El cine nos ha demostrado que el género de la comedia romántica puede dar como resultados películas entretenidísimas o soporíferas. Ni una cosa ni la otra, ni chicha ni limonada dirían los mayores, Un amor a segunda vista parte de una idea ya probada -sí, como eficaz-, pero que termina aburriendo por cansancio. Imaginen Como si fuera la primera vez, pero sin tanto humor. Los protagonistas son Raphaël y Olivia. Se conocen de manera fortuita en el colegio secundario, sienten como un flechazo, él está escribiendo una novela, ella es concertista de piano. El amor crece, pasan diez años, se casan, él triunfa y se vuelve entre engreído y desconsiderado con su mujer, y ella, que ha dejado de lado sus aspiraciones artísticas vaya uno a saber por qué, un día se harta. Ya no está en el departamento de 300 metros cuadrados. Cuando su amigo de toda la vida lo pasa a buscar, no lo hace en el Audi, sino en una motoneta. Y cuando va al colegio, no es para que los alumnos le pregunten por Zoltan, el personaje de su saga literaria, sino que es el profesor de Literatura. Por otro lado, ya lo adivinaron: Olivia sí siguió con su carrera, es exitosa y Raphaël “descubre” que debe volver a enamorarla para romper el hechizo o lo que haya pasado con su vida. Un amor a segunda vista no solamente es extensa -117 minutos- sino, lo que es peor, se hace larga. Entre que Olivia está de novia con su manager y a Rapha no lo recuerda ni por asomo (ambos se habían desmayado al mismo tiempo esa noche en que se conocieron), todo deambulará por lo trillado, lo ya visto y… Por si deciden alquilarla on demand, no sigo.
Hablar vagamente de corrupción y hacer alusión a los de arriba, poderes superiores que mueven los hilos; diseminar términos como femicidio, pedofilia, deep web, lavado de dinero; meter un par de escenas de sexo (justificadas o no, da lo mismo); incluir una explosión, un par de tiroteos y unas cuantas puteadas; no olvidar a un investigador torturado, transgresor, pero honesto, ni a un villano perverso, millonario, desagradable. El guion de Lo habrás imaginado –autoría de Victoria Chaya Miranda, la directora- parece escrito siguiendo una receta del manual de lo que se supone debe ser un policial negro actual, sin saltearse ningún lugar común y dejando de lado cualquier atisbo de creatividad. La trama jamás funciona: el intento por construir algo complejo deriva en la confusión total. No sabemos bien cuál es la razón de ser de esos personajes, sus motivaciones, sus vínculos. Todo es una gran cáscara vacía que deriva en una parodia involuntaria. Además, esa enrevesada conspiración es enunciada verbalmente, como si se tratara de un radioteatro. Se habla de fundaciones sospechosas, de cruces de fronteras, de conexiones internacionales, pero siempre desde el estatismo de escritorios o mesas de bares. Eso sí: como para teñir la cuestión de algo de realismo sucio, la oficina de los pesquisas está ubicada en una suerte de fábrica abandonada. Lo peor llega con los intentos de darle un cariz de denuncia a la historia, con burdos parlamentos que intentan traernos ecos de la “realidad” argentina. “Somos un país de mierda, nos matan nuestros pibes, nos matan nuestras mujeres” o “Las mujeres estamos preparadas para morir, crecemos preparadas para ese destino”, dicen dos de los personajes. La manipulación emocional se completa con la representación del abuso sexual de una menor mediante animaciones completamente descolocadas. Así y todo, son preferibles al dolor que produce ver a actores de trayectoria (Carlos Portaluppi, Osmar Núñez, Mario Pasik) luchando durante una hora y media contra líneas de diálogo imposibles y situaciones de una artificialidad irremontable.
No son muchos. En verdad que no. Hay solamente 240 profesionales que, distribuidos apenas en cinco ciudades de todo el país, atienden a las víctimas de agresión y violencia familiar mediante la línea telefónica 137. Reciben las llamadas y van a los lugares del riesgo. Cada 30 hora se produce un femicidio, y el accionar de los trabajadores de la Línea 137 se vuelve tan necesario como peligroso. La película va y viene con cada caso. Y los relatos y las situaciones son desgarradores. Adultos que encubren a abusadores de menores, por miedo o para que un familiar no termine en la cárcel. Gente que no acepta el botón de pánico, más por pánico a la reacción del hombre agresor que vive con ellos. Madres que quieren sacar a sus hijos de la vivienda tomada en la que viven con el padre golpeador. El filme muestra cómo se habla, se llega al lugar y se intenta resolver cada caso de la mejor manera posible, llamando a las fuerzas de seguridad llegada la necesidad. No es una película testimonial en el sentido de que no hay entrevistados. No hay hombres y mujeres hablando a cámara, sino que ésta se entromete en su vida, en su trabajo social. No son solamente violencia de género, aunque sean la mayoría. Así como hay abuelos que abusan de sus nietas, hay también abuelos que se sienten maltratados por sus hijos. Es un filme que duele ver, pero que es ineludible para develar, si hiciera falta, la despreciable violencia que sufren mujeres y niños en nuestro país.
Nadie conocía a Alejandra Podestá. Y parece que después del estreno y del éxito de De eso no se habla, la película de María Luisa Bemberg que protagonizó en 1993 con Marcello Mastroianni, tampoco. Salvo por un hecho que tal vez no muchos recuerden, y que sería mejor no spoilear. Un sueño hermoso es el documental que, a través de entrevistas a muchos de los que participaron del filme –pasan frente a cámara Lita Stantic, Alejandro Maci, Jorge Goldenberg, el Chango Monti, y más-, retrata a Podestá, y lo que fue aquel rodaje. Como una trastienda, pero con el foco en quien respondió al llamado en un aviso, que decía que “se necesita una enana”. La relación entre Podestá y Bemberg, toda una adelantada a su época, que supo decir en el programa Función privada que “Ser machista es ser fascista, ser feminista es ser antifascista”, y que por entonces intuía que “Estamos terminando la era patriarcal. Yo no lo voy a ver, pero cuando haya igualdad el feminismo morirá”. Por allí se dice que ella “tenía la idea de un falso cuento de hadas” sobre el relato de Julio Llinás. Podestá era Carlota, de quien se enamoraba Ludovico, el personaje que vino a interpretar Marcello Mastroianni. Que, como todos los de la directora de Momentos, Camila y Yo, la peor de todas, eran mujeres "que debían abrirse paso en un mundo no pensado para ellas". A Podestá se la escucha, pero no se la ve en sus declaraciones y recuerdos de lo que fue el rodaje, buena parte realizado en Colonia del Sacramento, en el Uruguay. Hay un motivo. El documental de Tomás de Leone (El aprendiz) es, tal vez, breve, pero contundente, sin desperdiciar minutos. Va presentando y develando las personalidades de la realizadora fallecida en 1995 y de Podestá -que no tenía idea de quién era Mastroianni-, de esta última más a través de las palabras de amigos. Una buena opción en tiempos de cuarentena.
La creciente, que compitió en el BAFICI 2019, es el primer estreno de abril que el INCAA programa -obviamente no en salas- en medio de la pandemia por el coronavirus. Se verá este jueves a las 20 en CINE.AR TV, y repetirá su emisión el sábado 4 de abril a la misma hora. Y desde el viernes 3 de abril, durante toda la semana, se verá también en la plataforma CINE.AR PLAY, en forma exclusiva y gratuita. Hasta el minuto 7 no se escucha una palabra. No es una película muda, pero no habla nadie. No se oye el sonido más que del ambiente que rodea a un muchacho, que está claro que escapa de algo, de alguien, que sale de las aguas de un río, se saca la ropa, la estruja para secarla. Y se oculta. Si no hubiera un río, una isla, La creciente podría ser un western. Porque nos habla de un extraño que llega a un lugar para modificarlo. No para imponer justicia, pero para poner las cosas claras. Matía -así se llama el protagonista, interpretado por Cristian Salguero (La patota)- consigue trabajo con el Correntino como peón. Trabajo rural, llevar vacas de un lado a otro, antes de que la creciente llegue e inunde parte de la isla. "El correntino te manda esto" le dice Gaby (Mercedes Burgos), de la que se enamora. “Tenés menos isla vos...". Tendrá poca isla, pero le sobra coraje. Cuando Gaby le plantee irse del lugar, alejarse del Correntino, que para Matía sería volver a escapar, uno ya sabe lo que pasará. Hay un cuarto personaje, Gustavito, quien come con ellos y que cada tanto le roba una vaca al Correntino. ¿Le está robando también el dinero de la paga a Matía?
No es una sorpresa, porque ya en Orquesta roja y Vuelo nocturno, dos documentales, Nicolás Herzog había demostrado manejar las herramientas del cine en pos de contar un relato. Y en éste que es su debut en el terreno de la ficción, todo aquello se vuelve a poner de manifiesto, y multiplica. Es una película que es claramente un policial, pero se tiñe de western -no solamente por los acordes de la música de Matías Sorokin-. Román Maidana (Lautaro Delgado) sale de prisión, por unos días, tras pasar ocho años tras las rejas. El reciente fallecimiento de su padre, que era policía, le permite contar con unos cuántos días y llegar a su pueblo. El, también un ex policía, tratará ordenar la casa para venderla “a unos chinos”. Pero mientras esté en el pueblo, Román tendrá algunos encuentros, con personajes cercanos, vivos y tal vez ya fallecidos. Sin llegar a sentirse paranoico, hay asuntos que en el pasado -su pasado- no se han resuelto, y la desaparición de una joven, por la que muchos claman justicia, merodea la trama. Lo primero que llama la atención en La sombra del gallo es el trabajo de la imagen. Tiene una luz, tanto en las escenas diurnas como en las muchas donde la oscuridad ocupa un protagonismo esencial. El director de fotografía Fernando Lorenzale ha logrado un estupendo trabajo. Lautaro Delgado ya ha demostrado en varios largometrajes que lo suyo no es solamente interpretar marginales. Puede o no tener mucho texto, pero sabe cómo hacer sentir al espectador lo que le pasa sus personajes, y Herzog supo aprovecharlo y direccionarlo. Lo mismo cabe para el resto del elenco, con un Claudio Rissi como siempre estupendo, más Rita Pauls y Diego Alonso.
¿Cuántas veces vimos a Vin Diesel interpretar a un hombre sediento de venganza, que se muestra más por sus acciones que por sus palabras? Bloodshot es, en más de un sentido, más de ello, con el toque de ser la adaptación del cómic Valiant, y la apariencia de un filme cyberpunk. Pero no es como RoboCop o El vengador del futuro, ambas de Paul Verhoeven, en las que la mutación del cuerpo era esencial para la trama. Aquí, el actor que es Dominic Toretto en la saga de Rápidos y furiosos -no estrenó la novena que ya anunciaron habrá una décima el año que viene- y que alguna vez fue elegido por Steven Spielberg para ser uno de los que estaba Rescatando al soldado Ryan- es Ray, un combatiente de elite del ejército estadounidense. Un tipo que desoye mandatos, que tiene más cicatrices que dientes y que es recibido por su esposa -rubia, bonita, más joven, interpretada por Talulah Riley, de El origen- en la pista donde aterriza un avión, para ir en descapotable a un hotel en la costa amalfitana. Pero ya se sabe: cuando el protagonista de un filme de acción va de la mano de su pareja, más temprano que tarde a ella van a secuestrarla, o lo que es peor, torturarla y/o matarla delante de los ojos inyectados en sangre de, en este caso, su marido. Todo para que a él también le peguen un tiro. Bah, lo matan. Y como nadie reclama su cuerpo -Gina, recuerden, murió- es utilizado por una corporación para transformarlo en una máquina de matar invencible y casi casi inmortal. En la sangre -de ahí el título original, que se mantuvo en nuestro país, le introducen unos “nanitos”, que hacen que los tejidos se recuperen de inmediato cuando recibe golpes o balazos. Ray despierta sin tener memoria de nada, y el malo de Guy Pierce (Memento) le miente. Hay otros ex soldados -no hay afroamericanos ni asiáticos, pero sí una mujer, y de ascendencia latina (la mexicana Eiza González, de Baby Driver y de Hobbs & Shaw, spin-off de R&F) y unos secretos y vueltas de tuerca que no vamos a develar. Lo único que diremos es que, como marcábamos al comienzo, el personaje de Diesel de repente recuerda que a su mujer la asesinaron, y se escapa de la corporación en Asia y aprende a pilotear un avión y descubrir dónde está el maldito que acabó con la vida de su amada. Bloodshot no ofrece nada nuevo ni tampoco es la pretensión del director Dave Wilson, que proviene del mundo de los efectos visuales, más que nada en videogames y alguna película de Avengers y Star Wars. Entonces habrá escenas bien coreografiadas de acción, efectos, sí, pero no muy sorprendentes. Y también se sabe que pocas cosas hay más cinematográficas que vidrios rotos. Y gotas de agua. Lo que asombra -un poco- es la escena en la que todo transcurre sobre harina, con luces rojos que le dan un aspecto de extrañeza a todo. Los fans de Diesel la pasarán bomba, los de los filmes de acción saldrán satisfechos. De eso se trata esto.
Es, sí, toda una rareza El precio de la verdad, viniendo de Todd Haynes, un realizador que se ha destacado por ser director inclasificable. Un hombre que en sus títulos se mostró más adicto a las audacias formales (de Velvet Goldmine a I’m Not There, o hasta Carol) que a los relatos como los que plantea esta película que protagoniza y coproduce Mark Ruffalo. Que puede ser considerada, cómo no, dentro del subgénero del filme tribunalicio, o aquel en el que un abogado casi en soledad se enfrenta a las grandes corporaciones. Sí, como Erin Brockovich, de Steven Soderbergh, que también se basaba en hechos reales, sólo que ahora el protagonista es un abogado de una firma importante, que suele cuidar los intereses de megacompañías, y aquí demanda nada menos que a DuPont. Que se cuenta entre sus clientes, pero bien podría. Ruffalo, cuerpo encorvado, marido afectuoso hasta que se compromete con uñas y dientes en la demanda, es Rob Bilott. Por intermedio de su abuela, un granjero llega hasta la oficina que tiene la firma de abogados a la que acaban de asociarlo. Los hechos son, se verá, claros y contundentes. DuPont ha vertido químicos en un arroyo de un pueblo, y ha matado a varias cabezas de ganado. No sólo eso. Bilott descubrirá que ha envenenado a varios humanos, y el famoso teflón no es precisamente el mejor amigo de quien cocina, porque también puede originar efectos contra la salud. Lo dicho: no es un tema, ni tiene la trama que uno pensaría que podía interesarle a Todd Haynes. Pero allí está Haynes, sin mostrar rasgos de su talento en cuanto a lo formal, pero llevando, dirigiendo a buen puerto el relato. Mark Ruffalo se ha preocupado por construir a su personaje de adentro hacia afuera. Uno lo ve, y cuando lo escucha contarle a su mujer (Anne Hathaway, ciertamente en un papel impensado para la actriz de El diablo viste a la moda) todo lo que ha investigado, logra que se nos erice la piel. Esta es una de sus mejores actuaciones, como la de Foxcatcher, o Mi familia. Ya es hora de que se lo reconozca, pero la última temporada de premios, en la que pudo figurar, lo pasó de largo. Experimentados actores como Tim Robbins, Bill Pullman, Bill Camp y el canadiense Victor Garber (Argo, Titanic) acompañan a Ruffalo en esta película de denuncia a la que, tal vez, por portación de apellido del director, uno creería que podía pedirle algo más.
Si Aladdin fue una rara invitación que Disney le hizo a Guy Ritchie para adaptar el filme animado con actores de carne y hueso, el ex de Madonna vuelve a lo que mejor ha hecho en su carrera como director: el filme de gángsters. Con algo de thriller y también de comedia, Los caballeros trae de regreso al director de Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: Cerdos y diamantes -y hasta me atrevo a incluir RocknRolla-, pero lo devuelve más enfervorizado. Sin esa otra marca de estilo -la del montaje acelerado-, lo que hace Ritchie es contar su historia aceleradamente. Que no es lo mismo. Hay dos personajes que se alternan el protagonismo, aunque, quizá, nunca se crucen: Mickey Pearson, un mafioso productor de marihuana (Matthew McConaughey) y Fletcher, un investigador que desea chantajearlo (Hugh Grant), que se mete a la casa de su mano derecha (Charlie Hunnam) pidiéndole… 20 millones de libras. Fletcher asegura saberlo todo: cómo Mickey tiene sus granjas de cultivo subterráneas debajo de las mansiones de una docena de aristócratas. Y está dispuesto hasta vender la información al mejor postor. Ah: tiene todo incluido en un guión cinematográfico, que ofrece como regalo. La película arranca con mucha acción, luego Ritchie baja los decibeles y hace hablar a Fletcher hasta por los codos. Digan que tanto Grant, como Hunnam y McConaughey están medidos y con las riendas bien puestas, tirantes por Ritchie, porque si no Los caballeros sería un descalabro. La trama tenderá a complicarse al incluir en el relato de Fletcher -que ha venido siguiendo y tomando fotos y grabando videos a los personajes- con la mafia china de la cocaína en Inglaterra, un capo mafioso de origen judío, un editor de un diario sensacionalista y un entrenador de box. Todos personajes más o menos estrafalarios, además de la esposa de Mickey, que son pintados por el realizador de la saga de Sherlock Holmes con Robert Downey Jr. sin ninguna corrección política. Porque de eso se trata Los caballeros: una humorada de acción trepidante, en la que el director, guionista y productor se siente y cree más ingenioso que nadie. Hay que comprar el ticket para pasear por casi dos horas, o dejarlo.
Bien puede decirse que Disney, y Pixar, lo han hecho de nuevo. Porque Unidos es el tipo de película emotiva que tiene ribetes, huellas similares en Up, Coco y hasta en la saga de Toy Story. Y es, hay que decirlo, la comedia por momentos más triste que haya creado Pixar, a partir de un personaje protagónico que con su timidez, y falta de amigos y autoestima, es imposible que no conquiste, en cierta manera seduzca o genere una fuerte empatía desde la platea. Ian Lightfoot (al que Tom Holland, el nuevo Spider-Man, le presta su vos) cumple 16 años y no se anima ni a invitar a su casa a sus compañeros del colegio, que ni saben quién es, para festejarlo. Pero es su madre (Julia-Louis Dreyfus) quien les tiene reservado un regalo sorpresa a Ian y a su hermano mayor Barley (todo lo desaforado y excéntrico que puede ser un personaje creado a semejanza de Chris Pratt). El padre de estos elfos falleció (porque si los juguetes pueden hablar y tener vida propia, y un anciano atar con globos la casa de su amada, ¿por qué no habría de haber elfos en una película de Pixar?), pero le dejó algo a su esposa para que se lo entregara a sus hijos cuando crecieran. Barley tiene dos o tres recuerdos de su padre, pero Ian ni siquiera uno. Con algo de la magia que con el tiempo parece que se va perdiendo, los hermanos logran en parte revivir a su progenitor. Bueno, literalmente en parte, porque el hechizo no logra ser completo y a papá sólo se le ve de la cintura para abajo. Así que gracias a que Barley es un cultor de las tradiciones y conoce mucho de hechicería, irán tras una extraña gema que permita terminar el hechizo y la resurrección. Tienen menos de 24 horas para embarcarse en este viaje por caminos desconocidos, y en los que se cruzarán con otros personajes mitológicos. Y, claro, se complementarán como no sabían que podían. Y son. No hace falta tener hermanos para disfrutar Unidos. Como las buenas películas de Pixar, hay guiños para los mayores, pero está construida y dirigida para todo el público. Se toca el tema de la familia ensamblada (la mamá intenta rearmar su vida con un policía… que es un centauro), Mantícora con aspecto leonino, como debe ser, con la voz de Octavia Spencer, más gnomos, unicornios, hadas… Lo dicho: Disney y Pixar lo han hecho de nuevo, comenzando con dos personajes queribles a fuerza de la contraposición, lo introvertido y extrovertido, y que en esa relación que sólo debe haber entre hermanos construyen una historia emotiva, sensible, entradora y disfrutable.