Es cine social y, como tal, Ladj Ly le impronta a su largometraje un mensaje político. Por más de que muchos solamente vean en Los miserables un thriller, que también lo es. Cada uno elige ver lo que quiere. Ganadora reciente del César -el premio que entrega la Academia de cine francés- a la mejor película, Los miserables nació como un cortometraje que este nacido en Malí estrenó en 2017. Y dos años más tarde, con el mismo terceto protagónico, la presentó en competencia por la Palma de Oro en el Festival de Cannes, donde se llevó en mayo el Premio del Jurado. Son tres policías, uno de ellos, recién llegado al distrito de la comunidad de Montfermeil, en París. Sí: allí mismo donde transcurría gran parte de Los Miserables de Víctor Hugo es donde el realizador vivió su infancia y juventud, y fue testigo de la violencia. Y no ha cambiado tanto des entonces: quienes viven por allí no tienen las condiciones de vida muy satisfechas, por lo que aquellas semillas de la Revolución que alteró el orden francés, siguen más que en estado latente. La película no toma ni siquiera 48 horas. Stéphane (Damien Bonnard, uno de los soldados franceses en Dunkerque) es el policía recién llegado, quien tendrá una suerte de Día de entrenamiento en el que descubrirá cómo sus compañeros se manejan, dentro de la corrupción, el racismo, el temor y la solidaridad entre la fuerza policíaca. Stéphane, tal vez por ser el novato, sería el único moralmente limpio. La brutalidad policial está al orden del día, y un hecho que no puede decirse que sea aislado, desemboca en un conflicto que es más que una bomba a punto de estallar. ¿O acaso las imágenes documentales de la celebración por la obtención del Mundial de Fútbol de 2018 no sirven de excusa, de trasfondo, de una sociedad dividida que solamente podría amalgamarse en una gesta triunfalista? Porque cuando terminen los festejos, cada uno volverá a lo suyo, y muchos de esos jóvenes deberán encarar el enfrentamiento entre la policía y quienes desean manejar los destinos de su barrio como si se tratara de una lucha urbana. Tal vez porque el director proviene del cine documental, y éste es su primer largometraje de ficción, o porque la desigualdad y la violencia en la sociedad francesa puede sacudir y movilizar desde la crudeza de las imágenes es que Los miserables recuerda, también, a El odio, de Mathieu Kassovitz (1995). Como sea, en Los miserables Ladj Ly construyó un drama que por momentos quita la respiración, sofoca y causa sorpresa y estupor. Con cámara en mano, drones y en trípode, el director sujeta al espectador que teme que pase lo peor a la vuelta de cada toma.
Es la típica comedia con acento francés. Exquisita, con algunos lugares comunes, chistes de salón y otros subiditos de tono, para no pasar por mojigatos. La pareja protagonista de esta película de Fabrice Bracq no tiene problemas de dinero. Están por jubilarse, tienen un muy buen pasar y planean dejar su hogar francés para pasar el resto de sus vidas en Portugal. Pero, porque sin un pero no habría comedia, Philippe (Thierry Lhermitte) y Marilou (Michèle Laroque) no contaban con que el mismo día que planean informar la novedad a sus hijos, uno de ellos les gane de mano y les cuente que está por tener familia. Y otra hija, que ya tiene dos niños, está por separarse del padre -por una relación clandestina- y quiere que los abuelos cuiden a los pequeños. Y, para más, parece que a la madre de Philippe (Judith Magre, vista en Elle) le quedan pocas semanas de vida, por lo que la internan en un geriátrico, pero ella está mejor que toda la parentela junta. Lo dicho, ¡Por fin solos! es una comedia exquisita, porque como el matrimonio tiene una vida a todo trapo, todo lo que se ve es lindo, los problemas no pasan de ser domésticos y la idea que prima en los 97 minutos que dura la película es pasarla bien, sin preocupación alguna. Lhermitte indudablemente maneja bien la comedia, y la pasaba de 10 cuando lo dirigía Francis Veber en filmes como La cena de los tontos. En síntesis, para pasarla bien un rato, no complicarse la vida, y a otra cosa.
Es, cómo no, un exceso. Todo, o casi todo. Tras Escuadrón Suicida era esperable que el único personaje que más o menos valía la pena seguir, el de Harley Quinn, tuviera su propia película en este renacimiento de DC Comics. Y con lo que nos encontramos es con una antiheroína del siglo XXI que, a diferencia de la Mujer Maravilla o Capitana Marvel, no sólo está desquiciada sino que es una irresponsable. Mucho cambió la guionista Christina Hodson (Bumblebee, otro spin-off, pero de los insalvables Transformers, que resultó mejor que los filmes de la saga, y está escribiendo adaptaciones de The Flash y Batichica) para que Cathy Yan no haga más que ordenar hacer planos cortos, romper mucho vidrio, regar las calles con agua, poner un poco de humo, todos efectos bien cinematográficos. El principal problema que tiene Aves de presa -que, con todo, es superior a Escuadrón Suicida-, es que lo que empieza como una actitud de rebeldía termina siendo un paso más en lo rutinario y acostumbrado. Harley Quinn (Margot Robbie, también productora) comienza la historia ya separada del Guasón (del que compuso Jared Leto, no el de Joaquin Phoenix). Así que esta psiquiatra a la que más de uno la tenía en la mira, ahora que está soltera no la va a pasar demasiado bien: como ella lo dice, no tiene quién la proteja. Pero se protegerá bien sola. Aves de presa se titula así (con el agregado de y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn) porque se formará una banda femenina -aquí es mujeres contra varones-, conformada por una policía de origen latino, una niña ladrona de ascendencia oriental, una mujer que desea vengarse de quienes masacraron a su familia adinerada y una cantante hija de madre afroamericana. Harley, ya vieron el poster, tiene como mascota a una hiena, que le puso Bruce por Bruce Wayne. Y el recontramalvado, porque de villana Harley pasó a ser la buena, es Roman Sionis, o Máscara negra (Ewan McGregor), que no luce porque no logra lo que los villanos tienen de atractivo: eclipsar al protagonista. Máscara negra necesita un diamante, con un código que lo hará millonario y dueño del hampa en Ciudad Gótica. Como esta película estuvo pensada desde el vamos para adultos, es decir, con la calificación R, como Deadpool -su primo, pero del Universo Marvel-, mucho han relojeado a la saga con Ryan Reynolds. No sólo porque ambos personajes tienen algo en común, acerca de ser indomable, el lenguaje y demás, sino porque hablan a cámara, al espectador, y explican situaciones apelando al rewind, al rebobinado. ¿A quién más le han tomado el pulso? Adivinaron: a Kill Bill, más que nada al personaje de La novia, el de Uma Thurman. Y yendo mucho más atrás, la película huele a aquellas de acción que protagonizaban en los ’80 Steven Seagal, Jean-Claude Van Damme o Chuck Norris. Esto es: pelea, salida cómica en la boca y a otra cosa, que es a esperar la próxima pelea cuerpo a cuerpo. Hay que resaltar, por ejemplo, ya que es un filme de acción, a la persona que coreografió las peleas, porque Aves de presa funciona según el standard de ¿qué hacemos entre una pelea y otra? Si hay o no una secuela de Aves de presa dependerá, como siempre, de cómo le vaya en la taquilla más allá de sus méritos artísticos. Ah. Quédense cuando termina la película, porque pasa algo después de los créditos. No mucho, como en la película.
Una vida, tan trágica como plagada de excesos, maridos e infortunios fue la de la gran Judy Garland. No fue mucho el tiempo que los sufrió, ya que falleció muy joven, a los 47 años. Y ahora que están de moda las biopics de artistas de la música, esta película tiene los suficientes ingredientes tanto para contentar a los fans de la estrella como para hacer, impulsar a quienes no la conocieron a ver sus películas o escuchar sus grabaciones. El filme por el que seguramente René Zellweger va a ganar el segundo Oscar de su carrera tiene allí, en la performance de la actriz de El diario de Bridget Jones, su mejor respaldo o vidriera. No son solamente la imitación, los gestos, el caminar copiado de ver tantos clips, sino la encarnación que logra la intérprete lo que hace imposible sacarle los ojos de encima. La película de Rupert Goold abarca el tramo final de la vida de la estrella, por 1969, desde poco antes de que deba aceptar una serie de conciertos en Londres, cuando la tenencia de sus hijos -ya no de Liza Minnelli, que era mayor- era un tema, y Garland no tenía un cuarto de dólar para mantener la habitación del hotel en Los Angeles donde vivía. El alcohol, la facilidad con que se enamoraba y otras malas decisiones hicieron de su existencia un calvario. Alejada de sus hijos, podía cantar como los dioses o hacer un espectáculo vergonzoso en escena. Como mucho del presente que narra el relato tuvo también sus raíces en la infancia, la película va y viene y muestra cómo en Hollywood abusaban de la niña prodigio (el rodaje de El Mago de Oz, con Louis B. Mayer como productor). Y ese rentrée de Judy Garland tiene su paralelismo -exagerado, en otra dimensión- con el de Zellweger. Ambas se alejaron del centro de la escena, y regresaron por la puerta más grande que encontraron. Que la actuación de Zellweger esté por arriba de la película misma no habrá sido un error de cálculo de parte del realizador, sino que es consecuencia de la manera en que Goold eligió contar su relato. Es cierto, hay algunos tics que sobran, pero si hablamos de lo que sobra, hay algunos clisés que el director de King Charles III pudo haber obviado. Es la forma en la que resalta lo que, en vez de sumar verosimilitud, hace que uno advierta lo clisés. De todas maneras, el filme ofrece muy buenos momentos, hay una reconstrucción de época lograda y las casi dos horas pasan como volando. Como ocurre con las buenas películas.
Esta no es una película “de guerra”. Sí, transcurre en la Primera Guerra Mundial, en casi 24 horas, pero trata más sobre los efectos que la misma tiene en los protagonistas, dos soldados británicos que ven, cara a cara, el horror, la muerte y la imbecilidad humana. Mucho se ha hablado y escrito del prodigio cinematográfico que es 1917, a partir de estar contada en plano secuencias, como si todo fuera un sola toma. Pero la película de Sam Mendes es mucho más que eso. Artilugios del marketing, mejor olvidar el armado y no tratar de descubrir cuándo es cada “corte” y empalme de secuencia tras secuencia, para adentrase en la historia y seguir a Schofield y Blake, los soldados con una misión imposible. Lejos de estar por finalizar la Guerra, ese día de abril de 1917 Blake (Dean Charles Chapman) es despertado en el campo por un superior. Le pide que elija a un compañero. Y quien lo acompañe será Schofield (George MacKay). Desconocen la tarea que le encomendarán, pero cuando se enteran… Ambos deben cruzar las líneas enemigas y entregar un mensaje urgente a las tropas británicas del otro lado. Han cortado la comunicación, y deben avisar que suspendan el ataque previsto para la mañana, porque en verdad es una emboscada de los alemanes. Si el mensaje no llega a tiempo, miles de soldados morirán. Schofield no está seguro de hacer la misión, pero su amigo de armas, sí: la vida de su hermano está en juego, porque es uno de los oficiales que marcharía, directo, a la masacre. Mendes, el realizador inglés ganador del Oscar por Belleza americana, y el director de Skyfall, una de las mejores películas del agente 007 de la historia, se basó en un relato que le contó de niño su abuelo. Y para plasmarla en imágenes contó con el director de fotografía Roger Deakins -era habitual colaborador de los hermanos Coen-, que ha hecho mucho más que iluminar las escenas. Piensen que un plano secuencia en movimiento implica abarcar diferentes escenarios, estructuras, sortear obstáculos y la cámara no debe descubrir más que objetos, personajes -cadáveres-, pero ni un atisbo de que se está filmando: ni luces, ni elemento de rodaje. Y la cámara gira, acompaña, desciende, se apresura con el paso de los combatientes. El uso que hace la dupla Mendes/Deakins permite al espectador sorprenderse con lo que los personajes primero ven, y luego lo hace el público. Se pasa de un plano cerrado a un gran angular. Y el trabajo de la iluminación, y del color, lo hacen ciertamente merecedor de todos los elogios, gane o no el Oscar en su rubro. Porque lo que logra el realizador de Camino a la perdición y Sólo un sueño, y director de la puesta del revival de Cabaret en el mítico Studio 54 de Nueva York es meter, enfrentar, fundir al espectador en lo que está contando. El trabajo que ha hecho con sus actores es fundamental. Ellos, y no otros, deben manifestar y hacer sentir al público, con sus gestos, sus miradas y hasta sus bromas, el horror que están viviendo. Mendes, también, no elude los clisés del género, pero los da vuelta o los presenta de manera que engañen al espectador. Mejor, no contar nada, porque el que cuenta aquí es el relato, a partir de una dirección que se nota ha sido pensada en sus mínimos detalles, sea cómo aparece un avión o en qué momento se escucha el primer graznido de un cuervo devorándose un cuerpo, un despojo humano.
El clásico de Louisa May Alcott fue, en su momento, revolucionario por cómo la autora presentaba a los personajes femeninos -su propia familia-. La película de Greta Gerwig es en parte innovadora en cuanto a cómo adapta, aggiorna la novela original a los tiempos que corren. Por ejemplo, a Gerwig no le tiembla el pulso al poner en boca de Jo (Saoirse Ronan) palabras que la plantan firme ante el editor de su primera novela. Y se sabe que el que no arriesga, no gana. Y Gerwig gana. La historia sigue siendo la misma. Las “mujercitas”, como las llamaba su padre, ausente porque está en el frente de batalla durante la Guerra de Secesión, son las hermanas March. Las cuatro tienen cualidades artísticas: Jo se destaca escribiendo, Meg, que en apariencia es sumisa, como actriz, Amy, para la pintura, y Beth, para el piano. La novela y el filme siguen a Jo, quien aborrece los estereotipos, y en la mirada de Gerwig mantiene su carácter fuerte. Es independiente, desea mantener su libertad aún a costa de perder el amor. Hasta que… Los personajes no son necios. Saben lo que quieren, apuntan a lograr sus metas y van por ellas. Sean niñas, o adolescentes. Para el espectador que no esté familiarizado con la novela, puede que las idas y vueltas en el tiempo -escaso tiempo- les resulte confuso en un comienzo, pero la película tiene una segunda mitad en la que Gerwig despliega todo su talento. Y le bastan apenas planos para sintetizar acciones. Sin diálogos, pero sí con música -del francés Alexandre Desplat, por duodécima vez nominado al Oscar, que ya ganó en dos oportunidades-: toda una señal de síntesis y aptitud, y alejada del cine de qualité. Adaptada en siete oportunidades al cine, dos durante el período silente, la que tiene aún hoy mayores resonancias es la versión de la australiana Gillian Armstrong (1994), con Winona Ryder, Susan Sarandon y Christian Bale como Laurie, el nieto del vecino adinerado del que Jo y Amy se enamoran. Hoy, ese rol lo cumple Timothée Chalamet (Llámame por tu nombre, Un día lluvioso en Nueva York) quien, como Saoirse, estaba en Lady Bird, el anterior filme de Greta Gerwig, también candidato al Oscar. Pero las mejores actuaciones están en el elenco femenino. Y si Ronan no lleva casi todo el peso del relato es porque “sus hermanas” -en especial Florence Pugh, la inglesa de Midsommar, como Amy, pero también Emma Watson y la australiana Eliza Scanlen- no dejan de lucirse. Laura Dern con Marmee, la madre hacendosa y preocupada por la comunidad, aparece menos encorsetada que Meryl Streep como la tía March, inclusive en esa dualidad o dicotomía de mujer pobre y mujer rica. En los roles masculinos está muy bien Chris Cooper como el Sr. Laurence, pero no así Louis Garrel como el profesor Friedrich Bhaer, y ya resulta imposible despegar a Bob Odenkirk de su personaje de Saul en Breaking Bad, por más que interprete a un sobrio Robert, el padre de las Mujercitas en esta lograda adaptación-bien merece el Oscar en su rubro este año- de un clásico de la literatura.
Tal vez en un largometraje de ficción no se hubiera podido contar de la manera franca, y con las repercusiones familiares que tiene, este relato que no llega a ser coral, pero que engloba a cuatro generaciones de mujeres, unidas por el dolor. Valentina Llorens es la directora de La casa de Argüello, y se puso la cámara al hombro en 2000 para viajar a Córdoba y retratar, primero, a su abuela Nelly, que sufrió la desaparición (y luego restitución de los cuerpos) de dos de sus hijos. Pero también a su madre, Fátima, que siendo una presa política que la dio a luz tras las rejas. A Valentina la criaron Nelly y su abuelo. Su pequeña hija Frida, con preguntas sinceras, es testigo de lo que le pasó a su familia. Llorens habla en primera persona, pero esa ubicación en la trama empieza a ser otorgada a su abuela y su madre, quien primero no quiere ser filmada, sólo permite la grabación del audio. Paradojas: Llorens, mucho antes, le indica a Nelly qué hacer en cámara, cómo moverse, y el audio de esas “infidencias” se escucha perfecto. La de Fátima fue una familia peronista, y la casa en la calle cordobesa del título fue destruida completamente tras sufrir varios allanamientos. Se habla de la Dictadura, pero también de la Triple A. El documental va y viene en el tiempo, crece a medida de que el espectador se va enterando de más datos, y se ilustra, por ejemplo, con la visita a la cárcel mendocina donde nació la directora, las palabras de otras compañeras de su madre presas y hasta con las obras artísticas que va creando Llorens. Poco y nada parece sobrarle a La casa de Argüello, que no es un filme militante -la directora aclara que no pertenecía a ninguna entidad de Derechos Humanos-, pero tampoco lo necesita. Basta con seguir la historia para sentirse compenetrado.
Con Parásitos el surcoreano Bong Joon-ho está haciendo historia para el cine de su país, sumando premio tras premio internacional, algo que comenzó con su première en Cannes donde se alzó con la Palma de Oro y que puede terminar hasta con más de un Oscar en su cosecha el domingo 9 de febrero. Parásitos, como si hiciera honor a su título, va mutando de género, trascendiendo la comedia dramática, y hasta la sátira social, para transformarse en una pequeña gran obra. Los protagonistas son los miembros de dos clanes, dos familias surcoreanas. Las dos son familias similares, pero a la vez, antagónicas, compuesta por padre, madre, hijo e hija. Lo que cuenta Bong Joon-ho, en definitiva y en el fondo, es una lucha de clases, pero matizada con rasgos individualistas, más que individuales. La película abre con los Ki-taek, humildes, pobres pero no honrados, como se verá, que (sobre)viven en un sótano en una zona algo marginal. Sus ingresos son por trabajos básicos y rudimentarios, y que les dejan poco dinero, como armar cajas de pizza. Hasta le roban el wifi a los vecinos. Los Park pertenecen a la clase alta, tienen una casa hipermoderna con enorme jardín y ama de llaves incluida. Se sabe que los parásitos necesitan apenas un resquicio, una hendidura, una oportunidad en el cuerpo para poder desarrollarse. Cuando el joven Ki-woo Ki-taek logra ingresar a la mansión como reemplazo de un amigo para enseñarle inglés a la hija adolescente de los Park, el camino empieza a abrirse. Y, de a uno, irán ingresando su hermana menor, como terapeuta de arte del hijo más chico; su madre en lugar de la ama de llaves; y el padre, como chofer del Sr. Park. No les importa mentir, abrirse paso engañando y dejando sin trabajo a gente, se presume, más decente y recta, y dejándolos en la misma situación en la que estaban ellos. Y se preocupan porque los Park no sepan su parentesco común. Bong, que en sus filmes anteriores utilizó, por ejemplo, la ciencia ficción para hablar y criticar al capitalismo y la jerarquía de clases (Okja o hasta The Host), aquí apunta al realismo social, y a los efectos morales que cualquier acto individual puede ocasionar. ¿La ética es flexible? Maestro del suspenso (Memorias de un asesino), en cierto momento la película, como decíamos, muta. Hay un click, un cambio de registro, un hecho que desconcierta. Y que es aprovechado por el director para redondear, como a él le gusta llamarla, “una tragedia sin villanos”. No es la mera historia de “marginados sociales” versus la “clase dominadora”, porque aquí hay de todo y se mezcla bastante. La polarización y la grieta no son exclusivamente argentinos. Si la alegría no es solo brasilera, la tragedia no es exclusivamente argentina. Hay un contraste visual entre los hábitats de las familias, no sólo espacialmente, entre lo minúsculo y lo amplio. Y lo que comienza como una comedia reidera, humillaciones y aprovechamientos mediante, va dejando lugar a la violencia cuando la desigualdad se sienta, se huela en el aire. Song Kang-ho, actor fetiche de Bong, es el padre de la familia pobre, y no es el único que cumple una labor estupenda. Se diría que todo el elenco es parejo en esta película divertida, sí, pero que deja mucho espacio para la reflexión y el debate. Porque como las buenas películas, permite diferentes capas de lectura.
Realizar una sátira sobre el nazismo y en particular sobre Adolf Hitler podría sonar arriesgado y hasta infeliz. Pero desde El gran dictador, de Charles Chaplin, pasando por el momento de Primavera para Hitler de Los productores, de Mel Brooks y la más reciente Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, queda claro que lo que importa es la mirada, la crítica y el talento para no dar un paso en falso. Jojo Rabbit no lo da, por más que Hitler sea el amigo imaginario del protagonista, el personaje del título (el inglés de 12 años Roman Griffin Davis, en su primera actuación cinematográfica). Se aproxima el final de la Segunda Guerra Mundial, y los nazis, desesperados ante una derrota de la que no se habla, pero de la que se intuye, comienzan a adiestrar a niños y adolescentes. Jojo es uno de ellos. Es un fanático, no escucha razones de nadie, ni de su madre (Scarlett Johansson, destinada a atar los cordones de los zapatos de sus seres queridos en esta temporada de premios). Su padre estaría en el frente de combate, pero nadie está convencido de ello. A Jojo le hacen bullying porque se niega a matar a un conejo, de ahí su apodo. El único amigo de su edad es Yorkie (Archie Yates, tan angelical que será el protagonista de la nueva Mi pobre angelito). Todo se le desarma a Jojo tras autoinfligirse -sin querer- heridas en su entrenamiento con una granada, y descubrir que en su casa su madre refugia detrás de las paredes a una adolescente judía. ¿Qué hacer? ¿Denunciarlo al capitán Klenzendorf (Sam Rockwell, también estupendo como el resto del elenco)? ¿Revelárselo a su madre, que se lo ocultó? Su amigo imaginario el Führer (el director de la película, el neozelandés de padre maorí y madre de ascendencia judía Taika Waititi, el de Thor: Ragnarok y que dirigiría una nueva del superhéroe de Marvel) intenta ayudarlo, pero es tan patético que de a poco Jojo comienza a distanciarse del “consejero” que consiguió ante la ausencia del padre. Y comienza a crecer la relación de amistad con Elsa Korr (Thomasin Harcourt McKenzie), la joven con reminiscencias de Ana Frank. Jojo Rabbit es una caricatura del nazismo. La primera escena, la de los títulos, es una versión de I Wanna Hold Your Hand, de The Beatles, sobre imágenes documentales de nazis levantando su mano y saludando al Führer. Y así será hasta llegar al final. Los puristas seguramente la odiarán. Jojo Rabbit es una película desprejuiciada, con un “mensaje” a favor de la vida, una comedia provocativa, que busca precisamente eso. Descolocar al espectador, y bien que lo hace.
Seis años después del estreno del mayor éxito comercial de una película animada -1.270 millones de dólares en todo el mundo- llega la esperada secuela de Frozen. Y Disney, casi como hizo con Star Wars: El ascenso de Skywalker, apostó a lo seguro. Frozen II es un filme que gustará a los fans de Anna, Elsa y sus amigos, que tiene canciones entradoras –no tantos hits como las del original: la banda sonora del filme de 2013 es soberbia, similar a las de La Sirenita, El Rey Leóno Aladdin-, gags visuales para los más pequeños, empoderamiento femenino para estar en época y que gira alrededor prácticamente de lo mismo: los extraños poderes que tiene la reina Elsa de Arendelle. Se sabe que Elsa puede congelar lo que quiera. Bueno, tres años después, en la trama, es hora de saber cuál es el origen de esa cualidad antes de que se transforme en pesadilla, y el bosque cercano, parece, tiene algo o mucho que ver con ello. También, la herencia, de dónde provienen las hermanas, todo esto sin dejar de lado a los personajes secundarios, que cómo no van a regresar, sean animales humanos o un muñeco de nieve. La película arranca con Elsa y su hermana menor Anna como niñas. Las canciones se van sumando, una tras otra, en lo que semeja será más un musical que una película animada para niños, pero luego retoma la acción. Estilísticamente, Frozen II es increíble: difícilmente se haya visto correr agua como en esta película de animación. Los logros pasan más por la imagen. Chris Buck y Jennifer Lee, los directores de la Frozen original, vuelven a estar detrás del proyecto. Lo mismo sucede con los compositores, Christophe Beck, Kristen Anderson-Lopez y Robert Lopez. Hay un par de twist o giros, que podrán preocupar a los más chicos, hasta que todo vuelva a la normalidad. Disney se muestra cauteloso y la saga no va a correr riesgos innecesarios. Por supuesto, demás está decir que hay que ver y disfrutar Frozen II en la versión original, subtitulada, para poder volver a escuchar las canciones con las voces de Idina Menzel (Elsa) y Kristen Bell (Anna). Eso, claro, si no hay que acompañar a los más pequeños, porque aunque el relato sea sencillo en su estructura, son el colorido, la belleza de las imágenes y, de nuevo, las canciones lo que priman.