Emociona documental de singular belleza Este emotivo relato de singular belleza, que hizo Fernando Domínguez con mucho riesgo y buena mano, merece ir al Malba, porque es una obra casi diríamos exquisita, sobre la vida y el quehacer de un octogenario artista plástico que vive acá desde 1948. Por ahora, se estrena en un sótano elegante de Barrio Norte, un sótano menos elegante de Constitución, y la sala menor del complejo de Congreso. Pero esto tiene su coherencia. El artista en cuestión es Nicolás Rubió, impulsor de las artes y saberes de la gente común, de pueblo. que alentó al conocimiento y prestigio de los fileteros porteños y los «primitivos» latinoamericanos. Con ellos transitó hermosas jornadas en rincones perdidos, viajando sin apuro desde el Beagle hasta el norte de México, con escala en Barracas y otros barrios queridos. Pero antes, mucho antes, se enamoró también para siempre de otro pueblo, y otras gentes. De eso trata esta película. «La Guerra Civil Española había llegado a su etapa final», cuenta, desde su tranquilo atelier en San Isidro. «Los mayores decidieron que los niños no podíamos llevarnos nada (...). Al día siguiente pasamos la frontera». Así llegaron al caserío de Vielles, en Auvergne. Y se nota que ahí recibió todo, es decir, la amistad de otros niños, la generosa aceptación de los campesinos, brindada como algo natural, sin ostentación, la sabiduría de un abuelo que le dio su confianza y con su solo ejemplo le enseñó a transmitir confianza, la posibilidad de entender cómo son de veras las cosas en materia de bueyes, estaciones, cosechas, y personas. Rubió ha pintado cerca de 600 cuadros con sus recuerdos de aquel pueblito. Recuerdos de mirada infantil, teñidos de afecto, de agradecimiento, de placer. Con voz segura y cálida, va desgranando aquí algunas anécdotas a través de sus cuadros, y nos sumerge placenteramente en ese tiempo suyo. La fotografía de pura luz natural de Natalia de la Vega, las «intervenciones» de Javier Di Benedictis sobre su obra, la música íntima y extraña de Pablo Grinjot, contribuyen al encanto. Surge un conflicto, que pudiera parecer pequeño: el pintor ha olvidado cuántas ventanas tenía la casona que habitaba. Lo vemos llamando a los amigos de entonces, tendiendo hilos, envolviendo un nuevo cuadro. De pronto algo lo sorprende y nos sorprende. No diremos más, salvo un detalle necesario: solo él aparece en pantalla, con sus recuerdos, sus labores y pinturas. Parece increíble, suena arriesgado, pero así es la pelicula. Y así, con eso solo, emociona hasta el alma. Una verdadera joyita.
Buenos Aires dibujada por artistas notables Hace ya varios años que Caloi, nacido Carlos Loiseau, y su imprescindible mano derecha María Verónica Ramírez, creadores del estimulante «Caloi en su tinta», luchaban por concretar esta película: una reunión de diversos artistas del dibujo, en sucesivos cuadros porteños, cada uno con su estilo y su mirada. Nada fue fácil, pero por suerte todo fue bien inspirado y está bien logrado. El alma de Buenos Aires está presente, al menos en varias de sus facetas, y tiene una animación ejemplar, gozosamente hecha entre amigos. Así, con música original de Fernando Kabusacki, Gustavo Mozzi, Rodolfo Mederos, temas de Angel Villoldo, Julio De Caro, etc. y una murga con arreglo orquestal de marchinha, se alternan dos historias ácidas y dos que parecen dulces. Lo hacen enlazadas por una pareja de tango que baila «El esquinazo» por las paredes, según ingeniosa idea de animación con stencil a cargo de Pablo Zaramella y Mario Rulloni, muy indicada para ir dejando las marcas. Primera historia, «Meado por los perros», animación con maquetas y recortes de los hermanos Pablo y Florencia Faivre, elogio y elegía del carnicero de barrio, verdadero artista del corte vacuno y la elegante indiferencia porteña frente a la competencia desleal, la voluble clientela y el filisteísmo de los medios. Artistas también los Faivre. Segunda, «Claustropolis», vertiginoso encuentro de un niño de su casa con el color y con el amor (a una niña libre, a la ciudad que gracias a ella va perdiendo el gris), que también es un canto de amor a Buenos Aires hecho desde el estudio rosarino de Pablo Rodríguez Jáuregui y su equipo (Maus Leonard, Max Cachimba, Silvia Lenardón, Flor Balestra), tan delicioso que sin ningún complejo podría hacer juego con el capítulo que Eric Goldberg dedicó a Nueva York en «Fantasía 2000». Tercero, el único relato con palabras, «Bu-Bu», del excepcionalmente imaginativo Carlos Nine, animado por su hijo Lucas (con Juan Sáenz Valiente, Vladimiro Merino y amigos) en puro blanco y negro típico de historia policial negra de los 50, de trasfondo idóneamente negro, narrado por el Negro Fontova en el personaje de un malandra agonizante, con el fondo de unos tangazos memorables (pequeña aclaración, Bu-Bu no es el malevo, ni tampoco es la desabrigada señorita de Montparnasse del mismo nombre, pero igual pierde fácilmente su envoltorio para alegría de la muchachada). Y cuarto, otra delicia, «Mi Buenos herido», acuarela de Caloi y Ramírez, con una manito de Pedro Blumenbaum y Osmar Maderna (el bellísimo «Concierto en la luna»). Surge de su libro de dibujos «Mi Buenos Aires querido» una tardecita en un bar de los que ya no quedan, con el patrón, los músicos, los parroquianos, el cliente que arrastra un corazón herido, y la morocha argentina que todos adoran, lo que se dice una suma preciosa de figuras gratamente evocativas, vistas con humor poético, cariñoso, disparatado. Ah, también hay un perro. Muy animoso el pichicho. Culpa suya la película es para mayores de 13. En resumen, un contínuo placer, digno de verse en pantalla grande. Y para memoriosos, un pequeño antecedente: el corto «Buenos Aires en camiseta», de Martín Schor, 1966, con dibujos que el maestro Calé publicaba en «Rico Tipo». Después habría que ponerlo en el bonus.
Atrapante cuadro de la condición humana Dicen que fue Esquilo, en una de sus obras. Otros, que fue el senador Hiram Warren Johnson, en famoso alegato de 1917. Y que en 1928 la refinó el barón Arthur Ponsonby, un pacifista muy conocedor de las propagandas bélicas: «La primera víctima de una guerra es la verdad». Famosa frase que muchos citan y a pocos escarmienta. La verdad, parece que la sacaron abreviando un texto del doctor Samuel Johnson de 1758: «Entre las calamidades de la guerra pueden enumerarse conjuntamente la disminución del amor a la verdad, las falsedades que los intereses dictan, y la credulidad que envalentona». Pues bien, probablemente el iraní Asghar Farhadi nunca haya leído al lejano griego ni a estos angloparlantes, pero sabe y nos muestra muy bien la muy cercana relación entre un divorcio y una guerra. Así es como en este film vemos gente voluntariamente crédula, interesada, o tergiversadora, que omite mencionar ciertos detalles, acepta declarar versiones inexactas, tercamente insiste en entender las cosas de modo erróneo, y rebaja su propia autoexigencia moral. Solo una persona insiste en que le digan la verdad. Y esa persona no es el juez que entiende en la causa. La historia empieza con un divorcio más o menos de mutuo acuerdo, y más que menos cargado de rencores y trampas afectivas. No se resuelve este asunto, cuando empiezan a sumarse otros problemas, a cargo de sucesivos personajes: la hija en común, el padre mentalmente inválido, la mujer contratada para cuidarlo, más supersticiosa que religiosa, el marido buscapleitos de esa mujer, resentido social, sus acreedores, en fin. Una cosa trae la otra, sumando confusiones y desgracias, para resolverlas se cae en falsedades, acusaciones y enojos, y lo singular es que cada uno tiene su parte de razón, y es muy difícil ponerse a favor o en contra de uno solo. Pero a esa altura, advertimos que la separación matrimonial ha quedado apenas como una de las varias separaciones que aquí se presentan. Porque detrás de ese caso particular, ya de por sí bastante significativo, se ponen sobre el tapete varios conflictos de familia, de lealtad filial, de educación, de responsabilidad moral, de religión o laicismo, de clase baja contra la media, de sumisión o búsqueda de un futuro distinto, de todo un país cuyos miembros, en varios aspectos, están evidentemente separados entre sí, y además, por una u otra razón, separados del respeto a la verdad. El asunto atrapa al espectador, no solo por lo bien que se armó, el nervio que tiene (aunque unos minutos menos lo hubieran favorecido), y el buen nivel de todo el elenco, sino además porque, solo a través de situaciones cotidianas, sin discurso alguno, se hace aquí un notable cuadro de la condición humana. Porque esto que vemos transcurre en Irán, y lo pinta desde adentro, pero bien puede pasar en cualquier otra parte. Será por eso, que viene ganando aplausos y comentarios en todo el mundo. Dos detalles para interesados. Asghar Farhadi es el guionista de un film que compitió en Mar del Plata 2001, «Baja altura» (Ertefae Past), drama de acción donde una familia iraní secuestra un avión en vuelo, con la bonita Leila Hatami que ahora protagoniza «La separación». Y el director de fotografía es Mahmoud Kalari, hermosa persona cuyo lírico film «La nube y el sol naciente» ganó el Mar del Plata 98. Y otro detalle, solo para observadores: el guión de «La separación» es muy bueno, pero a cierta altura esconde una pequeña licencia argumental un tanto discutible. Bueno, tampoco el libreto respeta estrictamente su propia verdad.
Ingeniosa comedia sobre asunto árido He aquí, en esta ingeniosa comedia, un notable ejemplo de cómo hacer que el asunto más árido sea accesible para todo el mundo. Porque esta obra es bien accesible, y hasta fue candidata al Oscar de hace dos meses. Y sin embargo, si al espectador le dijeran que trata sobre el enfrentamiento de dos grandes autoridades en el estudio del Talmud, que pasan, y han pasado, buena parte de su vida en los claustros de la Universidad Hebraica de Jerusalem, bueno, probablemente el espectador la pase de largo. Pero ese es solo el ambiente, la excusa pintoresca y extrema que tiene la comedia para tratar algo más amplio, de interés general. Por empezar, nos presenta dos clases de especialistas. Uno, concentrado en sus cosas, encerrado en sus libros, harto minucioso, poco sociable, ajeno a la autopromoción y por tanto apenas conocido, y mucho menos reconocido, salvo por una vieja mención a pie de página en un libro importante. La mención tuvo su peso, pero él es como si no existiera. En cambio, el otro estudioso es sociable, comprador, y por tanto vendedor, incluso hábil autor de best sellers, muy conocido y muy querido por colegas y público. Hay mucha gente así, en diversos ámbitos, ya se sabe. Pues bien, el máximo premio que otorga el país va para uno de ellos. ¿Para cuál imagina el lector? ¿Y cómo reaccionará el otro? Primer detalle: esos dos estudiosos son padre e hijo, aunque no lo parezcan. También en esto hay gente así en diversos ámbitos. Segundo detalle: el anuncio del premio se hizo en forma equivocada. Como tienen igual apellido y ocupación, alguna ministra llamó al que no era para felicitarlo. ¿Pero cómo decirle ahora que hubo un error? Es una humillación para los dos estudiosos, para el comité que otorga el premio y para buena parte de la sociedad. Y es también un desafío para el verdadero ganador. ¿Tendrá la piedad y el cariño de un buen familiar, para acompañar al perdedor? ¿Y que decir de éste? ¿No han de aflorar rencores y amarguras? Tercer detalle: estos tipos son grandes estudiosos del Talmud, pero no parece que aplicaran sus buenas enseñanzas. Que lo digan en casa. Ya lo dirán, quizás, en otras partes. Como vemos, un asunto atractivo y sin dudas universal, que parece chico, restringido, pero le llega a todo el mundo. Y el autor sabe cómo hacerlo llegar. El guión es excelente, en su pintura de personajes, en sus diálogos, en sus giros y planteos, en la resolución, una joyita. Y los actores que hacen de padre e hijo, y el viejo cascarrabias que debería terciar en el conflicto, y las mujeres de estos insufribles, también son excelentes. Anotamos los nombres aunque den trabajo, porque valen la pena: Shlomo Bar Aba, el padre, Lior Ashkenazi, el hijo, Micah Lewesohn, el peligroso, Alisa Rosen y Alma Zak. Y el nombre del director: Joseph Cedar, neoyorquino residente en Israel desde los cinco años de edad, dos veces candidato al Oscar, simpática persona que estuvo acá la semana pasada, en la Feria del Libro y el Centro de Investigación Cinematográfica. Linda película.
Más que reivindicación “de género” «Seguramente un cuento, porque, ¿qué verdad existe en esta tierra?», se ataja el autor al comienzo de este film, como aquel tango reo que dice «yo solo quiero contarte un cuento» y termina acogotando a la mina. En este caso, no habrá muertes, pero sí unos estiletes amablemente clavados en las tercas cabezas de machistas y fundamentalistas de variada especie, ya que el asunto se ambienta en algún pueblo islámico pero la moraleja le cabe a cualquiera. Ese pueblo podría quedar en algún rincón del norte africano (el famoso Magreb) o de la península arábiga. Difícil encontrarlo, pero el autor nos da una clave. Es un lugar «donde una fuente brota y el amor se seca». Aunque tampoco hay que seguirlo a pie juntillas. La fuente brota, el amor amenaza secarse, pero a fin de cuentas esto es una película y todo tiene solución. El autor es Radu Mihaileanu, el mismo de «Tren de vida», sobre la ingeniosa fuga de un pueblo entero bajo el nazismo, «Ser digno de ser», sobre el niño etíope que su madre entrega con falsa identidad para salvarlo de la hambruna, y «El concierto», gozosa reivindicación de unos viejos músicos frente a la criminal burocracia del Estado. Vale decir, un hombre que toca temas fuertes, nos enfrenta con ellos, y nos enseña a desarmarlos con imaginación y buen humor. En este caso, el tema también es fuerte. Empieza con un accidente que causa un aborto espontáneo. En un lugar de la aldea festejan el nacimiento de un niño, en otro lloran una pérdida. Encima, una pérdida que hubiera podido evitarse. Así es como las mujeres del lugar, víctimas de innumerables sufrimientos, se ponen firmes frente a los varones dominantes y las tradiciones aplastantes, y entre firmezas, cantos, bailes y dolores logran imponerse, discutiendo de paso con cualquier interpretación interesada del Corán. El relato abreva en «Lisistrata», y también en un episodio real acontecido en una aldea turca hace apenas diez años. Pero como en ningún caso se trata de mujeres estricta y modernamente feministas, pues bien, acá también tienen sus sueños románticos, ven telenovelas mexicanas y mandan cartitas, hay varones reflexivos que terminan de su lado (incluso quien menos se espera, lo que hará rabiar a prejuiciosos y superadas), etcétera. Aparte, no es reivindicación ni reconciliación lo único que veremos. Junto al asunto principal, florecen unos apuntes sencillitos pero bien filosos acerca de otros temas vecinos, apuntes que sorprenden, causan gracia, y dejan pensando. Todo lo cual vale la pena y se disfruta con gusto, porque este director, lo único que tiene difícil es el apellido.
Comedia triste con un “Elvis” sorprendente Años atrás, Armando Bo nieto y Néstor Giacobone le mostraron a González Iñarritu el guión que estaban escribiendo sobre un tipo inmerso en su propio mundo, dispuesto a cumplir su cometido en circunstancias inhabituales. El mexicano, apenas leyó eso, les pidió que lo ayuden a escribir el guión de «Biutiful», sobre un hombre así, que tiene un don especial, sigue un modelo, debe hacerse cargo de una familia desintegrada, enfrenta con cierta hidalguía la mezquindad que lo rodea, pero también, quizá sin darse cuenta, es autodestructivo. Esas cosas, y alguna otra, tienen en común estos dos personajes agónicos, el sufrido Uxbal, vidente y buscavidas de «Biutiful» y el gordito Carlos Gutiérrez, cantante y tornero del conurbano. Pero las diferencias también son notables. Las descubrirá el público, por supuesto. Acá solo diremos que, por algo, la primera es una tragedia agobiante y la que vemos ahora es una comedia triste, o un drama medio gracioso, como suelen causarnos risa las desgracias ajenas. En este caso, el hombre sufre la desgracia de ser confundido con un simple imitador de Elvis Presley, cuando él se siente algo superior. El es un seguidor absoluto, tan fuertemente pegado a su imagen y su voz que actúa cotidianamente casi como si fuera el propio Rey. Cuando dice, por ejemplo, sentenciosamente, «Dios me dio su voz. Yo solo tuve que aceptarla», no parece estar muy medicado que digamos, pero él se ve muy seguro de lo que dice. Y tiene la voz, de eso no caben dudas. En los shows lo bicicletean, sus dos amores lo verduguean, él sigue adelante con su destino. «Pero, Señor, todas mis pruebas pronto terminarán», dice una parte del «American Trilogy». Una prueba puede cambiar su vida y redimirlo como padre de familia. La cumple debidamente, como lo hubiera hecho su ídolo en similares circunstancias. El sigue los pasos de su ídolo. No diremos más. La película es muy sentida, comprensiva con su personaje, pudorosa con los sentimientos, singular, perturbadora también, limpiamente emotiva en ciertas partes, y realmente bien hecha. Bravo por el nieto de Armando Bo. Pero hay algo más. Nada de esto existiría sin un auténtico artista capaz de interpretar al mejor estilo presleyriano temas como «Estoy tan triste que podría llorar», o «Siempre estabas en mi mente». Ese artista existe, es el arquitecto platense John McInerny, cabeza de la banda Elvis Vive, que acá debuta muy bien como actor, canta como se debe, y cuando interpreta al cien por ciento la «Melodía desencadenada» le pone la piel de gallina a toda la sala. Ad majorem Dei gloriam, lo registraron en vivo, sin trampas posteriores de montaje o grabación. Sí que vale la pena.
Verosímil acercamiento al autismo Conviene discernir adecuadamente entre la mayoría de los chicos autistas de la vida real, y ciertos personajes autistas estilo Hollywood, raros, destemplados, pero con notorias, comprobables y muy útiles capacidades diferentes. Por ejemplo, son capaces de contar al vuelo el total de fósforos que están cayendo de una caja. Pero solo existen en las películas. Y en alguna serie norteamericana. O en algunas especulaciones según las cuales el propio Leonardo Da Vinci era medio autista, y por eso era genio entero. «El pozo» no integra esa lista de películas. Su autor no nos pinta personajes hollywoodenses. Nos expone una criatura dolorosamente cercana a las que él conoce. Su hermano es así. Por eso, al hablarnos sobre una joven con ese sindrome, con marcado retraso mental y reacciones muy difíciles de manejar, nos expone también los conflictos familiares que el mismo acarrea. La madre sobreprotectora concentrada solamente en ella, el hermano que se siente abochornado ante los compañeros de la escuela, el padre a veces ausente, el aislamiento social, y también el cansancio, la irritación, el peregrinar por consultorios donde apenas pueden ofrecer paliativos, alguna contención, consejos difíciles de aceptar para una madre. Hay que internarla, le dicen. Interesante, la descripción del internado como un lugar donde los chicos pueden progresar, sociabilizarse y sentirse bien. Lo mismo, la conclusión a la que se llega respecto a las expectativas de los padres. Y algo novelesca, pero puede ocurrir, la anécdota de la escapada de una parejita para andar por el pueblo, precisamente porque se sienten mejor y más sociables. Conviene discernir, también, entre Rodolfo Carnevale, que recién hace su primera película, y Marcos Carnevale, que ya tenía larga experiencia cuando hizo «Anita» (dicho sea de paso, no son parientes). Digamos, acá hay varias cosas mejorables. Pero igual hay mucho de elogiable, y necesario. A destacar, el trabajo de caracterización de los jóvenes Ana Fontán y Ezequiel Rodríguez. Y la reaparición de Patricia Palmer en la pantalla grande. Para ver en otro momento, el trabajo de equinoterapia que acá apenas ocupa una escena. Y para tener en cuenta: según recientes estadísticas médicas, en Argentina cada 88 niños nace uno autista.
Enigma que tarda en ponerse interesante Sebastián Sarquís lleva más de veinte años en trabajos de producción, con y sin buen presupuesto, desde los últimos films de su padre, siempre exquisito, de mucho despliegue, hasta ese corazón de zona sur que es «El torcán», donde se nota que todo se hizo con dos pesos, pero con tanta entrega, y con Oski Guzmán literalmente transformado en Luis Cardei, que emociona a cualquiera. Hace un par de años quiso probarse como director. Lo hizo con precaución: fondo chico, mínimas locaciones, mínimo elenco. Un solo actor lleva adelante la trama, en muy escasa y ocasional compañía, interpretando a un hombre secuestrado en alguna casona del Delta, que solo consigue contactar al chico que le trae la comida y a un viejo que aparece un día por error (o para tirarle la lengua), mientras su esposa parece estar negociando el rescate. Con ese planteo, ¿podría desarrollar la tensión, interesar al público, atraparlo? No todos tienen mano para eso. La película tarda en empezar. A cierta altura parece detenida. Pero al final arranca, da unas vueltas de tuerca, se pone interesante. Lo que vemos, nos sugiere, puede ser en parte lo que la víctima imagina, no lo que pasa en realidad. Imagina traiciones, dobleces, incapacidad o turbiedad por parte del hijo, incomunicación entre ambos. Tiene a mano las «Cartas al padre», de Franz Kafka. Ciertos párrafos parecen salir de su boca como con cargo de conciencia, o con dolor de descubrimiento tardío. Y lo que pasa en realidad es una sorpresa, en varios sentidos. Jean-Pierre Noher protagoniza la obra, en esfuerzo solitario, principalmente sostenido en la mano incipiente pero hábil del director debutante, la fotografia de Mauricio Riccio, los sonidos y la reducida música de Pablo Sala. En cuanto al título, alude a cierto estado de ánimo que producen los sauces. No confundir con los que produce el árbol cantado por Silva Valdez y Ginastera en memorable tema folklórico.
Obsesión mejorada por el director Si la sinopsis dice, con entusiasmo digno de mayor causa, «Cuando su hermanita desaparece, Jill está convencida de que ha vuelto el asesino serial que tiempo atrás la había secuestrado», etc., ¿qué duda cabe de que el asesino serial ha vuelto de veras, que la chica estará sola en medio de la noche, que la policía tardará en creerle y mostrar eficiencia, que ella se largará a investigar y provocar a las fieras por su cuenta, en pleno bosque y en plena noche, y todo lo demás? ¿Y que por ahí nos entrará la duda, y en una de esas la policía tiene razón y la loca es ella? ¿Y que a esta película ya la vimos, y si no fue ésta fue una bastante parecida? Lo bueno de estos entretenimientos de miedo es que uno puede asustarse o inquietarse por el destino de la chica, al mismo tiempo que se divierte con los lugares comunes y las tonterías del argumento, el ritmo de los acontecimientos, y sobre todo con el juego de adivinar el final. Para el caso, quien firma el guión es Allison Burnett, culpable de haber hecho los libretos de «Otoño en Nueva York», «El juego del amor» y «Fama» (la remake). Pero el director es Heitor Dhalia, que algo aporta. ¿Y quién es este brasileño de apellido tan florido? Bueno, es el libretista de «As tres Marías», que se tomaban tamaña venganza a través de sus hijas, y el realizador de «Nina», un thriller con dibujitos que para algunos fue la mezcla de Dostoievski con David Lynch, y de una historia que lo llevó a Cannes y fue distribuida por una major, «A deriva», donde una nena está feliz con su familia hasta que ve a su padre con otra mujer que no es la madre, y ve también una pistola (el padre lo interpreta Vincent Cassel, siempre con cara de degenerado). Pero, sobre todo, Heitor Dhalia es el autor de «O cheiro do ralo», que cordialmente podría traducirse como «El olor a desagüe tapado». En este caso el personaje es un prestamista obsesionado por la preciosa bunda de una camarera y el asqueroso olor que hay en el baño. Nunca se sabe para dónde va a dispararse la historia, ni hasta dónde llegará el personaje con sus obsesiones. Todas las criaturas de este director son obsesivas. Incluyendo la de «Doce horas», que por suerte dura poco más de hora y media. Si se estiraba un poquito ya hubiera aburrido, o, peor aún, más gente le hubiera adivinado el final. No corresponde contar ni siquiera el desarrollo. Pero sí decir que Dhalia está pagando su derecho de piso en Hollywood, y que la protagonista Amanda Seyfried está bastante linda, aunque siempre se la verá mejor en las comedias románticas. Esta de romántica no tiene mucho que digamos.
Sólo logra convencer a los ya convencidos Enarbolando un subtítulo que es más bien una consigna, «Industria Argentina. La fábrica es para los que trabajan» nos cuenta la lucha de un puñado de obreros especializados para impedir el cierre y desmantelamiento del taller donde trabajan, para lo cual se constituyen en cooperativa. Corre el año 2002, y pocos imaginan la recuperación laboral de fábricas como una posibilidad concreta. A diez años de aquella época, no está mal evocarla en una película. Primer punto a favor: esta obra no es como «La tierra será nuestra» (Ignacio Tankel, 1949), extenso y tristón drama campero donde en la última escena aparecía la mano providencial del gobierno popular y salvaba a los pobres arrendatarios. Acá los obreros se salvan por su propio esfuerzo, con la sola orientación de un abogado y la lúcida comprensión de un juez en lo civil y comercial. Primer punto en contra: tampoco es como «Pyme (Sitiados)», el drama de Alejandro Malowicki, 2004, donde se plantean de modo verosímil tanto las razones del dueño como las de sus empleados, buscando un entendimiento, película que todavía hoy se analiza en varias cátedras de administración de empresas. Al contrario, acá el dueño es presentado monolíticamente como mala persona, estafador, prepotente, etc., etc., siempre acompañado por un chofer guardaespaldas. Y como una mala persona no basta, ahí está también la síndico prepotente, enemiga de los obreros, papel que Soledad Silveyra encarna con entusiasmo de sainete y peinado ventarrón. Carlos Portaluppi (recuperando la entonación correntina), Cutuli, Daniel Valenzuela, Luis Margani, son bien creíbles como trabajadores, y muchas situaciones que interpretan se hacen más que reconocibles y sensibles para el público hacia el cual la obra va orientada: el de las propias fábricas recuperadas, que además, en nombre de sus luchas y sentimientos, puede pasar por alto alegremente algunas limitaciones evidentes de escenografía, puesta en escena y presupuesto (por empezar, faltan extras). Lástima que de esa forma, el discurso convence solo a los convencidos. Autor, Ricardo Díaz Iacoponi, debutante. Productor, Néstor Sánchez Sotelo, el de «Testigos ocultos», «Almas navegando en soledad», «Adopción».