Clint Eastwood en esta última etapa, y la más madura de su carrera, que comenzó con Los imperdonables (1992), le gusta abordar hechos de la vida real estadounidense. Personajes de carne y hueso que tuvieron acciones heroicas, pero que para muchos -y para los medios o el Gobierno- tal vez no fueran tan así. A Francotirador, Sully: Hazaña en el Hudson, 15.17: Tren a París y hasta La Mula ahora le sigue El caso de Richard Jewell, un agente de seguridad que en plenos Juegos Olímpicos de Atlanta, en 1996, encontró una mochila sospechosa, que contenía artefactos explosivos en Centennial Park, alertó a la policía y salvó muchas vidas. Lo dicho, Jewell era un héroe, hasta que dejó de serlo. Tres días más tarde, el FBI lo tenía como principal sospechoso. Ya se sabe: al primero al que se investiga es al que encuentra la bomba, el Atlanta Journal-Constitution decidió publicar la información que tenía y la vida de Richard pasó a ser un calvario. "Este perfil generalmente incluye a un hombre blanco frustrado que es un ex oficial de policía, miembro del ejército o de la policía", un aspirante "que busca convertirse en un héroe”, dice Kathy Scruggs (Olivia Wilde), la periodista detrás de la bomba, en todos los sentidos que le quieran poner. Sus flirteos con el agente del FBI Tom Shaw (Jon Hamm, de Mad Men) dan indicios de que habría conseguido información precisamente a través de su relación con él, lo que generó una controversia mayúscula alrededor del filme en su estreno en los Estados Unidos. Pero Eastwood pone la mira de lleno en Richard Jewell. Es más: como quiere limpiar el nombre del protagonista, decidió que el filme se titulara directamente como su personaje, para que todo el mundo lo supiera o lo recordase. Pero Richard, como mal o bien decía la periodista, llenaba lo casilleros para ser sospechoso. Algo inocentón, un poco nerd, Richard fue denigrado varias veces, vivía con su madre y su físico –hombre blanco, excedido en peso- parece que lo convertía en el terrorista solitario que buscaba el FBI. Eastwood confió en Paul Water Hauser, dándole el primer protagónico de su carrera al hombre que, sí, lo recuerdan como uno de los racistas de Infiltrado del KKKlan, y en Yo soy Tonya. Y está perfecto en su papel, ya que para los que no conocen la historia real, las dudas se mantienen sobre su grado o no de participación en el atentado. El director de Río Místico lo rodeó de talentos. A los ya mencionados Hamm y Wilde, agreguen a Kathy Bates como la madre, en otra composición memorable de la actriz de Misery y Titanic, y Sam Rockwell, esta vez en un rol que se presume “bueno”, algo inhabitual en el ganador de un Oscar por 3 anuncios por un crimen. El caso de Richard Jewell está no sólo bien contada, sino que mantiene en vilo y en tensión al espectador por más de dos horas. Las libertades creativas que se hayan tomado guionista y director no hacen a la cuestión cinematográfica, pero es difícil saber si la ficción superó a la realidad.
Que el cine rumano está viviendo la etapa posterior a lo que podríamos llamar una nueva ola, con realizadores talentosísimos como Cristian Mungiu, Cristi Puiu, Maria Dinulescu, Cristian Nemescu y el propio Corneliu Porumboiu, el director de Policía, adjetivo, que le da una nueva horneada a un género que parecía un tanto abandonado como es el del policial. En La Gomera el protagonista, o deberíamos decir coprotagonista, Cristi, es un policía rumano que viaja precisamente a La Gomera, en España. Allí aprenderá un lenguaje de silbidos, con los que podrá comunicarse con gente que está fuera de la ley, y así no serán descubiertos sus mensajes. Porque Cristi es, aunque nos caiga muy simpático, un policía corrupto. Un agente que atiende los dos lados del mostrador, y que es vigilado por orden de su superiora con cámaras ocultas en su casa. Y que ha conocido a Gilda, que con ese nombre remite a otro clásico del cine, y que se vista o no de rojo, lo volverá loco. Y con razón. Es, también, una historia de amor, que nace casi por necesidad. Así que el espectador puede ver un lado u otro de la historia. Pero el que elija los dos, saldrá claramente beneficiado. Gilda lo que quiere es que Cristi lo ayude a liberar a Zsolt, su novio, preso, y con varios millones de euros (30) por repartir. La comicidad ya era un rasgo de Porumboiu, tanto en el filme mencionado como en Bucarest 12:08. Y tiene que ver, de nuevo, como en Policía, adjetivo, con lo lingüístico, con la manera de expresarnos. Con querer comunicarse, sea para hacerlo con precisión o para burlar posibles traiciones. Tenemos los elementos básicos del policial hollywoodense: un montón de plata y la femme fatale que podrá o no hacer perder la cabeza al (anti)héroe. Con el humor, Porumboiu descomprime y también explica situaciones, aunque nada es demasiado complejo. Hay un hotel en el que sólo se escucha ópera en la recepción -y tiene su porqué-. La película está dividida como en episodios, con el nombre del personaje que, hipotéticamente, será el narrador o el centro del mismo. Vlad Ivanov, visto en 4 meses, 3 semanas, 2 días, y Catrinel Marlon, que de atleta y modelo pasó a ser actriz, parecen cumplir cada uno de los requerimientos que el director de El tesoro les habrá solicitado. Tanto la iluminación, como el montaje y la música suman la concreción de la muy buen película que es La Gomera, en la que la lealtad es más que una roca fundacional en las relaciones de los personajes.
Desprejuiciada comedia canadiense debida a la también actriz (Las invasiones bárbaras) Sophie Lorain, los personajes centrales sufren de una “dependencia emocional” que les puede jugar en contra. Se verá. “Creo que no soy tan buena siendo libre”, o “Creo que estoy enloqueciendo, me estoy enamorando” son frases dichas de golpe y repentinamente por alguna de ellas. Porque la historia de Los amores de Charlotte, si bien se centra en el personaje del título, es la de tres amigas que un buen día van a Jouets Depot, un gran almacén de venta de juguetes, y como les gustan varios de los muchachos empleados, llenan los formularios de admisión y comienzan a trabajar allí. Es cierto que Charlotte (Marguerite Bouchard) no ha tenido una experiencia buena: su novio resultó ser gay, y la deja,. Y entre sus amigas la virginidad es un tema Charlotte tiene 17 años, y en Jouets Depot nadie pasa los 20. Como las hormonas están en efervescencia y etapa de ebullición, todos -o casi- se acuestan con todos. Pero una advierte en voz alta que “el amor es más que con cuántos chicos te acostaste”, “por más que ellos te lo van a preguntar”, y entre amores correspondidos y no tanto, las chicas deciden hacer un pacto. Un pacto de abstinencia. No tendrán sexo. Y ojo con la que traicione controlarse. Rodada en un blanco y negro que le cae perfecto –no es por moda, ni por querer parecerse a la Nouvelle vague ni nada por el estilo- Los amores de Charlotte tiene un título en francés y otro en inglés que no tienen nada que ver entre sí, y tampoco con el que se estrena en la Argentina. Charlotte a du fun (Charlotte se divierte) y Slut in a Good Way (Puta en el buen sentido) son menos románticos, qué duda cabe, pero tal vez más exactos con el sentir, el espíritu entre juguetón e inescrupuloso de la película, opera prima de la canadiense Lorain. Las chicas quieren divertirse, sí, y también sueñan con algo más, pero entre tanto… La mirada tiene ese desprejuicio, y la directora se pone del lado de sus personajes, por lo que es un filme divertido y adolescente, en todo su(s) sentido(s).
El ascenso de Skywalker, el capítulo final a la saga galáctica, el adiós a la dinastía Skywalker tras 42 años, tiene acción, claro, humor, revelaciones y respuestas. ¿Es divertida? Es divertida. ¿Es entretenida? Lo es. ¿Tiene todo lo que quieren los fans? Tal vez, no todo. O no todo tan así. Pero la satisfacción está garantizada. Tiene una primera mitad, o una primera hora, para ser exactos, hasta “la revelación”, en la que la película ofrece como nuevas subtramas y es, a la vez, la más simple y aniñada de las tres de esta última trilogía. El ascenso de Skywalker es, hasta allí, lo que El regreso del Jedi fue a la trilogía original. Lo que sigue no es spoiler, porque sucede al comienzo: Palpatine vuelve de la muerte (¡!) y le promete todo a Kylo Ren, el nuevo Líder Supremo, para rearmar un gran Imperio contra la Resistencia, que ya era mínima al final de Los últimos Jedi. “La llama Sith emergerá”, se dirá más adelante. La Orden Final está por armarse. La Primera Orden fue sólo el comienzo. Palpatine está obsesionado, parece, con que Rey muera. ¿Quién es esa chica? Desde El despertar de la Fuerza nos preguntamos por sus padres. Kylo la quiere pasar al Lado Oscuro. Lo que muchos sienten es que el problema de la nueva trilogía es que los nuevos personajes (Poe Damron, Finn, Rey), a excepción de Ben/Kylo, no tienen el mismo carisma que tenían Luke, Han y Leia hace 42 años. Por más que Leia le dé el sable de su hermano Luke a Rey, y que le diga “Nunca tengas miedo de ser quién eres”. Después de todo, tenemos un ex traficante de especies, un ex stormtrooper y una ex carroñera. Con ese linaje, ¿adónde vamos a llegar? Bueno, con la mala puntería de los stormtroopers, quizá… Entre presentimientos y visiones, los mundos virtuales que se cruzan (algo muy del director J.J. Abrams, de Lost a esta parte), tal vez haya demasiados encuentros entre la rebelde Rey y el oscuro Kylo Ren. Como en todas las películas de la saga creada por George Lucas, El ascenso de Skywalker está trabajada, cosida de acuerdo a misiones por realizar. Aquí, entre otras, hay que ir a Exegol para derrotar a Palpatine, pero para ello hay primero que encontrar un orientador Sith, el mismo que Luke había ido a buscar, para poder llegar a Palpatine. Hay un momento western, hay un espía entre los malvados. Hay una reaparición (además de la de Palpatine, y la del querido Lando Calrissian), una revelación que lo cambia todo, o casi, y otra muerte. Hasta que llegue, como todos sabemos y esperamos, el combate final. ¿Entre quiénes? Será por la galaxia. Y por Leia. Así como los stormtroopers ahora pueden realizar otra cosa con sus cuerpos, no todos sabíamos, aunque lo intuíamos, que la energía de la Fuerza puede sanar cuerpos y tal vez alma o espíritus. Es que El ascenso de Skywalker debe dar muchas respuestas, cuando El despertar de la Fuerza nos llenaba de nuevas preguntas en el relanzamiento de la saga. Y suele ser más atractivo preguntar que responder. En esta película se hace más evidente que en otras cómo John Williams editorializa con los acordes musicales. Y la pelea, una de las tantas, entre Rey y Kylo, en las ruinas de lo que fue la Estrella de la muerte, con olas altísimas azotando el lugar, es uno de los momentos cumbres de la película. El ascenso de Skywalker da el cierre. J.J. Abrams, desde el guión, sorprende, claro con la revelación, y luego ofrece lo que los fans desean. Esa adrenalina mezclada con tristeza, esa emoción porque se acerca el final. Es un digno cierre, más a tono de la primera saga que lo que fue la trilogía precuela a los Episodios IV, V y VI. Para que la Fuerza nos siga acompañando.
Parábola del mundo actual contada a partir de una situación postapocalíptica en un futuro incierto, La luz del fin del mundo es una película más intimista y dramática que de acción o suspenso. Es la relación entre un padre y su hija, la necesidad del primero de proteger y criar solo a su niña. Porque el virus qtb, que ha acabado con la raza femenina y deja a Rag como aparentemente la única mujer en el mundo, podría no haber existido, y ese vínculo tan estrecho se mantendría incólume, igual. Casey Affleck, el hermano talentoso de Ben, no sólo como actor -ganador del Oscar por Manchester junto al mar-, debuta en la realización de una ficción, tras I’m Still Here, el falso documental con su gran amigo Joaquin Phoenix. Con algo de La carretera, la novela de Cormac McCarthy que el australiano John Hillcoat adaptó al cine, con Viggo Mortensen y Kodi Smit-McPhee, e Hijos del hombre, de Alfonso Cuarón, Affleck apuesta siempre al minimalismo. Pero no a la fuerza de haber contado, se nota, menor presupuesto que aquellos directores, sino por convencimiento e ideas. La película arranca con el relato de diez minutos de una historia que Padre (nunca sabemos su nombre) le cuenta a Rag (Anna Pniowsky) en una carpa. Tiene que ver con el Arca de Noé, y es la manera con que Affleck introduce al espectador en la trama, en el universo del padre y su hija y cómo se posiciona ante el público. Rag puede preguntarle a Padre la diferencia entre moral y ética, o qué es lo importante en la vida, y él siempre tiene una respuesta satisfactoria. “Soy la única chica de mi especie”, dice por ahí Rag, que tiene el cabello corto precisamente para confundir a los extraños que, difícilmente, se crucen en su camino. No hay posibilidad de confiar en nadie, salvo en ellos mismos. ¿Hacia dónde van atravesando el bosque? Hacia el noroeste, en línea recta, pero ¿adónde? Porque cuando ven una casa que le podría dar refugio y cobijo, el padre sin nombre lo duda. Para más o menos explicar qué ha sucedido, Affleck apela a breves flashbacks de Padre, en el que habla con Madre (Elisabeth Moss) y ella está enferma. Y así como no sabemos por qué Rag es inmune, la amenaza y el miedo son constantes. Llegado el momento de la acción, porque tarde o temprano el enfrentamiento con “la realidad” se iba a dar, y sin mayores aclaraciones o interpretaciones, Affleck pone el peligro en escena, y en primer plano. Es cierto que apela al fuera de campo, y a la iluminación de Adam Arkapaw (True Detective y Top of the Lake) para mostrar contrastes y marcar un espacio abierto por lo general ominoso. Y así como al final vemos a Rag distinta, sabemos que esa relación de cuidados será, y fue, como una aventura con mucho de amor.
Da lo mismo que sea en un castillo o en el Expreso de Oriente: pongan un cadáver y un montón de sospechosos y allí habrá suficiente como para armarse un festín, de un lado y del otro de la pantalla. Indudable fanático de las novelas de misterio de Agatha Christie, el guionista y director Rian Johnson parece tomarse un respiro de los filmes de acción -Looper, con Bruce Willis, Star Wars: Los últimos Jedi-, relajarse y gozar. Johnson no sólo dirigió sino que imaginó la historia y la guionó. El escritor de policiales Harlan Thrombey (Christopher Plummer) parece que no se ha suicidado, sino que ha sido degollado por alguno de los que estaba en su mansión en la noche de su cumpleaños número 85. La policía investiga y, con ellos, llega un detective privado de nombre Benoit Blanc, y al que el candidato al Globo de Oro Daniel Craig le impone presencia, acento y hasta un humor medido. Como debe ser. Son los sospechosos de siempre: hijos, nietos, un yerno, una nuera -todos potenciales herederos-, el personal doméstico y la enfermera particular de Harlan. Desconfiado, Benoit interroga a cada uno, y Johnson permite al espectador saber más que él, y descubrir cómo muchos mienten y tienen escondida alguna razón para haber deseado la muerte del escritor. Entre navajas y secretos rinde homenaje a ese género exquisito que es el policial inglés, donde las vueltas de tuerca y los pasos de la investigación van dando nuevos giros y pistas para descubrir al asesino (o asesinos). Si hasta un personaje ve Reportera del crimen (Murder, She Wrote), con Angela Lansbury en su televisor, y en castellano. Porque Marta Cabrera, la enfermera salvadoreña cuya madre ingresó ilegalmente a los Estados Unidos, ha sido como una confidente de Harlan. Y el personaje que interpreta la cubana Ana de Armas (Blade Runner 2049, y que volverá a trabajar con Craig en la nueva de Bond, No Time to Die) tiene la particularidad de que no puede mentir. Si lo hace, tiene arcadas y vomita. Qué mejor asistente para Benoit. Lo dicho: Entre navajas y secretos se ve con placer, por más que en algunas transiciones se noten las costuras. Y como también es un filme “de actuación”, el elenco numeroso tiene como para divertirse. Sumen a Chris Evans, Jamie Lee Curtis, Don Johnson, Toni Collette, Michael Shannon, Katherine Langford (13 Reasons Why), Jaeden Martell (It) y hasta Frank Oz como el notario que deberá leer, cómo no, el testamento. Hay muchos motivos para ir a ver esta película. Disfrútenla.
Cuán agradable es ver una película como las de antes, en el que los duelos interpretativos, las vueltas de tuercas, la manipulación entre los personajes y también del guionista y el director al público nos deja con una sensación de satisfacción. ¿Le pasa seguido cuando sale del cine? El buen mentiroso tiene una base novelesca. Adapta la novela de Nicholas Searle, y si bien tiene una resolución, eso sí, un poquito traída de los pelos, durante más de una hora y media atrapa y no suelta. El protagonista es Roy Courtnay (Ian McKellen, que es y ha sido mucho más que Gandalf en El Señor de los anillos), un estafador que atrapa a sus víctimas embaucándolos con que podrá duplicar sus fortunas, para luego quedarse con el dinero. El filme comienza con él y con Betty (Helen Mirren, más que La reina) conociéndose en una red de citas. Ambos mienten con sus nombres y sus pasados (The Good Liar no admite género, y puede ser la mentirosa buena), pero de entrada queda claro que el tramposo es él. Ambos serían viudos, y Betty tiene una fortuna considerable, además de un nieto que no ve con buenos ojos al señor que de a poco, comienza a tener más lugar en la vida (y en la casa) de su abuela. Pero Roy es un ave de rapiña, que mientras enamora a la viejita y se hace el enfermo, es capaz de seguir estafando y hasta mandar a destrozar alguna parte del cuerpo al que piense desafiarlo. La película, dirigida por Bill Condon, un cineasta capaz de hacer Dioses y monstruos y dos películas de la saga de Crepúsculo, y hasta Dreamgirls y la útima La Bella y la Bestia de Disney, va mutando una vez que la confianza de Betty hacia Roy es total, y cuando el golpe parece certero. La empatía que tanto el embustero como la víctima generan en el espectador va mucho más allá, obviamente, de que se trate de dos personajes que transitan la tercera edad de una manera admirable. Nada que ver con dos ancianitos, porque Roy y Betty tienen mucho para vivir. Tan cierto como que McKellen y Mirren son dos intérpretes de excepción, y que cosen a sus personajes y Condon hilvana su(s) historia(s) con tacto y buena mano. Hasta ese desenlace que anunciábamos y que, si bien no desmerece todo lo visto anteriormente, ya se sabe que el cinismo es un camino de ida.
Veamos. Un brasileño filma en castellano, latín, italiano e inglés la historia de un Papa argentino, que interpreta un galés, y un Papa alemán, que encarna otro actor galés, sobre un guión de un neozelandés (Anthony McCarten, el de Bohemian Rhapsody) para una plataforma… internacional. Porque este jueves se estrena Los dos Papas, de Fernando Meirelles, con Jonathan Pryce (72 años) y Anthony Hopkins (81), y el 20 de diciembre Netflix ya la subirá a su plataforma de streaming. La película del mismo director de Ciudad de Dios y El jardinero fiel pivotea constantemente en el juego de los opuestos. Ratzinger, o Benedicto XVI, es conservador, defensor del Dogma y de la Doctrina de la fe. Bergoglio o Francisco viene a romper mucho de lo establecido, reniega y renuncia a todos los lujos. Conviven, sabemos, porque uno renunció al pontificado de la Iglesia Católica, y el otro fue electo por los cardenales. Uno es pintado casi como un troglodita, un retrógrado, o con salidas y respuestas infantiles, el otro es locuaz, popular y abierto. Aunque en lo que están de acuerdo es en enfrentarse al aborto y al matrimonio entre homosexuales ("el plan del Diablo”), y hasta comparten una pizza y un par de naranjas Fanta. Los dos Papas, en verdad, trata más sobre el argentino. Será por cuestión de carisma, afinidad o porque lo vieron como un personaje más fácil de generar empatía con el espectador, lo cierto es que conocemos a Jorge Bergoglio de joven (lo interpreta un correcto y convincente Juan Minujín) y de adulto, en su vida diaria y sencilla, y aprendemos cómo dejó el amor de una chica para dedicarse a Dios. Y, para aquellos que piensan que la película fue financiada por el Vaticano, no le escapa a la etapa de la dictadura militar en la que Bergoglio salvó vidas, sí, pero le dio la comunión a Jorge Rafael Videla en su casa, y hay que ver cómo se banca que otros curas de la Villa 21 le digan “¿Hasta cuándo te vas a quedar callado?”. Son esos momentos, y no solamente para el público argentino, los más álgidos, e intensos, donde el filme abandona el tono afable y se torna dramático, con los vuelos de la muerte, la aparición de Astiz, la represión y el secuestro de curas y civiles. Y allí Benedicto, que era como un dinosaurio y todo lo que opinaba parecía provenir de un necio, se vuelve lúcido y más que aleccionar, contiene a su par. También se habla de los abusos de curas a menores, de pecadores y víctimas, todo en los jardines o habitaciones de la residencia papal de verano en Castel Gandolfo. Pero luego Los dos Papas retoma la senda del relato amigable, con Francisco y Benedicto viendo la final de la Copa del Mundo 2014 frente a un televisor, o bailoteando tango, tarareando Dancing Queen, de Abba. Y es que cuando los personajes no largan frases célebres, armadas y grandilocuentes, como en la primera media hora, y Pryce y Hopkins salen a actuar y mostrar todo lo que pueden tener debajo de la sotana -cuando Meirelles no los encorseta-, sin salirse del libreto la relación es más fluida y hasta pareciera sincera. Con los conflictos espirituales, y por supuesto morales. Los cónclaves en los que se eligieron a ambos Papas no podían no estar, y están. Hay una muy buena reconstrucción de época, tanto en Buenos Aires como en lo que sería el Vaticano, y un par de errores (“vea cómo juega Vilas”, se dice, y se ve a un tenista sacando con la mano derecha cuando el marplatense es zurdo, o hacen referencia a una Copa del mundo, y los años en el diálogo no dan). Pero eso sería ver más allá de lo que pretende Los dos Papas, entre rituales y progresismo.
Así como ciertas escenas de violencia de las películas de Quentin Tarantino pueden mover a la sonrisa o la risa, a veces nerviosa, Boda sangrienta hace que el horror pueda desestructurarnos. ¿Acaso esta película trata sobre los riesgos del matrimonio como institución? Quien se casa, ¿sabe bien en lo que se está metiendo? Grace, seguramente, no. La dupla Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, que hizo Heredero del diablo (2014), una mezcla de El bebe de Rosemary y Actividad paranormal no precisamente lograda, ahora redoblan su apuesta. Bueno, se despacharon con esta comedia oscura de terror, con mucho gore llegando al explosivo final, porque comienza -tras un prólogo que pone en clima- bien mansita. La familia Le Domas tiene cierta peculiaridad o, como muchas, un secreto. Alex, por algún motivo, le escapaba a reunirse con sus familiares millonarios, pero su novia insiste y, bueno, entonces ella tendrá que seguir la tradición. Cada vez que un nuevo miembro llega a la familia a través de un matrimonio debe pasar por una iniciación relacionada con un juego. Como los Le Domas amasaron su fortuna a partir de -precisamente- juegos, a Grace no le parece extraño que, tras la boda y ella aún vestida de novia, deba elegir una carta. Lo que no se imagina es que la carta en cuestión -pudo elegir otra, pero no, ella tomó ésa- la invita a jugar a un Hide and Seek (las escondidas) un tanto macabro. Grace debe esconderse, porque el resto de su nueva parentella no hará otra cosa que buscarla para asesinarla. Estamos, claro, del lado de Grace (Samara Weaving, de Tres avisos por un crimen, sobrina de Hugo -Matrix- y con cierto parecido a su compatriota australiana Margot Robbie) para que escape de esa enorme y antigua mansión, en verdad, un castillo lleno de recovecos, pasadizos y trampas. No en vano más de una o uno pasó por lo mismo que ella a lo largo de los años. ¿Sobrevivió alguien? Como dijimos, a medida que la noche, la trama y la película avanzan, la caza se va poniendo más feroz y oscura. No corre por las venas de Grace la misma sangre que la de los Le Domas, pero eso no quiere decir que sea menos valiente y/o inescrupulosa. Y, al correr de las horas, no se salva nadie. ¿Hay sirvientes o empleados? Los hay. Y también hay niños... Entonces, lo gótico se combina con lo siniestro, y justo, pero justo cuando parece que el asunto se le va a ir de las manos a la dupla de realizadores... Los amantes del género hallarán en Boda sangrienta resabios de Scream, y de la saga de El juego del miedo. Pero no es ni una ni la otra: prepárense para reír, sufrir y no quitarle los ojos. Si se atreven.
Atrapante y por momentos hasta asfixiante es El cuidado de los otros, segundo largometraje de Mariano González (Los globos). Es un cuidado y laborioso estudio sobre la culpa, la lealtad, el azar o las vueltas de la vida, que le dicen, y has sobre la necesidad de sanar, de reparar lo herido o mal hecho. Luisa (Sofía Gala Castiglione) es babysitter a tiempo partido. Cuando no cuida al pequeño Felipe trabaja en un taller de cerámica junto a su novio, Miguel (Mariano González, el realizador). Y un (mal) día, una mañana el chico se intoxica en su casa, su vida se pone en peligro de muerte y no por culpa de Luisa. Hubo un descuido, alguien lo cometió y El cuidado de los otros trata casi todo el tiempo acerca de ello: cómo atender, preservar, defender a quienes amamos. Porque en eso están todos los personajes: los padres de Felipe (Laura Paredes y Edgardo Castro), Luisa, el padre de ella. La película, que compitió recientemente en el Festival de Mar del Plata, irá tomando diferentes rumbos cuando el asunto se empiece a poner más espeso, y las acciones judiciales entren a tallar. Sofía Gala Castiglione lleva todo el peso del filme, y bien ha confiado el director en ello. La actriz ya ha demostrado en varias oportunidades (Alanis, tal vez, la mejor) que no le teme a los desafíos interpretativos y que es capaz de aprisionar al espectador con las mejores armas, para que el público sienta lo que le pasa a su personaje, en el corazón y por la mente. Son solamente 68 los minutos que le toma a González contar esta historia, que por sabe conmover cuando debe, que intriga y que se sigue con los ojos fijos, clavados en Luisa, un personaje que ofrece tantos matices como cualquiera persona de la vida real. Y lograr eso en el cine, se sabe, no es fácil.