Los rostros de Jaime. Los caballos, la tranquilidad de Córdoba, el campo, los viajes a Europa y la obsesión de filmarlo todo. Ese es el primer recuerdo de la realizadora Agustina Comedi sobre Jaime, un padre que tras una muerte accidental en 1999 -y doméstica- empezó a transformarse cuando a esas imágenes se les antepuso otra historia ligada al pasado y al silencio para no ser descubierto. El cuerpo cayó del caballo minutos después del último fotograma registrado, pero nadie lo escuchó y Agustina tampoco. De repente, indicios, imágenes que en un montaje con mayor precisión encuentran un sentido diferente al de los afectos y revelan por un lado la militancia desde el movimiento LGTB cordobés y también la otra militancia política en el Comunismo mientras la vida sigue por otro lugar y los viajes acopian experiencias y muchas imágenes como la de El David en uno de los tantos itinerarios europeos que Agustina recuerda con cierta alegría o en una presentación de La Sirenita, algo más próximo al gusto de un niño que un museo de arte con tantas riquezas al alcance de la mirada. Y así, en ese derrotero de descubrimientos y emociones, empiezan a aparecer personas, voces, amigos y muchas pequeñas revelaciones que terminan por definir a Jaime antes del silencio y a Agustina Comedi desde su rol de hija y cineasta, dispuesta a no esconder en su ópera prima absolutamente nada de esas historias de Jaime, su lucha silenciosa y sus múltiples rostros.
Al paredón. Hilvanar un buen hilo conductor para este documental dirigido por la argentina Florencia Mujica y el mexicano Daniel Najenson es tomar contacto con una época histórica de nuestro país pero también con la idiosincrasia de una sociedad que abrió sus puertas a diferentes comunidades, y que con el correr de las décadas ese crisol de razas la fue transformando no siempre para bien. Los Impuros a los que alude el título de esta obra de 2016, que gira en torno al negocio de la prostitución a principios de siglo y más profundamente sobre el rol de la mujer inmigrante que llegaba engañada desde Europa para quedar en manos de rufianes de su propia colectividad u oscuros señores con poder e influencias, quienes de manera organizada y amparados por la ley manejaban una red de prostitución con descuentos para policías en las que jóvenes judías, rusas o polacas debían someterse al maltrato, abuso y atención de hasta cuarenta clientes por día, tienen nombre y apellido. Esos impuros son aquellos que los judíos “decentes” castigaban con una enorme vara moral, aunque también escondían en cierto manto de piedad para no levantar polvareda dentro de la propia comunidad en pos de la corrección política, claro eufemismo de la hipocresía y el cinismo se trate de la época que se trate. Eso es precisamente lo que queda reflejado a partir de la exhaustiva tarea de investigación que no solamente aporta información y datos concretos sino el complemento con material de archivo entre recortes de periódicos, informes sanitarios y algunas reveladoras piezas para terminar un rompecabezas, donde el pacto de silencio y la confianza en el olvido fueron claves para la impunidad. En ese sentido, los testimonios a cámara de historiadores como Rafael Ielpi autor de “Prostitucion y rufianismo”, o los de Sonia Sánchez, Ivette Trochon, Myrtha Schalom, sumado un trabajo de campo y el recorrido por diferentes puntos geográficos de enorme importancia como el cementerio judío o el prostíbulo de Rosario cierran un círculo casi perfecto. Y el “casi” se debe en parte al tono de denuncia que se cuela entre la investigación propiamente dicha, que por momentos aleja las chances de reflexión, para tomar partido inmediato por las voces dominantes, sin que eso signifique -lejos de los objetivos de esta nota- no estar de acuerdo con las ideas abolicionistas de todo tipo de prostitución o cosificación de la mujer. No obstante, Impuros y Malka, una chica de la Zwi Migdal son dos películas que no deben dejar de verse para aquellos que se preguntan por la trata en estos tiempos y reconocer las mismas prácticas nefastas, la misma impunidad como si la historia argentina de principios de siglo hubiera ocurrido apenas ayer.
Imagen la de libro el. Jean-Luc Godard hace tiempo se dedica al video ensayo o video arte para dejar su impronta de un discurso que guarda una coherencia atroz con su modo de entender el cine. Para muchos detractores, el hombre relacionado con la Nouvelle Vague ya no es el de antes y delira cada vez que surge el remoto aire de una nueva propuesta. Para amantes de ese cine que se mira a sí mismo; que escupe sobre la tibieza de cualquier industria que haga películas, la osadía de Godard se ve plasmada e intacta en esos collages de fotogramas intervenidos por su mano. Con El libro de la imagen se puede encontrar el argumento tanto para aquellos que defenestran como para los que admiran, sin espacio para los tibios. Difícil buscar un camino unidireccional o conceptual al menos, a pesar de una estructura de capítulos e ideas rectoras, que arrastran reflexiones, cinefilia, provocaciones de orden intelectual con el ojo puesto en la violencia de la política. El terrorismo como respuesta a la violencia de los poderosos para hablar de expresiones radicales que terminan siempre en ismos (Comunismo, Fascismo, Nazismo, fundamentalismo) y todos los “ismos” como los extremos son poco positivos. La intervención de Godard separa el sonido de la imagen, y en ese trabajo deconstruye el cine y la representación de la violencia con escenas de guerras, archivos de noticieros, pinturas y textos, que cambian el sentido cuando se juega con las palabras como en el título de esta nota. Separar la palabra de la imagen quizá sea la forma que JLG tenga para expresar su crítica contra cualquier discurso político de Occidente, la palabra en su retórica mentirosa, en su falsa capacidad de crear ilusiones absolutamente divorciada de la realidad de un mundo cada vez más injusto, violento, anestesiado con un cine industrial que perdió la integridad a fuerza de pochoclos y multisalas, multiplicadoras de discursos huecos, porque para el padre de la Nouvelle Vague Occidente y su decadencia obedecen entre otras cosas a la falta de tiempo para filosofar. El apunte final como estocada, o la imagen de El perro andaluz para lacerar el ojo es la esperanza en África y la pequeña primavera de Cataluña y su lucha por la identidad que según palabras del propio Godard en su conferencia por I phone en Cannes cuando presentó esta película debe ser tomado también por el cine en peligro de desaparecer.
La plaza, el desencanto, la pesquisa Felices Pascuas y la casa está en orden, frases que trazan un puente entre la memoria y las historias personales. Igual que aquella “los argentinos somos derechos y humanos” o “los únicos privilegiados son los niños”. Ninguna de ellas hoy suena a indiferencia, pero detrás de cada una seguramente hubo muchas historias, personajes y secretos jamás revelados. Rebelar ante el olvido es en principio no escuchar su silencio y allí va una vez más en su rol de documentalista, detective y cineasta con todas las letras Sergio Wolf. Va entre voces en el silencio; va con el ensordecedor malestar de aquella Semana Santa de 1986, que puso en vilo al país y que tomó por sorpresa a todo el gobierno democrático liderado por el estadista Raúl Alfonsín, tras la efervescencia del juicio a la Juntas Militares y el Nunca Más, pero también en un momento de crisis que auguraba una ley de Obediencia Debida resistida por amplios sectores de la sociedad. Cuatro días de enorme incertidumbre, de alianzas extrañas y un clamor que pudo más que los gritos de las armas. El director de Yo no se que me han hecho tus ojos recupera con el rigor de siempre el poco material de archivo sobreviviente a tanta desidia y hace todas las preguntas para llenar los vacíos. Ni policía bueno ni policía malo, allí el testimonio de Aldo Rico y sus compañeros de trasnoche valen lo mismo que el de Leopoldo Moreau, José Ignacio López u Horacio Jaunarena para en definitiva interpelar a uno de los grandes ausentes: el padre de la democracia, como esos hijos que no idealizan a la figura paterna pero que con el crecimiento y la vida alrededor empiezan a comprender un poco más a sus mayores.
Cartografía de los afectos Una foto vieja y rota, un pueblo de infancia donde los límites entre las casas no tienen nada que ver con el derecho a la propiedad y para un niño el campo es igual, siempre que pueda recorrerlo, ir de casa en casa o cruzar a la cancha de fútbol para medirse con amigos y rivales de ocasión. Tiburcio es el nombre del pueblo y también de este documental de Cristian Pauls, en el rol de director antes que de nieto de Dora, su abuela que tras fallecer dejó una casa en Tiburcio y nadie supo más nada de esa casa donde el director pasó algunas vacaciones, tampoco de sus ocupantes o de la historia de Dora con un misterioso hombre que aparece en una foto cortada. No hay rostro para identificarlo y entonces Cristian Pauls se viste de detective o al menos juega a eso tal vez como recuerdo de infancia y pregunta a cada habitante para revelar el misterio, preguntar y dibujar un mapa con un itinerario posible y así encuentra historias, anécdotas y la antojadiza selección de recuerdos, que al igual que una foto rota trazan huellas imperfectas para la memoria. Y más allá del tiempo perdido y ese pasado que ya no volverá, el documentalista se hace preguntas y las comparte con cada uno de los rostros que completan la cartografía de los afectos. En la distancia también a veces resiste el olvido cuando la proximidad con el otro no conoce de límites, alambrados o espacios privados. La muerte siempre acompaña a Cristian Pauls como esa pregunta inevitable que se piensa, pero también en algunos momentos se puede sentir como aquella sensación agridulce que transmite una foto al confrontarnos con el paso del tiempo y por supuesto con la presencia de la ausencia. Tiburcio nos transporta hacia ese pueblo, nos desnuda la intimidad y también la necesidad de volver en busca de olores o tal vez sensaciones que se pierden cuando uno abandona la niñez para hacerse fuerte y seguir adelante en la irregular cartografía de la vida.
El precio de la dignidad. Realismo al estilo de los belgas Jean-Pierre y Luc Dardene se respiran en los intensos 108 minutos que la debutante Nino Basilia, realizadora georgiana, necesitó para sintetizar su ópera prima con el nombre de su protagonista La vida de Anna (2016). Anna es madre soltera y una de las tantas mujeres sostén de hogar en la ciudad de Tiflis, limpia casas ajenas y procura sobrevivir con distintos empleos precarios aunque estudió medicina en la facultad de un país de la ex Unión Soviética hoy llamado Georgia, donde son notables las asimetrías de clase y las agudas problemáticas de la situación social ante un Estado ausente. Anna (Ekaterine Demetradze) a sus 32 años además tiene un hijo autista, a quien visita cuando puede quitarle minutos a los trabajos o al cuidado de su abuela, de quien se hace cargo a pesar de no tener recursos y sobrevivir, mientras sus anhelos de exilio a Estados Unidos la sumergen en una espiral de malas decisiones en procura de reunir la cantidad de dólares necesaria una vez que en el consulado recibe un trato indiferente ante su situación y pedido de Visa negado. No solamente por la crudeza del relato sino por la impactante actuación de la protagonista y su temperamento, quien antepone su dignidad delante de cualquier atajo o propuesta obscura para conseguir su meta, el debut cinematográfico de la directora y guionista Nino Basilia es más que alentador sobre todo al no caer en el miserabilismo for export que muchos directores europeos prefieren a la hora de explorar conflictos de gente común como Anna y en situaciones extremas más allá del país o la geografía en que se desarrolle la trama. Es con ese presente con tanta fuerza de convertirse en futuro esperanzador la garantía y cuota de motivación para seguir apostando al realismo y a su poder en lo que hace al mensaje siempre que se complemente con una gran historia que merezca ser contada.
Destinos Los protagonistas de este opus de Pierre-François Sauter trabajan en una funeraria en Suiza. Uno es portugués y el otro serbio-croata. El contacto con los muertos para ellos es habitual y en su trabajo son metódicos, rigurosos con la manipulación de los cadáveres. Por eso les encargan transportar a un anciano para darle sepultura en su tierra natal, Gasperina, pequeño pueblito de Calabria y a partir de ese destino la road movie dice presente durante el recorrido de 1.600 kilómetros. François Sauter introduce en la cabina del vehículo fúnebre una cámara para registrar las charlas entre los colegas que van desde lo más trivial hasta lo profundo y claro que en lo profundo la reflexión sobre la vida y la muerte ocupan el centro. Y de ese centro los desprendimientos temáticos pasan por el presente, la familia, la distancia, el trabajo y grageas del pasado de cada uno para ir conociendo otras facetas que se pierden en la rutina cotidiana de lo laboral. Calabria es una película donde los destinos se entrecruzan. En el sentido amplio del término como parte de una llegada a destino para el anciano y como pre destinación de los personajes, quienes no pueden detener su marcha y contemplar el mar Mediterráneo al costado del camino durante la ida fieles a la puntualidad suiza para llegar al pueblo pero que una vez cumplida la misión encuentran ese lapso donde nada importa más que el deseo y la sensación de estar vivo aunque el destino de todos vaya a ser el mismo.
Más que un juego de palabras Damas y caballeros, con ustedes Los palindromistas. A no confundir, no se trata de un partido político ni siquiera de una religión, simplemente de personas apasionadas, como el director Tomás Lipgot, por los palíndromos. ¿Y qué son Los palíndromos?, hacia ese espacio viaja este increíble documental, a reinventar un juego de palabras de derecho y revés; a romper los códigos del lenguaje castellano convencional para crear otras palabras dentro de las palabras. No se trata de buscar un significado desde la razón, no se trata de etiquetas nominales en frases donde abunda la inteligencia y el ingenio en la construcción de oraciones. Se trata ni más ni menos de comprender la simetría de las cosas. Tomás Lipgot comparte su pasión por los palíndromos, su falta de pudor para dejar que el niño que vive en los verdaderos artistas salga a jugar y se emocione con los descubrimientos de palabras, o al menos trate de ordenar algunas frases, siempre bajo la premisa lúdica por encima del rigor científico. Los personajes persona que lo acompañan en el derrotero por cuatro países también rompen las barreras del prejuicio como ocurría con el entrañable Moacir (recientemente fallecido) y sus dos películas. La singularidad de Viva el palíndromo no sólo alcanza los niveles de obsesión del cineasta, sino los correlatos con la genética y el ADN, la Neurociencia y claro está la Literatura. También con un cortometraje sumamente gracioso y creativo o la particularidad de cortar la película justo en la mitad del metraje para que sea simétrica. Imposible no terminar tarareando el leiv motiv de Viva el palíndromo, imposible no contagiarse con ese entusiasmo de todos aquellos apasionados por algo, a quienes no les importa la mirada ajena y tampoco les interesa encajar en un mundo donde jugar parece sólo cosa de niños y el ocio una pérdida de tiempo.
Los hijos de… El título de esta nota es tan provocador como la original idea que tuvo el debutante Martín Deus para realizar esta película protagonizada por Guillermo Pfening, Angelo Mutti Spinetta, Lautaro Rodríguez y Moro Anghileri, que permite dada su riqueza narrativa y ambigüedad manifiesta interpelar la mirada del espectador y que se resume en el afiche de promoción con la frase “según cómo se mire”. La premisa es la antesala de una historia que marca rápidamente el vínculo entre Lolo (Ángelo Mutti Spinetta) y Caíto (Lautaro Rodríguez). Ambos son adolescentes, pero pertenecen a universos familiares distintos en el sentido que Caíto es hijo de un amigo de toda la vida del padre de Lolo (Guillermo Pfening), quien llega de sorpresa a su casa en la Patagonia por requerimiento en carácter de urgencia de su viejo amigo de Buenos Aires y que se relaciona con un acontecimiento importante que no revelaremos aquí. En la familia de Lolo (completa el cuadro, Moro Anghileri como la madre junto a otro hermano menor), Caíto debe adaptarse a una nueva manera de vivir muy distante a la que llevaba con su padre y bastante restrictiva en todo sentido. Tampoco puede despojarse del mote “hijo de”, teniendo presente el pasado de su padre antes que el padre de Lolo partiera a la Patagonia y se dejaran de ver. Para Lolo, la llegada de Caíto implica por un lado encontrar en su compañero de cuarto una persona que es reacia a cumplir reglas y libre de hacer lo que se le da la gana, incluso cuando los adultos imponen mayor rigor y autoridad. El vínculo se acrecienta y los conflictos entre Lolo y Caíto se compensan con los momentos en que la complicidad crece, así como una intensa relación amistosa que va un escalón más arriba por la fascinación que el extraño ejerce sobre Lolo sumado a los dobles mensajes que recibe de manera constante al increparlo por sus conductas. La sutileza con que el director construye la relación de amistad entre Lolo y Caíto es uno de los puntos claves del film para sostener la premisa hasta el último plano. Y a eso debe añadirse la meritoria actuación de los dos adolescentes, mayor desafío para Ángelo Mutti Spinetta que dentro de ese vínculo debe transmitir emociones contradictorias, pero siempre con la seguridad de su personaje y de saber hacia dónde ir. Se habla muchas veces de ese subgénero que abarca historias de adolescentes hacia la madurez como un retrato de un estado o época determinada de nuestras vidas, aunque por lo general ese tipo de propuestas recaen en lugares comunes desde la conflictiva o incluso desde el aprendizaje amoroso. Hay pocas películas que exploran la idea de amistad entre dos adolescentes con la profundidad justa, donde la admiración de uno por otro, las influencias y cruce de personalidades y caracteres no son necesariamente un indicio de atracción sexual, sino otra cosa. Mi mejor amigo abre un abanico a la subjetividad sin una guía para los sentimientos, sin un mapa para dejarse arrastrar por la aventura de la adolescencia y sus estadios ambiguos. Suficientes motivos para apoyarla de antemano y por supuesto repensarla y repensarse.
Familia desacoplada. Existe un viejo axioma de la comunicación que puede aplicarse perfectamente a un tipo de cine como el que busca Todavía, un pretexto de una historia familiar donde es mas importante el mensaje que el medio. El medio es el mensaje, la idea repiquetea al tomar contacto con la trama estructurada como aquellas películas costumbristas y que coquetean con el sainete o el grotesco tomando como punto de referencia la irreemplazable Esperando la carroza. La que lleva la batuta de esta pequeña orquesta desafinada en analogía con lo que conocemos como familia es Betiana Blum, en rol de madre que gracias a un trasplante de corazón reciente sigue en pie y en plan de clausurar el duelo de la muerte de su esposo (Víctor Laplace). Para ello busca arrojar las cenizas en algún lugar de Argentina representativo y también como homenaje realizar un pequeño concierto e interpretar una canción compuesta por el fallecido, aunque su relación con tres hijos, dos hombres (Martín Slipak y Pablo Rago) y una mujer (Romina Gaetani) no es del todo armoniosa. La dinámica del film apunta en todo momento a crear una historia donde la importancia del trasplante, reforzada en ciertos diálogos, es de vital importancia más allá de los conflictos habituales de toda familia en la que siempre existen diferencias entre hermanos, secretos que tarde o temprano se rebelan pero sin indicios de ruptura final. Por eso, la familia de Betiana Blum, ahora sin cabeza paterna, también es una empresa familiar donde la música ocupa el centro. Y en ese sentido para que la música fluya, los sentimientos y las emociones deben hacerlo proporcionalmente. Sin excesos ni desbordes dramáticos innecesarios, Todavía consigue la rápida empatía con cada uno de los personajes primarios sin dejar de lado el aporte de los secundarios como Hugo Arana y Beatriz Spelzini, en un tono acorde a la propuesta que no va más allá del mensaje y cierto refuerzo de la moraleja, elementos que la hermanan con otro cine argentino de otros tiempos.