¿Adivinen quién viene a cenar? Nuevamente, una familia es el centro de esta historia de rivalidades entre hermanos, de ajustes de cuentas pendientes que elige la tradicional fiesta navideña para sacar a relucir trapitos al sol. El disparador de esta opera prima de Piotr Domalewski es la inesperada llegada del primogénito Adam a la casa de infancia en la zona rural polaca. Las intenciones de realizar un negocio en el extranjero y el ímpetu de huir para siempre de ese país también entran en conflicto con una tradición familiar y las diferencias generacionales en medio de una cena con sabor agridulce. La tensión entre los personajes y la ausencia de información dotan al relato de una textura de misterio que lo salva de los convencionalismos habituales y la propuesta de origen polaco es una buena opción para tomar contacto con un cine europeo con identidad propia.
La viuda sin rumbo ¿Cómo conviven la maternidad con la viudez?, ¿cómo se separa un sentimiento de pérdida con otro de enojo?, esos disparadores temáticos movilizaron seguramente a la realizadora Inés María Barrionuevo para construir el universo de su opus Julia y el zorro. Una madre y su pequeña hija llegan a una casa que pertenecía al padre y pareja de ella para venderla tras un accidente que no sólo fue trágico para la protagonista sino que dejó secuelas físicas más allá de las heridas del corazón. En ese umbral de emociones y contradicciones, la convivencia de Julia con su pequeña hija no es demasiado buena y por momentos se vuelve conflictiva. Inés María Barrionuevo transita con solvencia este drama intimista y apuesta a los climas y las atmósferas, que van de la soledad a la paulatina entrega a los brazos de la ira y el dolor cuando no se sabe hacia dónde despegar a pesar de un entorno que estimula o el regreso de viejos amigos y recuerdos de otras épocas. Umbra Colombo construye un personaje intenso y rico en aristas emocionales, capaz de generarnos empatía por sus dolores y su angustia, aunque a veces existan actitudes que generan todo lo contrario y el equilibrio emocional penda de un hilo.
Rabia rabia contra la agonía de la luz. Si bien Vendrán cosas mejores data de 2008, eso significa que la contundencia de este relato coral dirigido por Duane Hopkins (Bypass, 2014) no sea un elemento narrativo importante como para vislumbrar detrás de la propuesta cinematográfica a un verdadero talento. Tampoco puede descartarse el detonante dramático y la sensación de no existir salida ante la angustia existencial cuando a la pregunta sobre el sentido de vivir sin dolor, ya sea por el despecho amoroso o simplemente el hastío de la rutina, el director le encuentre un rostro: el de una adolescente que muere por sobredosis junto a su novio, quien sobrevive y debe soportar no sólo el peso de su ausencia sino la culpa de haber quedado en pie. Por momentos en esas imágenes fijas que desdibujan pero a la vez reflejan una enorme presencia del vacío, este relato coral entrecruza la vida de un grupo de adolescentes en un pueblo de Inglaterra, todos ellos relacionados con la adolescente fallecida. A eso en paralelo debe sumarse también a sus abuelos, en el final de su recorrido por la existencia, desde una pareja de ancianos donde el hombre no perdona la infidelidad de ella y la desprecia hasta las últimas horas de una anciana enferma al cuidado de una joven. La fragilidad y la condición humana para la cual no hay límite de edad es el caldo de cultivo de este drama ascético y poderoso, que no necesita de golpe bajo alguno para reflejar en el detalle todo aquello que falta en una postal de la felicidad cuando no llega la luz ni siquiera en los días soleados.
Narcos made in Paraguay Argentina y Paraguay se unieron en esta co producción inspirada en un hecho real que involucró a la Secretaría Anti Droga paraguaya en su lucha contra el narcotráfico, en un operativo que amalgamó trabajo de inteligencia, logística, reclutamiento de soldados de elite y el apoyo político para llevar a cabo semejante operativo. El resultado de la unión de fuerzas productivas con un fuerte respaldo del INCAA se llama Leal. Con guión del argentino Andrés Gelós y la dirección compartida entre los paraguayos Pietro Scappini y Rodrigo Salomón, a esta película se la debe medir con una vara justa teniendo en cuenta por ejemplo las significativas diferencias de calidad cinematográfica -y artística- con la brasilera Tropa de Elite, sin evitar caer en la comparación con todo narcothriller que se precie y que ahora vuelve con mayor intensidad desde la plataforma streaming Netflix con el estreno de Narcos México. Así las cosas, podríamos decir que Leal es un producto a medio pelo, que no pasa verguenza pero tampoco seduce en cuanto a la acción desplegada en pantalla. Básicamente por malas decisiones a la hora de dirigir y de construir personajes de un bando y del otro, de los buenos que no se corrompen a los malos que buscan dominar territorio y ganar voluntades gracias a la corrupción imperante, porque a pesar de buscar cierta complicidad en el idioma y en una historia de narcos con rasgos de idiosincrasia sudaca resulta muy poco atractivo el resultado final. Más allá de estos desniveles, incluso a nivel elenco que cuenta llamativamente con la participación de la respetadísima Andrea Frigerio, incómoda con el rol de mujer que le tocó en cuestión, junto a la paraguaya Andrea Quattrocchi en un rol un tanto más importante pero no por ello menos chato, Leal abre un interrogante respecto a las políticas del INCAA y su manera de entender una ecuación sumamente peligrosa: Restar calidad por rentabilidad; apostar a la masividad con pérdida absoluta de identidad en tiempos muy difíciles y con escaso margen para cometer errores. De eso depende el futuro del cine argentino y no es cuestión solamente de dinero.
El sepia en la gélida historia argentina Siempre se ha dicho que la fuga del penal de Río Gallegos tras la Revolución Libertadora de 1955, acontecimiento de la historia moderna argentina que significó el exilio de Juan Domingo Perón -apodado por los militares “El Tirano Prófugo”- fue en cierto modo cinematográfica y pasó a engrosar un capítulo importante para el Peronismo, que más allá de las lecturas ideológicas de derecha o de izquierda que puedan atravesarla marcó un antes y un después para ese movimiento político que una vez proscripto volviera una vez más al poder hasta una nueva embestida de golpes cívico militares. Con esa introducción, es lógico haber pensado en algún momento recrear desde la ficción aquella época turbulenta políticamente hablando y por eso Unidad XV recogió el guante. Prolija en lo que hace a reconstrucción y dinámica en la trama, la película dirigida por Martín de Salvo cuenta con un elenco aceitado y nunca mejor elegido para meterse en la piel de referentes y dirigentes peronistas de la importancia de: Guillermo Patricio Kelly (Diego Gentile), John W. Cooke (Rafael Spregelburd), Héctor J. Cámpora (Carlos Belloso) y Jorge Antonio (Lautaro Delgado), los cuatro detenidos y trasladados de Ushuaia a la Unidad XV de Río Gallegos con presos comunes, pero receptores de un trato diferente y algo más amable por parte del director del penal encarnado por Germán Da Silva. En el apartado visual la presencia del sepia y los azules apagan un tanto la imagen con una manifiesta intención dramática, sin dejar de tener en cuenta algunos detalles en los encuadres y planos poco convencionales y que permiten por un lado un mayor despliegue en el espacio a pesar del encierro carcelario. En los primeros planos, la expresividad gana frente a los climas de tensión y la presencia latente de la fuga, sus diferentes etapas y planeamiento, por parte de cada uno de los detenidos peronistas al convencerse de un destino trágico en caso de no deponer su actitud frente a la Libertadora, reconocerla como gobierno legítimo, eje de la traición al mismísimo General Perón. Resulta interesante el cruce de pensamientos y las diferencias irreconciliables entre por ejemplo William Cook y Guillermo Patricio Kelly, sin llegar a maniqueísmos ni antagonismos de manual, con sobrias actuaciones de todo el reparto tanto los protagonistas como los secundarios entre quienes se destacan Ignacio Rogers y Mora Recalde, entre otros. Como resultado, Unidad XV es un film cinematográficamente logrado y su trama logra dosificar los datos de la historia dura con las contradicciones en momentos álgidos del país, donde la incertidumbre primaba por encima de cualquier doctrina o dogma mientras afuera de la cárcel se vivía en un clima tan incierto como peligroso.
La ciudad de los niños perdidos. En épocas donde el cine apela a escenarios post apocalípticos porque son rentables, sin dejar por supuesto de mencionar el boom de los zombies o aquellas películas de contagio masivo donde sobreviven muy pocos, nadie se pregunta por los niños más allá de esos personajes unidimensionales de este tipo de producto, que en pos de la supervivencia y la enseñanza de sus adultos rápidamente se transforman en algo muy distinto a lo que es un niño. Por eso la principal característica de Vendrán lluvias suaves es la omnipresencia de niños, de la inocencia y también la capacidad de adaptarse a zonas como la planteada desde el relato, con un sentido de la aventura y la búsqueda latente en cada paso y a flor de piel. El director de Los labios además intercala en este anómalo film una estructura narrativa de cuento infantil, con viñetas que cobran sentido en cada capítulo una vez que la idea de viaje y desafío en terreno desconocido llega de manera casi inexplicable y con la singularidad de la ausencia de adultos -duermen y no despiertan- durante toda la película. Durante los primeros minutos, Iván Fund nos muestra la vida cotidiana de un pueblo y anticipa que Alma, personaje pivot del relato, se quedará a dormir en casa ajena por primera vez, junto a otros niños de su misma edad hasta que la vayan a buscar. Esa noche de despedida coincide con un apagón general y Alma en casa ajena despierta con esos niños, sin luz y con los adultos en estado de narcolepsia o algo similar. Pero ella debe regresar a su casa en busca de un hermanito si es que sus padres corrieron la misma suerte que los adultos del lugar. Tranquilamente podríamos estar en presencia de un homenaje al cine de los ochenta y al de aventuras que para aquellos que superamos la barrera de los 40 años genera sabor a nostalgia desde Los Goonies hasta Cuenta conmigo, sin dejar de lado la magistral obra maestra ET el extraterrestre. Pero más allá de este desliz cinéfilo, de este revival a las apuradas, lo que debe reconocerse en el nuevo opus de Iván Fund es la solvencia de un relato de aventuras donde cobra enorme dimensión el paisaje humano y geográfico, esas calles sin gente, las casas que van ocupando el grupo de niños sin dejar un minuto de serlo, con diálogos o juegos en el medio que apartan la mirada del espectador sobre el fenómeno que atraviesa la trama. Similar al dispositivo aunque con otro enfoque es la recordada película de Celina Murga Una semana solos, también con protagonismo absoluto de chicos y ausencia del mundo adulto. No se trata de una relectura de películas como El señor de las moscas, ni siquiera de las mencionadas anteriormente. Se trata ni más ni menos que de una oda a la infancia, al misterio que se esconde en la búsqueda de lo desconocido o en el encuentro de aquello que no se puede explicar sin determinada sensibilidad, cualidad que hoy parece dormida como las siluetas que ocupan de manera fragmentada ese pequeño universo infantil compuesto de miedos, risas, comisuras manchadas de helado y ganas de en lo posible quedar siempre despiertos.
Barbie no tiene la culpa La protagonista de esta ópera prima de la directora Natural Arpajou se llama Armonía, nombre elegido por Pablo (Esteban Lamothe) y Julia (Andrea Carballo), con quienes vive en condiciones poco aconsejables para un niño en etapa de crecimiento, dado que los adultos que conforman su entorno intentan no contaminarse con ninguna regla social y se aíslan en La Patagonia para evadir responsabilidades y dejar librado a la naturaleza y a lo que la naturaleza provea en la aventura del día a día para no perder su falsa libertad. No comen nada que provenga de lo animal y quitan la posibilidad a la niña de cabellera zanahoria -como aquella heroína de la película animada Valiente- ir a una escuela porque pretenden que no viva servil al sistema opresor y tampoco que caiga en las redes del consumismo, el miedo y el control social. Sin embargo, Pablo y Julia, a quienes Armonía llama por su nombre y no precisamente Mamá o Papá, atraviesan un sinfín de contradicciones, la transmiten sin filtro y comparten todos sus problemas con la niña en un trato casi adulto, muchas veces arriesgado para su escaso nivel de entendimiento. Sin tomar partido, sin juzgar personajes pero con la intención de respetar el punto de vista de Armonía, la realizadora desarrolla meticulosamente una historia de infancia perturbada, de acuerdo a sus propias palabras reinventa su propia historia y reflexiona entre un ambiente tóxico aunque a la vez rico en detalles, que conforman la crianza de una niña. La falta de experiencia en la paternidad y maternidad también ocupan un espacio en la trama, así como los contrapuntos cuando Armonía no encaja en ningún lugar que no sea ese refugio idílico en La Patagonia. Es meritorio que en Yo, niña se respete en todo momento el drama disfuncional por encima del descubrimiento de un universo cerrado pero que funciona para el pequeño grupo que lo habita, y en ese sentido el aporte del elenco es sustancial, pues tanto Esteban Lamothe como Andrea Carballo son creíbles y convincentes en sus ideas, y la sorprendente Huenu Paz Paredes entrega con cuerpo y alma un extenso tapiz de emociones y micro gestualidades asombrosas. Yo, niña es una película sobre la niñez, sobre los adultos niños y sobre los niños que necesitan a veces que no se los trate más como adultos.
El niño que sabía demasiado. En un repaso corto pero necesario hay que tener en cuenta de dónde proviene esta nueva aventura de la hacker bisexual Lisbeth Salander (Claire Foy en su etapa adulta, Beau Gadsdon en su infancia), protagonista de la saga sueca Millenium creada por el fallecido Stieg Larsson, que luego tuviese su arribo a Hollywood cuando David Fincher, junto a Noomi Rapace, le dieran vida en La chica del dragón tatuado. Salander ahora cambia de actriz para involucrarse en el cyber y tecnocrático thriller, de la mano del director Fede Álvarez, uno de los niños mimados por Hollywood y obediente a la hora de repensar el espectáculo adaptado a la mirada hollywoodense. La chica de la telaraña es un film que se concentra en la disputa de un software encriptado que en manos equivocadas podría poner en jaque el predominio de los sistemas de defensa siempre conservado por los Estados Unidos. Por otro lado, la aparición de un niño prodigio y buscado por todos ya que el púber es el único que conoce el código que desencripta el dispositivo traza las coordenadas del entrecruce de intereses rusos, suecos y norteamericanos, cuyo pivot no es otro que Lisbeth Salander. Fede Álvarez en su rol de director, no tanto como guionista junto a Steven Knight y Jay Basu, demuestra capacidad de adaptación para este tipo de propuestas donde la acción y el ritmo son necesarias, así como aquellas coreografías prolijas para disfrutar a una Claire Foy todo terreno y completamente alejada de la sutileza y pompa de la serie The Crown. Sin embargo, este nuevo intento de rescate de la franquicia sueca y de la traumada por su pasado Lisbeth Salander no alcanzan para superarla aunque se ajusta a los estándares de los thrillers con entramado cibernético y de una escueta trama de intereses geopolíticos mezclada con dramas familiares y fantasmas del pasado que acechan a cada segundo. El pulso narrativo y el nervio necesario para llevar a buen puerto La chica en la telaraña confirman a Fede Álvarez como la mejor decisión tomada por Hollywood para hacerse cargo del operativo, ayudado sin lugar a dudas por la presencia de Claire Foy, actriz que crece cada vez que le toca brillar en pantalla se trate de la tele o del cine.
Amor, se vende En la cama matrimonial transcurre gran parte de la vida de una pareja cuando la decisión de la convivencia está tomada durante una etapa donde todo parece para siempre. Ese lugar de intimidad además es un buen pretexto para construir, recomponer o romper definitivamente los lazos, y de ahí parte la realizadora y debutante en el largometraje Mónica Lairana con una propuesta minimalista, La cama, que nos ubica como espectadores en el deterioro de la pareja conformada por Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini). Tenía que ser en la cama y en el acto sexual automático y con poco éxito el indicio para corroborar que la mejor decisión de vender la casa -que ya les queda grande- debe ir acompañada de una separación. Los objetos que ocupan el espacio son el resabio de mejores épocas y en el reparto de bienes, libros, discos, algún que otro vestigio de amor, termina por reflejar que esa pareja ya no funciona. Mónica Lairana filma con paciencia y prefiere la distancia de la cámara para contemplar y observar a sus personajes. Sin abrumarlos con diálogos explicativos y muy atenta a las mínimas inflexiones que buscan romper la inercia del silencio. Es notable la cantidad de veces que Jorge abandona la tarea de acomodar para dejar en condiciones una casa donde no se siente a gusto. Lo contrario ocurre con Mabel y sus cambiantes e inexplicables estados emocionales, que complementan la propuesta de la actriz devenida directora para que la empatía con el público llegue en los momentos de clímax. La buena utilización de los tiempos muertos, la ausencia de banda sonora y el sutil movimiento de cámara para acompañar la quietud del deterioro invisible de la pareja alcanzan para generar atmósferas que requieren la no pasividad del público frente a la pasividad de los personajes durante toda la película.
Que no se entere Mamá. Da la sensación que la última película de Ernesto Aguilar, realizador independiente que estrena con asiduidad, se encuentra a media cocción, básicamente porque no logra en ningún momento comprometer al espectador con la historia que se intenta reflejar en una puesta en escena austera y con muy pocas ideas. Premisa sencilla y recurrente: tres hermanas reunidas en un caserón para decidir cómo sigue la vida de cada una de ellas tras la muerte de su madre. Ni siquiera el fuera de campo ayuda a generar algún interés por esta madre omnipresente y motivo de conflictos entre Alejandra (Florencia Carreras), Daniela (Florencia Repetto) y Laura (Yanina Romanin) durante su estadía en esa casa que tampoco cobra el protagonismo necesario como personaje no humano, algo que tal vez hubiese significado cierta originalidad ante la propuesta convencional del duelo y las formas de sobrellevarlo. Ninguna revelación en los excesivos 78 minutos supera la cuota de lo predecible, así como tampoco la unidimensionalidad en los personajes femeninos. Sin embargo, lo que realmente falla en este opus responde a la idea de buscar de manera forzada climas y atmósferas que coquetean con las subjetividades de cada hermana, para no anclar un relato sin sustancia y con poco peso dramático a la densidad del tono realista y encontrar en el despegue de la realidad un universo distinto, y mucho más rico que el anecdótico dominante. El nuevo opus de Ernesto Aguilar esta vez se estanca en un espacio muy transitado y no logra vuelo entre otras cosas por el poco apego de las actrices con sus personajes.