Qué más de lo que suele tener puede presentar una película que se centra en un (ex)boxeador, que ya ha ofrecido no una sino dos sagas. Hablamos de la original, Rocky, y de Creed, que con el estreno de hoy va por su tercera película. Y seguramente habrá más combates en el cine. Bueno, esta Creed III tiene a su protagonista, Michael B. Jordan, también debutando en la dirección. Y a la pregunta del comienzo, qué puede aportar una más a la saga, el artista ha respondido con todo. O, mejor, con mucho, que no es lo mismo. Porque el guion, en el que participa Ryan Coogler, director de la primera Creed y de las dos Pantera Negra, tal vez abarque demasiado. Y no hablamos de las líneas temporales: hay muchos personajes con sus historias a cuentas y Jordan se preocupa en 116 minutos de darle espacio a todas ellas. Una es troncal, y tiene como protagonista a Damian “Dame” Anderson (Jonathan Majors, el nuevo malvado de Marvel, visto en Ant-Man And the Wasp: Quantumania). Amigo desde chico de Adonis Creed, al extremo de que el más pequeño se escapa una noche de su casa para acompañarlo en la pelea en Los Angeles, donde viven, de los Guantes de Oro. Está claro que Damian ansía ir por más, sueña con el título mundial. Los seguidores de la saga saben quién lo obtuvo (Creed, hijo de Apollo Creed, el que le ganaba a Balboa en la primera Rocky) y, sino vieron el trailer, igual pueden oler que correrá sangre en un ring, y será de los dos amigos en un futuro que será el presente. Así como la historia de Damian se va descubriendo de a poco -hubo un confuso episodio esa misma noche, y terminó preso por 18 años-, cuando Damian sale de la cárcel se encuentra con Adonis. Cuentas pendientes ¿Vieron que hay gente que tiene cuentas pendientes? Bueno, va de regalo que Adonis, que se ha retirado el ring, pero entrena una nueva generación, nunca lo fue a visitar a su amigo durante los 18 años que pasó su condena. La película va, como de un round a otro, balanceando (o no logrando esa estabilidad) entre las diferencias de carácter y vida de Creed y Damian. Uno aprendió que el control es básico y fundamental. Otro entiende, y la vida lo ha llevado a eso, que la fuerza lo es todo, o casi. Creed III es tal vez demasiado extensa, o se vuelve demasiada larga, porque abarca más de lo que aprieta. Tiene combates violentos, hay una muy buena coreografía en las peleas y hasta en los entrenamientos con los sparrings, pero también muchos personajes secundarios, que entran y salen, y lo que decíamos al principio: la hija, la esposa (Tessa Thompson) y la madre adoptiva de Adonis (que es hijo ilegítimo de Apollo Creed y su esposa lo adoptaba en la primera película), por ejemplo, tienen su subtrama. Lo mejor es la química entre Adonis y Damian. Aquí hay dos muy buenos intérpretes con consignas precisas.
Triste: así es Close, una película que impacta y conmueve como pocas, que es candidata al Oscar a la mejor película internacional, donde compite con Argentina, 1985, de Santiago Mitre, y que cuenta una amistad o una relación como pocas. El cineasta belga Lukas Dhont ya había avivado el fuego, incitado y despertado el interés con Girl, su opera prima. Era la historia de una joven transgénero, que deseaba ingresar a una escuela de ballet. Dhont lo dijo en la entrevista con Clarín: si Girl trataba sobre la femineidad, Close habla de la masculinidad. Y de la virilidad, que no son exactamente lo mismo. Léo (Eden Dambrine) y Rémi (Gustav De Waele) son dos chicos de 13 años. Amigos desde siempre, inseparables, comparten salidas, travesuras, la escuela. Viven en la campiña, y Léo suele quedarse a dormir en la casa de Rémi. Se lleva bárbaro con la madre de su amigo -los papeles de las madres son interpretados por Émilie Dequenne, de Rosetta, que es Sophie, y Léa Drucke, Nathalie-. Sus juegos son inocentes, pero Léo mira de un amanera diferente a Rémi. Son las compañeras de la escuela las que les preguntan si son pareja. Léo lo niega, de manera rotunda, pero es a partir de que otros varones comiencen a hacer comentarios maliciosos que Léo, completamente desorientado, decide separarse de Rémi. Heridas siendo tan chicos No, no es como en Los espíritus de la isla, pero la disolución de una amistad puede ser igual de cruel. Más cuando se tiene 13 años, hay un bagaje adulto que no se tiene y el mundo puede parecer que se desmorona. No se sabe cómo curar las heridas. Porque tampoco se sabe cómo expresar lo que se siente. Rémi no entiende qué sucedió, y no sabe cómo expresárselo a su (ex)amigo. Todo eso sucede en Close. Y así como Rémi toca el oboe, Léo se anotará a jugar hockey sobre hielo. El cambio es notorio. Uno busca placer en el arte, el otro en el deporte, a veces brutal. La amistad, intensa, ya no existe. Uno le hizo un vacío al otro, y un hecho inesperado le cambiará la vida a Léo, en un giro de 360 grados. Por supuesto que no es lo mismo contar la historia de una relación de amistad, teñida de lo que fuera, con protagonistas que están en la pubertad que si lo estuvieran ya siendo jóvenes o adultos. Dhont les dio el guion a sus dos protagonistas para que lo leyeran una sola vez, y no sintieran que tenían que copiar lo que leyeron en el papel. Había que crear esa relación. Pero otro de los aportes del cineasta belga a la discusión sobre la masculinidad pasa por el sentido de la virilidad. Pero nada de todo esto es dicho con palabras altisonantes, sino que Dhont busca en las manifestaciones, en las exteriorizaciones, las miradas de los protagonistas brindar esa expresión. Hay una cuidada manera de narrar y una utilización de la paleta de colores en Close que (re)descubre significaos, de la pureza del blanco a saltar a otros colores, los travellings en los campos de flores. Close es una experiencia artística contada con simpleza, con humildad, con talento y con mucho, pero mucho contenido y pasión.
La ballena no sería lo que es sin la actuación de Brendan Fraser. Una de las “pesadillas” de los directores a la hora de presentar sus películas en los festivales de cine, o hasta en la temporada de premios, sucede cuando advierten que su intérprete se roba la película por la que tanto trabajaron. Hay ejemplos y ejemplos: en Tár, Cate Blanchett está estupenda, pero el sostén de la película no es ella sola, por más que esté en cada una y todas las escenas. A La ballena, de Darren Aronofsky, lo que la rescata es la actuación del ex George de la selva y actor de La Momia, sumado a la de Hong Chau (El menú). Se nota mucho que es la adaptación (no del todo lograda, se entiende) de una obra de teatro llevada al cine, y no solo porque, salvo la primera panorámica abierta con la que abre el filme, todo transcurra en las habitaciones de la casa de Charlie. Charlie es un profesor que da cursos online. En la pantalla del Zoom vemos a todos los estudiantes, pero en el rectángulo que debería aparecer el profesor, está en negro. La excusa que da Charlie a sus alumnos es que no le anda la cámara, pero en verdad, no quiere que lo vean. Charlie tiene obesidad mórbida. Aronofsky no se anda con chiquitas: la primera vez que lo vemos, Charlie está tirado en su sofá masturbándose mientras mira porno gay, y el esfuerzo termina en un ataque al corazón por el que casi muere. Es otro personaje atormentado, como el de El cisne negro, también de Aronofsky, pero por motivos muy distintos. Con la estrella de "Stranger Things" A su hogar llega, después de años de alejamiento, su hija Ellie (Sadie Sink, Max en Stranger Things). Charlie dejó a la madre y a su hijita, cuando se enamoró de un estudiante de la escuela nocturna hace unos años. El fallecimiento de su pareja, parece, lo deprimió y lo llevó al estado calamitoso en el que se encuentra. El único sostén, la única ayuda que recibe en su casa, atiborrada de pizzas y pollo frito, y chocolates y grasas es Liz (Hong Chau, candidata al Oscar como mejor actriz de reparto), la hermana de su difunto compañero, que por suerte es enfermera, pero no entiende por qué Charlie no va a un hospital a tratarse, por más que le explique que si sigue en esas condiciones, le queda poco y nada de vida. Otro personaje que se cruzará con él es Thomas (Ty Simpkins), un evangelista cristiano que pertenece a la iglesia de la que era miembro la pareja de Charlie, que aquel día le golpea la puerta. Y lo salva. Obviamente está el amor del protagonista por la literatura y por Moby Dick, la ballena de Melville, y él se ve a sí mismo como la ballena. La muerte lo acecha, y quiere reestablecer contacto con su hija. A Charlie lo mueve la culpa que lo persigue desde que dejó a su familia. El se siente culpable de todo. Si bien algunos diálogos logran conexión con el espectador, La ballena es como un partido de ping pong en el que, a veces, jugar corto no sirve, y jugar largo puede desperdiciar todo lo bien que se ha trabajado un punto. No está mal, pero tampoco tan bien, y vale la pena discernir y separar, apreciar lo que es gordura y lo que es hinchazón.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.
Rara, retorcida y macabra, como un pastiche y con la manera de rodar en los años '70 el cine de terror, Pearl devuelve a uno de los personajes de X, la película de Ti West, estrenada a comienzos de 2022. Una protagonista a la que la cabeza, tal vez, no le esté funcionando como debería. La película es una precuela de X -que está disponible en Amazon Prime Video; de nada- y ahora la actriz protagónica de aquélla, Mia Goth, ha coescrito el guion con el director de la película original. Y sí, tiene algo, si se quiere buscar, de Psicosis y de El Mago de Oz. El filme aborda el tema de una pandemia (la gripe española, en 1918) y refleja cómo la experiencia del encierro puede incubar otras dos “enfermedades”: la disfunción y el miedo. Sesenta años no es nada Lo que sorprende, de entrada, es que las acciones transcurran poco más de 60 años antes que el filme original. Y también en una granja... La que no está aquí, claro, es Jenna Ortega (Merlina). En X, un claro exponente del cine slasher, ambientado en 1979, Mia Goth interpretaba a dos personajes. Uno era Maxine, la joven a la que su pareja quería convertir en estrella del cine porno, y a... Pearl, la anciana con deterioro cognitivo que, con su esposo, eran dueños del granero de la granja que le alquilaban a los incautos cineastas. Ahora, decíamos, es 1918, y Pearl, jovencísima, tiene sentimientos enfrentados. Por un lado, espera el regreso del frente de batalla en Europa de la Primera Guerra Mundial de Howard, su esposo, al que ve como salida, la única vía de escape. Es que en la granja se hace cargo de más de lo que debería, por las exigencias de su estricta madre. Su padre (Matthew Sunderland) está postrado tras sufrir un derrame cerebral, y hay hasta que limpiarlo cuando va al baño. Pearl tiene una “mascota”, un cocodrilo hembra a la que le da de comer, por ejemplo, un ganso -al que le clava una mirada mala y alguna otra cosa- y, llegado el momento y la necesidad, podría darle un humano. Pearl tiene un sueño: triunfar como bailarina en el cine mudo. Ensaya en el granero, a la vista de su vaca amiga, y cuando la madre, inmigrante de Alemania (Tandi Wright), que teme el sentimiento antialemán en su nuevo país, le pide que vaya a hacer las compras al pueblo (con barbijo), aprovecha y se cuela en el cine. Y le pega un sorbo a la morfina que compra para su padre. Conoce al proyectorista (David Corenswet), hay cierta atracción, y si Howard no regresa, ahora que está por terminar la Guerra, tal vez, en una de ésas... El comportamiento perturbador de Pearl, para quienes no vieron X, poco a poco irá intensificándose. Infeliz e insatisfecha, podrá tener sexo o algo parecido con un espantapájaros. Y esperen a ver el monólogo que en cierto momento le clava a su cuñada (Emma Jenkins-Purro). Rodada en Nueva Zelanda, Pearl tiene todo para convertirse en un clásico del terror. Y como están preparando la secuela de X, MaXXXine...
Así como Taika Waititi nos hizo recordar en Thor: Amor y trueno el año pasado que las películas de Marvel debían ser divertidas, además de aventuras colosales con villanos de toda índole, el director Peyton Reed en Ant-Man and the Wasp: Quantumania toma el relevo y multiplica la apuesta, exprimiendo lo mejor como comediante de Paul Rudd como el protagonista, Scott Lang. Ni la primera ni la segunda de Ant-Man eran lo que se podría decir grandes aventuras. Aquí el giro es casi total, porque sigue siendo, de las sagas interconectadas de Marvel, la más virada a la comedia, pero de las tres Ant-Man es la más divertida, la mejor realizada, la más concisa y una en la que verdaderamente podemos preocuparnos por la vida de los personajes. Con este filme se inicia la Fase 5 del Universo Cinematográfico de Marvel, por lo que es la puntada inicial de lo que vendrá. Pero a no preocuparse porque la historia creada por el exguionista de Jimmy Kimmel Live, Jeff Loveness, que hace su debut en el cine, se preocupa mucho mas -y lo bien que hace- en que la trama tenga peso propio e independiente y sí, disemina por allí lo que vendrá a futuro. Aquellos que vieron Loki, la serie spin-off en Disney+, ya conocen a Kang, el Conquistador (Jonathan Majors, de Lovecraft Country y a quien veremos en Creed III). Es un genocida cósmico, y además, megalómano. Puede viajar y destruir cualquier hilo del multiverso. Y es más que el villano de turno, un personaje siniestro, pero al que vamos a ver durante muchas más películas, una aseveración que no se sostiene únicamente con una de las dos escenas postcréditos que tiene el filme... La mayor parte de la proyección de Ant-Man and the Wasp: Quantumania transcurre en el reino cuántico -un universo más que un mundo, porque contiene varios-, subatómico y mutante, que existe fuera de nuestro espacio-tiempo, y que es aquel en el que Janet (Michelle Pfeiffer) estuvo por 30 años y del que era rescatada por su familia en Ant-Man and the Wasp (2018). ¿Cómo llegan al reino cuántico? La hija activista y prodigio de la ciencia de Scott, Cassie (Kathryn Newton), construyó ayudada por Hank Pym (Michael Douglas, esposo de Janet y padre de Hope -Evangeline Lily)- una suerte de metatelescopio en el sótano de la casa. Con él, pueden mapear el reino cuántico, pero alguien dentro de ese reino utiliza esa señal para succionar a los 5 personajes, que van a aparar ahí, al reino cuántico. Que tiene algunas características, cómo decirlo, especiales. Visualmente es como ver las portadas de los discos psicodélicos de rock. Hay bosques, polillas, soles con tentáculos, un personaje que parece un brócoli, esculturas de gelatina que se desplazan. Y están los rebeldes, empobrecidos, que quieren luchar contra Kang. En eso, Quantamania se parece a cualquiera de las películas de Star Wars, en las que los buenos están en pugna con un dictador, sea Darth Vader o Kang. Janet estaba allí hace años, cuando Kang llegó, exiliado, e hizo estallar el núcleo del dispositivo cuántico de Kang, para que éste no pudiera escapar. Ahora, si puede conseguir algunas Partículas Pym, las que permiten a Ant-Man y Wasp encogerse al tamaño de un insecto o crecer como gigantes, tendrá una salida. Basta de trama Lo que vale aquí es el humor, el balanceo entre aventuras y gags, y una historia que no decae nunca en su poco más de dos horas, contando créditos y las dos escenas postcrédito. También está Bill Murray, como un ex rebelde que ahora trabaja para Kang, y que en su momento tuvo algo que ver con Janet, de manera íntima. Y está Darren (Corey Stoll), que en la primera Ant-Man (lo muestran para los que no lo recuerden) era el malvado corporativo. Bueno, está algo distinto, tiene la forma de M.O.D.O.K., una cabeza enorme y malévola envuelta en una armadura de hojalata con manitos y piernitas de nene. Lo dicho. Hay acción, humor, buenos diálogos, grandes efectos y una sensación de ligereza que se agradece y mucho
La vida de músicos que terminaron mal, que sufrieron la muerte por distintos motivos de manera temprana e inesperada, son un terreno fructífero para hacer películas biográficas. Le suman, claro, las canciones que fueron hits, y el combo suele funcionar. Historias de vida que merecen ser contadas. Y la de Whitney Houston, no cabe ninguna duda, es una de ellas. Pero, y en Quiero bailar con alguien hay más de un pero, todo o casi todo se pierde, se desvanece, se desdibuja. Pese a la actuación de Naomi Ackie, que igual que sucedía con Rami Malek haciendo de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody, a veces se escucha su voz, aunque principalmente se oye la de Houston. La londinense Naomi Ackie (fue Jannah en Star Wars: El ascenso de Skywalker) cumple con lo que tiene que hacer. Interpreta, y copia y replica los gestos, los movimientos de Whitney casi a la perfección. También el estilo de actuación de Houston. Nada que reprocharle. Pero dirigida por Kasi Lemmons (Harriet, en busca de la libertad) todo termina en una superficialidad que alarma. O mejor, que aburre, que en realidad es peor. Están las canciones más emblemáticas de Whitney, con temas como Greatest Love of All, I Will Always Love You y, por supuesto, I Wanna Dance with Somebody. Biografía con canciones Y como es una biografía, arranca con Whitney de pequeña, resaltando en el coro de una iglesia en Nueva Jersey, bajo la atenta mirada de su madre, Cissy (Tamara Tunie). Veremos cómo el productor discográfico Clive Davis (Stanley Tucci, algo desdibujado está el actor de El diablo viste a la moda y Los juegos del hambre) la descubre y de manera astronómica se convierte en estrella. Están su matrimonio con el artista de R&B Bobby Brown (Ashton Sanders) y también lucha contra la adicción a las drogas. Sabemos que esto último no terminó bien. No spoileamos nada: Whitney Houston murió a sus 48 años en una bañadera de un hotel, en 2012. A la película también le juega bastante en contra la extremadamente extensa duración: son dos horas y 24 minutos de más de lo mismo. Sí la directora consigue algunos buenos momentos, como la recreación del videoclip de How Will I Know, y la famosa interpretación de Houston del himno de los Estados Unidos en el Super Bowl de 1991, no se entiende por qué hay tan poco de El guardaespaldas (una sola imagen de la película, repetida dos veces). Será cuestión de derechos, así como desde la platea tenemos derecho a patalear. Por eso es mejor, para los fans de Whitney, buscar los documentales Whitney: Can I Be Me, de Nick Broomfield, y Whitney, de Kevin Macdonald, el director de El último rey de Escocia. Están las canciones, hay buenas reconstrucciones y, sobre todo, una síntesis que Quiero bailar con alguien no se encuentra en ningún momento.
Hay algunas sagas de terror que, si uno entra a ver, por ejemplo, la cuarta película sin haber visto la anteriores, se pierde. Bueno, a lo mejor (o peor) lo que se desaprovecha son algunos guiños a muertes anteriores espeluznantes, o a personajes escalofriantes. No, no es el caso de El aro 4, la película de Hisashi Kimura. En la trama los personajes que ven un video “maldito” -como sucedía en las anteriores- terminan muriendo, en cualquier localidad de Japón. Ayaka Ichijo (Fuka Koshiba) es una estudiante con un coeficiente intelectual de 200 (!). Y se pondrá a investigar las misteriosas muertes cuando sea Futaba, su hermana menor, la que vea el video por diversión, y su vida empiece a correr peligro. Pero por suerte Ayaka Ichijo tiene explicación para todo. Antes, las muertes ocurrían tras el transcurso de una semana. ¿Y por qué en vez de ser luego de siete días, ahora son a las 24 horas? ¿Eh? La futura víctima alucina y ve a un familiar convertido en Sadako. Aquí está, de nuevo, y sin despeinarse demasiado, ese personaje vestido de blanco, que se arrastra (o no) con el cabello ennegrecido y larguísimo, que hasta puede salir de una suerte de aljibe. “Los organismos que se adaptan al medio ambiente sobreviven”. “Matar al anfitrión mata al virus”. “El VHS es antiguo, necesita un nuevo medio para sobrevivir” son frases dichas en cualquier momento, como para dar una pista de lo que sucede y, lo peor, lo que sucederá. No hay nada peor Porque en el cine no hay nada más anti clímax que a uno le cuenten lo que va a pasar, antes de que ocurra. “Es como un virus, difundirlo en las redes sociales lo debilitará y dejaría de matar”, dicen, como solución. Sería una inmunidad colectiva. ¿Será así? Pero Ai, a pesar de copiarlo y mostrarlo, murió después de 24 horas. Ayaka Ichijo no está sola en la búsqueda de la solución. Kanden-san, un misterioso seguidor, que tiene una máscara, le tira tips. Y claro, también está Kenshin, el maestro espiritista número uno, “El príncipe de la adivinación”, algo así como un semi chanta que usufructúa de estas muertes con sus apariciones en la televisión. La película por momentos parece hacer guiños a 24, la serie con Kiefer Sutherland, en la que un minutero estaba cada tanto en la pantalla, para marcar el transcurso del tiempo. Tampoco es que dure tanto. Con poco más de una hora y media, le alcanza para pegar sus buenos sustos.
Tár es una de las mejores películas estrenadas en lo que va de este 2023 en la Argentina, que inquieta e interpela al espectador, y también lo fue entre las que compitieron por el León de Oro en el Festival de Venecia 2022, allí donde estuvo Argentina, 1985. Todd Field, un actor devenido en cineasta, que tiene solamente tres películas como realizador en su haber (En el dormitorio, Secretos íntimos y Tár) es un tipo desafiante e innovador. No muchos se atreverían a comenzar la proyección de su filme con los -largos- créditos finales, de letras blancas pequeñas y en fondo negro. Y tampoco muchos pondrían como primera la escena con la que decide abrir la película. Lydia Tár está sentada cómodamente en un sillón en el escenario de un teatro, siendo entrevistada ante una platea colmada. Lydia es una directora de orquesta exitosa, famosa, casi una estrella de rock en el mundo de la música culta. Y Field, autor del guion -que es también candidato al Oscar, como la película, la dirección y Cate Blanchett- dedica esa primera secuencia a un largo diálogo de eruditos. Lydia y el periodista conversan largo y tendido de lo que es dirigir una orquesta. Hablan de tempos. Mencionan autores y obras específicas. Dialogan, discuten y comentan situaciones, todo con la actriz de Blue Jasmine hablando de corrido, dominando la escena. Es eso. A partir de esa escena uno entiende al personaje, y en las casi dos horas 40 minutos que dura la película el director se dedicará a contar la crisis que atraviesa a Tár y la que atraviesa ella. Sus colegas la llaman “maestro”. No la tuvo fácil Lydia: su sueño era llegar adonde llegó -después de pasar por varias otras-, a conducir la Orquesta de Berlín. Exigente y déspota, casada con la primera violinista de la Orquesta (la alemana Nina Hoss), tienen una hijita. Y revelar, en su momento su condición sexual, tampoco le resultó sencillo. Obsesión y debacle Pero ante tanto éxito, algo comienza a empañar su vida. Empieza a tener insomnio. Lydia, que es estadounidense, pero habla a la perfección el alemán, dirige un programa de becas de tutoría para mujeres. Lo administra un mediocre aspirante a director (Mark Strong), y el suicidio de una de ellas, obsesionada con Tár, lleva de una cosa a la otra. Tár, la película, va más allá de la mera cancelación, tema recurrente en el cine en los últimos tiempos, pero a su vez se anima a poner en tela de juicio a una mujer como probable acosadora. Blanchett es brillante en cada momento. Puede estar ensayando con sus músicos, y entregándose con pasión y vehemencia, con la misma intensidad con que enfrentará a una niña que le hace bullying a su hijita. Lydia es también una manipuladora neta, una mujer que se ha construido un personaje y la película cuenta de manera no menos tremenda su desmoronamiento. Tanto en lo personal como en lo artístico. Hay más personajes fuertes, varios femeninos -la asistente de Lydia, también quiere ser directora (la francesa Noémie Merlant, de Retrato de una mujer en llamas); una joven violonchelista rusa (la inglesa y actriz y artista de la música Sophie Kauer)- y un final demoledor, que pega en medio del estómago. Una gran película a la que conviene ir a ver con la mente abierta, para zambullirse de cabeza.