Demasiado monstruo humano Sin lugar a dudas el nuevo opus del iraní Ali Abbasi es un cuento fantástico, sin moraleja ni lecciones de moral estériles y que desde la mezcla de elementos genéricos como el thriller, el policial, el drama y apuntes que ocultan cierto enfoque crítico o denuncia frente a una sociedad que necesita de monstruos o deformes para esconder su propia monstruosidad se generan toda clase de aristas por las cuales transitar con un análisis. La primera sensación que genera tomar contacto con la protagonista Tina (Eva Melander) y su antagonista Vore (Eero Milonoff) es el rasgo de animalidad detrás de la impronta de la deformidad. Ella explota su cualidad olfativa en pos de un orden que establece una escala de valores y presta el servicio a las autoridades aduaneras en Suecia. Cualquier serie yankee, que utiliza este tipo de personajes para asociarlos con una institución mayor como por ejemplo El mentalista o Castle por citar ejemplos al alcance de la mirada hubiese exacerbado el físico de Tina, sus rasgos y deformidad desaprovechando la riqueza psicológica de su traumática existencia, que incluye la crisis de identidad entre muchos otros tópicos que la hacen sumamente atractiva más no empática. En Vore se respira otra cosa: la distancia entre lo humano y lo monstruoso pero el entorno en realidad ya de por sí para ambos personajes está muy lejos de un cuento de hadas con un bosque encantado. Desde el vínculo carnal y olfativo Tina y Vore encuentran su identidad, sienten esa libertad que el cuerpo deforme necesita a escondidas de los otros “normales” con los que conviven como Roland (Jörgen Thorsson) , la pareja de Tina, obsesionado con sus perros, aquellos que ladran al aparecer ella y su instinto por delante. Como lo indica el título Border que se traduce como frontera va más allá de la frontera geográfica o incluso de la del físico, los fronterizos del mundo de hoy o los marginales de ayer son aquellos que no cuajan en una matriz donde todo parece perfecto y donde lo imperfecto es peligroso, se vuelve autosuficiente y hasta puede llegar a generar resentimiento por ignorancia. Afortunadamente existen películas de este calibre, que renuncian a cualquier mecanismo o dispositivo facilista o efectista para dejarnos con finales abiertos y reflexivos como el que propone este nuevo opus del iraní Ali Abbasi.
Legado artístico Poco y nada sabía Miguel Colombo de la vida de Leónidas Barletta, hermano de María Angélica. Ella, madrina del director, se sorprende al verlo, recibirlo en su Salta de toda la vida y para Miguel llegar al suelo de la infancia no implica sólo gratos recuerdos sino esos viajes que jamás se olvidan cuando María Angélica le entregue cartas de su hermano Leónidas para que el realizador decida cómo avanzar una vez que ella deje de existir físicamente. Un legado pesado pero revestido de ternura. Y así el material heredado comienza a configurar un retrato multifacético de este dramaturgo y periodista, quien entre otras cosas se considera fundador del teatro independiente latinoamericano. El mítico Teatro del pueblo, transitado por tantos talentos y obras a lo largo de las décadas, espacio que también tiene su historia pesada como el contenido de cada carta en que Leónidas cuenta a su hermana los avatares de la vida de un hombre con convicción, para quien el arte, la palabra y el teatro como vehículo primordial para dejarle al pueblo masa crítica se vio jaqueado por los poderes de turno, por la censura de las dictaduras feroces y preso de esa soledad que atraviesa el derrotero de aquellos que no le temen a la lucha desigual por todo tipo de justicia y libertad, sin banderas políticas. El director va desovillando los hitos de Leónidas Barletta, lo interpela cuando elige testimonios de los dramaturgos Roberto Cosa y Mauricio Kartun, quienes desde sus puntos de vista analizan en profundidad su estilo, su ideario, aunque también su anacronismo en base a la evolución de la dramaturgia desde los inicios de el Teatro del pueblo hasta nuestros días. En ese sentido es el propio Barletta el que contesta desde la presencia espectral a partir de la representación y dramatizaciones que reflejan otro costado de su personalidad, complementario al que deja la mirada de María Angélica cuando habla emocionada de su hermano, de un pasado que ya no vuelve como las obras de teatro de Leónidas, tal vez polémicas para muchos, incomprensibles para otros, pero concebidas con el corazón y con la verdad por encima de todo. Eso es Leónidas como retrato documental: un encuentro con un hombre de otro tiempo en este tiempo de tibieza y cobardía general.
La segunda ley del deseo Si bien no quedan muy claras las intenciones detrás de esta co producción entre Brasil y Argentina, protagonizada por Pablo Echarri junto a la brasileña Leticia Sabatella y Luciano Cáceres, Happy Hour pretende abarcar mucho pero dice muy poco. Dar rienda suelta al deseo para evitar el engaño es uno de los propósitos de Horacio (Pablo Echarri), llegado a la tierra del Pan de Azúcar para encontrar mejor destino de escritor. Sin poder conseguirlo, la vida de pareja y la rutina de sus clases disparan en él la atracción por una de sus jóvenes alumnas. En paralelo, un hecho fortuito fiel a la idea de estar en el lugar menos indicado y en el momento menos indicado lo convierte en un abrir y cerrar de ojos en un héroe nacional, pues un ladrón hombre araña cae en su auto, queda herido y es atrapado. Sin embargo, la pareja de Horacio (Leticia Sabatella) tiene aspiraciones políticas y en la “rosca” partidaria con el enemigo debe aparentar lo que no es, incluso mantener estabilidad en su relación con Horacio cuando el escritor devenido profesor le expresa abiertamente la necesidad de acostarse con otras mujeres tras quince años de fidelidad matrimonial, y bajo el argumento que decir la verdad es mejor que la traición. Así las cosas, una mini crisis existencial atraviesa el errático derrotero del protagonista, quien comienza a verse jaqueado a partir de la llegada de otro argentino (Luciano Cáceres), cuyas intenciones más allá de su carisma arrollador no quedan demasiado claras cuando se trata de mujeres y mucho más de la pareja de Horacio. La película del realizador Eduardo Albergaria pierde sentido una vez que traspasa la barrera de la primera mitad con evidente escasez de ideas, a pesar de la correcta actuación del elenco. Es sumamente larga en relación a lo que quiere contar, arbitraria para forzar situaciones.
La doble frontera Anne Von Petersdorff y María Pérez Escalá se conocieron en la Escuela de cine de Cuba. Una alemana y la otra argentina descubrieron en la aventura de viajar no sólo el placer de conocer culturas, gente y modos diferentes de vivir, sino los límites de una utopía: desplazarse por el mundo en libertad y sin fronteras. El otro límite menos visible era el de exponerse tanto en cuerpo como en género para culturas de raigambre machista, sin dejar de mencionar un requisito básico en la odisea por trece fronteras que implicaba no transportarse por vía aérea. El resultado de ese viaje por tierra y por mar que va de Egipto a Alemania en 2014 es el registro de un diario donde las experiencias de ambas se conjugan con las diferencias culturales más allá de la amistad. Esa línea narrativa se cruza en el itinerario emocional para transformarse en un documental muy personal, que encuentra el espacio para dos voces, la de las protagonistas durante el derrotero por Europa y la de un entorno donde la mayoría de los testimonios a cámara son de mujeres, estudiantes, viajeras como ellas, que procuran establecer lazos y vínculos con gente de muy distintas partes del mundo. En ningún momento el intercambio de miradas sobre el choque cultural impone un punto de vista dominante y en eso reside la riqueza de esta propuesta de la directora María Pérez Escalá, de la celebración de recorrer el mundo sin mapas que limiten el tránsito y dejarse llevar por ese ingobernable espíritu aventurero, reconocer también los peligros de viajar solas, convivir con hombres pero además de afrontar prejuicios, reduccionismos culturales y todo tipo de frontera mental y no necesariamente geográfica.
InTRANSigentes Salir de la prostitución como medio de vida o la única salida laboral fue el activador para este grupo, que encontró un espacio y una identidad en una cooperativa creada por Daniela Ruíz (Foto de portada) para desarrollar obras de teatro propias. Reunidas en una causa común, se conocieron, escucharon sus historias, la prédica de Daniela y todas llegaban a la misma conclusión: mostrar una mirada propia sobre su realidad y así nació la cooperativa Ar/Tv Trans, se generaron proyectos con aspiraciones como la que cada una deja trascender en sus testimonios a cámara en este segundo largometraje del actor Guillermo Bergandi, Reina de corazones. En las diez protagonistas se encuentra una riqueza inusual: la franqueza y naturalidad con la que afrontan su transexualidad. Las reflexiones sesudas contra el estereotipo o la mirada convencional y cultural, que poco a poco erosiona durante estos últimos años a un pensamiento binario o de género para encontrar en la palabra “persona” algo mucho más importante que una manera de mostrarse ante los ojos del otro. Transigir es el ideario de no ceder ante lo que se considera injusto, de no ocultar bajo la fachada del decoro o el pensamiento políticamente correcto una forma de ser, de sentir y sentirse. Por eso, la intransigencia es lo que hace de esta cooperativa una verdadera usina de resistencia cultural que se nutre de las ganas de hacer; de ganas de transgredir y porqué no a partir de los monólogos, actos públicos, obras de teatro o cualquier expresión honesta, la chance de trascender para construir un nuevo camino. El de estas Reina de corazones ya está trazado y en este documental de Guillermo Bergandi el registro de esos pasos queda grabado en lo más hondo.
Con la sonrisa no basta Desde la irreverente franquicia del ogro malhumorado Shrek pasando por otros títulos de menor factura técnica pero atendibles como propuestas inteligentes de parodia y revisionismo de los clásicos cuentos de hadas intocables, la animación digital encontró un aliado en aquellos acompañantes de los niños. Apostar al humor de la parodia siempre trajo sus beneficios aunque también rasgos de desgaste una vez conocido el recurso de tomar cualquier personaje, exacerbar sus rasgos distintivos y porqué no aggiornarlo a lo que el mercado solicita. En este sentido, esta animación de origen canadiense El príncipe encantador genera por un lado alivio por imprimir alguna gota de aire nuevo y por otro desconcierto al no atreverse a ir un poco más lejos en la propuesta de la parodia, sin dejar de mencionar la rusticidad técnica que la aleja de otros productos con mayor riqueza en lo que a animación se refiere. El despecho de una mujer enamorada de un rey que no la correspondió devino en venganza a partir de una maldición en la que la principal víctima no es otro que su hijo príncipe. Su maldición es su irresistible sonrisa una vez que despliega su manual de simpatía frente a cualquier mujer que se le cruce en el camino, pero este “encanto” es superficial y no obedece a un amor verdadero por lo cual el don de la seducción condena al príncipe, además de generarle todo tipo de odio de los hombres o parejas de aquellas damas que se rinden a sus pies. En épocas de exhibicionismo en redes y del culto a la imagen, el desfile de princesas para casarse con el susodicho viene representado por las traumáticas Blancanieves, Cenicienta, y La bella durmiente pero también aparece en escena Lenore, una mujer completamente alejada de ese mundo y códigos, descreída del amor y de los hombres en general, quien solamente vive para la aventura del robo. Así las cosas, el cruce de ambos terminará en aprendizajes y el incipiente intercambio de experiencias para romper el hechizo no sólo con un beso y así tener su final feliz. No es tan feliz ese final y desarrollo para el público que busque otra historia con más vuelo cuando la idea de la parodia y la crítica a los mensajes de los cuentos infantiles y su reduccionismo en el estereotipo llega de antemano. Como frutilla del postre agregarle a esa trama aventurera canciones resulta demasiado e innecesario para una película que tenía su encanto en los primeros minutos y como en toda maldición lo va perdiendo.
Una maravillosa canción de protesta Cuando los recursos literarios aplicados al cine generan la sensación de que muchas veces una imagen no vale por mil palabras, de inmediato surge el dilema de saber cuándo sí y cuándo no es conveniente recurrir a la voz en off en una ficción. Arábia es una muestra palpable de la potencia del elemento literario entremezclado con el recorrido de los fotogramas y los segundos, siempre al servicio de la narración. Entonces, ¿Alcanza con tener una buena historia entre manos?, la respuesta es fácil: claro que sí, cuando está bien contada, narrada, acompañada de personajes creíbles y queribles, con los cuales surjan voces y la honestidad que transmite la emoción genuina o su contracara la tristeza genuina. Lo alegre y lo triste marcan el compás de esta maravillosa canción de protesta contra lo efímero de la vida; contra las curvas peligrosas de un viaje para el que nadie está preparado solamente desde la necesidad de viajar quieto pero viajar al fin y al cabo. Ese viaje se inserta -como las canciones- en la propuesta de la dupla João Dumans y Affonso Uchoa, quienes dirigen con absoluta precisión y confianza el derrotero de un personaje que nos habla desde su diario encontrado por un joven, André (Murilo Caliari) en plan de voyeur literario. La idea de que todos tenemos una historia importante que contar o experiencias de vida jugosas confronta de inmediato con la realidad y la aventura como herramienta lícita de transformación de esa realidad muchas veces dura y sin tregua para quien la transita. En ese sentido, la no correspondencia de Arabia como lugar geográfico y el escenario de Ouro Preto en Brasil, espacio donde transcurre el film cuando avanza sobre el pasado del personaje, enfatiza la poca importancia de la palabra y la trascendencia de lo que evoca o representa para el protagonista (Aristides de Sousa) en un acumulado vaivén de oficios, personas con las que se relaciona durante cada trabajo y su desgaste mental y físico para dejar en claro los embates de otra transformación entre el Brasil industrial y el rural. Es de destacar la capacidad y sutileza de albergar tantos tópicos que van de las angustias existenciales del protagonista a sus reflexiones sobre la vida, el paso del tiempo, el aprendizaje de la calle, de la cárcel y de formar parte de los millones de parias que viven errantes, sin posesiones más que aquellas migajas que recogen de sus trabajos insalubres, como el de una fábrica de aluminio en horario nocturno expuesto al calor y al esfuerzo de los músculos, para mover piezas de una maquinaria que fagocita energía, vidas e ilusiones. El otro pivote de Arábia es el joven que establece el nexo entre lo literario y lo cinematográfico, quien recorre con su bicicleta otro Brasil distinto al de las letras, vive con un hermano enfermo menor que él en la casa de una tía muy cerca de la polución de la fábrica en Ouro Preto, ese gigante que no duerme y sigue de pie gracias a la fuerza de los músculos cansados de los hombres de a pie. Hay una frase que define el tiempo y el universo que transita por Arábia y que llega como no podría ser de otra manera en una canción: el amanecer es un nuevo comienzo. Simplemente antes de partir quizás haya que vivirlo día a día como si fuese el último y entonces recordarlo aunque más no sea en las hojas desperdigadas de un diario o una pequeña historia con una gran aventura detrás, sea en Arabia, en Brasil o en un papel.
¿Cuál es el color de la discriminación? Ambos viven de sus manos, uno desde su virtuosismo a la hora de ejecutar complicadas piezas para piano y el otro cuando la fuerza de sus puños amedrentan cualquier amenaza que ponga en juego los intereses de aquellos para quienes trabaja. Y entre ellos un contexto, un manto invisible que segrega más allá de la historia de cada uno; más allá de sus orígenes pero siempre teñido de ese color que no tiene gama llamado racismo. Sin embargo, a la monocromática pereza mental siempre se le impone la creatividad y la necesaria y ferviente inquietud de que pese a todo vale la pena buscar un cambio. Tal vez este sea uno de los caminos transitados por esta road movie luminosa, Green Book, escrita y dirigida por Peter Farrelly, otrora relacionado con la comedia irreverente y que -si se permite el juego- ahora se vuelve irreverente aunque en un carácter mucho más amplio y profundo cuando dobla la apuesta sobre aquellas películas que buscan abarcar mucho y se quedan en el intento. Green Book, en alusión a ese pequeño libro que funcionaba de guía para que los afroamericanos encontraran lugares en los que no operara la tradición segregacionista de los blancos y así evitar el contacto directo, funciona como road movie no sólo por respetar los códigos de este formato sino porque los personajes se transforman durante el viaje por Pensilvania, Ohio, Indiana, Iowa, Kentucky, Carolina del Norte y Georgia. El punto de partida es el pretexto de una gira para la cual el pianista afroamericano Don Shirley (Mahershala Ali) contrata los servicios de Anthony Vallelonga, alias Tony Lip (Viggo Mortensen) como chofer y guardaespaldas, pues parte de esa gira tiene por destino ciudades de Estados Unidos, más precisamente del Sur como Tennessee, Arkansas, Luisiana, Mississippi y Alabama, caracterizadas por el alto nivel de racismo en el contexto histórico en que se desarrolla la trama. La sola presencia del pianista negro en Alabama y el trato despectivo más allá de su nivel artístico es el único escenario que necesitaba el realizador de Loco por Mary para abarcar con sutileza el mayor conflicto que atraviesa al personaje de Don Shriley, algo parco, alcohólico, homosexual y retraído. Ahora bien, la fuerza de este film justamente reside en todo lo que no muestra porque no se trata de un alegato contra las prácticas racistas, tampoco de un drama testimonial como por ejemplo Doce años de esclavitud. Antes que nada estamos en presencia de un relato de opuestos que se unen porque aprenden el uno del otro; comparten sus contradicciones y miserias con la misma equidad que los caracteriza, tan imperfectos como humanos. Peter Farrelly por momentos parece construir desde su guión un film cuya base no es otra que la identidad y por ende la defensa de la identidad y de la esencia frente a cualquier obstáculo o prejuicio. No obstante para pensar en identidad entra en juego el espacio y el entorno, por lo tanto la pertenencia, otro de los caminos transitados por Green Book, y más desarrollado respecto al grupo étnico de Tony Lip. El tercer eje es el de la amistad por encima de la lucha de clases, la riqueza en el intercambio de historia y experiencias es lo que en definitiva genera el vínculo entre Don y Tony, un afro y un ítalo americano, las minorías que hicieron de Estados Unidos lo que es en definitiva hoy por hoy. Todo eso mezclado con el humanismo que también es una posición política como decisión tanto desde el aspecto estético como en lo ético. Bienvenidas sean películas como Green Book por contar la historia de Estados Unidos desde esos fragmentos sociopolíticos desperdigados en el correlato del relato del “american way of life”, una arista oculta por lo general como la del segregacionismo sureño aún vigente bajo la mirada no de un afroamericano sino de un director con sentido común y sensibilidad social como demuestra Peter Farrelly y su elenco de lujo para que explote el talento de Viggo Mortensen en un rol alejado de cualquier estereotipo de bruto de buen corazón y para el que tuvo que aumentar 20 kilos por el fisic du rol de Tony Lip (en la vida real terminó como actor de cine) y Mahershala Ali, dúctil a la hora de transmitir emociones sin desborde y simplemente con una sonrisa o una lágrima extraviada en medio de un dique de contención emocional, que a veces se rompe cuando el arte desde la música clásica o jazz habla el idioma del corazón o cuando desde la simpleza de un diálogo no forzado con el sabio Tony le devuelve aquella esperanza de no estar tan solo en su castillo de la soledad. En el piano hay teclas negras y blancas pero los acordes y las armonías se generan en la mezcla y allí la música es la que unifica. En la vida debería ser así.
Oda a la canción desafinada A veces el amor puede ser tan errático como una canción desafinada. Sin embargo no deja de ser amor desde las emociones que genera un encuentro azaroso o un desencuentro, como ese estribillo pegadizo de una balada “que conocemos todos”. Tampoco hay un territorio definido para una historia de amor y tal vez en cualquier calle o espacio urbano se oculta otra historia de amor con una ciudad que no duerme, pero que tampoco sueña. Sobre esos pilares endebles intenta transitar la ópera prima de Lautaro García Candela bajo el ambiguo título Te quiero tanto que no sé y protagonizada por Matías Marra, Lautaro García Candela, Miguel García Candela, Shira Nevo, Guillermo Massé, Jazmín Carballo, Bruno Rivas, Rocío Muñoz. Algo de película generacional conecta a los jóvenes de hoy -los de la generación Whatsapp- con los jóvenes de ayer como rezaba ese hito del rock nacional, de la banda Serú Girán. Algo de musical también atraviesa una trama sencilla donde todo sucede en una noche de calor, en una road movie nostálgica y con el Buenos Aires céntrico y su noche en un primer y segundo plano. Las canciones, todas ellas conocidas, juegan el doble rol de la melancolía y el complemento para que la película respire en ese viaje donde suceden cosas inesperadas y así el encuentro entre el protagonista y una vieja amiga se dilate. Lo importante no es la llegada sino el trayecto para que se convierta en verbo la carne. Los cuerpos deambulan, caminan con desgano y hasta bailan con el mismo desgano porque si hay algo que define a los nuevos jóvenes es ese tibio entusiasmo por todo, como muestra el dubitativo mensaje que nunca llega a destino. En algunos momentos el humor arremete desde el absurdo como en el cine de Martín Rejtman, en otros los diálogos entregan naturalidad a la vez que enriquecen no tanto por lo que dicen sino por cómo fluyen en los vínculos y en las anécdotas que se suman al viaje. A la película de Lautaro García Candela se la disfruta a la par de ese paseo inmoral, para citar en este juego antojadizo otro tema del rock argentino mucho más reciente. No importa si desafinan, no importa si concretan un encuentro amoroso. La ciudad los observa en su paseos nocturnos y con eso alcanza y sobra.
Los rostros de la desigualdad La tragedia de la pobreza o la pobreza de la tragedia, parece un juego de palabras antojadizo pero en el caso de Atenas, opus de César González, encaja. Y si se trata de tragedia demás está decir que la historia de Perséfone (Débora González) no tiene su happy ending. La traspolación al conurbano profundo genera el escenario ideal para desarrollar esta trágica desventura que vive la protagonista una vez salida de la cárcel de Ezeiza, tras cumplir su condena de 4 años y 6 meses por robo a mano armada. El choque de mundos, el de adentro y fuera de los barrotes, trae como corolario el apunte de la actualidad más radical por ejemplo cuando se entera que para viajar en colectivo necesita la Sube y que no alcanza con tener monedas. También, rápidamente se cuela por ese resquicio del cine de denuncia social la irrecuperable socialización e inserción, el ahogo que genera la falta de segundas oportunidades cuando todo el panorama es oscuro; todo lo que rodea a la protagonista está teñido de amenaza, y mucha incertidumbre cuando decide sentar cabeza y no “bardearla” de nuevo. En Atenas desfilan los rostros de la desigualdad, los villanos viven bien y hasta gastan dinero, participan de negocios de trata por ejemplo, aprovechando la vulnerabilidad de víctimas de la desesperación como Perséfone y millones que arrastran esa nefasta herencia de nacer pobres. El discurso es enfático desde los diálogos que por momentos reconocen algunas influencias de cineastas como José Celestino Campusano, aunque César González va por otro andarivel con el cine como pretexto del discurso político y la cámara como martillo para romper una institucionalización de la mirada sobre este tipo de tópicos urgentes que se quedan cortos en el planteo profundo. Tragedia de la vida moderna si las hay, eso es Atenas (muy lejos de la mítica ciudad griega), con alguna intensidad y ritmo sostenido en la trama que hace de la villa y su realidad un espacio cinematográfico poco explotado pero que a la hora de buscarle algún efecto en el cambio de percepción de la mirada, la reflexión sobre un estado acuciante de crisis, no hace más que afianzar estereotipos tanto de un lado como del otro.