Tres personajes en busca de algo que hacer Hace poco menos de dos meses, la escenógrafa Eugenia Sueiro, formada en la industria, estrenó un pequeño paso de comedia incómoda, bastante simpático, «Nosotras sin mamá». Producción chica, elenco de apenas tres mujeres (buenas actrices), mínima presencia masculina, una casita de barrio venida a menos, y solo 70 minutos de duración. Lo que vemos ahora, hecho por Milagros Mumenthaler, egresada de una universidad privada, bien podría llamarse «Nosotras sin abuela», porque el esquema es similar, con tres mujeres y un joven vecino, solo que caben algunas diferencias. Producción internacional (las chicas no tienen abuela pero la directora tiene parientes productores en Suiza), una casa muy bien puesta, bonita, y 98 minutos de duración. En «Abrir puertas, etc.», lo incómodo es la duración. Pero los cortos minimalistas de esta directora ya se hacían bastante largos, por lo que puede suponerse que su público específico disfruta ese tipo de extensiones. De hecho, quien mire tranquilo y sin fastidiarse el plano inicial, quieto e interminable, ya tiene media batalla ganada. El resto le parecerá un relato casi ligero de tres jovencitas ñañosas con demasiado tiempo libre, dándole vueltas a la necesaria maduración que toda pérdida familiar acarrea, hasta que al fin algo se define. Mumenthaler tiene mano especial para los detalles, sabe aprovechar muy bien la sensibilidad de sus actrices (también buenas), y sugerir ciertas cosas con particular sutileza. En ese sentido el suyo es un film apreciable. En otros, es medio aburrido, por decirlo amablemente.
Amable manera de reírse de las supersticiones En este pasatiempo no solo hay una cita, una fiestita y un gato negro, sino también dos buenas actrices y varios secundantes bien apreciados por el público, todos juntos con la sana intención de hacer reír un poco a propósito de ciertos prejuicios y supersticiones. Y puede que sea pura casualidad, pero justo se estrena en 13 salas. Así vemos a una joven, medio presuntuosa, y bastante prejuiciosa comerciante del rubro pinturería. Todo le va bien, en el amor y los negocios. Pero tiene un punto débil que le hace perder la razón: es supersticiosa. Y por esa sola causa, el mundo entero se le viene encima cuando, de pronto, reaparece en su ordenada vida una desorejada, desordenada, y medio friki compañera de la secundaria con fama de mufa. Esta pobre viene a ser algo así como la nieta honoraria del ceceoso Nemesio, amigo de Isidoro Cañones. Pocos lo recuerdan, pero cada vez que aparecía, con su cordial saludito «¡Qué hazez, Zidó!» al otro se le ponían los pelos de punta, enredaba los dedos y salía corriendo. Y justo por salir corriendo le pasaba algo, de lo que el supuesto mufa había querido prevenirlo. Bueno, acá la cosa es más complicada, pero el mecanismo es algo similar. Además, vamos a reconocerlo, algo de cierto parece haber en esa mala fama de la inocente compañera. Ocurren demasiados cataclismos a su paso, y ella tan campante. ¿Cómo podemos revertir tamaño imán para las desgracias? ¿Y si aprovechamos a usarlo a nuestro favor? Es lo que piensa la supersticiosa comerciante. Claro, eso sería competencia desleal, pero esto es una comedia y se acepta. En resumidas cuentas, hay una amable suma de disparates, un relato con desniveles que se deja ver sin exigencias, gente simpática, música medio cargosa, una moraleja final como corresponde, y un primer paso de una realizadora debutante, Ana Halabe, formada como asistente de dirección de Horacio Maldonado y Jaime Lozano. Se pasa el rato, y se agrega al pie de dos clásicos nacionales del tema: «Jettatore», con Enrique Serrano y Tito Lusiardo, y «La suerte está echada», con Marcelo Mazzarello y Gastón Pauls.
Por problemas con la edición electrónica del periódico no se pudo obtener el texto de la crítica.
Muy lejos del humor de “Muerte en un funeral” Un joven inglés conoce a una chica australiana en una isla del Pacífico. Decide casarse, y luego también decide llevar de padrinos a sus tres amigos impresentables. Como puede advertirse, es un joven de decisiones apresuradas. Pero los amigos tienen peores defectos. Y peor aún, los productores y el libretista, cuyo único mérito hasta el momento es «Muerte en un funeral». Ya habían mostrado la hilacha adaptando esa comedia para el mercado afroamericano, con oscuros resultados, y acá siguen en caída. Lejos de la sátira de humor británico, ahora quisieron hacer (y la macana es que la hicieron) una comedia al estilo de las guarangadas de humor norteamericano tipo «¿Qué pasó ayer?» y similares con gandules cercanos al más franco cretinismo tardoadolescente. De modo que casi todo lo que se imagine el espectador en materia de asqueroso y desagradable, los tres padrinos lo hacen. Víctima principal de sus fechorías es un carnero de raza. También hay un camello de mercadería y carácter poco recomendables, un animal entorchado que oficia de suegro, y, entre otras bestias congregadas para la boda, ni hablemos del equino desatado en que se convierte la suegra cuando esnifa ciertas cosas justo el día menos conveniente. Olivia Newton-John es la suegra, y, dentro de lo que cabe, también es la única figura que se luce. Caramba, cómo pasa el tiempo, doña Olivia ya tiene 62 años. También ha pasado el tiempo para el director Stephan Elliot, que hace casi veinte había llamado la atención con «Priscilla, la reina del desierto». En resumen, un pasatiempo indicado solo para quienes gusten de las comedias guasonas, gamberras o como quieran llamarse. Pero aun dentro de este sub-sub-subgénero cabe considerarla floja.
La Historia contada a la antigua y con gran elenco Esta es la adaptación, y necesaria simplificación, de una novela casi inadaptable, compleja, donde Juan José Castelli, llamado «el orador de Mayo», reflexiona sobre el fracaso de sus ideas jacobinas, su lucha junto a Moreno y Belgrano, y los sinsabores que esto le trajo. No son recuerdos lejanos. Recién es 1812, pero políticamente ha caído en desgracia y encima, terrible ironía, tiene un cáncer de lengua. El director Nemesio Juárez, que años atrás supo adaptar a Horacio Quiroga, se las arregla ahora con esta obra magna de Andrés Rivera. Lo ayudan Licha Paulucci y un elenco muy indicado para una riesgosa pero ineludible decisión estética: mantener en los diálogos la impronta literaria de la novela. Esto (y otras elecciones que van pegadas) hace que algunos acusen a la obra de anticuada, pero los actores y los textos son de primera, con lo que el posible defecto se vuelve virtud. Lito Cruz es el doctor Castelli, agobiado y punzante. Lo acompañan Luis Machin, Adrián Navarro, Juan Palomino, como Belgrano, Moreno y Monteagudo, y otros de menos cartel pero muy en papel, entre ellos Antonio Ugo, Carlos Kaspar, Rolando Ochambela y James Murray, como Cisneros, Beresford, Liniers y un traficante de armas, todos en diálogos reveladores, porque acá vemos las luces pero también las bajezas de los iluminados de aquel entonces, y la injusticia que acarrean a veces los sueños. Fusilamientos, complots, limitaciones mentales y morales, gestos de soberbia, se ven ahora con otra óptica. De pronto un virrey puede tener su parte de razón, y un avanzado justificar sus crueldades con lógica similar a la de un retardatario. El sacrificio, el desagradecimiento y la desilusión salen a escena. «¿Qué Revolución compensará las penas de los hombres?», se pregunta Castelli. En todo caso, escribió Rivera, que la de Mayo no sea «una invectiva pomposa, una interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor nostálgico». Dos momentos tocan en lo hondo. La discusión del Cabildo Abierto del 22 reproduciendo casi tal cual el famoso cuadro de Pedro Subercaseaux, y la música final, más que conocida, muy bien puesta. Con la música surge también la dedicatoria, íntima y abierta. Y a barajar y dar de nuevo. Detalle extraño: esta película ya estaba lista y aprobada por Rivera hace dos años. Nunca tuvo distribuidor ni exhibidor interesado. A señalar, para estudiosos, otras dos sobre la fundación violenta de la Patria: «Cabeza de Tigre», de Claudio Etcheberry (el enfrentamiento Castelli-Liniers), y «Tierra de los padres», de Nicolás Prividera.
Potente drama social con un creíble Darín Como productor y director, Pablo Trapero mejora en cada película. Esta fue todo un desafío, y lo sacó adelante como corresponde. Se trata de un tamaño drama social de acción y también de reflexión, con muchas secuencias impactantes y pequeños detalles objetables, sobre dos curas villeros y una asistente social trabajando en Ciudad Oculta. Los libretistas no son muy católicos que digamos, y el relato se centra demasiado en tres personas, pero está muy bien dirigido y pega debidamente, con una fuerza que llega a todos los espectadores. Algunos se espantarán, por supuesto. La anécdota es simple, tan solo refiere una lucha cotidiana y eterna. La situación es compleja. Por las callejuelas se entremezclan personas que quieren vivir tranquilas, bandas de narcos que manejan en la zona, pibes dopados como chinos en un fumadero, mentes confundidas, policías de infantería, obreros que quisieran trabajar en un plan de viviendas pero no tienen quién pague los jornales porque la plata se pierde en algún escritorio, y curitas que se desloman por ayudar y más de una vez reciben los palos. Encima ellos también son seres humanos. La película está dedicada a uno de veras, el padre Mugica, muerto a tiros el 11 de mayo de 1974. Los fieles de su Villa 31 le erigieron un pequeño santuario, que acá se entrevé en una escena, donde alcanza a leerse parte de su oración más conocida: «Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro (...). Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz». Casi 40 años después, la hora de la luz sigue lejana. Lo único que sigue cerca, como anticipo, o ilusión, de esa luz, son los curas villeros. Nadie sale del cine sin sentirles respeto. Pero también se siente muy cerca la sensación de lo imposible, de lo inútil, del fracaso. Deliberadamente, la obra, bien realista, tiene cinco cierres sucesivos, todos rápidos. El primero es a tiro limpio, muy amargo. Después vienen los otros, incluyendo uno muy grato para muchos y sobre todo muchas, hasta llegar al más significativo. Cada espectador elegirá con qué final quedarse. Que es como decir, qué camino prefiere. El elefante blanco del título es el regalo de una misión que puede agotar a cualquiera. También es la mole abandonada de la Villa 15 que muchos bienintencionados, en la película y en la realidad, sueñan transformar en un monobloc habitable, y que empezó a construirse en 1938 con destino de hospital. Un símbolo argentino, como puede verse. Muy bien Ricardo Darin. Algunos lo ven demasiado lindo para cura, pero recordemos que el padre Mugica también tenía su pinta. Dato de cinéfilos, el único antecedente de «Elefante blanco» es un pequeño film braso-argentino sobre curas de favela, «Pedro y Pablo», de Angel Acciaresi, 1973, también llamado «Tercer Mundo» o, algo mejor, «Lucharon sin armas». Actores, Pedro Aleandro, Jardel Filho, José María Langlais.
De historia real a película empalagosa Si en un accidente de auto el marido pierde la memoria y cree que sigue de novio con una chica de otra época, eso puede ser una comedia jocosa, o quizás una comedia policial, según las tácticas que use su mujer para alejar a la otra. Pero si quien pierde la memoria es la esposa, y cree que sigue de novia con su prometido oficial, aprobado por sus padres, eso puede ser una linda ocasión para que el marido recupere la libertad. O quizás una comedia romántica, donde el infeliz hará lo imposible para recordarle lo felices que eran los dos juntitos (y lo malo que era el novio anterior). Eso es, precisamente, lo que pasa en esta película norteamericana desaconsejable para diabéticos, y al parecer inspirada en un caso real, el de Kim y Krickitt Carpenter, que ahora tienen dos nenes y un libro de autoayuda para estos casos. El asunto es que en la película ella sufre un serio accidente por no usar cinturón de seguridad, despierta extrañada frente a un bohemio productor discográfico en la mala, y se alegra de ver a sus padres, ricos y elegantes, ignorando que por alguna razón se había alejado de ellos hace ya varios años (sí, el padre también tiene algo malo, aunque solo para las mentes puritanas de Illinois, donde transcurre este cuento). En fin, el asunto es que el desventurado esposo hará de todo para devolverle la memoria y volverla a su lado, y eso incluye lo básico y más romántico: enamorarla de nuevo. Por ahí transcurre la historia, sumamente larga, bastante tonta, con los empalagosos Rachel McAdams, tan bonita, y Channing Tatum, y, como la madre, Jessica Lange, la misma que hace treinta años enloqueció a medio mundo tirándose sobre la mesa de la cocina frente a Jack Nicholson en «El cartero llama dos veces». De eso no hay cómo olvidarse. Postdata con tercera opción: en «Hombre nuevo, vida nueva», con Kurt Russell y Goldie Hawn, una insoportable mandona pierde la memoria y su empleado aprovecha para convertirla en su obediente y feliz esposa fregona a cargo de cuatro chicos y una casa. Gran película, muy didáctica.
Pálida copia de un clásico film de Ozu Hubo hace mucho una hermosa película de Yasujiro Ozu, «Primavera tardía» (Banshun, 1949), donde la devota hija de un traductor viudo insiste en seguir cuidando a su padre, aun a riesgo de quedar hecha una solterona. Unión familiar, lealtad filial, soledad, aceptación de los cambios lógicos propuestos por la naturaleza y la sociedad, se exponen aquí en el ámbito de la posguerra, donde las cicatrizaciones y los progresos anímicos y materiales se valoran especialmente. Y todo eso está contado en forma placenteramente calma, dulcemente triste, con música suave y expresiones controladas. Ozu estaba entonces a las puertas de su gran película, «Una historia de Tokio» (Tokyo Monogatari, 1953). Wim Wenders habla de estas obras, y de semejante autor, a través de su documental «Tokio Ga», donde el viejo actor Chishu Ryu visita la tumba de su maestro y luego, en un andén, es reconocido por varias señoras, pero no por su participación en aquellos poemas, sino porque está apareciendo en una telenovela. En fin, basta de hablar de cosas lindas. El asunto es que Claire Denis, sobrevalorada directora francesa, ex asistente de Wenders en «Paris, Texas» y «Las alas del deseo», un día vio «Primavera tardía», recordó que su madre tenía devoción por el abuelo, al punto de ponerla celosa, y decidió hacer algo parecido, pero en vez de japoneses puso negros actuando como japoneses que tomaron calmantes, y para resaltar el carácter de homenaje ahora el padre es conductor de trenes, ya que en algunas famosas películas de Ozu suelen pasar trenes. El resultado es una sucesión de climas apacibles donde no pasa nada o tarda bastante en que pase algo que nos deja medianamente afuera. ¿Cómo lograba Ozu tensionar y emocionar con películas sencillas donde aparentemente tampoco pasaba demasiado? Pues, porque precisamente en cada escena pasaba algo, y por el corazón de los personajes pasaba mucho, que afloraba en sus ojos y sus hombros y estallaba en los ojos de los espectadores. En lo que ahora vemos, solo hay forma, tono, y, por suerte, una linda música de fondo, suave y entradora. No mucho más, salvo una escapada a una pequeña y bonita ciudad alemana para incluir de algún modo a Ingrid Caven, actriz de la tribu Fassbinder. Por ahí, y por una escena donde el padre empieza a tomarse 35 tragos seguidos de ron, podría haber una clave: éste es un Ozu apagado a la manera de un Fassbinder distante. Puede interesar a curiosos y seguidores de Denis, que hay algunos, y también a personas que sufran de insomnio.
“Música campesina” con poco sentido del ritmo Años atrás el chileno Alberto Fuguet escribió una novela simpática, «Las películas de mi vida», donde un sismólogo enfrenta de pura casualidad un temblor en Los Angeles, y también, pero de pura causalidad, enfrenta un recuerdo natural de las varias películas catástrofe y demás hollywooladas que vio en su vida. El asunto es divertido, y al mismo tiempo da lugar a la reflexión sobre gentes de lenguas y mentalidades distintas que, sin embargo, se alimentan de la misma fábrica de sueños y pesadillas. Ese es el Fuguet escritor. Pero cuando hace cine es menos divertido, y eso que en esta «Música campesina» nos cuenta algo similar: la perplejidad de un tipo que sabe de situaciones inestables, enfrentado a un desdén amoroso y un ámbito de música country que él aprecia bastante. Este hombre con mal de amores ha dado con sus huesos en Nashville, trata de hacerse entender en la lengua universal (que, como dice García Márquez, no es el inglés sino el «bad spocken english»), el trabajo de hablar otro idioma lo cansa, el trabajo manual también lo cansa, se lo pasa tirado en hoteles cada vez más baratos, llorando cuitas bilingües ante mujeres que amablemente lo bancan diez minutos, vagando por calles impersonales y bares perdidos, y hablando lo que en Chile y Cuyo se llama oficialmente huevadas, en largas tenidas con un par de vagos locales que le brindan su amistad. Gente simpática, eso sí. Por ahí se encuentra una porteña piola que lo orienta un poco, y que en el reparto figura con el nombre de fantasía de Karen Davidovich Whitehouse. Lástima que solo sea un par de escenas, al cabo de las que se oye, intempestiva pero bienvenida, la voz de Leonardo Favio entonando unas pocas líneas de «Muchacha de abril». Pudo ser también la de Palito Ortega con una que grabó en la mismísima Nashville, «Sé de un mundo mejor», pero da igual. Llegado el momento, nuestro personaje también caza la viola y remata con una tonada chilena. Esa es su música campesina. Buena idea, lástima que el actor la cante entera. En resumen: Fuguet muestra buen oído para los diálogos, amable sentido de observación, básico manejo de la puesta en escena, simpatía por el llamado «mumblecore» (un subgénero sobre grandulones especialistas en hablar pavadas y hacer huevo), y, bueno, poco sentido del ritmo y la paciencia. Esta película dura 100 minutos. La salva, muy ocasionalmente, el director de fotografía Ashley Zeigler, con alguno que otro encuadre cercano a las pinturas de Edward Hopper.
Refugio engañoso para una crisis conyugal Una crisis conyugal puede representarse de varias maneras. Hernán Belón, medianamente novato en el cine ficcional, pero hábil observador, como lo prueban sus documentales con historias de personas anónimas, desarrolla su propia forma apoyado en un buen equipo, un reflejo condicionado del público ante las casonas apartadas, y dos intérpretes hábiles para sugerir con mínimas expresiones más de lo que dicen. Puede objetarse un par de escenas artificiosas, pero no mucho más. Con el equipo, Belón logra climas inquietantes sin salirse de lo natural, ya que quiere acercarnos a la mente de alguien que percibe peligros donde los otros no ven nada raro. Con el público empieza un diálogo cómplice: sabemos que en las películas, si una pareja con hijita que ya camina se instala en una casa alejada, descuidada, en pleno invierno, o la casa o el campo circundante encierran cosas feas, o la cabeza de alguien funciona medio torcida. Ni qué hablar del aporte que hacen Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi, que casualmente el sábado pasado se ganó el premio a mejor actriz latinoamericana en Málaga por este personaje. Completan el reparto la pequeña Matilda Manzano como encantadora nena en peligro latente, y Pochi Ducasse con Juan Villegas como los inocentes vecinos bonachones o los vecinos perversos y entrometidos, según quien los vea. Y quien los ve es la mujer que detesta el campo y anda paranoica con cualquier cosa: una sombra, un ruidito, la falta de ruiditos, la soledad, la lejanía, en fin, el campo no es para todos y menos en invierno. El hombre metió la pata comprando esa casa, y sospechamos que la mujer es de esas manejadoras que dejan que el marido meta la pata para después victimizarse, acusarlo ad eternum y salirse con la suya haciéndose las buenitas. Los problemas ya venían de antes, y la ilusión de solucionarlos refugiándose en un ámbito bucólico va a hacerse añicos. Y nosotros veremos cómo ocurre, y a quién beneficia. Pero antes, también veremos unas cuantas escenas de sexo, porque es sabido que las parejas jóvenes emplean esa agradable forma de comunicación cuando quieren resolver algún problema, y también cuando no tienen ningún problema. Y éstos tienen varios, incluyendo uno que anda en dos patitas y arriesga meterse en berenjenales.