Risueña confesión de un director de cine El cine tiene cosas increíbles. ¿Alguien podría imaginarse una escena de enfrentamiento interpretativo entre la gran Geraldine Chaplin y Luciana Salazar? En esta película no hay una escena sino varias, y llegada cierta altura hasta podríamos decir que nuestro crédito local zafa bastante bien y es digno de crédito. Más raro todavía: además de Chaplin y la Luli, el reparto incluye (y no precisamente en cameos) a Miguel Angel Rodríguez, María Grazia Cucinotta, también coproductora, el galán cubano Jorge Perugorria, el dominicano Juan Fernández, que ha encarnado a los dictadores Batista y Trujillo pero acá digamos que hace de bueno, amén del chico Rodrigo Guirao Díaz, el «simulador» Alejandro Fiore y el debutante puntano Javier Vivas, que es toda una revelación. Ah, el reparto también incluye al español Antonio Chamizo, protagonista, pero ése es malo. Para su bochorno, casi todos los demás se lucen. Y el asunto también es raro, porque de mentira, y de doble mentira, saca unas verdades que pocos dicen acerca del trasfondo de una producción cinematográfica. Lo que vemos es la historia del rodaje de una película dentro de otra, con los productores dedicados al juego y esperando «las cuotas», el director engreído y también jugador, la bonita acomodada, la actriz internacional consciente de estar haciendo un bodrio sólo por la plata (pero cada vez que enfrenta la cámara vuelca todo su arte con una fuerza que convence a cualquiera), el asistente histriónico y alcahuete que se lleva a los demás por delante (salvo al personal joven que lo lleva por detrás), etcétera. Faltaría agregar al guionista de la cursilería que están rodando y que uno de sus egregios impulsores define como otro «Titanic, o poco menos». Fábrica de sueños, taller de soñadores, criadero de chantas, no está mal mostrar un poco ese trasfondo. Autor de esta risueña confesión, Diego Musiak, que algo de esto sabe porque ya va por la sexta película (y dice que casi todo lo que vemos es medio autobiográfico). Lugar de rodaje, el enorme y todavía pocas veces aprovechado estudio de San Luis Cine.
Historia mínima con la sutileza de Sorin Un hombre acostumbrado a los viajes, el rostro como una careta para simular que todo está bien, charla con un hombre acostumbrado a los golpes. Así sabremos que el primero ha dejado el alcoholismo. Hará gimnasia, pescará. Se reencontrará con su hija. Que no lo espera. El resultado es una delicia. Un relato que se va viendo con simpatía, de pronto emociona, se sigue viendo ya con cariño, vuelve a emocionar, y, donde otro autor hubiera culminado a pura lágrima, Carlos Sorin cierra de tal forma que uno se sorprende, pero no porque sea un final inadecuado, sino porque quiere seguir junto a los personajes, acompañarlos aunque sea un rato más. Pero es el final justo, porque, sin haberlo dicho, ya está todo dicho, sobreentendido, y seguir sería ir innecesariamente más allá del pequeño momento de revelación y felicidad que el pescador está viviendo después de tanta expectativa. El momento de descanso y optimismo, tras la prueba más dura. Y no es que esa prueba se hubiera presentado como algo desmelenadamen- te dramático. Apenas percibimos unas rispideces. Pero quienquiera haya vivido lo suficiente, sabe lo que ellas significan. Así de sutil, así de conocedor del alma humana, es el relato. Prejuicios Alguien dirá que Sorin ha hecho una historia más mínima que las anteriores, que impresiona como algo ya visto, o que otra vez vuelve al mismo paisaje patagónico. Error: ni es más chica, ni se repite, y empieza en la meseta pero esta vez llega al mar. Y el protagonista debe animarse a un viaje mar adentro, símbolo de otros viajes enormes. El principal, llegar hasta la hija y el nieto en medio de zozobras, sin hacer pie, sin entender las corrientes que pueden alejarlo en vez de acercarlo para hacerse querer de nuevo. Desafío Y el director también hace su viaje. Sorin se desafía a sí mismo a ir cada vez más ligero de equipaje. Según confiesa, su modelo son los cuentos de Raymond Carver. Algo de eso se advierte comparando la levedad, brevedad, concisión y profundidad de ambos. Pero también le creeríamos si dijera que su modelo es un haiku, ese tipo de poesía japonesa que sugiere algo muy hondo y tocante empleando una cantidad muy reducida de líneas. El detalle, es que esas pocas líneas las escribe un maestro. Alejandro Awada, la debutante Victoria Almeyda, son los intérpretes precisos, intensos y expresivos como pocos, y con muy poco, porque acá, más que el diálogo, se imponen la mirada, el gesto de amague controlado y el silencio cargado de ansiedad o de reproche. Dando ánimos, una especie de valsesito melancólico y decidido, creación de Nicolás Sorin. Y para mayor disfru-te, unos tramos de «Bella figlia del amore» y «Che gelida manina», y un nuevo puñado de personajes laterales, de esos que Sorin siempre encuentra por el camino, y que siempre tienen algo para divertirnos, y a veces también para enseñarnos. Hermosa película.
Un caso real que daba para thriller político Colombia, 12 de septiembre de 2005. En pleno vuelo, un joven y su padre secuestran un avión con 25 pasajeros. La noticia trasciende por un hecho harto curioso: el padre es un discapacitado en silla de ruedas, y oculta dos granadas entre sus pañales. Tiene un motivo: quiere que el presidente escuche su reclamo de indemnización, ya que está así a causa de un confuso tiroteo policial. Hace años que está así, y encima la burocracia lo ningunea. Esta película muestra al protagonista del hecho y su familia, representando sus vidas ante la cámara. No es exactamente un documental, ni enteramente una ficción. Es un híbrido. Por cierto, su historia permitiría hacer un film de suspenso, grotesco y denuncia política. Pero el director Alfredo Landes («Cocalero») ha preferido centrarse en un costado menos atractivo, más concreto y realista: el día a día de ese hombre, el trabajo de buscavidas desplazándose por calles irregulares, la humillación de depender de los demás para bañarse y cosas peores. Para que nos pongamos en su lugar, pone la cámara a la altura de un lisiado en su silla. Así comprenderemos su infierno y purgatorio, y su indignada rebeldía ante la indiferencia de los empleados públicos. Por suerte, el propio lisiado también nos brinda momentos graciosos, ejemplos de fortaleza, y hasta una escena sexual con su esposa, aunque el momento no tiene nada de erótico. Parecen dos muñequitos de Botero. Ah, ¿logró al fin la indemnización que reclamaba? No, pero le dieron ocho años de arresto domiciliario.
Un plato ligero y bastante sabroso Tendrá sus puntos flojos y antojos en el uso del tiempo (por ejemplo, ¿cuánto tarda en hacerse un guiso de iguana?), pero entretiene sin pausa esta comedia de enredos con sucesivos muertos y cambios de bando, según cada cómplice ubique su fugaz conveniencia. En una casona vieja perdida en la selva, cerca de la Triple Frontera, hay 100.000 dólares en juego, verdes, nuevitos. El único problema es el cepo cambiario: hay que cambiar un muerto de lugar. Y otro. Que quizá no sea el último. La acción transcurre mayormente en una hostería atendida por el conserje cocinero. A su cocina se agregan, sucesivamente, una pareja de maleantes con el plan perfecto levemente arruinado, una pareja de supuestos turistas con un secreto familiar que quieren revelar en lo que para ellos sería la noche esperada, un guardaparques a la espera de la mujer ideal, perseguido por su mujer real, un camionero, dos policías, una mujer de armas llevar que se quiere llevar la plata, dos monjas, y al final de los apenas 85 minutos todavía hay más gente invitada. Ah, también hay varios bichitos, gentileza del Parque Ecológico El Puma y de un reptilario posadeño (como es sabido, las iguanas integran el género de los reptiles). Todo eso va sazonado con réplicas y contrarréplicas que quedan repicando, arreglos y desarreglos de porcentaje, explicaciones zoológicas sobre el comportamiento amoroso de las especies humana y animal, explicaciones gastronómicas aplicadas al pobre animal, y explicaciones bestiales sobre el uso de una escopeta que cambia varias veces de mano. El plato resultante es singular, ligero, y digamos que sabroso, a lo que contribuyen debidamente sus intérpretes, encabezados por Martin Piroyansky en nuevo rol, Valeria Bertuccelli, Luis Ziembrowski hablando guaraní, la rubia Patrizia Camponovo y Germán de Silva (única observación: en la comedia dicen que la carne de iguana se confunde con la de pollo, pero conocedores insisten en que tiene más sabor a pato). Autor, Martín Salinas, que se gana la vida siguiendo el desarrollo de proyectos para empresas de México y EE.UU., y tiene sus laureles como guionista de «Nicotina», varios capítulos de «Tiempo final», y otros trabajos, y como autor del sugestivo corto «Bajo un cielo azul», uno de los pocos buenos de «Historias breves 7». La comedia que ahora vemos es su primer largo como director (título de rodaje: «Guiso de iguana»).
“La casa”: serie de evocativas y poéticas viñetas experimentales Primero fue «El árbol». Lo había plantado el padre en la vereda, el mismo día que nació su primer hijo. Ahora está seco y puede caerse encima de alguien. Lo que le cae al padre, sin que nadie necesite explicarlo, es la conciencia de los años. Después, «Elegía de abril», melancólico encuentro con una obra del abuelo ya muerto, inútilmente guardada y olvidada en una pieza durante medio siglo. Ahora es «La casa». Con ella cierra Gustavo Fontán una trilogía sobre su hogar paterno, allá en Banfield. El hogar perdido. Como el árbol, la casa tampoco existe más. Lo que acá vemos es, precisamente, una serie de viñetas del adiós. No a las personas que vivieron en ella, sino al piso gastado, la luz sobre la pared a cierta hora de la tarde, las manchas, el eco de los sonidos que la habitaron: la campanada de un reloj, la cajita de música. También, los ecos de algunas imágenes perdidas: la gallina que se metió desde el patio, alguien tocando el acordeón visto desde abajo, como si fuera el recuerdo de un niño (y le surge el músico, pero no la música). Otro recuerdo, el niño que alguien alza para que pueda tocar los caireles de la araña, que en ese momento reflejaban el sol con distintos colores. Ahora la araña no está más. Lo primero que vemos son los cables como yuyos colgando sin sentido. Debajo estaría la mesa familiar. Pero arriba ya están golpeando el techo con la maza, ya cae el techo, sigue la maza por las paredes, viene la topadora. Esas y otras imágenes, y otros sonidos en relación a jirones de recuerdos y fragmentos del presente que empieza a irse, componen la obra, un mediometraje que es casi un bonus de las anteriores, un epílogo. Pocas cosas más podemos ver. Varias de ellas provocan nuestros propios recuerdos. Esa es la intención. Y cuando todo es ya un polvoriento montón de bloques de ladrillos descompuestos por el suelo, la cámara se eleva y se queda mirando los árboles jóvenes plantados en el corazón de la manzana. Mecidas por el viento, las hojas susurran y parecen estar comentando los sucesos del día. ¿Hablan los árboles entre ellos?, se preguntaba Juan L. Ortiz, el viejo poeta lírico. Gustavo Fontán cree que si. Y lo mismo ha de creer Diego Poleri, su director de fotografía, que en este caso viene a ser como el tipógrafo más indicado de una imprenta artística, adonde un poeta entrega sus escritos para una cuidadosa edición de autor, de pocos ejemplares, y de íntima repercusión.
Sobre reconocibles conflictos familiares La promoción de esta película combina dos preguntas muy precisas: «¿Qué harías por tu padre? ¿Qué harías por tu hijo?». En la trama, un joven profesional espera con ansias el nacimiento de su primer niño, pero de pronto también se ve obligado a esperar un transplante de corazón para su padre. Encima deberá tener al viejo en su casa, y vigilarlo porque es un enfermo desobediente. Sus deberes conyugales y filiales lo reclaman al mismo tiempo. Y el hermano nunca está cuando lo llaman. Por lo menos, así lo ve nuestro personaje. El detalle es que el hermano está trabajando, es ginecólogo, se ocupa de la cuñada cuantas veces le pidan, pero no es cardiólogo. ¿Le ha pasado al lector, encontrarse con alguien que pretende saber más que los especialistas? ¿Y para peor los desprecia porque no le resultan eficientes? Bien, así es este sujeto, que recorre consultorios buscando un médico que le dé la razón, y pretende buscarse un atajo para que el Incucai haga avanzar al viejo como 50 números en la lista de espera de órganos. Hay gente así, no es chiste. Tampoco la película es chistosa, aunque ciertas circunstancias provoquen una gracia medio amarga. Por ejemplo, un conflicto paralelo que enriquece la trama. El tipo quiere a su padre, pero no la obra en que su padre puso la fe y la firma. Hay una cooperativa tambera que le debe plata. Bueno, que vaya a remate, y entre medio se puede hacer un buen negocio extrajudicial sin que los deudores ni el viejo se aviven. El problema es que ellos son amigos queridos del viejo, pero, ¿para qué le va a contar esas cosas, justo ahora que está enfermo? Por ahí va el cuento. Y así el título y las preguntas cobran nuevos sentidos. Son siempre interesantes esos conflictos familiares donde todos tienen su parte de razón y se quieren, pero saben que la vida es dura y hay que tomar rápidas decisiones. Y mejor todavía si dichos conflictos están representados por un buen elenco, tal como en este caso (a señalar, la labor de Mariano Torre, la naturalidad y calidez de Fabián Gianola, y las dos pequeñas escenas de Carlos Moreno y Atilio Pozzobón como dos internados viejos, mañosos y queribles). Autor, el debutante Tomás Sánchez. Es cierto, el planteo tiene más fuerza que el desarrollo, y varias situaciones podrían lucir mejor con una mano experta, pero el hombre está bien encaminado. Y como bonus, para sus muchos seguidores, cantan Elena Roger, que hace de esposa embarazada, Marta Mediavilla, que hace de alumna, y su mamá también.
Despareja pero con una actriz atrapante Tiene su interés esta seca historia donde alguien cruza el mundo hasta dar con el asesino de su familia. Recuerda uno de esos viejos westerns de Budd Boeticher con Randolph Scott donde todo era piedra: el suelo, las almas, los rostros, todo. Sólo que en este caso la acción transcurre en estos tiempos, en el desierto puneño, y quien cruzó el mundo desde la helada Toronto hasta la Quiaca para ejercer su venganza no es un curtido cowboy, sino una mujer, también curtida. Sirvió a la mafia, cambió por amor, se hizo policía, creó una familia. Y cuando menos lo imaginaba, se la mataron. Por cierto, aquellas antiguas historias daban pocos datos, pero bien claros y precisos. La que ahora vemos también da pocos datos, de a poco, pero no todos nos convencen. Por detalles como esos uno puede sentirse alejado del cuento. Pero no podrá alejarse de la expresión cada vez más intensa de la mujer, fuerte y a la vez paradójicamente frágil, con una angustia que todavía no revienta sólo porque primero debe hallar al asesino y apretar el gatillo. A su paso se asoman las mujeres con sus niños. Unas, para ver qué son esos tiros y esos gritos de tipos heridos que ella deja por el camino. Otras, simplemente porque están haciendo su vida, y ella ahí es una extraña. Una mujer sin niño, y sin tiempo. Uno de sus escasos paréntesis en la búsqueda del asesino será para presenciar el entierro de una coyita. Le llama la atención la dulce calma del hombre que despide a su pequeña hija. El canta suavemente el «Rin del angelito», de Violeta Parra. Las primeras estrofas, claro. La situación es medio inverosímil, pero sirve a la idea que el autor quiere sugerirnos. Hay también clichés, casualidades, arbitrariedades que desnivelan el libreto, y una resolución apresurada y algo forzada. No importa. El rostro de ella nos atrapa. Marie Josée Croze es la actriz. La vimos hace poco en el drama francés «Yo la amaba». Excelente. Santiago Amigorena es el director. Porteño residente en Paris, buen tiempo marido de Juliette Binoche, autor de la pretenciosa y confusa «Algunos días en septiembre». La de ahora es un poco mejor. Ignacio Rogers como el asesino joven, y Lucio Bonelli director de fotografía, encabezan los créditos locales.
Amigo de fierro, actor de madera Un actor de moda entre las adolescentes, un buen equipo de producción, artistas que mantienen la tradición británica del cine de época (ambientación, vestuario, fotografía, lindas locaciones), un elenco sólido, y, en especial, un título y un escritor de renombre, son los atractivos de esta película, pese a una adaptadora discutible, dos directores noveles algo anodinos, una música medio inadecuada, y el referido actor de moda entre las adolescentes. El tal sujeto es Robert Pattinson, pobrecito, queriendo elaborar con gestos neuróticos un personaje de seductor que ya hicieron con más aplomo varios galanes menos famosos pero mejor orientados, como George Sanders, Helmut Griem, Hardy Kruger, Armando Calvo, y sobre todo el austríaco Willi Forst, que impuso su expresión varonil de sospechosa ternura cómplice en la que todavía es la mejor versión, la «Bel ami» alemana de 1939, dirigida por él mismo. ¿Pero qué tiene esa historia, para que tanta gente quiera llevarla a escena? Porque de «Bel ami» ya hay una docena larga de películas y miniseries. Por empezar, dos cosas: la universalidad del personaje y el lucimiento de señoras y señoritas en situaciones de atractiva debilidad. Para el caso que nos ocupa, Uma Thurman, Christina Ricci, Kristin Scott Thomas, son las principales agraciadas. Ellas sucumben en brazos del protagonista, y de paso le roban la escena. En cuanto al personaje, es un trepador, que pule y desarrolla sus artes amatorias para ascender socialmente, sin importarle demasiado a quién deja en el camino o en el lecho. La acción transcurre en el Paris de fines del Siglo XIX, lo que sugiere lujos y placeres, lujuria y plata fácil, pero también podría transcurrir en cualquier otro lugar y tiempo de este mundo. Otra cosa le agrega interés: nos gusta saber cómo se las ingenia este tipo, pero también esperamos el momento en que algo le salga mal y caiga más rápido de lo que ha subido. En eso, la literatura y el cine pueden darnos satisfacciones que la vida nos niega. La novela es muy buena. Describe la sociedad y las figuras con un sarcasmo que esta versión no supo trasladar. Pero, en fin, aun con sus limitaciones esta película puede ser una primera oportunidad para que alguna adolescente se acerque al gran Guy de Maupassant, autor de notables cuentos de terror y dramas de la vida social que inspiraron a John Ford, Jean Renoir, Max Ophuls y otros maestros. Nuestro cine lo adaptó en «La herencia», de Ricardo Alventosa, con Juan Verdaguer y Nathan Pinzón, y el amargo «Chafalonías», de don Mario Soffici, con Luis Sandrini y Malvina Pastorino. Bien podría hacer ahora una versión local del «bello amigo» parisiense. Modelos sobran.
Experimento que aburre pronto Esta locura tendría que ser más corta e incluir el making off. Porque lo más interesante es la forma en que se hizo. Según cuenta su autor, Andrés Andreani, se rodó en un solo día con 27 actores moviéndose por todos los rincones de una amplia casa, todo milimetrado y registrado por ocho cámaras ubicadas en diversos lugares, a fin de mantener la continuidad emocional y hacer la película entera sin perder tiempo en reubicaciones. La verdad, no es un recurso del todo novedoso. Ya en 1979, y con película analógica, lo había probado (y se había lucido) el ruso Eldar Riazanov en «Garage», ambientando su drama en un enorme edificio de departamentos con salón para multitudinarias discusiones de consorcio pero poco espacio para autos (película que se vio con aplausos en los buenos tiempos del Cosmos). Ahora se pueden hacer cosas todavía más arriesgadas, y Andreani lo hace, gracias a la tecnología digital y el espíritu lúdico de los amigos que se juntaron para el experimento, entre ellos Dennis Smith, la rubia violinista Janet Bar, Joel Drut, Ignacio Huang, la productora Cinthya García Calvo y otros cuantos entusiastas bien predispuestos. El problema, como suele ocurrir tantas veces, es la historia. Que pinta lindo cuando uno la cuenta: empezó la Tercera Guerra Mundial, la gente está nerviosa y desorientada, y unas flacas pintorescas buscan algo que alguien le envió al abuelo de Graciela Alfano: la partitura del final opcional de «Turandot», de Puccini, compuesta por Bela Bartok. Con ella pueden lograr que vuelva la paz universal. Hay otro chiste bueno: alguien propone un voto de silencio hasta que termine la guerra. «¿Así se terminará más rápido?» «No sé, pero habría menos ruido». Lástima que esas y otras chispas de ingenio queden aplastadas por un exceso de crispaciones y reiteraciones inconducentes que a los diez minutos ya empiezan a cansar. Y dura 85.
Demasiado sosiego limita un buen film Con tres años de atraso se estrena esta coproducción uruguayo-argentina, por no decir rioplatense: director oriental, actor local nacido en San Juan, tema universal. Se dice fácilmente que el tema es la aceptación de su homosexualidad por parte de un adolescente. Pero ésa es una visión reductora. Porque el asunto es la aceptación en general, de sí mismo, de los demás, de la familia, y del mundo que nos rodea, cosa que a todo adolescente le cuesta, sobre todo si es demasiado sensible. De modo provisorio y apresurado, diríamos que, aunque no se disfrace como uno de ellos, Leo es medio emo. Y se encuentra con una compañerita de la primaria que parece más emo todavía. Sufre depresiones. Pero las sufre, no las practica. Ninguno termina de confesarle al otro lo que le pasa, pero entre los dos, mal que mal, se sostienen. Ese es uno de los puntales del relato. Por supuesto, también ocurren otras cosas, hay otra gente, con sus propuestas y sugerencias, y está el cuarto, que es un refugio, y, metafóricamente, algo muy propio que hay que arreglar y pintar y abrir a la vista de todos. Empezando por la mamá, la novia que dice «claro que no es mi culpa», en fin, todos los que miran y opinan, y también los que miran y sonríen. La historia que nos presenta el director Enrique Buchichio es sencilla, amable, intimista, sin subrayados, tranquila. Bueno, ese es el problema: demasiado tranquila. Se ponen a escuchar una canción (tranquila también) y ahí se quedan hasta que termina. Se ponen a charlar y entre réplica y réplica pasa media película. Es un estilo que el cine montevideano ha desarrollado con elogios de la crítica y desconfianza del público. Lo que en este caso es una lástima, porque, teniendo algo que decir, reduce su llegada a las plateas. Bien los jóvenes intérpretes, Martín Rodríguez y Cecilia Cósero, ambos debutando como protagonistas. Y lógicamente bien los adultos, que están entre lo mejor de ambos países: Mirella Pascual, César Troncoso y Arturo Goetz. El compone el único personaje animoso de la historia: un psicólogo risueño.