Buen humor, sutiles observaciones y un elenco ejemplar Paris, comienzos de los 60. Monsieur Jaubert, agente de bolsa, apagado esposo de una flaca, insípida y tilinga, pero en el fondo buena, debe reemplazar a la vieja doméstica. La señora trae una novedad que le han dicho sus amigas: basta de bretonas, la moda es contratar españolas, cuyo único antojo es ir a misa los domingos, «y tan limpias que no parecen españolas». Ya vimos varias al comienzo, diciendo a cámara sus habilidades y reticencias. Ahora monsieur verá una de cerca, y también conocerá su cámara, si así puede llamarse al recoveco del altillo donde la pusieron. Una porquería. Pero ella no se queja, al contrario. Cerca suyo están sus paisanas. Visten sencillamente de negro. Trabajan en tierra extraña, lejos de sus familias. La ciudad les resulta fría y gris. Y sin embargo en todo lo que hacen ponen una energía tremenda, el piso en que viven es un jolgorio, contagian entusiasmo. Hay que verlas limpiando una casa mientras de paso cantan aquel tema de moda sobre una chica tímida de bikini amarillo a lunares, diminuto. Señoras grandes. Se ríen, hacen planes, miran con algo de compasión al señor del piso de abajo que ha subido en busca de una de ellas. Y él descubre ese mundo. No es una comedia de descubrimientos, pero la vida de ese hombre va a cambiar. Ni comedia social, aunque señale algunas cosas. Ni comedia romántica, al menos romántica convencional. Pero tiene algo de todas ellas, y lo comparte amablemente con el público. Se disfruta de principio a fin, enternece, hace entender. Buen tono, buen humor, buenas observaciones, y muy buen elenco: Fabrice Luchini (el marido en «Potiche»), Sandrine Kiberlain, la argentina hispanizada Natalia Verbeke, y encima Carmen Maura, premio César por este personaje, Lola Dueñas, y la lista sigue. De antología, la breve escena de pocas líneas y expresiones contenidas pero muy ricas donde Maura le explica a Luchini lo que fue «la guerre dSpagne». Para masticar gozosamente, la otra donde él les explica a las sirvientas qué son y cómo invertir en acciones de la Bolsa. Y hay otras, irónicas, dulces, humanas todas. Vale la pena. Postdata para memoriosos: ese mundo de inmigrantes «gallegas» reconoce un buen antecedente en la comedia de Roberto Bodegas «Españolas en Paris», 1971, que no tenía ningún romance franco-hispano, pero sí buenas críticas a los prejuicios de entonces, y buen reparto, con las entonces jovencitas Laura Valenzuela y Ana Belén a la cabeza. Entre los guionistas, Mingote, el histórico y admirable humorista de «ABC» recientemente fallecido.
Singular manera de expresar un duelo La madre murió y las tres grandulonas que tuvo de hijas todavía no crecieron. Y es difícil que alguna vez maduren del todo. A alguna gente el dolor la hace crecer, a otra solo la empuja hacia regresiones de distinto calibre. Eso es lo que pasa con las criaturas de esta película, pero, bueno, a fin de cuentas cada cual expresa su pena y su incertidumbre como puede. La situación ya ha sido transitada, y bien transitada, varias veces por el cine. Alguna figura determinante de la familia ha muerto, y las nuevas generaciones vuelven a la casa natal para hacer el duelo y despedirse no solo de esa figura sino también de la propia casa, de sus muebles y rincones. Ya nada será como antes, y por eso mismo ya ni la propia casa será de ellos. Lindas películas, sentidas actuaciones, música melancólica, ambientes exquisitos de un tiempo que pasó, etcétera. Ya se imagina uno a los hijos de la noble difunta, todos de traje, conversando en el parque junto a la piscina. Bien. Acá hay una pelopincho en un fondo pequeño lleno de yuyos. Y las nenas éstas visten de entrecasa, por no decir que están medio impresentables. Y no se puede decir que tengan grandes, sentidas y poéticas conversaciones. No exactamente. Pero pasa algo singular. Precisamente porque esas personas son un tanto ridículas y hacen tonterías, se puede expresar a través de ellas varias cosas serias, y nosotros las podemos recibir sin que nos duelan tanto. Es un buen método, y además barato. Así lo practica la autora debutante María Eugenia Sueiro, con atendibles resultados, amable juego de actrices, un blanco y negro que despeja problemas y da buen tono, dibujitos infantiles en la presentación, y, de fondo, un temita juguetón. Otro mérito: el chiste apenas dura 70 minutos.
Entretenida variante de “Blancanieves” Se pasa el rato con esta superficial y entretenida variante del clásico «Blancanieves». Le falta emoción, el encanto es medio de fórmula, casi todo transcurre en escenificaciones básicas, como de teatro filmado, el promocionado numerito musical a lo Bollywood está encajado en forma bollywuda, el comienzo anuncia una cosa (la versión de la madrastra) y pronto pasa a ser lo de siempre, pero, pequeño detalle, lo de siempre ha cambiado. No corresponde comentar esos cambios, que son amables y en parte levemente feministas, pero sí advertir que unos paisajes digitales son dignos de verse en pantalla grande y pegarse después en la pantalla de la computadora, la tradición europea de la fábula se ilustra con peleas de coreografía medio china, los ambientes y todo el vestuario rebalsan imaginación, hay un resumen previo en dibujos que parecen muñecos de porcelana, Julia Roberts se divierte a gusto como la madrastra, y algunos chistes son buenos. Ah, también Lily Collins, la hija de Phil Collins, se luce en el papel principal, pasando de inocente criatura insulsa a jefa espadachina de siete petisos bandoleros, hasta llegar a la boda en plena gloria con flequillito ladeado a lo Audrey Hepburn. A su lado, y al lado de cualquiera, el príncipe es un soberano pavote manejable, que solo se salva por carilindo y adinerado. Muy en papel Armie Hammer. Y a señalar, Nathan Lane (el secretario), Danny Woodburn, el enano que alcanzaba estatura romántica en «Con solo mirarte», y aquí hace de maestro obligado a delinquir, el músico Alan Menken («La bella y la bestia», «Enredados», etc.), y sobre todo la diseñadora de vestuario Eiko Ishioka, la misma de «Bram Stokers Dracula», veterana artista muerta en enero último y a cuya memoria está dedicada la pelicula. Curioso, un enano de boina, igualito a Hugo Chávez pero con pañuelo azul. Lamentable, el doblaje a un español bastante flojo e inexpresivo.
La simpatía del elenco mejora el guión Sinceramente, esta amable comedia romántica con intriga policial queda un poquito debajo de sus posibilidades y sus expectativas, pero igual entretiene. Los puntos que pierde, sobre todo a causa de algunas limitaciones de libreto, los recupera con la eficiencia del equipo y la simpatía de su elenco. Diego Torres y Julieta Zylberberg parecen lejanos sobrinos nietos de Cary Grant y Katharine Hepburn, lo que es decir. Y ella tiene algo de Barbra Streisand: no solo la nariz tan personal, sino el brillo y la soltura ideales para un personaje como el que le toca, de flaca talentosa y colorida, acelerada, arrebatada, y quizá demasiado fantasiosa para que pueda seguirla un marido tranquilo, poco imaginativo y muy concentrado en sus propios problemas. Así es la cosa. Un pianista de formación clásica espera una beca que le permita tener sus logros en la alta cultura (y de paso pagarle al afinador que le hipotecó el piano). Su mujer espera terminar con el fastidio de andar cantando en locales donde nadie la escucha y encima un borracho la molesta. Ella siempre lamenta la oportunidad perdida en una banda de rock & pop. El manager amigo, chanta amigo, espera hacerle firmar un contrato que la alejará de su casa. La ex novia del marido espera agarrarlo de nuevo (confesémoslo, en su lugar bien nos dejaríamos agarrar). La pareja espera un bebé, pero solo ella lo sabe. Y en el piso de arriba un señor o señorita no espera ninguna visita, pero la tendrá. Todo eso, en los primeros minutos. La intriga policial surge con más interés que los problemas de pareja, pero solo se hace notar al comienzo y al final, y por ahí resulta medio confusa y desaprovechada. No importa, se pasa el rato con agrado, los protagonistas son compradores, Fabián Vena se destaca con un personaje inefable (a propósito, ¿cómo se llama la japonesita que lo acompaña?), cada miembro del reparto se luce, hay agradables variaciones sobre el tema principal y buena música general, fotografía cálida, lindos títulos de presentación, ambiente climatizado, etc., la ciudad se ve linda, el asesino es capturado y bien está lo que bien termina, aunque a los pocos días ya ni recordemos cómo termina.
Duro acercamiento al resentimiento filial Lo que vemos al comienzo es la fiesta de la Tomatina, en Buñol, Valencia. La gente se tira tomatazos, se enchastra, pega saltos, ahí anda nuestra protagonista medio en éxtasis. Tiempo después la vemos esconderse de otras personas junto a unos envases de tomate. Suena irónico. Pero más la vemos limpiando las manchas de pintura roja en el frente de su puerta. Eso es angustioso. Esas manchas no son el signo dejado ante el ángel para salvar al hijo. Son otra cosa, como las miradas de odio de la gente. No toda, por suerte, pero ella está viviendo un calvario sin fin, sin salvación, sin perdón. Muchos objetos rojos hay en esta historia. Y miradas de rechazo. Ya se sabe, ella sufre la vergüenza de algo terrible que hizo el hijo. En su cabeza, los recuerdos se suceden sin orden, cuando él era niño, adolescente problemático, bebé llorón, y ella una madre desamorada, soltera tranquila, esposa de un buen tipo medio imbécil, todo en vaivén, hasta desembocar en los recuerdos de una noche espantosa, y seguir para atrás y para adelante, y en su rostro esas preguntas que no dice, ¿qué debía hacer?, ¿cómo no me di cuenta?, ¿cómo debí haberlo encarado? El pibe fue manejador y dañino desde los primeros años, ella también lo aborreció desde los primeros años. Eran tan parecidos que no se entendían, salvo para lastimarse. Y uno de los dos era más fuerte. Al final, con una sola frase que uno de ellos dice, parece que algo empieza a aflojar. Ya no hay nada rojo en esa escena. Pero ya es tarde. Buen film, para reflexionar sobre la maternidad, el diálogo, el resentimiento filial, las formas involuntarias e indirectas de filicidio, según hubiera recordado el doctor Arnaldo Rascovsky, o el matricidio figurado del egocéntrico que no perdona, la madre muerta en vida que persiste en sus deberes cotidianos. Tilda Swinton es una máscara intensa. El nene Jasper Newell y sobre todo el chico Ezra Miller son excelentes, con una expresión de maldad tan lograda que dan ganas de cachetearlos. Y la directora y coadaptadora Lynne Ramsay es de un ingenio y una capacidad impresionante. Estuvo hace diez años en Mar del Plata, cuando nadie la conocía pero ya tenía en su haber otras dos historias interesantes de gente retorcida. Esta que vemos ahora es la mejor, aunque también la más efectista y discutible.
De cómo se contamina hoy cualquier paraíso Esta fábula patagónica se abre con una canción del propio protagonista, Oscar Payaguala, cuyo estribillo protesta retóricamente «¿500 años de qué, de qué?». Con similar retórica se le podría decir «de caballos, ovejas, guitarra española, etcétera». Todo vino en un mismo paquete, las cosas buenas y las malas. Y otro paquete similar le viene ahora a su personaje. Hasta ese momento, dicho personaje ha vivido tranquilo en el campo. Hosco, desconfiado, como sus ancestros indios, y socarrón como buen criollo, no se lleva bien con el negocio turístico de sus vecinos ni con la avanzada de geólogos de una empresa extranjera. Pero es amigo de un joven chileno hábil para los negocios. Y es éste quien se interesa por un cajón que tiempo atrás un programa de integración nacional para gente de fronteras le envió de regalo a nuestro paisano. El pícaro se interesa, abre el cajón, descubre que trae un televisor con antena satelital y todo, y lo instala. Los regalos hay que aprovecharlos, explica. El otro lo mira. ¿Para qué quiere semejante cachivache tan enorme? El nunca lo necesitó. No sabe la que le espera. Por ahí va la mirada. Las necesidades innecesarias, nuevas formas de «colonización», el acostumbramiento, en fin, para colmo con un agravante. En viejos tiempos, los abuelos terminaban el trabajo y se iban a casa a escuchar por radio «Chispazos de tradición» o el «Glostora Tango Club». Ahora este gaucho interrumpe su trabajo para ir corriendo a ver una telenovela venezolana. Es gracioso verlo encariñado con la estrellita rubia, preocupado por los conflictos de esa historia lejana, y entretenido con los comerciales. Si hasta se compró un reloj pulsera, porque ahora su ritmo no está más condicionado por la naturaleza, sino por los horarios de los programas. Pero lo gracioso deja de serlo cuando advertimos que, en escala similar, a nosotros hace rato que también nos pasa algo parecido. Sin ser la octava maravilla ni mucho menos, la película resulta entonces un atendible llamado de atención sobre esa clase de asuntos, y da pie a varias reflexiones. Nombres a considerar, el novel director Simón Franco, el periodista y folklorista sureño Oscar Payaguala, y el actor chileno Nicolás Saavedra. Otras películas sobre la intromisión de nuevos mundos en un tranquilo paraíso, «Y se hizo la luz», de Otar Iosselani, ambientado en una aldea africana, y «Urga», de Nikita Mijalkov, en plena Mongolia, donde la nena de unos pastores toca como tema regional un pasodoble aprendido en la tele.
Amable comedia sobre crisis de mediada edad Como «La sal de la vida» se estrenó acá hace nueve años «Politiki Kouzina», azucarado relato de memorias infantiles, gastronómicas y sentimentales en tierra griega. Y también «La sal de la vida» le encajaron ahora a esta comedia nacida con un título que ni siquiera necesitaba traducción: «Gianni e le donne». Pero, bueno, sal tiene. Pimienta no usa, ni necesita. La historia es simple. Gianni es un sesentón buenazo, paciente, servicial, que hace los mandados, amablemente soporta los antojos y despilfarros de la madre nonagenaria, la vida con esposa, hija y novio peor-es-nada de la hija, etc., etc., y todavía anda en un Fiat 124 sin pretensiones. Hasta que un amigo lo aviva, o quiere avivarlo, para que tenga aunque sea una aventura antes de que se le pase el cuarto de hora. La vida lo requiere. Y entonces nuestro héroe trata de ponerse en acción. El mundo está lleno de mujeres. Que por lo general se aprovechan de su nobleza. No es una comedia picaresca. Más bien es una comedia amable, bonachona, a veces un tanto melancólica, sobre la belleza de la vieja Roma, la típica dejadez de los romanos, la crisis de la mediana edad, los errores de la inexperiencia y la estrategia, la imagen que cada uno brinda tratando de ser entendido, la necesidad de ternura por parte de ambos bandos, en fin, esos asuntos propios del corazón, de las artes de la seducción, y también de la resignación. Autor, coguionista, protagonista, Gianni Di Gregorio, el mismo de la deliciosa comedia geriátrica «Un feriado particular» («Pranzo di agosto»), donde un buen tipo, de la noche a la mañana, se encuentra a cargo de cuatro viejecitas instaladas en su casa, cada una con sus mañas. Esa fue su primera película. Esta es la segunda, con más personajes, situaciones, locaciones, etc., pero similar presupuesto e igual tono de simpática bonhomía. Por supuesto, abarca más y entonces aprieta menos, se hace algo irregular y menos redondita, pero igual se disfruta. Vale la pena.
Romance con el buen toque Burman A cierta altura de esta agradable comedia romántica de Daniel Burman con toquecitos lúdico-filosofales, el protagonista encuentra un rabino en el lugar menos pensado, y aprovecha a preguntarle por ciertas cosas del azar y la predestinación en el juego y los afectos. El rabino bien podría responderle, siguiendo a Homero Manzi en «Monte criollo», «40 cartones pintados con palos de ensueño, de engaño y amor. La vida es un mazo marcado, baraja los naipes la mano de Dios». Pero no es un rabino tanguero, sino rockero, y le ofrece otra respuesta. Sí señor, es rockero, y hay más sorpresas todavía. Se sabe que una comedia romántica tiene tres pasos: la gente se encuentra, se desencuentra y se reencuentra. Y ésta los cumple, pero con variantes y agregados. Por ejemplo, ¿cuántas comedias románticas conoce el lector, donde el enamorado sea dueño de una financiera? ¿y cuántas donde alguien elogie con buenos argumentos el trabajo al frente de una financiera? Aun así, nuestro héroe es medio vergonzoso, dice dedicarse a otras actividades, y por ahí viene uno de sus problemas: él siempre dice una «verdad alternativa». Lo que le viene bárbaro para jugar al poker. En sintesis, ésta es la curiosa aventura de un tipo del Once que encuentra en Rosario un viejo amor de adolescencia, un contacto indirecto con el mundo musical que soñó de chico, y un contacto directo con una mesa de poker, porque hasta ese momento sólo es un hábil jugador online. A su vez, el viejo amor encuentra, por ejemplo, el legado de su padre, la ocasión de ponerle límites a la madre y patear al novio pelmazo, el regreso al hogar, y el reintento con aquel noviecito de adolescencia al que le siguen gustando los albergues transitorios, las verdades transitorias, y escabullir el bulto. Agil el comienzo, con el cliente que hace un singular elogio de los albergues. Entretenido el resto, con simpático elenco. A toda máquina el final, con la Trova Rosarina que también se reencuentra y de paso participa de la enésima mentira de nuestro héroe, pero al fin y al cabo una mentirita blanca, de esas que ayudan al amor. Se pasa el rato, se disfruta, hasta hay un par de diálogos reveladores como el del rabino con el financiero. No tiene la emoción de «Dos hermanos», ni la abierta reflexión moral de «Derecho de familia» (donde también había un héroe macaneador), pero no desmerece. Como tampoco desmerecen los debutantes Jorge Drexler, Gabriel Schultz y los niños Luciano Pizzichini y Paloma Alvarez Maldonado, frente a las estrellas ya consagradas Valeria Bertuccelli, Norma Aleandro y Luis Brandoni. Mano del director, ya se sabe.
Hito en la historia del psicoanálisis Tres sectores de público pueden ser atraídos por esta película demasiado hablada para el espectador común. Los interesados en la historia del psicoanálisis, ya que se cuenta la significativa relación entre Carl Jung y su paciente (luego amante y colega) Sabine Spielrein, relación objetada por Sigmund Freud. Los seguidores del director David Cronenberg, que en su elogiable madurez se prueba en una película de época sin un solo asesinato ni mayores violencias, donde la tensión se va forjando en los diálogos amistosos de maestro y discípulo levantisco, antes que en los diálogos ansiosos de analista y paciente alzada (que recibe complacida algunos chas-chas). Y quienes se deleitan con las ambientaciones exquisitas. Esto último, porque el asunto transcurre en apartadas clínicas suizas para gente de dinero, y preciosos hogares y paseos vieneses de la Belle Epoque. El sobrio y refinado mobiliario austríaco, los aparatos de medicina de aquel tiempo, las bibliotecas, las ropas de la burguesía, son un deleite para el espectador que se agobie con los diálogos. Para él se lucen las huestes de la directora de arte Anja Fromm, la misma de «Cheri», también ambientado en la misma época, y la vestuarista Denise Cronenberg, hermana del director y su mano derecha en ese rubro. Pero los diálogos son bastante buenos. Nacen de la pieza teatral «The Talking Cure», de Christopher Hampton, a su vez basada en el libro «A Dangerous Method», de John Kerr (dicho sea de paso, este Hampton es el que viene cada tanto a comer en San Telmo, y ha hecho buenas películas, pero también un bochornoso «Imagining Argentina» en las afueras de Olavarría). ¿Y por qué es peligroso ese método? Ahí está el motivo de discusión entre Freud y Jung, uno restringido a la observación científica y otro abierto a observaciones más cercanas y empíricas, pero ambos manteniendo en sus charlas el nivel y la compostura, lo que hace atractivo su seguimiento. Por supuesto, detrás también está la ambición del alumno. Curiosamente, la mejor escena de esa lucha civilizada apenas tiene dos líneas, y es cuando al padre del psicoanálisis lo mandan a la segunda clase de un transatlántico mientras el otro, mezquino y casado con una mujer más pudiente, viaja en primera. Muy bien Viggo Mortensen, haciendo un vivo retrato de Freud sin solemnidades, severo pero de buen humor. Bien el ascendente Michael Fassbender. Medio cansadora la flacucha Keira Knighthley. De complemento, Vincent Cassel como Otto Gross, el iniciador de la «antipsiquiatría», personaje histórico que acá lamentablemente apenas queda mal expuesto. Para interesados en el caso Jung-Spielrein, hay una exposición más fuerte y comprometida, «Prendimi l´anima», de Roberto Faenza, acá editada directo en dvd como «Te doy mi alma».
Una curiosa historia ambientada en África He aquí una curiosa historia ambientada en Africa pero aplicable a todo lugar donde alguien con ciertos principios se deje llevar por la picardía y modorra moral del medio ambiente. Para el caso, un médico alemán destinado en Yaundé, capital de Camerun, que recrimina a sus colegas nativos la cómoda dependencia de ayudas económicas más allá del plazo previsto, y un francés de ancestros congoleños enviado por la Organización Mundial de la Salud para inspeccionar los gastos de un hospital regional beneficiado por tales ayudas. Entre ambos episodios hay tres años de distancia, pero pocos kilómetros. También hay una misma enfermedad real y alegórica, la tripanosomiasis africana transmitida por la mosca tsé-tsé, parecida a la enfermedad de Chagas que acá transmite la vinchuca, pero más grave. En Angola y países cercanos, la enfermedad del sueño mata más que el sida. En Camerún, según dicen, está controlada. Por ahí va el chiste de la película. Las autoridades sanitarias de ese país no necesitan más ayuda económica para dicho mal, o para la fiebre amarilla, que también se menciona, pero algunos pícaros inventan proliferación de casos, así les siguen llegando dinerillos que aplican a la compra de 4x4, terrenos, y esperemos que también insecticidas. Reveladora, la actitud despreciativa, soberbia, de los médicos europeos hacia los africanos en general. Y la habilidad de éstos para vivir a costa de los demás, esquilmando incluso a los de su propia raza. Y el contagio. El alemán no se parece para nada al Kurtz de «El corazón de las tinieblas»: ni quiere acabar con las bestias mediante la propia bestialidad de sus seguidores, ni elabora una mística, se deja aprovechar y cuando se hace el guapo casi se va al suelo. Simplemente, él se contagió por dejadez. Pero al otro hay que contagiarlo a la fuerza, hundiéndolo en plena noche en la selva de sus antepasados. ¿Podrá salir de esa? Ya dijimos, por ahí va el chiste. Lástima que termine siendo un chiste alemán. Autor, el sobrevalorado Ulrich Kohler, de estilo despacioso, fragmentario, distante, poco sensorial, nada emotivo, pero bastante lúcido, muy franco, y en este caso con cierto permiso narrativo que le permite la inesperada y risueña incorporación de un hipopótamo «farmacéutico», posible pariente del caramonchón criollo.