Anexo de crítica: Mezcla de western y parodia sobre películas de zombies, este nuevo opus de Romero garantiza el festival de tripas y sangre habitual con el agregado de una trama que apela directamente a la ironía y a los apuntes humorísticos más que a los tópicos convencionales, con absoluto desparpajo y buen ritmo. Pese a los aciertos en la historia y al riesgo de haber introducido elementos del western en un film de zombies, pueden encontrarse algunas falencias a nivel narrativo como por ejemplo el uso innecesario de la voz en off y falta de resolución en situaciones donde el desbalance entre humor y acción perjudican la fluidez del relato. No obstante, como película de género esta nueva incursión de George Romero alcanza las expectativas y confirma nuevamente que estamos en presencia de uno de los pioneros, quien pese al paso de las décadas continúa manteniendo un nivel superior a la mayoría de sus imitadores.-
Mamma mía y sólo mía Visceral y honesto son los términos que encajan adecuadamente en esta provocativa y deslumbrante ópera prima de la promesa canadiense (oriundo de Quebec) Xavier Dolan, quien con sus 20 años cautivó a la crítica en la Quincena de realizadores del festival de Cannes en el 2009, donde fue multipremiado por Yo maté a mi madre, film que también pudo verse en el festival de Mar del Plata con similar recepción por parte de la crítica especializada. Además de escribir y dirigir esta mezcla de diario confesional, desbordante y con un estilo propio vinculado a una estética pop pero con auto conciencia y una demostración soberbia de manejo de recursos cinematográficos (planos abstractos, oníricos, fuera de campo, sonidos de referencia y puesta en escena minimalista), Dolan protagoniza el film encarnando a Hubert, un adolescente de 16 años que rompe el hielo frente a cámara con un manifiesto enojo sintetizado en una frase más que elocuente: “No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”. La referencia directa es a su madre Chantal (Anne Dorval), quien demuestra en el primer momento una capacidad asombrosa de absorber todo tipo de crítica destructiva, insulto y palabras hirientes por parte de un muchacho que roza a cada instante la histeria femenina; realiza agudas observaciones que no hacen más que resaltar la vulgaridad de la mujer y el desprecio de Hubert. Sin embargo, a medida que progresa esta enfermiza relación amor-odio, tanto en las cuatro paredes que los aprisionan como fuera del hogar, se va develando una suerte de indiferencia y como su contracara la excesiva sobreprotección que no deja crecer a un adolescente ávido de libertad, condicionado por la dependencia materna y la ausencia de un padre tras una separación que data del pasado. Ese pasado que ya no volverá es uno de los lazos que se han roto para Hubert y su mamá; esporádicos momentos de plena felicidad donde se sentía protegido y querido, no juzgado y por ende no expuesto a un mundo difícil, complejo y hostil. Si hay algo que no se puede enseñar como padre a los hijos es a sufrir. Se puede aprender a amar y a odiar pero el sufrimiento es una experiencia y un conocimiento intransferible que se presenta de muchas maneras y se exterioriza de otras como sucede en este relato de búsqueda de la identidad; de la necesidad perentoria de matar simbólicamente a los padres para crecer y en un segundo plano: un cáustico y muy singular enfoque subjetivo de las relaciones madre-hijo. La incomunicación no siempre se constituye en el silencio o la indiferencia, sino que muchas veces se construye a partir del exceso de las palabras; de los insultos y de los reclamos que opacan cualquier intento de reconocer al otro en toda su dimensión, con sus defectos y virtudes. Tampoco se puede enseñar a escuchar. Es por eso que Dolan, aunque haya declarado que no se trata de una autobiografía, se vale de la fuerza del cine para gritar su verdad y se codea desde lo conceptual con el espíritu juvenil de la Nouvelle Vague más allá de la obvia referencia cinéfila a Los 400 golpes (la escena en que comunica a su maestra que su madre murió); y se empapa de la rabia y suciedad de un Cassavettes a la hora de planificar escenas de alto impacto dramático. Todo ese torbellino de sensaciones a veces asfixia, igual que la propia adolescencia cuando no se sabe cómo seguir; cuando se quiere regresar al pasado de seguridad (hay una escena maravillosa del protagonista en posición fetal dentro de una bañera que hace las veces de útero) y sobre todo de ingenuidad en pos de sufrir un poco menos o por lo menos hacerlo acompañado de la caricia de una madre.
Anexo de crítica: Más allá de la operación de traspolación literaria al cine y el andamiaje de marketing desplegado sobre este suceso literario, en perspectiva y bajo el pretexto del mundo de la magia la saga Harry Potter no es otra cosa que la aventura simbólica del tránsito de la niñez a la adultez. En ese pasaje iniciático, que guarda estrecha vinculación con elementos religiosos e incluso vistos desde otro ángulo con una fuerte alusión a la esfera esotérica, el protagonista que comienza su camino en su condición de huérfano debe aprender a distinguir a lo largo del aprendizaje de la magia entre la dualidad del bien y del mal, aspectos que no siempre se expresan en la realidad de forma taxativa sino que lo hacen de manera encubierta bajo el hechizo del encantamiento de aquel que se vea tentado por el poder de conseguir lo imposible o simplemente llamado por la curiosidad de lo desconocido, cuyo lazo invisible con la oscuridad y la perversión del alma es directamente proporcional al sacrificio que implica dejar de ser una persona ordinaria y común. En ese sentido, la ausencia paternal que conlleva un abandono y la búsqueda de modelos externos -tanto en los adultos como en la institución rectora de la enseñanza- marca la diferencia en el derrotero de un paria social y su posibilidad de convertirse en una persona importante; erigirse como líder y finalmente madurar como persona. Sin grandilocuencia a nivel efectos especiales pero con un empleo funcional a la trama, la acción de Harry Potter las reliquias de la muerte parte 2 reemplaza lo que en la primera parte fuera el aspecto emocional, como si la decisión de David Yates respondiera quizá a un reclamo anterior por la poca tensión, digresión narrativa y escasa acción de la saga. No obstante, debe reconocérsele al realizador su prolijidad y apuesta a mantener un ritmo sin pausa ni tiempos muertos inconducentes capaz de transmitir la sensación de fluidez para que la trama avance muy rápido en relación a la cantidad de información que se siembra.
Resonancias Vaya a saber qué atrajo a los productores Martin Scorsese y su socia Barbara de Fina para apostar en este drama intimista con sello independiente exhibido en varios festivales, entre ellos el de Toronto donde se alzó con el premio de la crítica en el 2008. Seguramente no fue la historia en sí, concentrada en las resonancias de dos familias disfuncionales prototípicas de fines de los 70 en Long Island, pequeña ciudad con bosques y ciervos en su interior en la que se desarrolla una trama casi anecdótica, la cual bajo una aparente tranquilidad y parsimonia oculta conflictos internos, dolores, frustraciones y crisis entre los personajes. El protagonista central es Scott (Rory Culkin), un adolescente en pleno despertar sexual que debe soportar los episodios alcohólicos de su madre Brenda (Jill Hennessy); las infidelidades y los desplantes de su padre Mickey (Alec Baldwin) y la ausencia de un hermano mayor Jimmy (Kieran Culkin), soldado que antes de partir hacia una futura guerra en Las Islas Malvinas –pretexto ideal para huir de esa familia- lo defiende de los atropellos de un matón del colegio que lo humilla frente a su vecina Adriana (Emma Roberts) por quien siente una atracción irrefrenable. Ella, también precoz como él, intenta transmitirle una cuota de madurez y rebeldía que en realidad no tiene, como parte de su coraza emocional para que la enfermedad de su padre Charlie (Timothy Hutton) y la promiscua vida de su madre Melissa (Cynthia Nixon) la afecte lo menos posible. Lo que en realidad no soporta es confrontarse con el deterioro progresivo que va mostrando Charlie como consecuencia de la enfermedad de Lyme, extraña suma de síntomas que desencadenan en trastornos neurológicos y severos cambios de conducta, que terminan por aislarlo del entorno. Ese deterioro repercute en la dinámica familiar y es el reflejo deformante que encuentra Scott en su propia casa con padres al borde de la separación. El director Derick Martini, debutante detrás de cámara para ese entonces (la película es de 2008), construye en Aprender a vivir (traducción poco feliz del original Lymelife) un film pequeño y austero que si bien no resulta a esta altura novedoso cuenta con una excelente dirección de actores y un guión sólido sin pretensiones que se apoya en la plataforma del relato iniciático. Aclaración: el público local no entenderá las referencias a los ciervos sin tener presente que la enfermedad de Lyme es transmitida por una garrapata que succiona la sangre del animal y luego pica al hombre. Y así como la garrapata se aferra a su víctima y succiona puede pensarse que las familias hacen lo mismo en relación a sus hijos cuando la enfermedad se vive puertas adentro y busca sus emergentes.
Sombras nada más Federico Veiroj se atreve a dejar una mirada distinta sobre la cinefilia, despojándose de toda cuota de sentimentalismo y agregando una dosis de ironía en esta pequeña historia sobre el crepúsculo de la Cinemateca de Montevideo en base a su escasa rentabilidad en épocas capitalistas como las que nos atraviesan. Cine y economía nunca se llevaron de la mano y esa es la línea delgada que atraviesa este pequeño derrotero de Jorge (Jorge Jellinek), un empleado de 45 años, algo introvertido que vive del y para el cine tanto dentro de la sala de proyección como fuera de ella, por ejemplo en su programa de radio donde enseñajunto a su colega Martinez (Manuel Martinez Carril) a los escuchas a ver cine. La vida interior de un cinéfilo para el común de la gente puede resultar algo monótona y sin sentido pero es precisamente sobre este punto que el director de Acné bucea imprimiendo en una trama sencilla una atmósfera que paulatinamente va escapando de la realidad al tomar como referencia el punto de vista del protagonista, quien frente al inminente cierre de su mundo de butacas y proyectores, su paraiso privado y más preciado, sale en busca de otro que le permita seguir soñando la aventura de vivir, y ganarse a Paola (Paola Venditto), una profesora univertaria que muestra cierto interés por el cine pero no por el protagonista. El homenaje al séptimo arte y a la experiencia de mirar historias insólitas en una sala siempre aparece en las secuencias que Veiroj resuelve con una economía de recursos acorde a la propuesta con el único objetivo de recuperar el alma y la esencia del celuloide.
Un vaivén de risas y llantos Coincidencia o no, las dos últimas comedias provenientes de Italia con visos a un estreno comercial en Argentina giran en torno a la temática de la homosexualidad y las diferencias culturales que todavía ven a esta condición sexual con ojos prejuiciosos. La vertiente de comedia gay con el trillado relato de la confesión es uno de los pilares en que se monta este film menor del turco Ferzan Ozpetek, Tengo algo que decirles (Mine vaganti), una comedia coral que transita por los caminos del melodrama familiar con exceso de estereotipos y duración, pero que sale airosa gracias a un elenco afilado y a la buena dirección. Quizás el recurrente espacio de las cenas familiares como puente de grandes revelaciones es un recurso demasiado convencional más no por ello menos efectivo. Así, se desata el conflicto en el seno de una familia tradicional italiana, de vida bucólica y tranquila, dueña de una fábrica de pastas (claro, son italianos), cuando Antonio (Alessandro Preziosi), uno de los hijos y futuros herederos de la empresa familiar, confiesa ante todos que es homosexual provocándole al padre un pequeño infarto y ganándose la expulsión inmediata de la familia. Sin embargo, su otro hermano Tommaso (Riccardo Scamarcio) había llegado de Roma a la reunión familiar para salir del placard, aunque debe llamarse a silencio dado el escándalo generado por Antonio. Desde ese lugar común pero indudablemente identificable con muchas realidades, el director de El hada ignorante practica una mirada ácida cuando de comedia se trata y bastante melosa y edulcorada al pasar al registro del melodrama. Ese vaivén de risas y llantos ocupa prácticamente todo el metraje, que adopta una dialéctica de contrastes de trazo grueso como por ejemplo vida de pueblo contra vida de ciudad; heterosexuales con doble moral que juzgan a homosexuales y cosas por el estilo. No obstante, decir que la película se hunde en su propia superficialidad es poco honesto teniendo en cuenta la intención de una comedia ligera y pasatista que busca salirse del estándar pese a que muchas veces se vuelve reiterativa y poco sorprendente.
Familia que filma a familia Si en Los labios junto a Santiago Loza, Iván Fund lograba captar la intimidad de sus criaturas con un estilo muy particular y propio, en este proyecto en solitario el realizador de La risa duplica la sensación de intimidad a partir del registro de una familia desde el punto de vista de otra familia que no es otra que la del equipo de rodaje. Representante de Argentina en el festival de Cannes (y también integrante de la competencia Argentina del último Bafici), el primer segmento puede enrolarse dentro de lo que podría considerarse ficción al presentar a las hermanas Ara y Marian con sus pequeños correteando y su perra Lulú en la cálida Entre Ríos. El común denominador de esta historia es la ausencia del padre y los intentos de recomponer ciertos lazos afectivos. Sin embargo, lejos de quedarse en esta anécdota familiar Iván Fund desarrolla una segunda instancia cambiando de registro abruptamente hacia el terreno del documental de observación, haciendo partícipe del proceso de rodaje al espectador con la irrupción del equipo de filmación que acompañará a otros personajes en fiestas, bailes, consultas médicas, en las que se respira el aire intimista tan particular de su cine, destacándose la escena en que el grupo acude a un pastor que lee el futuro para averiguar la suerte de cada integrante. Basta como botón de muestra esta pequeña secuencia para encontrarse con la capacidad de observación del realizador que logra extraer de ese momento lúdico un atisbo de verdad. Estructurada en dos partes autónomas sin relación en lo narrativo –pero sí desde el punto de vista conceptual - entre una y otra (literalmente la película tiene una primera parte y una segunda) la singularidad de Hoy no tuve miedo es precisamente su estado de latencia constante para ir gradualmente haciendo visible lo que en apariencia parece invisible: la cámara que documenta retazos de vida; captura rostros que expresan mucho más de lo que las palabras pueden describir, a la vez que somos testigos de un proceso que va gestando un rodaje sobre vínculos, amistades, dolores, silencios, miedos y situaciones cotidianas.
Anexo de crítica: En la misma línea de la nueva comedia norteamericana, más cerca del cine de Judd Apatow (que guarda cierta mirada complaciente con sus monstruos) que del implacable Todd Phillips, por citar los iconos más familiares para el espectador, Malas enseñanzas no termina de convencer en cuanto a su propuesta de comedia políticamente incorrecta pese a contar con un buen elenco de secundarios y con el carisma y la belleza natural de Cameron Díaz, quien por más empeño que le impregne a su antipática Elizabeth no deja de transparentar con su sonrisa el encanto de siempre. La que merece un reconocimiento particular porque se carga la película a los hombros es Lucy Punch, su antagonista, quien se roba las mejores escenas cuando la fotogenia indiscutible de la sexy rubia no la opaca. La película de Jake Kasdan no pasa de entretenida y eso en estos tiempos de vacas flojas no es muy alentador.
Una de Bond sobre ruedas Por lo general, la palabra secuela viene asociada a dos términos que para la lógica de Hollywood suponen necesariamente dividendos: maximización y repetición. Pero en el caso de un proyecto nacido en las huestes de Pixar a esas palabras se le adosan otras como imaginación, creatividad y espectacularidad. Claro que la imaginación al servicio de un relato no garantiza el éxito seguro y mucho menos una recuperación en el ámbito económico, aunque sí lo hace en el terreno puramente cinematográfico porque los increíbles avances de la tecnología CGI (con su nueva estrella de la tercera dimensión) ya no pueden superarse en cuanto a la perfección y entonces la mirada vuela sobre otros elementos o aspectos constitutivos de la película. En su carácter de secuela, Cars 2 funciona aceitadamente porque no defraudará a aquellos fans que vayan a buscar aventuras de sus personajes favoritos. De hecho, a la galería ya conocida, encabezada por el Rayo MacQueen (voz original de Owen Wilson) y su fiel camarada Mate (Larry the Cable Guy), se sumarán ahora la participación estelar de un agente británico Finn McMissile (nada menos que Michael Caine) y su ayudante Holley Shiftwell (voz de Emily Mortimer), para quienes está reservada una subtrama que hace honor al cine de espionaje, al mejor estilo de James Bond. Sin embargo, quien se lleva el crédito en esta ocasión es precisamente la grúa Mate que se verá involucrada en la misión sorteando obstáculos a fuerza de torpeza pero con la inquebrantable camaradería y amistad hacia el Rayo. A estos dos pilares de la historia, se agrega un tercer elemento constituido por una carrera cosmopolita donde el Rayo enfrentará a un arrogante Fórmula 1 de origen italiano Francesco Bernoulli, nº 1 (voz de John Turturro), quien le disputa el trono del auto más veloz del mundo en una seguidilla de competencias en las calles de Japón, Italia y el Reino Unido, donde la velocidad y una similitud asombrosa con las transmisiones de carreras reales sin dudas forman parte del mayor atractivo visual y ganan textura gracias a la utilización del 3d. John Lasseter y Brad Lewis (encargado de la serie Drive para Fox) utilizaron toda la imaginería a su alcance para reinventar el universo de Cars, desplazando la trama a diferentes escenarios sin sujetarse al pequeño mundo de la primera parte en Radiador Springs y además quitaron peso al personaje del Rayo –el menos interesante sin lugar a discusión- para explotar las posibilidades de la grúa, un tanto deslucida y obsoleta pero con gran corazón. Esa inteligente elección aporta una cuota de aire necesaria y funciona de complemento narrativo lo suficientemente sólido para apostar las mejores ideas a la trama de espionaje, en la que más allá de algunas falencias en el guión los creadores se ocupan de entregar lo mejor, equilibrando acción, ritmo y humor, no exento de situaciones emotivas. Encontrar expresividad en personajes como los de Cars 2 es un verdadero hallazgo que sólo Pixar es capaz de repetir, así como ingeniárselas para introducir en el microcosmos de las tuercas y los motores un relato de espionaje con yuxtaposiciones dialécticas entre lo obsoleto y lo moderno; entre lo alternativo y lo conservador, en un terreno donde pese a los valores de la competitividad terminan prevaleciendo los de la solidaridad y la amistad.
Del dogma a la praxis Dijo el filósofo José Ortega y Gasset en su Ensayo Romano que religioso es aquel hombre que cree en algo cuando ese algo es incuestionable realidad. El religioso es el hombre escrupuloso en el sentido amplio de la palabra porque es prudente en oposición al negligente, quien vive en el descuido, en el desentendimiento y en definitiva en el abandono. Con ese concepto entonces viene arraigado otro más profundo como el de la fe, que va más allá de una simple creencia sino que forma parte de una convicción espiritual e individual hacia lo que se cree. Esa fe impone -por decirlo de alguna manera- un máximo sacrificio que en diversas circunstancias conlleva dilemas éticos ante cualquier situación límite. Quien profesa una religión –sea cual sea- atraviesa en algún momento una serie de tribulaciones arrastradas por dudas que contrastan invariablemente con la realidad más pura. De eso y de cómo se mantiene el valor de la fe se nutre el film De Dioses y hombres, galardonado por el gran premio del jurado en el festival de Cannes, cuyo director y -también guionista- Xavier Beauvois construyó la historia en base a un hecho verídico. Los protagonistas del relato son un grupo de ocho monjes cistercienses instalados en un monasterio en la conflictiva zona del Magreb. Su misión es brindar todo tipo de ayuda espiritual y también médica a la comunidad musulmana, rehén de la lucha entre los extremistas y el ejército perteneciente a un gobierno corrupto. Sin embargo, últimamente el avance del terrorismo en la zona desata una ola de matanzas donde uno de los principales objetivos son los extranjeros y por ello la amenaza latente de caer en manos enemigas es más factible. Pero la fe late con mayor fuerza y pese a las constantes provocaciones y peligros concretos -cuando los terroristas llegan al monasterio para abastecerse de medicamentos- se va afianzando en el grupo que también transita por una serie de tribulaciones y dilemas para definir su situación en el lugar. El miedo de quedarse a merced del terrorismo lucha en el terreno de la más absoluta especulación con el deber y la obediencia hacia una causa mayor, amparada en valores superiores, aunque eso signifique -más allá del renunciamiento a todo lazo afectivo- perder la vida. En ese umbral ético se ancla esta película siguiendo minuciosamente las motivaciones individuales; las profundas crisis existenciales de sus personajes, encabezados por el hermano Cristiane (Lambert Wilson) junto a sus fieles colegas. Entre rituales, salmos y rezos aparecen los hombres con sus flaquezas y voluntades en juego, que la cámara de Xavier Beauvois acompaña en su intimidad en los interiores del monasterio o en sus momentos de silencio en actitud contemplativa. Con un admirable respeto de sus personajes sin caer en maniqueísmos ni sobredimensionamientos, el realizador francés logra un film altamente emotivo que logra despojarse de su costado ecuménico para transformarse en un manifiesto en favor de la voluntad y en un reflexivo llamado para quienes consideran a la religión como un dogma y no una praxis.