UNO DE NOSOTROS Hay una extraña conexión del cine de autor argentino (casi siempre cine independiente) que se emparenta con el costumbrismo y la rutina como contexto que describe la aparente linealidad de la vida del personaje. Generalmente este último es alguien terrenal, normal, una figura empática con la que el espectador pueda identificarse. Esta apaciguada vida de ciclos repetidos se ve rota o alterada por el argumento principal de la película y hará mella las creencias establecidas y redefinirá la vida del protagonista. Es en esa sorpresa donde descansa el costumbrismo de Uno Mismo, y viceversa, es decir, ambas cuestiones se retroalimentan para ser efectivas. Sin embargo, esta descripción no es algo que aplique al género entero sino es más bien la dirección que suelen tomar. Y así se introduce Uno Mismo, la tercera película de Gabriel Arregui, con Uno (el personaje del Chino Darín enfrascado en una rutina respetada a rajatabla casi con milimétrica precisión. Su vida se podría describir en el ciclo trabajo-baile en casa-cena-fumar un cigarrillo-dormir. Los padres de Uno murieron en un accidente de tránsito, y la relación de éste con el hecho es de tristeza, de añoranza, de nostalgia. A partir de ahí es que ese énfasis en lo rutinario comienza a cobrar sentido. La rutina lo hace sentir seguro, es su refugio aunque encuentra en sus sueños una vía de descarga. En estos se puede ver un acertado y simpático trabajo audiovisual en formato de dibujos en donde el protagonista interpreta todo lo que le está pasando. Hasta que llega la rotura del paradigma de Uno, y viene en forma femenina. ???????????????????????????????????? Una (Maria Duplaá) Una es quien rompe las estructuras de Uno. Después de conocerse en un bar, los dos inician una intensa relación en términos sexuales y afectivos que pronto se verá afectada, otra vez, por la rutina y sus pormenores: él no puede dormir por los ronquidos de ella, ella no aguanta su individualidad, etc. Detalles aparte (que no queremos arruinar aquí) del final, Uno Mismo se condensa en una obra simpática en su todo. Si bien en la economía de diálogos a la que apuesta Uno Mismo es donde Darín pierde un poco por su falta de recursos -después de todo recién está empezando su carrera actoral-, la película termina ganando al espectador por la empatía lograda en parte por el atrevimiento en formatos poco familiares al circuito comercial. Uno Mismo está lejos de ser “un delirio” como la calificó el propio Darín, pero sí es por momentos ligeramente atrevida, y por otros, floja por la apuesta excesiva al registro dramático del protagonista. Es decir, la apuesta es sentarnos a ver a alguien que podría ser nuestro vecino cambiar su mundo por amor, con todo lo terrenal que esto representa, a veces le juega en contra por no estar bien desarrollada ni interpretada. Sin embargo, Uno Mismo es un producto fresco y simpático con detalles atendibles que complementan el desarrollo, y Arregui logra ponerle alma a esta historia mínima a la que por un momento queremos creerle. Y esto en tiempos de tanto fordismo cinematográfico, es más que destacable. Por Pablo S. Pons
EN EL NOMBRE DEL PADRE Los países utilizan al cine como un relato de la historia, como si la puesta en escena y el retrato de años trágicos y furiosos redimieran los pecados por el sólo hecho de poner su debate en la agenda. Y así encontramos a diversos países de Europa central tratando de darle un lado humano a las guerras mundiales en La Caida (Oliver Hirschbiegel, 2004), El Niño del Pijama a Rayas (Mark Herman, 2008) o La Cinta Blanca (Michael Haneke, 2009). También podemos mencionar a la maquina hollywoodense sobándose la espalda a sí misma sobre la esclavitud en Historias Cruzadas (Tate Taylor, 2011), y la sobrevaloradísima 12 Años de Esclavitud (Steve McQueen, 2013), clarísimo ejemplo propagandístico de cómo poner un tema en boga. Y así es como en el prólogo de su (intento por ahora) historia como industria, el cine argentino parece fascinado con el período de la dictadura. Una de las obligaciones que exigen las historias reales es que generalmente son populares, o por lo menos accesibles, sabidas por todos. O sea que no hay sorpresas ni giros de tuerca que no veamos venir, ya sea en el argumento o el clímax del relato. La historia de los Puccio no escapa a esto, sabemos quiénes son, sabemos que hicieron, y sabemos cómo terminaron. Esto representa de manera obligatoria un énfasis en los recursos narrativos y en la construcción de personajes, Trapero falla de alguna forma en ambas situaciones. La inclusión del material real en algunos tramos abre el tratamiento, junto a la visión de Trapero sobre la dictadura en una película mucho más masiva (producida por 20th Century Fox) que las demás de su filmografía. Pero esta inclusión se torna anecdótica en el mejor de los casos porque el director de Mundo Grúa nunca termina de cerrar el concepto. el-clan-trailer Más acostumbrado al retrato de la humanidad en lo marginal, Trapero relataba historias donde la redención no pasa por escapar de esos submundos injustos y despiadados, sino por saber adaptarse, sobrellevarlo, y valorar la humanidad en ello, y hacía del desarrollo de los protagonistas su arma principal. Sin embargo, hay algo de esto último en el Alejandro Puccio de El Clan, quizá el personaje con mayor potencial de matices -algo que Peter Lanzani logra solo por algunos momentos-, por saberse que existió en él una transición de la aprobación paternal (a cualquier precio literalmente en este caso) hacia el humanismo tranquilizador de la consciencia, cuando planea escaparse del “negocio familiar”. Sin embargo, como con el resto de la familia, aquí no hay transiciones. No hay explicaciones de porque el núcleo familiar va de la pasividad cómplice al horror sorpresivo. Allí radica el principal fallo de El Clan, en que es consciente que los dilemas personales por omisión (Arquímedes Puccio, un correcto Guillermo Francella) o por presencia (Alejandro Puccio) serían el tractor del relato. Y elige no ahondar en las motivaciones ni en las razones particulares para semejante tragedia. Sin embargo, se enfatiza de manera torpe y lineal en la dinámica de la familia al retratar su frialdad mostrando como pueden cenar tranquilamente con un tipo atado de pies y manos en el baño. Como el Trapero de El Clan.
LA MAGIA SIGUE INTACTA El caso de la Cenicienta de Kenneth Branagh no era una película que tuviera mucha expectativa de parte del público y la prensa. No por ser otro largometraje del actor/director irlandés sino por los pasos en falso que dió Disney en materia de reversiones. Sin ir más lejos, se pueden nombrar los casos de Alicia en el País de las Maravillas (Tim Burton, 2010), Malefica (Robert Stromberg, 2014) y la más reciente Desde el Bosque (Rob Marshall, 2014), que dan una idea de lo peligroso que puede ser una revisión si no hay mucho para decir. Sin embargo, Cenicienta sorprende. Y para bien. A medida que Branagh lentamente construye el relato, se puede advertir que todas las decisiones tomadas son, al menos, correctas. Por ejemplo la elección del guionista, Chris Weitz le aporta la misma sensibilidad al personaje de Cenicienta (Lily James) de la misma manera que lo hizo con el Marcus (Nicholas Hoult) de Un Gran Chico (Chris Weitz, Paul Weitz, 2002) o Lyra (Dakota Blue Richards) de La Brújula Dorada (Chris Weitz, 2007). No es casual que los personajes de sus guiones sean incomprendidos o tengan una infancia tortuosa y que a esas situaciones reaccionen sin el menor rencor, casi perdonando. La gente que construye Weitz desde sus líneas entiende a la redención como una forma previa a la felicidad y no a la venganza, al perdón como forma de cerrar una etapa traumática. Y así lo hace Cenicienta cuando de la mano del príncipe (Richard Madden) a punto de irse al castillo, mira a su madastra y simplemente le dice “te perdono”. El segundo acierto radica en la elección de las protagonistas: Lily James le da a Cenicienta una inocencia que en la primera parte de la película roza con lo naive, pero que hace una progresión natural a la bondad arriba descripta, fundamental en el personaje. Sin embargo a James le pusieron una antagonista dura de roer, por lo menos en el duelo actoral. Cate Blanchett y su interpretación de la madastra de la Cenicienta, Lady Tremaine, lo tiene todo, desde el physique du role, pasando por su sobriedad hasta esa belleza inmaculada que bajo determinadas miradas y gestos es maldad pura. Una de las primeras incursiones en la película de su personaje es un primerísimo primer plano donde la economía de gestos de la señora Tremaine dice mucho más que el histrionismo más eléctrico de cualquiera de sus hijastras, Anastasia (Holliday Grainger) y Drisella (Sophie McShera). Blanchett es simpleza arrolladora. Y por último, da la sensación que todo el bagaje shakespeareano de Branagh parece venirle como anillo al dedo a esta Cenicienta del siglo XXI. Aquí se ven bailes reales, príncipes y princesas, reyes y nobles, todos en segundo plano pero sumando a la atmosfera mágica de un supuesto medio evo. El director norirlandés, que hizo la primera Thor (2011) de Marvel, convive con la ventaja de que todo el mundo sabe lo que va a contar y entonces se concentra en los detalles del como mas que en el qué. Esos detalles van desde como Ella pasa a ser Cenicienta, como se conoce con el principe y la redefinición de los papeles secundarios (Gran Duque). Branagh no logra un relato inolvidable, es verdad, pero sí logra una historia amable y querible, que logra momentos altos, y cuya mayor virtud es que conoce bien los límites y las finalidades ético-morales de la historia de Charles Perrault. En ese contexto y con simpleza, a este nivel, Cenicienta logrará que las princesas, los príncipes encantadores y los había una vez estén lejos de desaparecer despues de la medianoche. Por Pablo S. Pons
SONRÍAN Y SALUDEN Mientras Pixar parece concentrarse en películas con mensajes bien intencionados, basados en valores como la unión y la amistad, a través de los años Dreamworks se ha diferenciado de estos desarrollando un humor mucho más físico e irónico, basado en la fluidez y el cinismo. Es decir, mientras que la empresa del grupo Disney tiene al humor como un medio para transportar el mensaje de sus fabulas modernas, Dreamworks lo tiene como fin. Y es en ese objetivo que casi se han especializado en crear personajes secundarios con enorme carisma y gracia, y esto sumado a la última moda occidental del spin off dan como resultado Pingüinos de Madagascar. La película empieza contando los orígenes de Skipper (Tom McGrath), Kowalski (Chris Miller), Rico (Conrad Vernon) y su encuentro con Cabo (Christopher Knights). La trama versa sobre las aventuras de estos en su intento por salvar al mundo del malvado pulpo Dave (John Malkovich), quien cree que los pingüinos le habían robado el protagonismo cuando eran compañeros en el zoológico de Nueva York, y obviamente, quiere venganza. El cuarteto polar tendrá en el camino la ayuda de un grupo especial de tareas que, más allá de ser útiles en un par de chistes, realmente no alcanzan su potencial. Probablemente en la intención de dirigirla a un público infantil se justifique la necesidad de un argumento lineal enmarcado en un ritmo frenético y una sucesión cuasi interminable de chistes. Lo que esta puesta implica es un riesgo enorme en cuanto al resultado final debido a que no todas las escenas son efectivas y no todos los chistes funcionan. De hecho, el gag de Skipper sobre el nombre de Dave es repetido la cantidad de veces necesarias como para que a la mitad ya no cause ni una sonrisa. Sin embargo, Pingüinos de Madagascar acierta cuando apuesta a la fluidez frenética de la acción (característica explicita de Madagascar 3: Los Fugitivos) y ese histrionismo constante que le debe más a los Looney Tunes que a Los Tres Chiflados. La película de Darnell y Smith es más bien un entretenimiento auto conclusivo con buenos momentos pero que inicialmente no logra la consistencia que se le puede exigir a una saga. Cuando en las tres Madagascar funcionaban a la perfección, el envío en solitario podrá hacer las delicias de los más chicos por aquella sencillez de la propuesta, pero cuando de un público más amplio se trata, mejor permanezcan bonitos y gorditos, muchachos. Bonitos y gorditos.
FIGURITA REPETIDA Shawn Levy nunca fue un elegido para la comedia. De hecho, la primera Una Noche en el Museo (Night at the Museum, 2006) junto a Gigantes de Acero (Real Steel, 2011), si bien ni siquiera rozaron la trascendencia, fueron de lo mejorcito de su filmografia. Para la progresión hacia La Batalla del Smithsoniano (Night at the Museum: Battle of the Smithsonian, 2009) y la presente secuela, Levy decidió aplicar esa ecuación tan propia del cine de Hollywood que irrita a propios y extraños: lo que sea que haya funcionado en la primera película, deberá ser multiplicado en la/s respectiva/s secuela/s. Y Una Noche en el Museo 3: El Secreto de la Tumba (Night at the Museum: Secret of the Tomb) abraza a esta lógica con tanta comodidad como facilismo. Cuando la original traía una idea original (por ser inédita para el cine, no por la calidad en sí) en la comedia de fantasía que revisaba lúdicamente la concepción estadounidense sobre la historia propia y ajena, la segunda redoblaba la apuesta en cuanto a la cantidad de estrellas y el tamaño de la aventura (pasamos de un museo local al uno de los más grandes del mundo, el Smithsoniano) y bajaba una línea un poco más fuerte y explicita en cuanto a la interpretación de los personajes históricos. Sin embargo, en mayor y menor medida y directa e indirectamente, El Secreto de la Tumba está marcada por un aura que versa de una manera muy sutil sobre el paso del tiempo y la sucesión de generaciones. ¿Por qué en diferentes medidas y directamente? Porque Levy explicita esto en la subtrama del futuro de Nick (Skyler Gisondo), el hijo adolescente de Larry Daley (Ben Stiller) y más hacia el final, donde a modo de despedida revisita individualmente a cada uno de los personajes. Por otro lado, tenemos el recuerdo inevitable de las recientes muertes de Robin Williams y Mickey Roonie, que en una suerte de metáfora ironica del destino parecen darle el trono de la comedia conservadora a este irregular Ben Stiller. De esta manera, El Secreto de la Tumba gana cuando apuesta a lo emotivo, género que intenta solo por momentos y que se potencia casi exclusivamente por motivos ajenos. El problema lo tiene cuando se inclina al gag físico, el carisma del absurdo (desperdiciada aquí Rebel Wilson) y la repetición incansable de chistes mediocres. Ni Levy ni Stiller (es innegable su influencia) alcanzan una comedia efectiva, que se mueve solo por lugares ya visitados y el efectismo del chiste que alguna vez funcionó. Una Noche en el Museo termina siendo un desperdicio de tres generaciones de comediantes que se pierden en una comedia conservadora, que tiene la calidez y el confort de la previsibilidad. Pero también el tedio y la abulia decepcionante de ver que el mismo Ben Stiller que alguna vez deleitó a toda una generación con un tal Derek Zoolander crea que el chiste del dinosaurio que se comporta como perro pueda ser repetido hasta el hartazgo. Para eso hubiera tirado la blue steel.
YO, ROBOT El clasicismo conservador sobre el cual Disney basó su imperio hacía rato que necesitaba una brisa de aire fresco, una renovación y actualización de historias y lugares. No olvidemos que la gran mayoría de los cuentos populares en los que se basó la empresa del gran Walt se publicaron hace casi ya 200 años. De esta manera, llegamos a la compra de Pixar, que no solo garantizó la actualización de sus técnicas de animación, sino también la excelencia en su ejecución. Consciente de que el universo que nos regaló Toy Story era algo independiente, Disney decidió reversionar sus propias historias. Y ahí tenemos a La Princesa y el Sapo (Ron Clements, John Musker, 2009) que con la presentación de una protagonista afroamericana quebranta aquel sesgo racista que rondaba Disney, también Encantada (Kevin Lima, 2007) con personajes de carne y hueso en la New York contemporánea, y la fallida reescritura de La Bella Durmiente en la Malefica (Robert Stromberg, 2014) de Angelina Jolie. Sin embargo, dejando de lado la adquisición de Lucasfilm Ltd. (dueña de la franquicia de Guerra de las Galaxias) hace cinco años, el movimiento más beneficioso en términos creativos y económico-financieros fue la compra de Marvel Entertainment en 2009. Si, casi que Disney es dueño de la cultura pop. Grandes Heroes (Big Heroe 6) está basada en un comic homónimo de Marvel, publicado por primera vez en 1998 y, pequeño detalle, es para adultos. Cabe recordar que los cuentos de los hermanos Grimm lejos estaban de ser felices o dirigidos a los más chicos, ¿o nos olvidamos de las referencias sexuales explicitas y actitudes paternales cuestionables? La realidad es que largometraje de Disney/Marvel versa sobre las aventuras de Hiro Hamada, un adolescente prodigio que después de una tragedia personal (Disney siempre al servicio del trauma infantil) establece una relación particular con Baymax, un robot enfermero creado por su hermano. Así, Hiro, Baymax y un grupo de amigos intentará detener y descubrir la identidad del villano de turno. Adaptada para el público infantil, si bien Grandes Heroes no escapa a lo peor del Disney más reprobable (muertes para justificar al aventura del héroe o protagonista, villanos cegados por la venganza y la sub-estimación de la figura femenina), sí logra atrapar lo mejor de Pixar y Marvel. Sobre todo en las referencias a Wall-E (Andrew Stanton, 2008) en el adorable Baymax, Toy Story (John Lasseter, 1995) en esa unión como base de la fuerza anímica y física, y en mucha menor medida a Marvel y Los Increíbles (Brad Bird, 2004) en el elogio del genero super-heroíco. Don Hall (Winnie the Pooh, 2011) y Chris Williams (Bolt, 2008) en la dirección logran en Grandes Heroes un relato cálido basado en la inocencia carismática del robot, algunos buenos gags y una imaginería visual regaladas por una excelente animación. Aunque esté lejos de lo mejor que hayan hecho alguna vez Disney, Marvel o Pixar, Grandes Heroes es un llamado a aquel público infanto-juvenil que harto de las princesas y el medioevo, busca el entretenimiento en pingüinos y pequeñas criaturitas amarillas.
RETRATOS DE UNA OBSESIÓN Incluso en su costado más revulsivo, más (auto) crítico y más molesto, Hollywood es totalmente inofensivo. Salvo contadas excepciones, los cuestionamientos que hace la industria al macro sistema que integra son siempre tibias, intrascendentes y, lo peor, extremadamente obvias. Disfrazadas de cuasi revoluciones que maldicen el establishment reinante ya sea a nivel social (Los Juegos del Hambre, Maze Runner), político (Fahrenheit 9/11) o mediático (la presente Primicia Mortal), estas películas exigen por consecuencia otro tipo de paradigma. Y allí es donde siguen siendo parte del problema. De manera rápida, Primicia Mortal posa como una película crítica. En este caso la del periodismo amarillista, lo cual en principio sería un riesgo que el director Dan Gilroy, guionista de El Legado Bourne, se “molestó” en tomar. Y en las comillas se justifica la referencia escrita más arriba donde se establecía que el Hollywood en su faceta más contestataria, no es más revulsivo que Al Gore despotricando contra el cambio climático. ¿Por qué? Este subgénero del periodismo es algo subestimado y vilipendiado incluso por aquellos que lo practican, entonces atacarlo y criticarlo no es un desafío cuando no hay nadie que lo venere. Es más un repaso, un recordatorio. El riesgo en el séptimo arte consiste en cuestionar aquellos paradigmas que soportan a intereses determinados (la industria misma, las instituciones, etc), y no a cuestiones que ya sabemos obsoletas. Sin embargo, Dan Gilroy es hábil es su construcción del relato, a cargo de una narrativa potente que da pasos firmes y seguros de sí mismo. Los mejores momentos de Primicia Mortal son aquellos cuando el director se preocupa por mostrar la dinámica en la urgencia por conseguir una exclusiva, en esa desesperación de querer llegar antes que el resto y no en la pose crítica de la voracidad sin ética de los medios contemporáneos. Louis Bloom (Jake Gyllenhaal) es un ladrón de poca monta que, minutos adentrada la película, ya se perfila como alguien obsesivo y verborragico, características que casualmente lo llevarán a encontrar el área donde mejor parece desempeñarse: un buscador de primicias, un rondador nocturno, el nightcrawler del título (original). Mediante su particular personalidad y otras artimañas, Bloom empezará a escalar en el oficio, llegando a ser de lo mejor de su ciudad. Retratado como un inmoral, calculador, obsesivo y casi psicópata solo por lo que dice y poco por lo que hace, el Gyllenhaal más consistente se da cuando insinúa, sugiere, gesticula o da entender y no cuando vomita monólogos vehementes con los cuales pretende forzosamente hacer explícita una personalidad. Lejos de los Travis Bickle (Taxi Driver, 1976) de Robert De Niro, Seymour Parrish (One Hour Photo, 2002) de Robin Williams o incluso el Anton Chigurh (No Country for Old Men, 2007) de Javier Bardem, Louis Bloom está más cerca de ser un obsesivo buscavidas, por momentos obsecuente, que solo necesita un abrazo y un poco de atención. Dan Gilroy pretende dar muchas cosas: por momentos un retrato superficial de un psicópata, por otros un cuestionamiento cuasi fundacional del subgénero del amarillismo, y lamentablemente en los menos, una (buena) película de acción y suspenso. Sin embargo, aparente conocedor de los lugares comunes, Gilroy no parece saber lo que dicen del que mucho abarca. Por Pablo Pons
ETERNO RETORNO Luego de coescribir El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013), de Zack Snyder, y a más de dos años del flojo final de la saga de Batman con El Caballero de la Noche Asciende (The Dark Knight Rises, 2012), Christopher Nolan encara con Interstellar su película más ambiciosa en todos los sentidos cinéfilos posibles. Situada en un futuro distopico, donde los recursos terrestres se acercan a su fin, el piloto Cooper (Matthew McConaughey) encara una misión espacial liderada por el profesor Brand (Michael Caine), dejando a su suegro (John Lithgow) y sus hijos (Mackenzie Foy y Timothée Chalamet) en la Tierra. En el viaje lo acompañarán la doctora Brand (Anne Hathaway), Doyle (Wes Bentley) y otro científico (David Oyelowo) para descubrir un planeta similar a la Tierra donde vivir y salvar a la especie humana. Las películas de Nolan nunca se han caracterizado por su simplicidad, nunca ha creído en esto de que la distancia más corta entre un punto (desarrollo) y otro (desenlace) es una línea recta. De hecho, todo lo contrario, es casi una condición sine qua non de sus obras. Siempre ha elogiado implícita e indirectamente la complejidad argumentativa, que en la gran mayoría de sus películas no hacen más que enmarañar la comprensión de sus ejecuciones atentando de forma directa en la narración, comprensión y fluidez de la trama. Solo por nombrar dos casos, el prodigio visual que resultó ser El Origen (Inception, 2010) escondía en toda esa red onírica del inconsciente la obsesión de Cobb (Leonardo di Caprio) por su esposa. De alguna manera fallida por la falta de desarrollo en la relación, el Batman de Christian Bale, y el Guasón de Heath Ledger de The Dark Knight se autodefinían por su antagonismo, una necesidad mutua de la existencia del otro para justificar su enemistad (retratada con excelencia en La Broma Asesina, la novela gráfica de Alan Moore y Dave Bolland, precisamente por todo el trasfondo de décadas del comic). Encubierta en una cascara grandilocuente y ambiciosa, llenas de frases profundas y sobre-explicaciones pomposas, Interstellar es un Nolan en estado puro, con los aciertos y defectos arriba mencionados. Aquí no hay medias tintas. Nolan irrita y desconcierta en la misma medida que provoca admiración y asombro, puede realizar tanto proezas visuales (como los planetas visitados y lo que en ellos pasa) como cometer torpezas argumentales y narrativas (¿era necesario el desenlace explicativo?), todo en un marco discursivo solemne y serio del que nunca quiere escapar, que le sirve por momentos y le juega en contra en tantos otros. La clave con Interstellar es decidir que priorizar: el eterno dilema del vaso medio lleno o medio vacío. Sin embargo, Interstellar es lo suficientemente hábil o contundente para hacer creer que bajo toda esa estela pretenciosa que coquetea con la mecánica cuántica, la física y la poesía clásica, hay algo sentimental que produce una empatía (en el caso de quien escribe) inevitable en esa relación padre-hija. Alguna señal (tan cursi como cierta) que demuestra la trascendencia del amor a través del tiempo y el espacio. Alguna significación en esa relación que hace olvidar por un segundo todas las torpezas en las que Nolan abundó. Y ahí es donde el vaso de Interstellar se ve medio lleno. Por Pablo S. Pons
MUÑECO MALDITO Concebida e ideada como un spin-off, Annabelle cuenta los orígenes de la muñeca que hace su aparición en una de las mejores películas que vió el 2013, El Conjuro (James Wan). John (Ward Horton) y Mia Gordon (Annabelle Wallis) son una pareja que experimenta horrorosos sucesos que involucran una vieja muñeca de época a partir de la irrupción de unos sectistas satánicos en su casa. John Leonetti se embarca en la difícil tarea de agrandar la mitología de muñecas y posesiones empezada por Wan desde hace ya unos años. El director de la saga Insidious ha sido en los últimos años uno de los directores más destacados que el cine de terror ha dado. Con sus innegables obsesiones a cuestas (muñecos, posesiones y personajes femeninos atormentados), Wan ha sabido redescubrir y explorar con éxito, en mayor o menor medida, aquellos subgéneros que Hollywood ha descuidado ya sea por impericia o desinterés. En el 2004, el malasio de 37 años dió una bocanada de aire fresco al género (que ya venía viciado en reversiones y horrorosas secuelas) con su segundo largometraje, Saw (muñecos de vuelta), la cual, debido a su éxito, luego se convirtiera en una saga que desbordara una moralina gore insostenible (aunque él siguiera involucrado como productor ejecutivo). Años después, Insidious, Insidious: Capitulo 2 y El Conjuro terminarían de confirmar que Wan había dejado de ser una promesa para convertirse en una de las mejores realidades contemporáneas del cine de terror. ¿Pero por qué seguimos hablando de Wan si el director de Annabelle es John Leonetti? Porque más allá de que no esté en el sillón de director (productor de nuevo), Annabelle no escapa a ninguna de las grandes estructuras de Wan y parece auto-someterse voluntariamente a ello. La historia de una familia joven que es afectada por un muñeco, un demonio, un espíritu o cualquiera de sus variantes ya la hemos visto en las sagas antes mencionadas (en Dead Silence, de 2007, la diferencia es que el muñeco afecta a un joven) y allí es donde Leonetti comete su peor pecado: no haberle imprimido a Annabelle un sello personal significativo. De esta manera, si bien Leonetti logra una película directa y simple (en comparación con el universo que habita: las películas de Wan rozan las dos horas) y una tensión considerable sostenida efectivamente por el suspenso y el terror que plantean, Annabelle vaga en la intrascendencia de ser una película de relleno (¿otra franquicia?) y la imposibilidad de su director de aportar a esta precuela y a la saga en sí algo significativamente relevante. Sin embargo, puede que Leonetti haya caído en uno de los peores errores de Wan: su excesiva proliferación. Para este año se espera la tercera entrega de Insidious y para los próximos la ¡octava! de Saw y la segunda de El Conjuro está en duda. Entonces, Annabelle se convierte en una de las posibles consecuencias de querer expandir un universo: no tener nada nuevo para contar.