Tenía que ser solamente Charlie Kaufman el único capaz de llevar adelante este guión para sumergirnos nada menos que en un film que funciona como síntesis de toda su obra en su carácter de guionista (de ahí la idea de representar la parte por el todo tal como reza la figura semántica de la sinécdoque); como autoreflexión del proceso creativo en plena ebullición y caos; como crítica demoledora a Hollywood, a los intelectuales y a todo lo que representa el arte snob. Una obra maestra de dificil digestión que no puede dejar de verse...
El niño que quería ser libre Pese a que muchos críticos hayan traicionado a los espectadores revelando el secreto que esconde Ricky (este extraño opus del realizador francés François Ozon) se puede tratar de elaborar un análisis sin anticipar información, como así tampoco direccionar o condicionar la mirada del público cuando de lo que se está hablando en esta película no es ni más ni menos que de la libertad. La anécdota recae en el trillado conflicto -eso sí, con la sequedad y despojo habituales en este realizador- de la llegada de un bebé, Ricky (Arthur Peyret, de una fotogenia admirable) a la vida de Katie (Alexandra Lamy), una madre soltera que vive con su hija Lisa (Melusine Mayance, excelente) de unos 8 años y queda embarazada tras un fugaz romance con Paco (Sergi López), quien ante las primeras complicaciones con la crianza del niño huye del hogar. Hasta aquí podría decirse que el director de 8 mujeres coquetea en el terreno del drama intimista, concentrado en la ajetreada vida de una madre soltera, tomando una distancia razonable ante sus personajes y circunstancias. Sin embargo, el relato tomará un rumbo inesperado cuando se descubra que el niño padece una anomalía física que de por sí lo hará diferente y requerirá ciertos cuidados extras por parte de su madre y hermana, entre ellos mantenerlo alejado de las miradas ajenas. La peculiaridad es que Ozon toma esta singularidad para introducir en la trama al género de fantasía, no como recurso onírico o alucinatorio de uno de los personajes sino como parte constitutiva de la realidad y por consiguiente del verosímil cinematográfico. Para ello se propone respetar a rajatabla los códigos y leyes que operan al respecto. La virtud del cineasta, que se basó libremente en un relato intitulado Moth de la escritora Rose Tremain (publicado en el libro "The Darkness of Wallis Simpson"), más allá de un gran trabajo en la dirección de actores (hay que dirigir a un bebé con esa solvencia y rigor) es haber logrado un híbrido de géneros equilibrado, permeable a la impronta poética sin metáforas simples; que además se deja atravesar por la dura y ascética mirada del director con absoluta libertad de acción para introducir el humor, el drama o la reflexión sobre la paternidad, el instinto maternal y en definitiva el propósito de traer niños al mundo, con un final coherente y honesto como todo su cine.
La parte por el todo El comienzo de Rompecabezas, debut cinematográfico de la joven realizadora argentina Natalia Smirnoff (que viene de cosechar muy buenas críticas en el Festival de Berlín) la emparentan con las atmósferas opresivas de Lucrecia Martel, aunque se trate en este caso de una reunión familiar para agasajar a María del Carmen en su cumpleaños número 50. Poco sabemos -como espectadores- de ella salvo lo que se advierte al observar su incomodidad y nerviosismo, que sutilmente van ganando el centro de la escena; como si se tratara de una pieza suelta -entre tantas otras- que a veces hasta pasa desapercibida con los murmullos, las risas y la gente que la rodea. Luego, a soplar las velitas para volver a la monotonía y a la rutinaria vida de ama de casa; madre de hijos veinteañeros y esposa abnegada de un marido ferretero (Gabriel Goity). Hasta aquí, los fragmentos componen el retrato intimista de María del Carmen (sensacional María Oneto), quien por inquietud personal decide salir de las oprobiosas tareas domésticas adquiriendo como pasatiempo el armado de rompecabezas (un regalo de cumpleaños que llama poderosamente su atención). Precisamente, la falta de atención de su marido y de sus hijos inmaduros son las causas por las cuales la protagonista necesita convertirse en artífice de su propio cambio y no en mera espectadora pasiva de vidas ajenas. La chance llega con la posibilidad de encontrarse con un veterano jugador de puzzles (Arturo Goetz) que necesita pareja para competir en el campeonato mundial a disputarse en Alemania. Así, encuentro tras encuentro con este amable caballero, la protagonista descubre un mundo diferente con el consabido riesgo de no encajar jamás, no sólo por la aventura que significa viajar semanalmente de Turdera a Capital sino por la incipiente atracción por un hombre completamente diferente a su esposo. El precio de esta relación entre ambos extraños generará conflictos tanto internos como con su entorno: principalmente una familia demandante y poco comprensiva frente a los cambios de María. Sin necesidad de metáforas que subrayen y confiando en la expresividad de sus imágenes, Natalia Smirnoff narra con gran precisión y sensibilidad esta historia íntimamente femenina que habla de las postergaciones y los roles que se juegan en la vida cuando las cartas ya están repartidas; aunque nunca es tarde para barajar de nuevo.
Una película absolutamente innecesaria que no califica ni siquiera como gore y arrastra desde el primer minuto un lastre de principiante que con el correr de los minutos se hace insoportable. Realmente una pérdida de tiempo...
Siempre se vuelve al primer amor Entre el sentimentalismo meloso con lastre televisivo y el humor filoso de una sitcom norteamericana transcurren los 120 minutos de esta comedia romántica “alla Gabriele Muccino” (El último beso, Ricordati di me) llamada Todos tenemos un ex. Este film, que causó furor en la taquilla italiana con más de dos millones de espectadores, se estructura de forma episódica y coral para recorrer los lugares comunes de toda pareja que se separa tras romperse el idílico romance de los primeros tiempos. Son seis historias que pueden dividirse generacionalmente; es decir, pareja joven que debe separarse por motivos laborales de ella; pareja madura que lleva muchos años de casados y deciden divorciarse entablando una batalla feroz en la que se sacan los ojos; ex novio policía que persigue a la nueva pareja de su ex y lo amenaza permanentemente; cura que debe casar a su antigua novia por quien al fracasar en la relación de pareja decidió seguir los caminos del señor, y por último la historia de un psicólogo separado y mujeriego que debe hacerse cargo de hijas adolescentes tras la muerte de su ex esposa. Historias que se entrelazan a partir de hechos anecdóticos, que por lo general operan más en un sentido melodramático que cómico y desgastan el relato con los inevitables altibajos producidos al mezclarse con trazo grueso situaciones hilarantes y momentos de honda tristeza. A veces los sobrediálogos y la ampulosidad de algunas actuaciones desentonan con la levedad y superficialidad con que se maneja el director Fausto Brizzi, quien pese a estos sobresaltos sostiene la fluidez y el ritmo de esta comedia apenas agradable a la que nueve nominaciones a los premios David di Donatello (algo así como el Oscar italiano) le quedan demasiado grandes.
Irreverente, ácida y crítica con un George Clooney afiladísimo que sabe manejar los tiempos del humor absurdo, esta comedia sarcástica por momentos trae el recuerdo de Dr Insólito o alguna comedia negra de los hermanos Coen mezclada con un capítulo de M.A.S.H. bajo la atmósfera lisérgica de un Terry Gilliam pero sin perder su identidad. Notable el contrapunto entre Jeff Bridges y Kevin Spacey...
Los claroscuros de la perversión Una lectura apresurada sobre la obra del director austríaco Michael Haneke trazaría como uno de los tópicos recurrentes la violencia en todas sus expresiones. Sin embargo, desde la fundadora Horas de Terror (Funny games, 1997) hasta la fecha lo que el realizador explora desde su cine en realidad se circunscribe -en profundidad- a desnudar aspectos de la condición humana, entre los que puede encontrarse la maldad en todas sus formas, incluida la perversión y la violencia, más que como un efecto aventurando hipótesis de sus causas y consecuencias. Podríamos decir entonces que para el director de Cache / Escondido no existe pureza alguna ni absolutos que no sufran naturalmente cierta metamorfosis hacia lo oscuro, lo enfermizo, como representación simbólica de la libertad. Si el hombre nace malo o se vuelve despiadado cuando entra en juego la sociedad, con sus códigos y reglas represivas, es algo que a Haneke no le preocupa demasiado porque huye de los determinismos y así evita (conceptualmente hablando) el salvoconducto de la redención condenando a sus criaturas a la responsabilidad de sus actos o a la faz menos feliz del libre albedrío. Ahora bien, sin este prólogo sería realmente difícil comprender el complejo tejido que urde la trama de La cinta blanca, su último opus ganador -entre otros premios- de la Palma de oro en el Festival de Cannes 2009. Aquí el cineasta apela a lo micro para adentrarse en lo macro; reflexionando sobre la facilidad con que penetran los totalitarismos en las sociedades patriarcales. Sin duda, el ícono más representativo del régimen totalitario sigue siendo el nazismo, y en este caso particular se desliza su germen como conclusión implícita del relato que va, por supuesto, más allá del particular. El título hace alusión a un brazalete que se ponía a los niños, principales protagonistas de esta obra, para recordarles y afirmar su inocencia y su castigo si llegaran a desviarse de los caminos de Dios. Precisamente en un doble rol de víctimas y victimarios son los pequeños aquellos que atizan las brasas que calientan el caldo de cultivo que inunda la apacible tranquilidad de una comunidad protestante en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Allí, una seguidilla de misteriosos actos aberrantes pone en jaque la autoridad del Señor noble (recordemos que se trata de una sociedad patriarcal) con la inminente amenaza de levantamiento de los campesinos. De todos los lugareños preocupados por la incesante aparición de niños maltratados, el profesor es quien comenzará a escarbar en la superficie para ir revelando secretos y miserias de los habitantes hasta llegar al escalón más alto de la pirámide social, cuyos pilares no son otros que la educación y la religión en sus aspectos más peligrosos. Envuelto en una constante tensión y ambigüedad y fotografiado magistralmente en blanco y negro, el film plantea un relato coral narrado por el profesor ya envejecido que recuerda aquellos sucesos sin poder asegurar si fueron o no verdad, recurso ejemplarmente utilizado por el autor para sumir a la historia en un terreno de abstracción que transforma cada acción y personaje en señal o símbolo de algo más difuso y no tan terrenal, como sucediera por ejemplo con Dogville de Lars Von Trier; película con la que comparte varias ideas pero cuya mayor diferencia en este caso obedece al registro naturalista y no representativo. Por su grado de audacia y complejidad narrativa estamos en presencia de una obra maestra de este polémico artista, quien además de hacer buen cine es filósofo y psicólogo; rótulos académicos que lo convierten en un inflexible observador de la condición humana y un principal transgresor de las convenciones sociales, que cuando se vuelven absolutas resultan nefastas para la libertad de pensamiento.
La suma de todos los miedos Si Caso 39 hubiese sido simplemente un thriller psicológico estaríamos hablando de una muy interesante propuesta sobre el maltrato infantil, con el foco puesto en una familia de padres abusivos y trastornados que intentan por todos los medios aniquilar a la pequeña Lillith, a quien consideran demoníaca. Sin embargo, en lugar de jugar en el terreno de la ambigüedad el director alemán Christian Alvart sumerge y estanca la trama por el camino de lo sobrenatural -con atisbos de terror- para caer en el atajo más convencional que recuerda, entre tantas otras películas, a La Profecía. No obstante, el ritmo no decae aunque las sorpresas y sobresaltos se vuelven cada vez más predecibles. Así las cosas, estamos frente a la trillada historia de una niña -con apariencia angelical- que se gana el corazón de una asistente social (Renée Zellweger, con trauma infantil de por medio) luego de que ésta última la salvara de las garras de sus padres asesinos para hacerse cargo más adelante, y por pedido expreso de la víctima, de su cuidado y manutención. Pero tras una serie de incidentes y episodios confusos que involucran muertes del entorno de la protagonista, la mirada sobre la dulce Lillith (Jodelle Ferland, saludablemente perturbadora) cambia de manera rotunda y la empatía con los padres se acrecienta cuando son revelados en el relato un par de secretos. Si bien Renée Zellweger intenta aportar una cuota de sensibilidad en un registro a la que no está acostumbrada, apenas cumple con las exigencias de su rol cuando está claro que los laureles se los debe llevar la pequeña Jodelle. Una idea desaprovechada al máximo a pesar de resultar al menos entretenida para un público poco exigente.
Un interesante planteo a partir de la idea de la representación cinematográfica y el falso documental tan en boga en estos tiempos. El film logra mantener el ritmo y la fluidez narrativa necesaria para atrapar la atención del espectador sin despojarse un segundo del terreno ambiguo por el que transita como así tampoco del uso inteligente del fuera de campo y la sugestión...
Que no se entere mamá Varias razones acompañan las expectativas cuando de un estreno de Daniel Burman se trata, porque dentro del ámbito local este director -que apareció como uno de los referentes obligados a la hora de hablar del nuevo cine argentino- logró amalgamar, con el correr de los años y siete películas a cuestas, en su estilo cinematográfico tanto rasgos de aquel movimiento renovador como elementos y códigos de un cine más de tipo industrial con un modo de producción propio, siempre atento a las demandas del mercado aunque sin someterse íntegramente a sus modas y caprichos. Dos hermanos, último opus del realizador de El abrazo partido, quizás sea el exponente más acabado para avizorar hacia dónde puede encaminarse -a partir de ahora- el cine de Daniel Burman, debido a que el director tomó el desafío de adentrarse en una temática de mayor espectro y profundidad (ya se vislumbraba en El nido vacío) que aquella que atravesaba su universo costumbrista con fuerte acentuación en elementos y tradiciones judías que claramente comienza con Esperando al mesías. No es un dato anecdótico tampoco haber tomado de referencia un texto ajeno como la novela" Villa Laura" de Sergio Dubcovsky, más precisamente a sus dos protagonistas, para desarrollar una historia de amores, dependencias, celos, odios y secretos que emergen a la superficie luego de la muerte de la madre (Elena Lucena, pura vitalidad) de Marcos (Antonio Gasalla en el mejor papel de su carrera cinematográfica) y Susana (Graciela Borges, brillante). Desde el primer minuto queda clara la relación utilitarista entre la manipuladora y ventajera Susana para con el resignado hermano Marcos, quien en una acalorada reunión de consorcio (donde su hermana es blanco de las críticas) se presenta en sociedad y la defiende. Luego, se despide de ella para cumplir su rol de hijo abnegado al cuidado de su madre Neneca, confirmando en su desplazamiento corporal el arrastre y cansancio acumulado durante mucho tiempo pero enfatizando silenciosamente esa suerte de obediencia debida tácita de los mandatos. Mientras, Susana se encarga de cerrar operaciones inmobiliarias de dudosa procedencia; esquiva con picardía las deudas y persiste en sostener la parodia de una mujer exitosa -en clara decadencia- a quien ya le pasó el cuarto de hora. Por eso, la muerte de Neneca resulta tan movilizante para los dos hermanos, quienes comienzan a experimentar cada uno desde su lugar la ausencia, la soledad y la incerteza del futuro si es que aún queda algo por recomponer o terminar definitivamente. En ese difícil terreno de incertidumbre se para con oficio e intuición el cineasta tomándose el tiempo justo para construir a fuerza de sutiles matices a sus protagonistas que se adueñan de la trama de inmediato y sin grandilocuencia. Y ese es un mérito compartido entre los actores y el director por saber dirigirlos, así como por la confianza dispensada para no caer en los estereotipos o las sobreactuaciones tan tentadoras para este tipo de roles. Si hay algo que prevalece a lo largo del film es la sensación de verosimilitud, credibilidad y verdad de los personajes. No faltan las dosis de humor negro, las escenas de intensa carga dramática y la atmósfera intimista que caracteriza al cine de Burman, quien saca a relucir su capacidad narrativa con una enorme carga emocional sin derrapar hacia las pendientes del sentimentalismo para concretar una película para un público masivo que no se traiciona a sí misma y transmite vitalidad y melancolía por un lado; homenajea -quizá sin proponérselo- a íconos indiscutibles del cine argentino como Lucena, Borges y Legrand desde un lugar nostálgico más que reivindicador.