Hollywood va y viene y vuelve sobre esta batalla, la de Midway, que marcó un hito en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Tras la devastadora acción japonesa en Pearl Harbor -que también tuvo sus películas hollywoodenses-, el enfrentamiento aéreo y naval en la zona de Midway, en el Pacífico, en buena parte decidió el destino de la Guerra. Y ahora es Roland Emmerich, el alemán de Día de la Independencia, aquella Godzilla de los ’90, 2012 y tantos tanques el que se pone detrás de las cámaras para reconstruir los hechos. Y lo hace con lo que sabe: mucho presupuesto, un sentido de la heroicidad de sus protagonistas (todos los personajes son reales) y aprovecha el despliegue presupuestario en las escenas de combate. Aunque en algunas escenas los efectos o las maquetas se alejen de la realidad -uno se da cuenta-, los ataques sobre los portaaviones nipones por parte de aguerridos pilotos de avión y el terrible bombardeo a la flota estadounidense en Pearl Harbor en más de una oportunidad deja al espectador, sino en estado de éxtasis, al menos con la boca abierta. El espíritu es el del patriotismo y -si cabe- el entretenimiento, como suele hacer Emmerich. La cosa se desinfla un tanto cuando la trama no pasa por la acción y ahí hace un poco de agua. El protagonista, si bien Midway es un filme de estilo coral, es, como en Día de la Independencia, un piloto. Dick Best (Ed Skrein, malvado en Deadpool y visto en la reciente Maléfica: Dueña del mal) es tan certero a bordo del avión como con sus palabras en un portaaviones. Hay más pilotos, encarnados por Luke Evans y hasta uno de los Jonas Brothers, Nick. El oficial de Inteligencia Edwin Layton es interpretado por el usualmente eficaz Patrick Wilson (El conjuro), el héroe Jimmy Doolittle es Aaron Eckhart. Y Woody Harrelson y Dennis Quaid son el comandante Chester Nimitz y William ‘Bull’ Halsey, respectivamente. La película está contada también dese el punto de vista japonés. Aunque, claro, en menor medida. El sentido del honor no es propiedad única de los estadounidenses y los orientales son tratados con respeto, aunque con diferencias. Resumiendo: son casi dos horas y veinte de despliegue y pirotecnia, en un clima bélico que no le hará perder la atención, tampoco, al balde de pochoclo. Ambos aquí se complementan.
Hay quienes van al cine y pagan su entrada para ver una película motivados, llevados por uno de los intérpretes que encabezan el elenco. En Frankie hay varios talentosos, empezando por Isabelle Huppert, y siguiendo por Brendan Gleeson, Marisa Tomei, Greg Kinnear, Jérémie Rénier. Tamaña decepción, entonces, se lleva el espectador ya al promediar la proyección del filme de Ira Sachs (el de Por siempre amigos), que hizo su primera aparición en el Festival de Cannes con este melodrama en la edición de este año. Ni siquiera la presencia de la actriz de La profesora de piano y Elle: abuso y seducción merece la atención. Huppert es Françoise Crémont, una mujer que decide llevar de vacaciones a Sintra, un pueblito pintoresco de Portugal, a miembros de su familia y/o amigos y hasta a su ex marido. Si queda claro el motivo -Frankie padece una enfermedad terminal, y la reunión obedece más a una despedida que a otra cosa-, no queda claro cuáles son las intenciones. Porque en los diálogos, insípidos, hay algo de reproches al margen del tono de adiós. Lo que también desaprovecha el realizador estadounidense, además de a los actores que ha reunido, son las situaciones que plantea, tanto en el tronco de la historia como en sus ramificaciones. La relación, por ejemplo, entre Ilene (Tomei) y Gary (Kinnear), el reencuentro con Jimmy, su ex. Todo es más que pintado, enchastrado con una pátina entre trágica y patética. Eso sí, con unos paisajes pintorescos que el director de fotografía portugués Rui Poças (Zama) sabe iluminar y una toma final, un plano que debería decir mucho, pero que resulta bastante simple y desabrido.
Los errores del pasado no pueden resolverse, ni en el presente ni en el futuro, pero tal vez puedan apaciguarse los efectos que han causado en otros. Eso se desprende de El hombre del futuro, la opera prima del chileno Felipe Ríos, que se rodó en coproducción con la Argentina: allí aparece, por ejemplo, María Alché (La niña santa, Familia sumergida) subiendo a un camión, haciendo dedo en una ruta del país trasandino. Porque la película trata sobre viajes, quizá cíclicos, como el que realiza el protagonista. Michelsen (José Soza) es un hombre mayor, al que lo jubilan de prepo como conductor de un camión. Y en el que sería su último viaje de carga, espera reencontrarse con su hija, Elena (Antonia Giesen), a la que no ve desde hace quince años. El lirismo del filme no choca ni tropieza con que haya dos viajes en paralelo y distintos personajes, camionero y acompañante a dedo. El desarraigo y la soledad, y hasta la limitación en expresar sentimientos de algunos personajes van en sintonía con el planteo del realizador. El filme tiene algo del tono de Las acacias, de Pablo Giorgelli, pero donde el director de Invisible elige los silencios, Ríos opta por la aclaración.
“No discuto, explico”, razona y determina Violet, la mayor de los Crawley, con esa mirada fulminante que sólo Maggie Smith puede mantener, a sus jovencísimos 84 años. La serie Downtown Abbey llega a los cines en un filme que bien podría ser un “especial”, y que encuentra a los personajes de la casona en la campiña británica, tal como estaban en sus relaciones en su último episodio, hace cuatro años, cuando finalizó. ¿Hace falta haber visto la serie para disfrutar de la película? Se entiende perfectamente, aunque se pierdan guiños y, de entrada con tantos personajes, las relaciones puedan tardarse en comprender. Lo básico es que tanto la aristocracia como la servidumbre en Downtown Abbey se ve convulsionada ante la carta -es 1927- que llega por correo anunciando la visita, por una noche, de los reyes de Inglaterra. Lo primero que llama la atención no es que los diálogos, la escenografía y hasta las marcaciones de los actores parecieran detenidos en el tiempo -porque están igual-, sino que en las apretadas dos horas de la proyección campea un humor que, si bien el cinismo era una de las armas de los showrunners de la serie, se agradece y mucho. Las disputas pasan entre los que se juntan a comer en la cocina, abajo, por desear servir a la realeza, cosa que no podía ser, ya que un día antes llegan un chef francés, un mayordomo y ayudantes para atender a los reyes. Y en los salones, porque una prima de Violet, Maud Bagshaw (Imelda Staunton), que acompaña a la reina, no tiene intenciones de nombrar como su heredero al hijo de Violet, Robert (Hugh Bonneville), sino a su asistente (Tuppence Middleton). O sea que hay nuevos personajes, que encajan a la perfección, también peleas internas, alguna revelación que sorprenderá a los fans y todo, todo muy british. Downtown Abbey se deja ver hasta con placer, incluidos los momentos en los que el culebrón asoma sin pedir permiso.
Casi dos décadas después de su opera prima, la comedia romántica Divinas tentaciones (2000), el actor Edward Norton vuelve a dirigir, pero esta vez eligió un policial negro basado en una premiada novela homónima de Jonathan Lethem. El libro transcurría a fines de los años ’90, pero Huérfanos de Brooklyn cuenta una historia ambientada en la Nueva York de los años ’50: el propio Norton interpreta a Lionel Essrog, un detective privado que debe descubrir quién estuvo detrás del asesinato de su jefe y mentor. Norton no se arriesgó ni un poco: convocó a algunas estrellas amigas -Bruce Willis, Willem Dafoe, Alec Baldwin- y filmó una película donde nada sale de lo convencional. A la vieja usanza, y con una molesta voz en off incluida, la narración consiste en seguir los pasos del detective, pista a pista, en un camino que irremediablemente irá llevando hasta las más altas esferas del poder político. Habrá, por supuesto, una mujer fatal -aunque ya no una rubia- y unos cuantos matones por el camino. Ni siquiera la particularidad de este investigador escapa a las reglas de manual. De unos años a esta parte las series se poblaron de policías aquejados por toda clase de enfermedades mentales: pareciera que es imposible resolver un caso si no se padece Asperger, esquizofrenia, psicosis o alguna patología por el estilo. En este caso, Essrog está afectado por el síndrome de Tourette, por el cual cada tanto lanza exabruptos involuntarios. En esos insultos está la cuota de humor de esta larga película (los 144 minutos se sienten), aunque el precio a pagar en el guion es que el protagonista deba explicar mil veces su “condición” (extrañamente, casi todos los personajes son comprensivos ante las manifestaciones del mal). A favor, Huérfanos de Brooklyn tiene la reconstrucción de época y una banda de sonido jazzera que contó entre sus compositores a Thom Yorke y Wynton Marsalis. Y, también, una reflexión sobre la especulación inmobiliaria y el desarrollo urbanístico que tiene resonancias con el presente de Buenos Aires.
De aquellos cineastas que posaban en una foto, famosa, en la que Martin Scorsese, Spielberg, Coppola y De Palma están sentados a una mesa, festejando el cumpleaños de Francis Ford Coppola, es el director de El irlandés, quizás, el único que sigue filmando en lo más alto de su talento. Quien por -y no a pesar de- el correr de los años ha madurado mejor y tiene un sentido del cine como arte y a la vez espectáculo, y el que no cejó hasta conseguir el dinero que necesitaba para hacer esta película. Scorsese estaba empecinado desde 2007 en llevar a la pantalla la novela de Charles Brandt (Me han dicho que pintas casas, por la sangre de las víctimas) en que se basa El irlandés. Pero no quería que otros actores interpretaran a sus protagonistas de jóvenes. Necesitaba una herramienta tecnológica que por entonces no estaba perfeccionada. Ahora sí, y 150 millones de dólares mediante y la libertad creativa que le dio Netflix -que puso el dinero-, Scorsese entrega no su obra maestra, porque con Taxi Driver y Toro salvaje en su haber es difícil empardarlas, pero sí una épica monumental sobre la mafia, y también sobre el sacrificio humano, el honor y el dolor. Frank Sheeran (un Robert De Niro distinto, no sólo por el trabajo de efectos visuales de nuestro compatriota Pablo Helman) es un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que maneja un camión. Hace sus negocios, roba y estafa, pero encontrará en un nuevo empleo, trabajando para el jefe de la mafia Russell Bufalino (Joe Pesci decididamente en otros tonos de actuación, lo que es una muy buena noticia, en su primera película desde 2010) casi una nueva vida. Es un asesino inescrupuloso, sin remordimientos. Y son las vueltas de esa vida las que lo llevan a conocer y ser amigo de Jimmy Hoffa (Al Pacino, entrando con cuña al universo scorseseano, más que nada por algunos tics que no supo, pudo o quiso abandonar), el líder sindical de los transportistas. Un corrupto que ansiaba más y más poder, y que tanto las autoridades del Gobierno estadounidense como su propio sindicato y el mundo criminal no veían con buena cara. Es historia: Hoffa desapareció de la faz de la Tierra, jamás se encontró su cadáver y la teoría que esgrime El irlandés es que Sheeran fue el responsable de su muerte. Hasta aquí, la trama. Porque las películas de Scorsese son lo que son a partir de una historia, pero también de un entramado en el que entran a jugar la manera en que conocemos a sus protagonistas, sus propias características y la forma en que sufrimos y/o reímos con ellos. La manera en que podemos empatizar con un tipo como Sheeran, que tiene una pésima relación con su hija (entre paréntesis: las relaciones y los papeles que juegan las mujeres, en manos de otro realizador, hubieran hecho una película distinta), o hasta el mismo Bufalino, hacen que el espectador se pregunte en medio de la épica ¿cómo puede ser que le desee lo mejor a este/estos tipo/s? Para empezar, si bien se rodeó en el set de muchos de sus habituales colaboradores, es en el elenco donde se nota la versatilidad y la variación. Porque a Robert De Niro y a Joe Pesci ya los hemos visto juntos, dirigidos por Scorsese (Toro salvaje, Buenos muchachos, Casino), pero nunca los hemos visto así. En un filme de género, uno en el que Scorsese se ha empapado y maneja bien, es en la introspección de los personajes donde mejor destaca, brilla. En el momento de decisión en el que se encuentran, con sus prioridades autocuestionadas y el enfrentamiento a sus propios límites donde El irlandés pega un giro no habitual en el director. La última media hora es excepcional. Allí, donde el filme parecía seguir un derrotero conocido, Scorsese y su guionista Steve Zaillian (Pandillas de Nueva York, Oscar por La lista de Schindler) sorprenden, desconciertan en el mejor sentido de la palabra. Conmueven. El irlandés es para ver, disfrutar en pantalla grande, sus casi tres horas y media no se sienten. Scorsese no vuelve a contar lo mismo de siempre. Aunque reconozcamos en sus personajes algo de Bill The Butcher, de Henry Hill, de “Ace” Rothstein, de Jordan Belfort.
Las traducciones de los títulos, o mejor dicho, los títulos con que se estrenan las películas en nuestro país, no siempre respetan el sentido del original, o pueden leérselos con otro entendimiento. En El valor de una mujer (Nome di donna en Italia), el sentido de valor pasa por el del coraje. Aunque algunos personajes crean que Nina pueda tener un valor monetario. Es que la base del filme del director de La mejor juventud es un acoso sexual en un medio laboral. Nina, madre soltera, deja Milán para instalarse en un pueblito en Lombardía, donde trabaja en un asilo, una clínica que atiende ancianos. El director es médico (Valerio Binasco) e intenta propasarse con ella. Pero Nina tiene ese valor del que hablábamos, y cuando se entere de que el director ya ha hecho lo mismo, y otras mujeres no pudieron escapar del abuso, se desencadena una historia que va más allá de las injusticias laborales. Es cierto que el director de Los cien pasos le va sumando, agregando clisés a la historia -que el jefe de personal del lugar sea un cura; que se utilicen cámaras ocultas; que el proceso judicial con testimonios varios sea extenso-, pero el filme reviste su esencia en mantener la historia de Nina, para que su caso no sea uno más y no se banalice, ni se vacíe, ni se pierda la propia historia de la acosada entre las denuncias. Cristiana Capotondi lleva la película adelante, y el realizador la encuadra para mostrar desde su vulnerabilidad hasta su valentía y bravura.
Cuando Martín se reúne con su madre y su hermana, recién llegada del exterior, y les da a entender que con Leonardo quieren renovar, reinventar la pareja, la respuesta es inmediata: “¿Se van a mudar? ¿Se van a casar? ¡Van a tener un hijo!” Martín y Leonardo, o Pupi y Panda, viven juntos desde hace diez años. No tienen los mismos objetivos inmediatos como pareja. La noche que, cena mediante en el hermoso departamento con vista abierta que tiene Leonardo, él esconde una alianza para pedirle matrimonio, y Martín lo apabulla diciéndole que desea tener un hijo. Es a partir de allí que Los adoptantes hace honor a su título, y deja de lado la vertiente de la comedia para abocarse al tema de la adopción, mostrando sí, a veces con cierto humor, la complejidad, los problemas y la burocracia y trabas que tiene el asunto para las parejas que desean adoptar un niño. Como Martín es un conductor televisivo de un programa de entretenimientos, exitoso, todo lo que haga llamará la atención, mientras Leonardo es un pequeño productor agropecuario, con una historia distinta: no conoce sus orígenes, porque fue adoptado. Rafael Spregelburd, que ha tenido roles secundarios en el género de la comedia, no desentona en ningún momento, aunque las circunstancias más dramáticas, hacia donde deriva la trama, lo tienen mejor parado. Diego Gentile, en este juego de roles opuestos -el sensible y el rudo; el artista y el trabajador rural- se siente cómodo en los enredos y demuestra lo muy buen comediante que es, como en la obra Toc Toc. El sinuoso camino de la adopción es complicado no sólo si la pareja que lo desea es de hombres. Pero no se trata de situaciones de homofobia, que por otro lado la película de Daniel Gimelberg -realizador de Antes y reconocido director de arte, con Gilda, Mamá se fue de viaje y La odisea de los giles entre sus más recientes trabajos- no hace hincapié en ellas. Esto es: le da la naturalidad que debe tener y no victimiza a sus protagonistas. Hay muchos personajes secundarios, varios de ellos compuestos por intérpretes conocidos que ponen su saber y ductilidad, como Soledad Silveyra (la madre de Martín) Valeria Lois (su hermana con hija) y Florencia Peña (otra mujer que busca adoptar con su marido), pero es Marina Bellati como la Rusa, productora del programa de Martín, quien se sabe robar cámara y pantalla cada vez que aparece.
Emanciparse nunca es tarea sencilla, y para Yoav, más aún. Como indica el subtítulo en castellano en nuestro país -Un israelí en París-, Yoav (Tom Mercier) se las tiene que ver con el desarraigo, por más que sea él quien desea “sacarse” la ciudadanía israelí de encima. A eso hay que sumarle las diferencias culturales, su paso por el ejército, el descubrirse. Sinónimos no es una película de fácil lectura, porque Yoav tampoco es un tipo de características sencillas. Cuestiona todo, o casi, y ayudado por ese diccionario que lleva a todos lados junto a su sobretodo color mostaza, intenta entender y más que nada (sobre)vivir en una etapa de su vida en la que independizarse y desvincularse, de su tierra y de sus padres, es intrincado. La película, la tercera de Nadav Lapid (Policeman), arranca con una pareja de parisinos Emile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillotte) que encuentran a Yoav bajo un estado de hipotermia. Sin tener conocidos en París, Yoav entabla una relación de amistad, pero también de cierta dependencia, sea económica, o de otro índole, que ya se verá, pero siempre conflictiva. Emile tiene ínfulas de escritor, y Yoav le “regala” sus historias propias, no escritas, pero sí relatadas sobre su familia y su paso por el Ejército; Caroline toca el oboe en una orquesta sinfónica, y Yoav, por más que sale con sus amigos franceses e israelíes -hasta tiene un ingreso como agente de seguridad en la Embajada de su país-, es tan terco como lo perdido que está. Un par de secuencias tienen un valor intrínseco, que a la vez explican el todo: Yoav, sobre un puente del Sena, filosofando con Emile sobre el simbolismo del río, y que no puede mirar -hay otras dos, en las que deambula por la catedral de Notre Dame, con distinto significado-, y una sesión de fotos con un artista, que le pide que se desnude. Son dos muestras de lo difícil que es para Yoav la construcción de su identidad. Pero el director israelí va más allá -de ahí, tal vez, que los europeos le encuentren muchas más capas a la película, premiada con el Oso de Oro en el último Festival de Berlín- y pone el dedo en la llaga con el tema de la inmigración y la organización y disciplinamiento institucional en Francia -atención a cuando cantan La Marsellesa-. Pero también están, en primer plano, el amor y el deseo de estos jóvenes intelectuales, que no son como Los Soñadores de Bertolucci, pero que viven en carne propia lo que es ser tiernos a comienzos del siglo XXI.
Cualquier metáfora será válida para decir que esta película es un gran vehículo para dos grandes actores en la carrera del Oscar, o que detrás del volante hay un director que conduce derecho a la meta y no vuelca. O que la película marcha, toda, todo el tiempo sobre ruedas. Contra lo imposible -otro título que se aleja semánticamente del significado del original, mucho más directo de Ford v Ferrari- es una película como las de antes. Es una producción hollywoodense de las que pueden denominarse clásicas, en su estilo de narración y hasta en su trama, pero rodada con los avances de la tecnología actual. Como no todo el público tiene por qué saber qué pasó en la carrera de las 24 horas de Le Mans en 1966, el director James Mangold -que salvo en Logan, que fue un aire fresco en el mundo de los X-Men, no se había mostrado mucho más que como un prolijo y correcto realizador- se toma su tiempo y presenta a sus protagonistas. La disputa entre ambas escuderías, la estadounidense Ford, la italiana Ferrari, tuvo su punto más alto de rispideces y tensión precisamente en el circuito francés ese 1966. Los personajes principales son Carroll Shelby (Matt Damon), que fue el piloto estadounidense que ganó Le Mans en 1959, y se dedicó a diseñar y vender autos ya retirado como piloto por un problema cardíaco, y Ken Miles (Christian Bale), piloto británico. Ambos juntaron fuerzas, dejaron controversias o desacuerdos entre ellos -la pelea cuerpo a cuerpo en la calle, mientras la esposa de Miles los observa sentada en su reposera en el jardín de adelante de su casa pinta a los protagonistas- para, contratados por Henry Ford II, vencer al Commendatore Enzo Ferrari (Remo Girone, estupendo). Eran épocas en que las carreras las ganaban los pilotos (y los hombres) antes que los automóviles. El conocimiento, el temple y la sagacidad vencían a lo mecánico y la (de nuevo) tecnología del momento. Contra lo imposible es una película de automovilismo, de acuerdo, pero también de valores, solidaridad, honor y bajezas. Así como Shelby se comportó en algún tramo de la carrera como un “bilardista” (le roba un par de cronómetros a los de Ferrari; les tira un bulón al suelo para que crean que algo está mal), lo peor vendrá de otra parte. Y no, para aquellos que no saben qué pasó en la carrera, no spoilearemos nada. Si Damon sigue siendo lo más parecido al estadounidense medio, que desde James Stewart, pasando por Tom Hanks, haya brindado el cine hollywoodense, hay que ver el rostro, la mirada, los gestos y la manera de hablar de Christian Bale como el británico Miles a bordo del Ford GT 40. Muchos lo recuerdan a Bale por Psicópata americano o el Batman de Christopher Nolan, pero este año mereció mejor suerte con El vicepresidente. A no olvidarlo. Tracy Letts, caracterizado y avejentado como Henry Ford II, está excelente cada vez que le toca participar, y Josh Lucas da perfecto como el ser al que todos debemos odiar. Todos méritos de ellos y de Mangold, que en Cop Land (1997) había sorprendido con otra historia básicamente masculina, sacando talento de la piedra que suele ser Stallone, con Keitel, De Niro y Ray Liotta.