Bo, hijo de Víctor y nieto del director que junto a Isabel Sarli escribieran un interesante capitulo en la historia del cine argentino, a quien pudo conocerse por haber sido el guionista de la película Biutiful -junto a Nicolás Giacobone, también coguionista de El último Elvis- de Alejandro González Iñárritu que en este caso aparece en los créditos como productor. La devoción y la idolatría de figuras populares son dos cosas completamente distintas y de eso se encarga de dar testimonio el protagonista Carlos Gutiérrez (John McInerny, brillante), quien se mimetiza en su vida cotidiana nada menos que con el rey del rock: Elvis Presley. Su casa de Avellaneda, que en realidad pertenece a su madre internada en un geriátrico a quien visita de vez en cuando, refleja la sordidez en la que Carlos vive pero también encierra todas las cualidades de que allí ocurre algo extraño cuando, ya sea desde la voz o la aparición de reportajes o recitales de Elvis Presley en el televisor, la imagen sobre el protagonista se transforma. Es que a diferencia de los imitadores de cantantes que aparecen durante el desarrollo de la película en el mundo del entretenimiento donde se desenvuelve Carlos y pelea cotidianamente por el pago de shows atrasados, su particularidad consiste en la encarnación de la figura decadente de Elvis que pese al paso del tiempo conserva intacta su mística cada vez que pisa el escenario aunque se trate de una fiesta de 15, casamientos o amenizar un evento para una sociedad de fomento. Carlos es el último Elvis, el olvidado y postergado, pero en definitiva el más auténtico de todos que no renuncia a su calidad de artista a pesar de estar rodeado de malas imitaciones en un mundo donde lo obsoleto se genera a cada segundo. Sin embargo, en ese juego de ser otro y creerse otro –algo muy distinto- se superpone de manera contundente la realidad y la monótona y gris existencia de un cuarentón separado de Priscila (Griselda Siciliani) y con una hija, que se gana la vida como operario en una fábrica que acumula electrodomésticos obsoletos en un gran cementerio de heladeras y otros artefactos. No obstante, cada revés de esa realidad cruda y sin demasiados matices no impide que Carlos mantenga firme su proyecto de hacer algo grande para que su hija llamada Lisa Marie (Margarita López, tierna y muy convincente) se sienta orgullosa de un padre ausente aunque la posibilidad de conocerla llegue también bastante tarde. El último Elvis es antes que nada el mejor tributo que se le puede hacer al cantante de Memphis por el respeto sobre su figura, que a diferencia de cualquier biopic convencional sobre un artista aquí no se trata de representar ni personificar sino solamente de evocar desde el presente y desde un contexto anómalo un pasado de gloria y por eso la duración de cada número musical, donde se luce John McInerny no sólo por su voz sino por su presencia escénica que fluye en cada plano y encuadre como pocas veces se logra, dura el tiempo que debe durar y aparecen insertadas de forma progresiva y complementaria a la historia. Un relato sobre la culpa y la redención al igual que ocurría en Biutiful que se toma las licencias poéticas necesarias para que el camino iniciático y la transformación del personaje resulte verosímil a la trama; un sentido homenaje a los artistas anónimos que huyen de la grandeza y el glamour para vivir con intensidad los pequeños momentos, que en definitiva son los más verdaderos e irrepetibles.
La base está Después de las presentaciones en solitario de los superhéroes más iconográficos de la Marvel era lógico esperar que tras las irregulares películas, Los Vengadores resultara por lo menos mejor que Los cuatro fantásticos en sus dos presentaciones y equiparable a la saga X-men en cuanto a film coral de superhéroes. Más allá de las afinidades o no con cada una de las películas de los miembros de este dream team heroico (rocordemos dos películas para Iron man, dos películas para Hulk y una tanto para Thor como Capitán América), pergeñado por la mente del brillante historietista Stan Lee y Jack Kirby que debutara allá por 1963 en el comic, puede decirse con todas las letras no sólo que estamos en presencia de la mejor película colectiva de superhéroes sino que además la menos solemne y patriotera de la década, lo que a estas alturas ya es un valor agregado. La premisa que detona la idea de la unión para hacer la fuerza es tan sencilla como efectiva: llegado el hipotético caso de que existiese un enemigo para el planeta tierra, indestructible desde la acción individual, la solución no es otra que el agrupamiento de habilidades y destrezas de cada superhéroe para construir un equipo que en conjunto supere en poder al enemigo. Ahora bien, si la hipótesis encuentra asidero en la realidad habrá que ver qué es lo que pasa entre teoría y práctica durante una feroz lucha con resultado incierto. Ese es el eje temático que recorre la superficie de un relato que transita por las peripecias de toda película de superhéroes, léase presentación de cada uno por separado, reclutamiento, enfrentamientos internos y finalmente unión y sacrificio por el bien común, pero multiplicado por cuatro o cinco, depende la lectura que quera hacerse donde se pone en juego la idea de la obediencia, el sacrificio altruista, la soledad del héroe y la tensión constante entre la humanidad necesitada de salvadores y la humanidad responsable de su propia autodestrucción. Todas estas ideas desarrolladas con ritmo, diálogos simples y apuntes humorísticos certeros conforman la estructura narrativa de un guión que sabe dosificar el desarrollo de los personajes; las secuencias de despliegue visual y acción trepidante que no para un segundo y que encuentra los momentos adecuados para lucimiento de cada uno sin que ninguno sobre en la ecuación pero con el peso y la presencia justa por nivel de jerarquías. Para usar un término futbolero: en este equipo Iron man (Robert Downey Jr) viene a representar a Lionel Messi y Hulk (Mark Ruffalo) al flaco Schiavi porque corta con la dulzura y desarma cuanto equipo contrario intente penetrar la línea de defensa, coordinada por un Capitán América (Chris Evans) que dentro del grupo es el menos pragmático y está pasado de moda en completa coherencia con su historia particular. Pero Messi –para seguir con la metáfora futbolera- sin ayuda no podría distinguirse y eso en el film, dirigido a puro pulso por Joss Whedon, se respeta como esos códigos inviolables, así como la presencia de un antagonista a la altura de las circunstancias que bajo la arcaica estrategia de dividir para reinar genera el suficiente caos para dejar en claro que a veces el poder no se resume en la fuerza sino en la inteligencia. Sin anticipar mucho sobre la trama para que el público disfrute, basta con decir que el hermano bastardo de Thor (Chris Hemsworth), Loki (Tom Hiddleston), se apodera del cubo de energía ilimitada Tesseract para reinar sobre la tierra, protegida por su hermano Thor mientras el resto de los superhéroes, los ya conocidos y aquellos que se suman como Viuda negra (Scarlett Johansson) y Ojo de Halcón (Jeremy Renner) se encuentran alejados del mundanal ruido hasta que el espía Nick Fury (Samuel L. Jackson) a espaldas de sus superiores pone en marcha la iniciativa Vengadores a lo que puede ser la última batalla sobre la faz de la tierra. Inmejorable debut para una franquicia que de mantener el nivel de esta primera entrega ganará por goleada el campeonato mundial de superhéroes porque cuando la base está, el resto del equipo funciona.
Un burgués gentil El realizador francés Philippe Le Guay escribe y dirige esta comedia insulsa ambientada en la Francia de los años 60, época en que muchas mujeres españolas debían huir a la ciudad luz tras los estragos del franquismo para trabajar como mucamas de las clases adineradas francesas. La historia gira en torno a la familia Joubert, quienes contratan a María Gonzalez (Natalia Verbeke) para que se haga cargo de los quehaceres domésticos en un piso amplio y lujoso donde quien lleva la voz cantante es Madame Joubert (Sandrine Kiberlain), una avinagrada y aburrida mujer que juega al bridge con sus amigas. Concepción Ramirez (Carmen Maura), tía de María, trabaja junto con otras mujeres españolas -de variada edad- para diferentes familias burguesas y comparten el sexto piso del edificio, donde cuentan con un cuarto diminuto y baño compartido. Pero pese a esos problemas, siempre sacan una sonrisa de la galera. Su suerte cambia a partir de que Jean-Louis Joubert (Fabrice Luchini), patrón de María, comienza a descubrir el mundo de las mucamas; interiorizarse sobre sus problemas cotidianos –muchos más interesantes que los problemas financieros- y a valorar su pequeña cuota de libertad al no depender más que de ellas mismas, mientras empieza a ver a María como una mujer valiente y hermosa de la que no tardará en enamorarse. Un cambio de conciencia tan radical pone en riesgo su estabilidad matrimonial pero abre las chances a una nueva vida mucho más afín con lo que realmente desea y lo hace feliz. Así las cosas, más allá de las diferencias de clase y los roles de patrón y empleadas que se ven trastocados, Las mucamas del sexto piso se concentra en la anécdota más que en el trasfondo bajo un registro de comedia liviana que busca explotar la frescura de un elenco de figuras españolas como Lola Dueñas en un rol de mucama comunista; la fotogénica Natalia Verbeke y la experimentada Carmen Maura para ofrecer un relato pasatista y ameno, aunque sin demasiadas ideas, con personajes muy poco desarrollados en constante coqueteo con estereotipos amigables. Si bien la idea de idealizar a los personajes obedece a desdramatizar una historia cuyo contexto no es otro que el del exilio obligado, resulta algo extraño que el director francés lo haya hecho con tanta liviandad y que termine circunscribiendo toda la película a una historia de amor entre un burgués gentil y una empleada doméstica hermosa y sensible.
Vender o no vender El encierro, tanto el físico como el mental prevalece en el microcosmos de esta ópera prima de la realizadora María Eugenia Sueiro, conocedora del universo femenino y del cine en su rol de directora de arte junto a directores prestigiosos como Lucrecia Martel, Albertina Carri, Sabrina Farji, Alejandro Agresti, Walter Salles y Daniel Burman, entre otros. Nosotras sin mamá parte de la premisa del reencuentro de tres hermanas tras la reciente pérdida de su madre en la casa de familia para decidir si la venden o la conservan. Así, Amanda, Teresa y Ema, encarnadas por Vanesa Weinberg, Eugenia Guerty y Nora Zinsk, intercambian recuerdos y reproches con un denominador común: la imposibilidad de irse de esa casa porque el afuera es una amenaza latente. Esa amenaza que se va construyendo con meticulosidad a partir del uso dramático del fuera de campo en complemento con la acumulación de elementos y detalles cobra sentido en la inercia de las tres mujeres al punto de desencadenar los conflictos y marcar las diferencias de personalidades que se verán acentuadas a lo largo de los 70 minutos en que transcurre el relato, con sutiles apuntes humorísticos que se entrelazan con los momentos de dolor. La puesta en escena planificada al detalle por Sueiro reconoce por un lado el espacio en su carácter opresivo y muestra con planos cerrados o fragmentos la casa, sus rincones, habitaciones, en un interesante intento por reflejar la convivencia de los recuerdos agradables de infancia con los otros que arrastran y convocan fantasmas y la omnipresencia de una madre autoritaria y castradora. La falta de movimiento o grandes desplazamientos de cámara en el espacio encorseta -por decirlo de alguna manera- a la trama en un registro cuasi teatral que sumado al tratamiento de la imagen en blanco y negro decanta cierta melancolía en la que un cúmulo de situaciones cotidianas despliegan el abanico de sentimientos, celos, rivalidades, pasadas de factura, frustraciones, vanidades entre las tres hermanas, quienes tienen dentro de esa dinámica roles bien diferenciados: la pragmática, la frágil y la necesitada económica. No obstante, por momentos la propuesta se diluye al atravesar el umbral entre la anécdota y la historia dando la sensación que podría haberse tratado de un buen proyecto para un mediometraje o cortometraje más que terminar extraviándose en los confines traicioneros del largometraje, a pesar de que no dure la media de 90 minutos convencional.
Mal nacido Lejos de la idílica relación maternal y de las películas sobre sociópatas adolescentes como Elefante por citar el caso más emblemático, Tenemos que hablar de Kevin coquetea con el cine de David Lynch o el de David Cronenberg por instalarse en la fragilidad de la psiquis humana desde el punto de vista de la manipulación psicológica. La directora escocesa Lynne Ramsay fragmenta un relato pesadillesco y oscilante entre pasado y presente de Eva (brillante actuación de Tilda Swinton), quien debe sobrellevar una vida signada por la tragedia y a la que por resonancia se le suma el desprecio de toda una comunidad por ser la madre de un menor sociópata, responsable de la muerte de varios de sus compañeros de clase, entre otras cosas. En un continuo sincopado que durante la primera mitad del film yuxtapone imágenes del pasado, alucinaciones y retazos del presente, la trama se va armando de viñetas que marcan el proceso de transformación de la protagonista: una escritora que queda embarazada de un niño sin desearlo, con el que desde el primer minuto de vida no puede conectarse maternalmente hablando. No son los llantos insoportables del bebé ni tampoco las llamadas de atención durante su temprana infancia con indicios de problemas de adaptación y aprendizaje, sino su macabra inteligencia que lo vuelve dominador de sus padres en muy poco tiempo. Sobre todo de un papá (John C. Reilly) muy corto de reflejos, complaciente, que ha perdido todo tipo de autoridad ante el bastardo, que interpreta un papel de hijo dulce y bueno (Ezra Miller en su etapa adolescente y Jasper Newell en el periodo infantil) cada vez que pretende conseguir algo a cambio. Sin embargo, la llegada de una segunda hija, Celia (Ashley Gerasimovich) a la familia que viene a representar el contraste ideal y la inocencia ante el potencial asesino, desatará la furia de Kevin y provocará un quiebre en el relato con la necesaria distancia de su directora para no contaminar la historia. Sin establecer juicios de valor o máximas moralizantes y aliviadoras para un espectador que rápidamente experimentará una identificación primaria con la madre y el rechazo manifiesto hacia el hijo, la realizadora construye con paciencia el retrato meticuloso de un engendro social y amoral que es producto de la sociedad en la que vive y consecuencia directa de la decadencia de la familia como bastión intocable y de la cultura como su faz más cruda y perversa. El valor de esta obra más allá de sus elementos estéticos y una puesta en escena impecable es precisamente su falta de optimismo y esperanza en las instituciones más importantes de la estructura social, así como el despojo absoluto de sentimentalismo o redenciones de último momento para dejar tan inquieta e incómoda a una platea que se preguntará igual que la protagonista ¿por qué? Cuando la respuesta más sencilla es ¿por qué no?