El otro puig Sin la obsesión a cuestas de ir a buscar a General Villegas las verdades o personajes retratados en la novela de Manuel Puig Boquitas pintadas (1969), que encontrara su versión cinematográfica homónima en 1974, nada menos que bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson, Carlos Castro se propone un regreso muy particular a General Villegas, su pueblo, para recuperar la figura del escritor, muy poco rescatado y respetado en vida. La relación de ese pueblo con el autor de La traición de Rita Hayworth (1968) guarda ciertas correspondencias con la paradoja de todo aquel ídolo luego defenestrado por la propia gente que lo lleva a ese pedestal. Pero también deja en claro una pregunta que no tiene respuesta, pero sí protagonistas con nombre y apellido. Una familia que sufrió la humillación por los rumores de los vecinos al encontrarlos retratados en la novela de Puig contrasta en la realidad con otros testimonios de lugareños, que dejan en claro un sinfín de anécdotas y coincidencias, aunque además queda establecida la poca simpatía y desconocimiento general del propio escritor que una vez abandonado su pueblo natal jamás regresó. El hilo conductor de este apasionante viaje se encuentra relacionado con una misteriosa mujer que recorre las calles en su silla de ruedas y para quien la obra de Puig significó una válvula de escape para su tragedia personal. Para los términos del propio documental la revelación funciona tanto en lo que a personaje se refiere pero también a la presencia ausencia, a la mirada sin cuerpo que vuelve a General Villegas con un puñado de agudas observaciones, algo de melancolía y sin intenciones oscuras, a pesar de todos los fantasmas que rodearon su ajetreada vida. Sinopsis: Coronel Vallejos es el pueblo donde Manuel Puig desarrolla la historia de sus novelas La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, basándose en General Villegas, el territorio en el que creció. Este lugar que Puig retrató con singular maestría es una postal agria de cualquier pueblo de la pampa bonaerense. En medio de este lugar asfixiante, una mujer que se desplaza en silla de ruedas, a quien llaman “la viuda de Puig”, dueña de un pasado doloroso y enigmático, construirá un puente entre Coronel Vallejos y General Villegas intentando reconciliar al lugar y al escritor.
Mucho llanto, poco susto Títulos tan mediocres como este para el género no hacen otra cosa que subir la vara y el listón a la insuperable El bebé de Rosemary. De aquella joya a toda la galería de películas de terror que buscaron relecturas sobre las depresiones post parto, las vulnerabilidades de madres que se enfrentan a sus propios demonios dejan en claro la falta de profundidad y la pereza para seducir a un público fiel pero no tonto. La pareja protagónica de este relato dirigido por Brandon Christensen se encuentra en la etapa de duelo por la pérdida del primer gemelo y la chance de que el segundo finalmente sobreviva. Todos los lugares comunes de los miedos en la temprana etapa de un recién nacido dicen presente en la trama. Muy malo el elenco empezando por la protagonista que no transmite angustia sino todo lo contrario. El carisma del querible Michael Ironside en un papelito supera con creces la pobreza actoral y por supuesto la falta de timing a la hora de explotar la conflictiva entre la pareja cuando el hombre aprecia la locura de su mujer. Pero no estamos frente a una película de terror psicológico, sino en apariencia a una de terror al agregar la presencia ambigua de un ente maligno que escapa a la simple depresión post parto en principio y busca sin lograrlo desplazar la trama hacia zonas más oscuras. Claro que todo esto da risa más que miedo.
Embarazadísimas En esta comedia sobrevalorada de Noémie Saglio hay madres e hijas, hijas que hacen de madres, madres que fueron hijas y hombres que parecen extraídos de alguna comediota tonta televisiva o al menos pasada de moda. A pesar de contar con Juliette Binoche y Lambert Wilson en el elenco, la propuesta recae en el trillado juego de rivalidades entre una madre que padece adolescencia tardía -pese a sus casi cincuenta- y una hija que no soporta sus actitudes de inmadura y que vive pese a todo con ella mientras intenta armar un proyecto de familia y espera dar a luz su primer hijo. Y si a esa rivalidad entre juventud e inmadurez le sumamos que la más veterana también queda embarazada a la par de su hija, el conflicto familiar es una gran excusa para desarrollar una trama sencilla y archi agotada, donde no funcionan ninguna de las aristas emocionales que pretende sacar a Juliette Binoche de un pantano de mediocridad, producto de su llamativa mala actuación como prototipo de madre desastre (Llega borracha, vive del sueldo de su hija, maneja una moto) luego de habernos reído de una de sus tantas pavadas en cámara. Nada rescatable ni divertido en De tal madre tal hija, sobre todo en épocas en las que el público debe elegir alguna película de la cartelera para disfrutar con bolsillos flacos.
11 muertes, 4 lágrimas y un soplete. Además del gran salto de Luis Ortega en lo que hace a su modos de producción y estilos, el riesgo de su nuevo opus El ángel, inspirado libremente en Carlos Robledo Puch, tal vez el asesino más monstruoso de la historia criminal argentina, habla a las claras de la coherencia artística de un director con todas las letras. Luis Ortega ya sorprendía con su minimalismo de Caja negra (2002); con esos personajes extraños, a veces bellos y otras no tanto, para ir asentándose como un realizador de una poética y autoría propia, cualidades que dejaban abierto el interrogante al futuro y a la tentación que el cine industrial lo coartara en términos creativos en caso de alguna posibilidad concreta en un proyecto más ambicioso que tardó -afortunadamente- en aparecer, aspecto positivo teniendo en cuenta sus otras películas como Lulú (2014) o su éxito televisivo sobre el clan Puccio en Historias de un clan. No puedo dejar de ver en primer lugar en la caracterización de Lorenzo Ferro (Soberbia performance del hijo de Rafael Ferro) -bajo las órdenes de Luis Ortega- al Alex de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick. Este joven actor consigue en su desparpajo la sensación de libertad para moverse en el mundo, más allá de los rasgos psicopáticos de un muchacho amoral. Si El ángel tiene como punto de partida el retrato de un asesino juvenil, simplemente es por la anécdota policial o el mito periodístico acerca del siniestro Carlos Robledo Puch. No por la intención manifiesta del director de Monobloc (2005) de esbozar un perfil psicológico y criminal de un adolescente de clase media, extravagante y de una inteligencia destacable por su corta edad, que en un período corto asesinó a sangre fría a once personas sin un patrón serial, cometió robos de automóviles, motocicletas, joyerías o casas particulares -sumados secuestros-, pero siempre con una calma y templanza aterradoras. Decía, al comienzo de esta nota el parecido al Alex de La naranja mecánica por la idea de la libertad para hacer realmente lo que se quiere, por ejemplo robar en casas de clase media alta por el simple placer de coquetear con el peligro, aunque también de imponer una manera de arrogancia frente a cualquier autoridad cuando los padres del propio Robledo Puch (Roles encargados a Cecilia Roth y el chileno Luis Gnecco) no hicieron frente a las manipulaciones de Carlitos y su modo comprador y seductor. Y el mismo año que la película de Kubrick tuvo su estreno coincide con el año elegido por Luis Ortega para desarrollar de manera sutil una radiografía de Argentina a principios de los ’70. La música elegida que va desde temas livianos como El extraño de pelo largo (Impresionante secuencia de baile de Lorenzo Ferro) a la contundencia de Manal o Billy Bond y la Pesada del Rock’n’Roll contagia la atmósfera y el contraste con aquel tiempo que presagiaba épocas de violencia y militares en el poder. Lo primero que hay que decir de El ángel y su singular aproximación a una historia de amor entre dos jóvenes delincuentes, traición y despecho es que cinematográficamente hablando el arte de Luis Ortega le gana al testimonio de Robledo Puch. Algo similar ya había sido logrado con Arquímedes Puccio en la citada serie con una fuerte carga simbólica y la constante búsqueda del riesgo para no traicionar una libertad creativa intachable. Esa premisa no sólo funcionó con esta película sino que logró extraer de ese frío asesino adolescente, ese gélido psicópata con cara de inocente, algún que otro rasgo de humanidad sin volcar toda esa energía en un intento de idolatría así como tampoco de estereotipo de los desviados sociales o como la palabra de moda indica marginales. En 120 minutos Carlitos muta en Robledo Puch, muda la piel de niño bien con pelo enrulado y destreza para tocar el piano, mientras mata once personas, deja que se le escurran cuatro lágrimas y empuña con total naturalidad un soplete para terminar su obra de arte maquiavélica y reírse de todos por ser esclavos de la moral y creer en la propiedad privada.
Filosofía entre barrotes Un cartel o placa que vale de prólogo y aclaración sacude el espinazo, y demuestra el escaso o nulo conocimiento que se puede tener del universo carcelario en el juego de conceptos y palabras que coronan discursos y medios en etiquetas que no dicen nada. Y entonces la primera cachetada llega al relacionar la palabra pabellón no con un lugar, sino con personas que lo ocupan. Para que de inmediato una segunda cachetada sin aviso advierta que el pabellón carcelario se refiere a la población de los internos más peligrosos. Allí, el Estado prefiere no llegar para hacer de cuenta que no existen o si lo hacen es para ocupar esa estadística del alivio de los justos, aquellos que se sienten protegidos porque es mejor estén adentro que afuera. Y el despojo del prejuicio conlleva sus riesgos porque también son ciertas las causas y consecuencias de la marginalidad; la violencia de arriba y de abajo, y en definitiva el cinismo con el que se habla de otro cuando nunca se lo valora por su condición humana. Pabellón 4 es un documental de observación que sigue el derrotero de un abogado y escritor, Alberto Sarlo, en su proyecto con internos de la Unidad 23 de Florencio Varela (Prov. de Buenos Aires), a quienes inculca el estudio de la filosofía, literatura y enseña a boxear. Son 52 convictos considerados peligrosos por sus antecedentes y causas con quienes intercambia experiencias de vida. A eso se suma el apoyo incondicional de Carlos Mena, otrora detenido en iguales condiciones y que gracias al apoyo de Sarlo y de su propia voluntad de querer alejarse de la delincuencia y el estigma de la marginalidad incentiva a muchos de sus compañeros a pensar, reflexionar y pensarse dentro y fuera de los barrotes en que se discute a Sartre, a Foucault y se entiende adonde quiere llegar Dostoievki, mientras en el patio también se aprende la disciplina del box no para pelear solamente. La crudeza de los testimonios en poesías o cuentos es más shockeante para el espectador que cualquier imagen explícita de ese micro universo, así como resulta estremecedor el relato de vida de alguno de los detenidos. Las frustraciones de Sarlo en la tarea cotidiana de apostar a futuro en un presente negro y con gran ausencia de las instituciones no es un apunte secundario para este documental de Diego Gachasin, quien ya había incursionado en el ámbito carcelario a partir de la historia de un abogado de delincuentes juveniles en la película Los cuerpos dóciles. Con Pabellón 4 y su honestidad en la búsqueda de historias más que de certezas, el círculo se cierra perfectamente.
Voracidad canadiense. A partir del boom de la serie televisiva The Walking Dead, un drama plagado de zombies y la imaginería al servicio de la truculencia, la estética comic y el pop para nutrir a la historia de una dinámica propia, se generan enormes problemas a la hora de repensar o analizar películas como Los hambrientos, más allá de su procedencia canadiense o los aires arties detrás de la cabeza de su realizador Robin Aubert. Ya tuvimos un ejemplo coreano, hace poco, realmente un prodigio de drama zombie con escenas de alto impacto y violencia dentro de un tren, sin menoscabar el trabajo minucioso en la construcción de personajes, subtramas y un drama familiar de mucha adrenalina y emoción, para tomar de muestra como lo que no debe hacerse. El ejemplo es este film canadiense. En primer lugar, si bien la historia plantea la dialéctica de la supervivencia de un grupo de hombres y mujeres, incluídos ancianos y niños, en un escenario post apocalíptico donde el contagio de una enfermedad genera ataques inusitados entre sanos e infectados, la estructura narrativa se apoya en una endeble línea que acumula situaciones sin desarrollo dramático alguno. Pareciera que es más importante para el director cómo ver que cómo narrar lo que se ve y desde ese lugar la estética artística termina cansando a un espectador sediento de zombies y sorpresas en cada enfrentamiento. Tampoco suma una suerte de recurso de misterio con base simbólica en una zona despoblada, donde los infectados se detienen a contemplar una suerte de altar elaborado con objetos y que trae el rápido recuerdo de aquel clásico El hombre de mimbre, por supuesto la original y no la remake protagonizada por el decadente Nicolas Cage, hace varios años atrás. Sin mucho más que decir de este producto canadiense con ínfulas de cine arte, cualquier episodio de la serie norteamericana de la que todo el ambiente del terror habla y espera con ansiedad cada capítulo, tiene mayor peso narrativo un episodio tomado al azar, y por eso desde este espacio la recomendación de darle una oportunidad a los zombies yanquis en lugar de los canadienses y a las tribulaciones de un ecléctico grupo de sobrevivientes, queda más que clara.
La directora con cabeza. La envidia nunca es sana y la originalidad tampoco se elogia sin un atisbo de envidia. Empezar esta nota por el camino contrario tal vez implique asumir el riesgo de la honestidad en tiempos donde esta palabra vale tan poco. Pero de eso se nutre Años luz, una rara avis de la mano de Manuel Abramovich, quien confeso admirador de Lucrecia Martel le propuso a la directora salteña asistir con su cámara para observarla en las etapas de rodaje de su más reciente película Zama. Al comienzo decía envidia y honestidad para subrayar luego originalidad y ese trío constituye el valor agregado de la propuesta de Abramovich, observador de lujo que pone en un primer plano a la directora de La ciénaga pero nunca regala un plano sobre el rodaje, primero como pacto tácito que surgió de una negociación previa con la propia Lucrecia Martel para iniciar el proyecto de Años luz, y segundo como dispositivo para generar en ese micro universo del estado de creación total otra película diferente, que escapa del rol de observador para encontrarse con una cineasta de una templanza increíble y atenta a cada uno de los detalles de su película, desde el sonido ambiente, los parlamentos, dicciones y entradas o salidas de actores en cuadro pasando por intercambio de ideas con la directora de arte, la maquilladora o los propios actores y sus interpretaciones de cada personaje. A diferencia de cualquier making off sobre una película, donde todo es una farsa, todos los actores y equipo hablan maravillas del otro con fines meramente de marketing, el opus de Abramovich desborda honestidad cuando surge la molestia y perturbación real en Lucrecia Martel al advertirle a su observador que se nota su presencia en el lugar. La tensión y el conflicto son el alimento de toda buena anécdota o historia más allá del cine o de cómo se filma una película de época con animales en escena que rompen ese maldito axioma de no filmar nunca con niños o animales. Axioma -pasado de moda- que ahora debería incluir una cláusula: no dejar que un observador te observe.
Imágenes de otro tiempo. Carlos Bosch y sus exilios nunca se reflejan en sus fotos, pero sí esa capacidad de sintetizar en una imagen una historia, un contexto y un tiempo de otro tiempo. Explica el artista, sin ánimos didácticos, que una foto para ser más o menos buena tiene que tener mínimamente un sujeto, un predicado y un verbo. Esa gramática sencilla de entender resulta para muchos incomprensible a la hora de aplicarla, y en ese recoveco incómodo entre la teoría y la praxis se encuentra Bosch y su arte; Bosch y su experiencia de fotógrafo tanto para la crónica periodística por ejemplo de la revista 7 Días como en su calidad de artista, que se expresa por medio de sus fotos. Para muchos de sus colegas y amigos, entre ellos Mempo Giardinelli con quien trabajó en épocas de juventud, que prestan su testimonio en este documental sobre el fotógrafo, su trayectoria y sobre todo su manera de pensar a la fotografía y más aún a la subsistencia de un arte nacido en el período analógico y que hoy debe insertarse en el mundo digital, implica por un lado una reflexión mayúscula sobre el estatuto de la imagen y por otro acerca de la representación de la realidad. Sombras de luz, de Daniel Henríquez, si bien es un documental de estructura convencional encuentra su propia dinámica en el derrotero de Carlos Bosch en una nueva etapa de su carrera con la obra de auto retratos, pretexto expresivo para que el artista transmita sus miedos desde las imágenes, y que le valiera el premio a la mejor obra fotográfica argentina hace algunos años. Para quienes desconozcan las piezas fotográficas más importantes de la historia contemporánea argentina, el documental hace las veces de compendio de grandes fotografías y en el caso de los que ya tomaron contacto alguna vez con el trabajo de Carlos Bosch la idea de reencontrarse con su filosofía de trabajo es más que bienvenida, en un momento de arte inmediato, digital, sin sujetos, verbos y con el único predicado del consumismo descartable en un click de teléfono o en el paso raudo de un dedo transpirado sobre un lienzo de millones de pixeles.
Tragedia del nido vacío Tal vez Casa propia, último opus de Rosendo Ruiz, demuestre a las claras una madurez en términos cinematográficos sin que esto signifique que sus anteriores películas no estuviesen a la altura, pero sí que despuntaban determinadas aristas que no llegaban a desarrollarse de manera plena quizás porque el orden simbólico se veía un tanto desplazado por un registro de carácter realista, la mayoría de las veces. Entre De Caravana, debut en el largo de Rosendo Ruiz, pasando por Maturitá hasta Casa propia, el espacio cinematográfico rápidamente se contagia de la realidad y de un deambular de los personajes, donde la deriva marca el rumbo para que la cámara adopte esa condición de registrar antes que observar. Pero es en Casa propia donde aparece el gran observador detrás de la sensibilidad del cineasta cordobés para sumergirse en la intimidad de un antihéroe con todas las letras. Alejandro (Gustavo Almada, co guionista) transita los 40, no tiene un lugar estable donde vivir y subsiste con un magro sueldo de docente secundario con el que apenas le alcanza para pagar ciertas deudas de hijo para ayudar a su madre.En esa casa que no es la de él, la demanda de atención de la madre, entre depresiva y enferma que requiere cuidados permanentes, se respira muy poco aire. Esa asfixia no necesariamente producida por un encierro en el lugar es la que padece en soledad Alejandro, oprimido por las frustraciones y la inercia de no poder salir de un círculo vicioso que arranca con una novia, madre de un hijo pre adolescente, separada, quien lo utiliza en su condición de amante a cambio de esporádicos raptos de convivencia hogareña pero que nunca consolidan la estabilidad de pareja que él necesita para ganar alguna cuota de tranquilidad. Tampoco, la poca solidaridad de su hermana casada para hacerse cargo a medias del destino de la madre demandante. En ese derrotero, la búsqueda de un espacio propio -y de ahí el título del film- surge desde un anhelo más que desde una necesidad concreta anclada a la realidad socioeconómica del protagonista y su situación precaria en el ámbito sentimental y laboral para llevar a cabo proyectos de autonomía y desapego de los vínculos parasitarios que lo sumen en una paulatina tragedia personal. Rosendo Ruiz da espacio al silencio desde el barullo mental y expresa la abulia de un personaje que arrastra su vida como puede en una permanente actitud corporal en la que la mochila invisible de plomo que carga Alejandro en su condición de hijo es directamente proporcional a la opresión de una ciudad atestada de departamentos de paredes blancas como las páginas de una tragedia con final anunciado.
Birriopía Una de las tantas escenas de Ata tu arado a una estrella, documental de Carmen Guarini (Ver entrevista) muestra una de las caras del polifacético Fernando Birri, tal vez la que más se aproxime a su esencia: el padre de la Escuela de cine de Santa Fe en su exilio final en Roma otorga a Carmen Guarini la chance de una entrevista como cierre de un proyecto comenzado por la cineasta en 1997 y que iba a llamarse Compañero Birri. Como un patriarca de los pájaros pero sin pájaros alrededor, aparece Birri con su cansino andar y habla con un fantasma de juguete para pedirle que se concentre, le habla a ese objeto para mostrarle a Carmen algo inesperado o imposible de acuerdo al ojo que lo observe. Pantomima de mago mediante, que lejos de ocultar parece dispuesto a exhibir sus trucos, descubre que el juguete se acciona con un botón. Todo preparado para la magia pero el botón parece no funcionar y entonces la mirada de Carmen abandona esa actitud de atención y en ese instante donde parece que todo avanza al terreno de la derrota de la imaginación, el sabio Birri vuelve a salirse con la suya y aprieta el botón -que siempre funcionaba- para que Carmen Guarini se sorprenda esta vez porque el fantasma baila y el asombro le gana una vez más al pesimismo de la razón. Birri allí es un niño juguetón y un viejo sabio, un maestro que aún en el ocaso del retiro enseña para luego responder sin tapujos esas preguntas difíciles a las que define sin pelos en la lengua como provocaciones de Carmen Guarini. Es muy difícil llegar a conclusiones sobre Fernando Birri para quienes han tenido el priviliegio de estudiarlo como de trabajar junto a él en su constante andar y dejarse llevar por la realidad y la gente, sin interrupciones de carácter estético pero siempre con objetivos claros a la hora de encarar documentales, entrevistas o construir historias. Por eso Carmen Guarini apeló a la compañía con una cámara testigo, que gracias a la gentileza de Fernando Birri pudo escudriñar en sus momentos de mayor intimidad tanto en el quehacer cotidiano mientras el santafecino preparaba un proyecto en conmemoración a los 30 años de la muerte del Che Guevara en Bolivia y que se preguntaba por la utopía y su fin cuando la década de los ’90 generaba ese interrogante en toda la clase intelectual europea, así como fronteras hacia adentro. En ese sentido, el acompañamiento de Carmen Guarini con su cámara conecta directamente con el mundo interior de Fernando Birri, las tertulias con amigos en uno de sus refugios en Rincón, Santa Fe, pero también se traslada a la escuela de San Antonio de los Baños, Cuba, para reencontrarse su proyecto más ambicioso y con un legado que al día de hoy exhibe la muestra palpable de dejadez por parte de las autoridades vigentes y los cambios políticos en la isla. El material de archivo que se intercala en esta suerte de viaje cinematográfico con momentos de homenaje y otros de reflexión especular sobre el propio Fernando Birri, su pensamiento, sus películas, no categórico ni absoluto y el valor de la utopía en épocas de crisis realza aún más cada una de sus palabras a cámara o esos discursos frente a diferentes tipos de públicos. Todos ellos resumidos en un incansable ajetreo por lugares para un verdadero artista, quien hizo de cada exilio una chance de procesar creatividades para regresar con nuevas ideas y volver así a sembrar semillas de resistencia ante tanta espesura y chatura mental, con una enorme capacidad para escuchar y tener aún las ganas de acercarse a la vida, a la naturaleza, al hombre y sin olvidarse de defender con el cuerpo y el corazón su derecho a soñar.